Estaba por terminar la jornada y don Lico ya estaba totalmente borracho. Sus ojos se le aguaban en un esfuerzo por enfocar la mirada y terminaba entregando a sus clientes cualquier cosa o simplemente disculpándose por no tener lo que le estaban pidiendo. Debajo del gran mesón habían ordenados trece pequeños vasos de cristal. La botella de aguardiente estaba escondida entre los grandes frascos color ámbar que guardaban el alcohol de quemar y las soluciones de mercurio.
Estaba acostumbrado a esta rutina. Abría temprano y mientras el dependiente levantaba las gruesas cortinas de fierro, él componía su pulso con el primer trago del día. Era el más amargo, el que le llegaba directamente a su estómago, quemando sus tripas y dándole un golpe que parecía de electricidad a todo su cuerpo. Se espabilaba de un plumazo y miraba sus manos atentamente. Ya no se movían.
Transcurría la mañana de buen humor, haciendo bromas con sus compradores, regalando dulces a los niños y vitaminas a las mujeres embarazadas. Prescribía los medicamentos con una precisión envidiable, curaba enfermedades como la tuberculosis y el asma con certeras pócimas preparadas en la transtienda. Los olores de la vieja botica inundaban todo el lugar, arropando a la paciente clientela con la seguridad de la medicina preparada por don Lico. El olor del desinfectante y los distintos químicos que usaba, le daban al lugar un aire celestial. Todos se esmeraban en llegar tempranamente, porque antes del mediodía, el pobre don Lico era sólo un guiñapo humano, completamente borracho e incapaz de controlar sus propios reflejos. En cada pasada, llenaba otro vasito de cristal y a espaldas de la concurrencia, se lo empinaba de un golpe.
Ni él mismo podía explicar cómo había llegado a ese estado. Recordaba claramente una mañana, luego de una regada fiesta en el Hotel Unión. Había sido una proeza levantarse y abrir la botica. Su cabeza le punzaba y su saliva se tornaba en pequeñas motas de algodón que no conseguía tragar, por más agua que tomara. Había sido una de las tantas veces que se había quedado a beber con el francés y su influencia era, sin duda, la más nefasta entre todas las amistades del pueblo. Todo le daba vueltas y no hubiera sido capaz de seguir la jornada, si no hubiera sido por la pequeña copa de aguardiente que se empinó, sólo por si acaso. Guardaba esa botella en la botica por las condiciones medicinales del licor y por si se quedaba corto de desinfectante. No esperó nunca esta maravillosa reacción. La borrachera le abandonó en un santiamén y estuvo del mejor ánimo el día entero. Todo el dolor y la molestia se convirtieron en sólo un mal recuerdo.
Consciente del poder de la experiencia, la vez siguiente hizo exactamente lo mismo. Ya no podía sentir remordimiento por la eterna cantinela de su esposa, instándole a ser sensato en su accionar, ya que se trataba de la salud de muchas personas y no sólo de la suya propia. Ahora, gracias a este ventajoso artilugio, por muy salvaje que hubiera sido la juerga, la mañana siguiente y luego de su pequeña ración, quedaba como nuevo, activo, entero y hasta contento. Así siguió, por días que fueron meses, por meses que fueron años.
El francés se encargaba de irle sonsacando las debilidades de su negocio y las de su vida, mientras le llenaba la copa todos los jueves, que era el día de su partida de «tele» y era el día en que don Lico iba perdiendo, mano tras mano, su dinero, su farmacia y su vida entera. Se olvidaba de la decencia y rogaba por más crédito al cantinero del Hotel. El francés sonreía con sorna y de su bolsillo opulento, sacaba fajos de dinero que se los dejaba entre sus manos. Brindemos, mon ami, gritaba como un loco, posando sus pies embarrados arriba de la mesa.
A la semana siguiente, aparecía antes de la hora del cierre, con un documento misterioso y una sonrisa torcida, que causaba pánico en todos aquellos que alguna vez le solicitaron algo de dinero. Arreglaba las cifras, inflaba los intereses y mostraba una firma aguada e imprecisa que parecía era la de don Lico. Se rascaba la cabeza y le espetaba sobre su responsabilidad en esa suma. Así, siempre, después de cada juerga, aparecía un pagaré extraño y trasnochado que le indicaba a don Lico que estaba bien cagado. Pero caballeros son caballeros y deudas son deudas. No podía desconocerla y el francés lo sabía sobradamente. Las ganancias de la botica paraban todas en sus bolsillos, mientras la familia de don Lico se iba desmembrando de a poco, en una agonía que era imposible de sufrir.
Amigos, parientes y vecinos, incluso don Enrique, el otro boticario, le aconsejaban que se alejara de la influencia del francés, que dejara el trago y que se concentrara en salvar su patrimonio. Nadie fue escuchado. El hijo menor de don Lico, su viva imagen, intentó convencerle también y a todos conmovía su figura flaquita intentando ayudar al padre borracho a cruzar la calle y entrar a la casa. El pequeño se había dado cuenta de todo, escondido siempre debajo del mesón donde don Lico guardaba el aguardiente. Escuchó las voces de los clientes, las maquinaciones del francés, las palabrotas de los dependientes cuando no recibían sus salarios y la lenta pero innegable y estrepitosa caída del hombre. Su madre no pudo soportarlo más y con la familia entera, emigraron un buen día. El chico juró regresar todo a su lugar, alguna vez y terminar con tanto abuso, burlas e injusticia. Tuvo que convertirse en una criatura fría y cruel, para lograr vencer el fantasma del francés. Su padre no vivió suficiente para verlo. Una golondrina perdida se había permitido el derecho de hacer nido en la botica. Don Lico quiso moverla de ahi y borracho como estaba, se desnucó al tratar de alcanzar el techo.