Determinación

Había visto a los abuelos nuevamente. Sentados con mansedumbre en el banco de la plaza, con sus manías vivas. Tejiendo crochet la abuela Yolanda y liando un cigarrillo, el abuelo Miguel. Los vio claramente, tal como los recordaba y entendió su propósito.

Dejó el libro de Hemingway en la ventana y analizó concisamente los últimos treinta y seis años de su vida. Destacó las férreas amistades y el amor. Las relaciones largas y fructíferas que duraron lo que tuvieron que durar. Aún quedaban gotitas de esos amores inundando su corazón y le sabían a dulces recuerdos. Aún estaban las preguntas sin resolver de por qué no había terminado una carrera, cuando la inteligencia era un don familiar que no costaba utilizar.

Con empleos de mediocre desempeño, quedaba siempre la buena impresión y el gusto innegable por el tiempo compartido con colegas, subalternos y jefaturas. Todo prístinamente congelado en un recuerdo que se iba sumando a los otros, que conformaban su vida. Sentía que había sido una buena vida. Sencilla, constante, sin sobresaltos. Con visión poderosa de los rencores del alma y de la férrea voluntad de deshacerse de ellos a como diera lugar.  Se sintió siempre a gusto en compañía de los viejos y tal vez por eso fue quien más sintió la partida. Las tardes de dominó y recuerdos, matizados por té con pan tostado untado con manjar, eran citas necesarias cuando las hormonas adolescentes hacían su agosto en las convulsiones del corazón. El olor de los viejos le sedaba, la voz cansina, las manos cubiertas de venas. Se estaba tan a gusto, mientras el olor de las migas quemándose, inundaba todo el lugar.

Traspasó nuevamente la visión de la ventana. El helecho prehistórico, de dimensiones colosales, que le daba al patio trasero de su casa un aire a selva siempre virgen, impoluta, misteriosa, callada y olvidada. Tal como se había olvidado de los recuerdos minuciosos de su vida. Intentó tomar el libro nuevamente y leer las páginas siguientes, pero la voz en su cabeza martillaba con furia. ¿Cuál era su destino?. Cuál era el propósito de su existir, si sentía un cansancio grave, como si hubiera vivido una vida entera y aún faltaban siete días para cumplir los treinta y siete. 

Miró sin ver y se concentró en el croar de las diminutas ranas, los pasos de la gata en el tejado y las ínfimas gotas de lluvia que se dejaban caer. Se sintió solo, desnudo, quebrado, infeliz. Sin un propósito claro, sin un norte, sin un por qué luchar. Respiró hondo y llenó la bañera. Mientras corría el agua, recordó vapores de la misma condición inundando los espacios del placer y del amor. Aguas calurosas, aguas frías. Sonidos de ríos cordilleranos, fuentes inagotables de olores infinitos que se posaban lentamente en su piel, en una sensación de díficil dimensión. No había nadie que preguntara en qué piensas. No había nadie que confortara sus pensamientos. Sólo el libro, la bañera, los pasos de la gata en el tejado y la lluvia.

Entró a la tina lentamente y se quedó por minutos eternos. Levantó la vista y allí estaban de nuevo. La abuela Yolanda desenrredando la madeja de estambre y el abuelo Miguel tosiendo y limpiándose la boca con el dorso de la mano, tomando, lentamente, con la otra, su novela; examinándola con detención y curiosidad, con ese gesto tan suyo. Volvió a pensar que nadie le extrañaba y que él extrañaba demasiado a tan pocos. Que la vida no tenía un propósito claro y que fuera de estas paredes, no valía la pena seguir.

Le llegó la frase concisa y breve. Clara y simple. Salió desnudo, mojando el piso. Se acercó al clóset y la encontró. Comprobó su estado y volvieron juntos al baño. Allí estaban los viejos todavía. Los miró con calma. Entró al agua y supo que sería sólo un segundo. Luego, podrían descansar. 

Anuncio publicitario

La Colcha

No tenía miedo. La verdad de las palabras de Mercedes Pilar le hicieron sentir que el comienzo estaba más cerca de lo que ella imaginaba, que sólo bastaba un poco de paciencia y la señal adecuada, que llegó antes de lo que siquiera pudo figurar. Ni sus sueños más premonitorios o siquiera la fabulosa condición de esa mujer, la prepararon para esto.

La botella con oxígeno seguía burbujeando lentamente, con pequeños gorgoritos transparentes, mientras en la cama del frente, una anciana sin dientes buscaba preocupada algo que no sabía explicar muy bien qué era. Estela había llegado desde lejos, viajando por catorce horas en un bus que amenazó con destartalarse, en mitad de la nueva autopista. Recordaba este viaje siendo niña y el olor del tren diésel, que unía ruidoso todo el país. Ahora no quedaba nada, así como nada quedaba del tiempo de su tía, prima hermana de su madre, que yacía en la cama número veinticinco, justo frente a la que buscaba lo que no se le había perdido.

Su semblante estaba sereno y la gota de suero caía lentamente, a su propio ritmo. Habían viajado las sobrinas, nietas y las parientas más cercanas. Una cofradía de mujeres se dieron cita alrededor de su cama. Incluso Mercedes Pilar acudió, sin tener arte ni parte con esta enferma, porque los dichos maravillosos que había escuchado de esta anciana le llenaban de curiosidad y asombro. Todas sabían que estaba agonizando. Sólo los médicos se esforzaban en darle de comer gota a gota de esta sustancia incolora e insípida que pendía peligrosa y burdamente de un gancho en el techo.

Estela traía el resto de las fotos antiguas, aquellas donde se veía apenas el semblante de Margarite. Nadie recordaba quién era. Sólo Estela había atesorado este botín por años y ahora lo traía escondido en su equipaje, arropadas las instantáneas con la colcha de colores que le había pertenecido a su tía y mucho antes a Margarite, la madre. Estaba segura que su tía ya no la recordaba, como no recordaba muchas  otras cosas en este frágil minuto de su existir.

Desde la puerta de entrada a la sala, la joven de las manos pálidas, aquella que había impresionado tanto a Mercedes Pilar con sus recuerdos tan vívidos; pudo ver claramente la colcha de colores con la que había soñado tantas veces. Se acercó con precaución. No quería alterar a nadie. Saludó a Estela como si la hubiera conocido de toda la vida y cuidadosa, tocó la colcha con su mano derecha. En la base del pulgar tenía un lunar. Se acercó más y pudo oler la prenda que había sido primorosamente cosida a mano, a la luz de las velas, en un invierno muy lejano, por dos mujeres que juraron ser hermanas, apoyarse en todo momento y no dejarse jamás. Sabían que sus vidas iban a ir por caminos separados, que cada una  iba a formar una familia, que iban a abandonar aquel lugar, pero juraron cada noche, puntada tras puntada, estar de alguna forma juntas y honrar su amistad hasta el fin de los tiempos.

Ahora, la colcha de colores salía a la luz, después de años de estar escondida debajo de las frazadas de una cama de visitas en la casa de Estela. La traía para que su tía tratara de conectarse con la infancia que tanto tiempo atrás había vivido, que se arropara en ella y sintiera la ternura del abrazo de Margarite, su madre, que se fue tan pronto y le pidió tanto. Estela esperaba poder verse en los ojos de su tía querida, pero entendió que iba a ser imposible. Sólo desató sus manos y acarició sus palmas. Le acercó la colcha y le susurró al oído frases antiguas que venían a sus recuerdos de niña. La joven de las manos pálidas le indicó a Mercedes Pilar la colcha y suspiró aliviada. Dijo entonces, acercándose a la enferma, abuela, salgamos de aquí juntas. Vámonos de vuelta a casa. Yo te ayudo en lo que haga falta. No te preocupes de nada.

quilt1

Diálogos

Estoy hablando sola de nuevo, le dije por teléfono y su risa sonora inundó mis oídos. Este dolor no me deja, insistí y cuando la risa se disipó, escuché sólo su respirar en la línea. Seguí hablando por largos minutos, mientras afuera la escarcha se armaba lentamente y en sigilo. Las ventanas se iban empañando y el frío callaba todo ruido, todo aliento, toda vida. Sólo mi voz rompía el silencio de la noche estrellada, de luna llena, de dolor, de recuerdos y de la esquizofrénica sensación de que, a pesar de todo, el mundo seguía girando.

Nunca te había contado que hablo sola, dije, pero lo hago desde niña, cuando el miedo era paralizante, cuando las pesadillas se esforzaban en volver a mi memoria presente; desde entonces y siempre en mi vida, he hablado sola.  Había abandonado esta costumbre, pero la realidad que me inunda y la vida que se escapa y que es parte de mi propio existir, son mayores a mis fuerzas y a mi resolución de dejar este recurso culpable, que es tan liberador en mí, como para otros cualquier otra manía. Ríe nuevamente y escucho su aliento aterido. Pregunto si está al lado del fuego y me confiesa parcamente que cuando llegó ya se había apagado. Venía de lejos, era tarde y hacía frío. Escuchó en silencio y con respeto, intentó un comentario coherente en medio de la gelidez de la noche. Quizo decir muchas cosas, pero el frío cortó su garganta. Mis lágrimas custodiaban la entrada de mis ojos y resbalaban despacito por mi cara. Tienes frío, es mejor que hablemos mañana, dije de pronto y en medio de la conversación. Gracias desde el corazón, añadí en seguida y me quedé en silencio, mientras me decía la frase del adiós.

Seguí dando vueltas en mi cama, seguí viendo las luces esquivas entre las sábanas y seguí hablando sola por otro rato. El dolor, el miedo, el egoísmo y la cobardía inundaban esta noche llena de luz. Alguna vez sirvió todo lo que ahora me pesaba, alguna vez todo tuvo forma definida y sentido claro. Ahora, nada me parecía legítimo, sólo el paso del tiempo infame, que no dejaba de avanzar. 

Pude haberle dicho tantas cosas, pero todo se diluyó entre el frío y la tardanza de la hora. Compartió mi dolor, sin embargo, y eso era bastante. Estuvo conmigo para escucharme, y eso fue bastante. Mañana ya era otro día.

luna

Gloria

Era mayor que mi hermana mayor y caminaban juntas a la escuela, antes de que yo pudiera acompañarlas. Olía a lavanda seca, alcohol de quemar y humo de cigarrillo. Se llamaba Gloria y vivía a una cuadra y media de nuestra casa, en un engendro de mansión, sin forma ni destino, de un azul índigo descolorido, con grandes ventanales tapados con plástico y techos generosos, cubiertos aquí y allá por delgadas tapas de fonolitas, que se transformaban en una pesadilla en los inviernos lluviosos de mi niñez. El cerco desvencijado, atado con alambre y malla de gallinero, dejaba ver apenas la huerta generosa, cuidada por sus hermanas mayores. Siempre habían caballos pastando afuera de su casa y era porque su padre tenía carretones.  Era un viejito desdentado, congelado en una edad sin tiempo, con un eterno bigote blanco, que fumaba a veces, a veces caminaba por el vecindario y a veces no llegaba a su casa. Borracho empedernido, gentil y atento. Silencioso. Sólo existía.

Gloria desapareció de nuestra vista y crecimos sin ella, sin sus manos francas tomando las de mi hermana, para traerla de vuelta de la escuela sin peligro, caminando sólo por los durmientes de la línea del ferrocarril, sin pisar el pastito tierno que crecía entre ellos. Gloria le enseñó a hacer acrobacias en el riel, y cuando ya no la vió más, seguimos nosotras caminando en este alambre imaginario, haciendo complicados giros y maromas, tarareando suavemente la melodía de la comparsa de algún circo.

Al cabo de varios años, ella volvió a aparecer, cuando nuestra niñez se había terminado, cuando nuestras vidas aún no estaban resueltas y cuando nos negabámos sistemáticamente a ser adultas. Llegó una noche de invierno, golpeando la pesada puerta de calle, preguntando amablemente si nos interesaba comprar productos Avon. Era su cara tan gentil y saludable, eran sus modales tan cordiales y amistosos, que no pudimos decirle que no. Se convirtió en una rutina mensual recibirla en nuestra mesa, ofrecerle una taza de café, mientras ella dejaba de lado las pesadas bolsas con víveres que llevaba a su hogar, desde la casa de su padre y nosotros hojeábamos la revista sin mucho interés ni entusiasmo, pero nos topábamos con  su cara ansiosa, apretando el lápiz para tomar nota del pedido. Entonces, decidíamos comprar una que otra baratija y ella se iba contenta. Así le devolvíamos la mano amable que apretó las nuestras una vez.

Dejamos el pueblo un día y nada supimos de ella. Sus hijos crecían sanos y felices, tenía una casa regular y confortable. Parecía que todo estaba en su sitio para ella.

En las tardes de su vida, Gloria atendía un pequeño local de llamados en el terminal rural del pueblo. Le gustaba el trabajo y me la imagino conversando feliz con todos sus clientes. Su vida era sencilla y tenía la lógica simple de las personas buenas. Nunca nos habló de su marido, ni en las tardes lluviosas del invierno, mientras esperaba nuestra decisión sobre los productos ni en los veranos tórridos, cuando llegaba rogando por un vaso de agua, disfrutando la comodidad de las sillas de la cocina y nos dejaba elegir con calma y alegría, mientras nos enterábamos de la comidilla de la cuadra. Su existencia era sólo trabajar para darles una buena educación a sus hijos. Siempre comentamos lo difícil de la vida y la falta de oportunidades. Gloria no era distinta a tantas otras que se habían casado jóvenes, habían aceptado su destino con gracia y sin mucha filosofía y sólo vivían el día a día empujando el carro de su existir.

Esa noche, probablemente Gloria tuvo miedo, pero presentía el mal desde hacía mucho. No podía ser distinto.  Se quedaba donde estaba porque había luchado por cada centímetro cuadrado de ese hogar. Nadie pudo ver nada, ni nadie pudo ayudarla. Tuvo que desplazarse sola por este trapecio imaginario, y sin poder cantar la música de la comparsa del circo, su vida se extinguió, por un arranque de locura del que había sido su compañero, por veinte años.

No hubieron muchos detalles en los diarios, sólo hablaban del crimen con la frialdad de un tanatólogo, explicando que los celos nublaron la mente del esposo y le hicieron cometer tal atrocidad, que nadie escuchó nada y que su cuerpo sin vida pendía de una viga de la casa, mientras el de Gloria yacía en el suelo, en un cuadro dantesco e incomprensible, choqueante para la familia, horrible para los vecinos.

Hoy la ví, por un segundo nada más, en una calle que ella jamás recorrió,  y la ví como la veía antes, con sus bolsas con provisiones, sus aros redondos, sus cabellos, como siempre tan compuesta y su sonrisa. Busqué el artículo de su muerte, porque no podía recordar que ya no estaba. Sólo recordaba su alegría, su voz, sus frases serenas y su empeño. Sus manos adolescentes tomando las de mi hermana, para ir a la escuela, consintiendo una responsabilidad que no era suya.  No era distinta a tantas otras. Había aceptado su destino con gracia y sin mucha filosofía y sólo vivía el día a día empujando el carro de su existir. Estaba en mis memorias, como los días de verano, como la emoción de caminar en el riel, como el olor del tren de carga, como la vida.

tren

Mambo

bso_los_reyes_del_mambo_the_mambo_kings-frontal

Johnny Pedro Mauricio era su nombre completo, pero todos le llamaban Mambo, por una historia absurda producto de la borrachera del minuto y de la gracia que se desprende de la chaladura del alcohol.

De proporciones épicas y poco agraciadas. Un vientre prominente y gigantesco, digno de ventosidades atómicas y que apestaban por horas. De cabeza regular y facciones comunes y corrientes, manos gordas, pero de dedos alargados. Muchos decían que era como un monigote de plasticina hecho por algún párvulo de malas ganas.

Sus grandes zancadas le antecedían y la vibración de su peso cimbraba cualquier establecimiento, casa, parroquia o quinta de recreo. Su risa franca y saludable, le hacía lagrimear sus ojos mansos y se veía el confín de su alma, sencilla y pulcra.

Enamorado del amor; su corazón se debía a una sola mujer, aquella de rizos rubios y ojos soñadores que alguna vez se le entregó con pasión y locura, en su etapa escolar, entendiendo rápido que Mambo no iba a llegar muy lejos, de seguir por el camino que iba.

En ese tiempo, todos los que le frecuentaban reconocían que esa mujer había destruido sus sueños más preciados y que le había convertido en esta bestia gigante y posesa que sólo pensaba en cazar, beber hasta perder la conciencia  y, de vez en cuando, producir algún dinero en la faena forestal.

Pronto descubrió que este negocio le iba y que la brutalidad del medio le iba también. La maquiavélica actividad de arrancar de cuajo un árbol indefenso, de un lugar perdido en mitad de la nada, donde todo era diáfano y puro y extender el ruido de sus tractores, estirar los largos tramos de cadenas y el sonido pertubador de las motosierras haciendo su trabajo con precisión de relojero, siniestras, amenazadoras, pero efectivas. Luego, luchar contra los elementos, arrastrando el árbol caído a un lugar más despejado para desbrozar y cortar en basas, como un carnicero eliminando pellejo y pezuñas para luego destazar a este animal descomunal, rendido y humillado a la evidencia de la supremacía de la tecnología y de la inventiva humana.

Mambo gozaba del ejercicio, gozaba de llegar hediondo y cubierto de tierra y hojarasca como un puerco, y abandonarse a la bañera para salir rozagante y dispuesto. Vendía el material al mejor postor y antes de tener el dinero en su mano, apostaba, invitaba, brindaba, pagaba y seguía invitando en una euforia mensual y cíclica que le empujaba a seguir en la misma rueda por un rato más largo de lo que le dictaban sus estudios de administración, sus estudios de economía de mercado y su propio corazón.

Era tan grande y  regada la borrachera que se alentaba a sí mismo a seguir adelante, en una locura propiciada e incitada sólo por el alcohol. Le escoltaban un séquito de súbditos callados y diligentes, que le acompañaban y le adoraban mientras tuviese para darles. Voy cruzando el río, cantaba, lleno de gozo y sin miedo la vez maldita que se le cortaron los frenos, antes de llegar a ese puente perdido y extraño, angosto y peligroso que era la entrada de su pueblo. Condujo con gracia y delicadeza, hasta asentar su máquina, que era «otra máquina» a la rivera opuesta y asegurar a sus pasajeros que lo malo había pasado y que podían destapar otra corrida de cervezas sin miedo de perder los dientes.

Así transcurría su vida, de caza en caza, de árbol en árbol, de mujer en mujer. Amándolas a todas y sin amar sinceramente a ninguna, cuando la fatalidad llamó a su puerta en sueños difusos y se despierta sobresaltado en una mañana nebulosa y helada de invierno. Piensa lentamente si es necesario hacer ese viaje, si la vida realmente depende de aquello o si es sólo posible seguir conduciendo su jeep pasado a trago, tronador como un camión de labranza, sin frenos, sin calefacción, sin aire acondicionado, pero fuerte e indestructible en el sino de todos sus jolgorios.

Piensa nuevamente, cuando su amable tía le sirve el desayuno y vuelve a pensar cuando avanza hacia el Banco del Estado y se encuentra con su padre, ese mismo que, escueto y resbaloso, ha evitado verle en los últimos 30 años, sólo para comentarle ahora, secreto, que lo suyo con su madre no podía ser; sin embargo, él recibía todo su apoyo y cariño, porque eran de la misma sangre y si se miran al espejo, eran como dos siameses, diversos, pero claramente parecidos.

Sigue rumiando su sueño y su destino, y sin más cavilaciones, se adentra en la maraña borrosa y extraña del futuro.

Montará la vieja camioneta, pequeña para su porte, extraña para sus habilidades y que él, por la porfía del chofer, no conducirá y a la vuelta del camino, en plena Carretera Principal, se estrellará contra algo. El parte policial no lo identifica; los que quedan del accidente tampoco. Sólo quedará consignado que Mambo gritaba como un verraco, pidiendo auxilio, y que, al llegar los lugareños, le ayudaron a salir a él y a los dos compañeros que quedan en la mínima camioneta, golpeada por una fuerza descomunal y trataron de sacarles con vida, independiente de las condiciones en que se encontraban.

Mambo seguirá berreando, hasta que llegue la ambulancia, a la que ingresará por su propio pié. Su compañero Juan Sin Tierra, se mostrará lesionado y traumatizado por el golpe. Fingirá perder la conciencia hasta veinte días después del accidente. El tercer acompañante, sólo conocido por Mambo y Juan, morirá de camino al hospital entre las plazas de peaje que separan al pequeño poblado de la capital regional.

Al entrar al hospital, Mambo sufre un ataque cardiaco. Se requerirán seis enfermeros y dos curiosos de la calle para cargar tan portentoso animal. Muere cuando el reloj marca las cuatro con veinticinco y medio minutos de la mañana de un día jueves de invierno.

Al hacer la autopsia, los doctores y practicantes retrocederán frente al olor a alcohol que expele su cuerpo sin vida. Un olor penetrante y pestilente, horroroso, fuera de este mundo, salvajemente básico y detestable. Varios de los practicantes, ante esta muestra de la variedad humana, decidirán otros caminos en medicina, abandonando para siempre la tanatología.

En el intertanto, los doctores que han permanecidos incólumes, datarán al occiso con la hora y día de su muerte, por causa de un ataque fulminante al corazón, producto de la ingesta desmedida de alcohol y estupefacientes. Nada mencionarán de la colisión. Esto lo añadirá la policía por su lado.

La mujer que él tanto amó, la de los rizos rubios y ojos soñadores, despertará sobresaltada al verlo en su cuarto, descuartizado como un becerro, rogándole por favor que le ayude, que le indique dónde está su casa, porque con este revoltillo de cuerpo, ya no sabe dónde está su cabeza.

Reencuentro

«Encuentre a sus antiguos compañeros de colegio, vecinos y gente del pasado con la que le gustaría contactarse». Así reza el aviso en la página de internet y me pregunto quiénes son las personas más importantes de mi vida con las que me gustaría volver a hablar, después de tanto tiempo. Pruebo.

Vienen a mi memoria varias caras, algunas con nombre y apellido, otras imágenes solas en lagunas de mi existencia. Busco los nombres de los que me acuerdo. De pronto, pienso en mi infancia, mis ocho años, cuando todo era sencillo, diáfano, ideal, cuando creía que todo era posible. Cuando soñaba ser médico, sólo porque me gustaba el instrumental. Cuando la compañía de los amigos era franca y simple, el día era más largo, el verano interminable y el calor del hogar estaba garantizado. El rostro de mi mejor amiga de la niñez viene claro a mi memoria. Escribo su nombre y de la pantalla aparece una mujer, alegre, diferente, pero algo en ella es familiar. La sonrisa que exhibe es la misma, el color de su pelo, sus ojos. Todo podría ser. Escribo tímidamente una nota. Espero una respuesta sin mucha efusividad y cierro la sesión.

– Eres tú, claro que te recuerdo, han pasado 25 años desde entonces, mis padres se fueron a la capital, donde yo vivo ahora. Aún recuerdo a los compañeros del curso, aún me acuerdo de tu cara y de nuestros bailes, en los cumpleaños infantiles- , escribe mi amiga reencontrada, después de tanto tiempo, en la pantalla de su computador, respondiendo mi escuálido mensaje. ¡¡¡Esto sí que es fuera de serie!!!. Nos conectamos nuevamente, después de este espacio inconmensurable en el tiempo y mido mis palabras, que brotan solas del teclado poniéndola al día de todo lo que se ha «perdido» por estar tan lejos.

Le cuento de mi vida, en un rápido y somero resumen, sólo para tener varios hilos de temas de conversación, para un diálogo que fluirá sencillo y diverso más adelante. Pienso en sus trenzas apretadas, sus anteojos grandes,  su nombre viniendo inmediato a mi mente cuando preguntaban los niños, ¿quién es tu mejor amiga?, el aroma de su hogar, la simpatía de su madre. Pienso que nos hemos perdido de tanto, pienso si ella recuerda esos detalles también. Pienso si ella cree en lo mismo, si todavía quiere ser profesora, si de adolescente le costó tanto como a mí descubrir la que iba a ser. Recuerdo los dulces que preparaban en su casa, los días soleados en la escuela, el patio polvoriento, la clase, los condiscípulos, el aroma de la cera en los pisos, el tarrito con monedas para hacer los beneficios de fin de año. Los cumpleaños, los regalos, los recreos tomadas de la mano, jugando a lo que fuera en un  tiempo eterno, en el que no habían penas de amor, ni materias atrasadas, no eran de fiestas ni envidias, eran sólo juegos, sólo la simpleza misma de la vida, en los ojos asombrados de dos niñitas de ocho años.

Cuando te fuiste, pienso, ni siquiera nos despedimos, era tan vago todo y tan primordial. Simplemente creímos que la amistad era para siempre. No tengo dolor de ese recuerdo. Nunca nos comunicamos, sólo guardamos las que fuimos para seguir avanzando. Me pregunto cuándo fue la primera vez que te enamoraste, si eres feliz, como éramos entonces o si esta vida esquiva y dorada te ha tocado con suerte y alegría, como siempre quisimos la una de la otra.

Escribo todavía mi pequeño resumen que está alargándose demasiado. Me llega tu respuesta en pocos días y una magia bonita me invade, cuando te digo francamente AMIGA. Pienso que nunca lo dijimos antes, sólo nos hicimos sentir como tales. Pienso, si nos vemos nuevamente, cara a cara, nos abrazaremos dramáticamente o sencillamente retomaremos el hilo de nuestra conversación desde donde quedó, cuando te fuiste.

Creo que tenemos tanto por contarnos, pero probablemente sea sólo mi impresión. Nuestras vidas han seguido caminos tan distintos, como diversas son las personas. Ya no recuerdo tu color favorito ni sé tu tendencia política. No te he preguntado si quieres ser madre y si la vida en general te satisface. Sólo recuerdo tu bolsón  y nuestras risas en el patio. Sólo recuerdo lo esencial de la vida, que siento se hizo visible a nuestros ojos, esos días en que nos acompañábamos, los largos inviernos que pasamos compartiendo el salón, las tareas, el pan con mermelada y una sincera sonrisa y un abrazo, al final de la tarde, antes de llegar al hogar. Eso recuerdo, y si creo correcto no hay nada más  importante para que valga la pena seguir escribiendo. El espacio ideal de mi niñez se llena con nuestros recuerdos. No tengo fotografías, tal vez tú sí, pero las memorias de mi corazón son más, sin duda alguna, que todas las instantáneas que pudimos habernos tomado juntas.  Siguen las preguntas en mi mente, pero no me importa, ya estamos en contacto.  Trato de ponerme al día con lo que la vida nos quedó debiendo y sigo escribiendo. Vale la pena, amiga, vale la pena.

Lobito

¿Quién va a ser la primera para destapar la pipa? Así era la pregunta y así empezabamos a fumar yerba sin prisa  y jugando, riéndonos cada vez más alto. Lobito se transportaba automáticamente, a la primera pitada, a un estado ideal y era ideal cómo se veía. Estaba hecho para esta vida. Sus ojos azules como el oceáno se llenaban de un brillo que nunca supimos si era producto de la alucinación o el reflejo de la luz de la luna, su cabello crespo y rubio, todo un desafío para la genética, le convertía en la perfecta imagen del vagabundo yanqui, buscando fortuna y un buen lugar para ver las estrellas. Su único temor era la llegada de la policía, que tomaría a su persona como el de mayor edad, y sin dudarlo siquiera le sentenciarían como traficante, alcahuete y hasta pedófilo. Por eso y sólo por esa razón, Lobito trataba de bajar las risas y bromeaba seriamente que iba a tener que responder en la comisaría por tener un grupito de adolescentes junto a él «dro gán do se».

Las cervezas para separar la lengua del paladar, pastosa por tanta yerba, llegaban prontas y la consigna era no dejar rastro alguno de ellas a nuestro alrededor. Disfrutando la música de Woodstock,  la escena era perfecta, su chaqueta de mezclilla desteñida y ajada, nuestras risas contenidas, el pelo al viento de la madrugada; el paraíso hippie a pocas cuadras de la plaza de armas, en una noche cualquiera, con el canto de las aves nocturnas y el sonido amigable del río, que corría quieto a nuestros pies, aunque a veces, en medio de la volada, lo veíamos tan cerca y amenazante, pero era sólo eso, parte de la subida, parte de la alucinación con la mejor yerba de la región, cultivada con esmero por Lobito, en su propio campo, a escasos metros de su casa.

Una vez la policía antinarcóticos fue advertida de una plantación de proporciones. Lobito tomó el incidente con calma, no era su propiedad, era la del vecino, nos contaba siempre en medio del viaje, y estaba lleno de la más hermosa y verde marihuana, pero fuera del perímetro de su cerco. – Pregúntale al vecino – dijo, haciéndose el simpático, pero al detective no le causó gracia y sin pensarlo dos veces le llevó a la oficina, para ficharlo y tomarle su declaración. 

Desde entonces Lobito decía que estaba funado. No pudo sacar su título de agrónomo que tantos años de jarana y fumaderas le había costado, amén de la carga de yerba que vendía como si nada entre sus condiscípulos, hijos de los más circunspectos personajes de la región, que les importaba un pito que los niñitos fumaran como chinos, con tal de tenerlos tranquilitos y que terminen el semestre, ¡no faltaba más!. Incluso Lobito era hijo de uno de los más grandes terratenientes de la zona, conocido por su afición a las peleas de gallos y las mujeres ajenas, que finalmente dejaría a la familia en la calle por los malos negocios, la codicia de los amigos, la mala suerte con los cresta roja y una que otra querida que le absorbió hasta la médula mientras pudo. Sin embargo, la madre de Lobito se mantuvo incólume. Digna y decidida, conservó parte de la herencia de sus padres, por medio de artimañas de leguleyos, presencia y buena voluntad y cuando nos conocimos era lo único que quedaba del latifundio monumental. Fértil tierra decía Lobito, la mejor a la redonda, pero ¡por la máquina! que complicación levantarse temprano para subirse arriba del tractor y empezar a preparar los campos para el maíz y las papas, fundamentales para encubrir su negocio de contrabandeo y la mejor razón para mantenerse limpio, fuera del alcance de un problema mayor a ser sólo consumidor.

Una vez, un verano le vimos bajarse entre una nube de polvo del viejo tractor, con el torso desnudo, bronceado como un actor de cine. Era ver al mismo Eros entremedio de esa polvareda, ¿a quién no le gustaba fumar una pitadita de sus labios rosados y suaves? Que tire la primera piedra la que opine lo contrario.

Samba pa’ ti escuchábamos, a todo lo que daba la radio de la vieja camioneta. Luego era el turno de Bob Marley y apostábamos a que esa noche sí que nos íbamos con él al mismo infierno, porque era dulce, transparente, hermoso y salvaje al mismo tiempo, todo junto con el alucinante y pegajoso sabor de la yerba entremezclada en nuestras bocas.

La última vez que supe de él estaba mucho más al norte, cultivando papas por montones, vendiendo a los grandes consorcios, todo un empresario, con hijos hermosos y hippies como él y una mujer menuda y saludable que acariciaba sus cabellos enredados y olorosos a polvo del camino. Qué vida, mi amigo, que increíble viaje.

Pinocho

Cuando Pinocho empezó a encontrar sus propios chistes no tan graciosos, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo raro estaba sucediendo. Cuando comentó que su esposa tenía que conducir, porque su licencia había sido suspendida, la tercera vez que lo pillaba la policía  manejando borracho, y se moría de pánico con ella al volante y llovían los improperios, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo no andaba bien.

Siempre que le recuerdo, es con una sonrisa gigante en su cara, su nariz grande y colorada – por eso el apodo- y con sus preguntas impertinentes. Niño chico metido entre los grandes, gracioso como pocos, peleador y molestoso, soportaba estoico, cuando pequeño, los golpes de su hermano mayor, torpe y burlón. El nieto preferido de su abuelo, que le celebraba su cumpleaños monumental y hasta las tantas, porque aún era verano, porque podía y porque este chiquillo de moledera lo molestaba hasta el infinito si no había fiesta.

El mejor cuentacuentos entre los amigos, invitado infaltable de cualquier fiesta o tomatera, con una habilidad para hacer reír y reírse de su audiencia que no tenía comparación. Todos le querían como cercano, era la alegría misma verlo llegar y todos esperaban que abriera la boca y empezara a hablar, porque hablando iba saliendo el cuento, el chiste, el comentario soez pero gracioso, que lo convertía en parte fundamental de cualquier velada, con su repertorio inagotable y su inagotable sed por más alcohol. La gracia le salía por los poros, sano y borracho y se sentía feliz de ser esta especie de «partyman» incansable y necesario para que cada evento o reunión funcionara como debía ser.

Robaba la sidra embolletada, las gallinas y los huevos de sus abuelos y les daba de comer y tomar a un sin número de amigotes que se le pegaban como lapas de vez en cuando, terminando en los lupanales más abyectos del pueblo; llegando al amanecer, radiante y pestilente, a tomar desayuno al hogar familiar. Consentido por la madre, la abuela y cuanta mujer se le pusiera por delante, porque era encantador por todos lados.

La única que jamás lo consintió fue su mujer, niña todavía, sin mucha idea de lo que era un matrimonio. Salió de la casa paternal para irse a vivir con él, en calidad de esposa ya embarazada, a un elegante departamento en el centro de la ciudad universitaria, tratando de conciliar ser madre, dueña de casa, cónyuge y estudiante, sin disfrutar lo primero y rogando no perder nada de lo último. Pinocho fue obligado a casarse, por la hija, el qué dirán y el honor familiar y porque ya estaba bueno de jarana y de desorden, si tenía que ser un hombre responsable algún día y si su padre se había enderezado con el matrimonio, a él le tocaba su parte también. Claro que todos los amigos conocíamos las marramucias del padre y nos causaba gracia que de ese tigre tan rayado esperaran un blanco gatito.

Cuando dejó de acudir a las fiestas de los más cercanos y declaró que se concentraba en su carrera, todo el mundo se le rió en la cara y nadie creyó que podría terminar de estudiar. Dijo, la última vez que lo ví, que como cuentacuentos valía menos que como estudiante y que si no sacaba su título iba a tener que cantar en las micros para mantener a su familia. Hubo una risotada general. Pinocho fue el único que no se rió.

Tiempo después de esa velada, los perros del abuelo empezaron a ahuyar desatados en las noches, en una seguidilla de lamentos que nadie se explicaba. Escapaban por los agujeros más recónditos y terminaban debajo de las casas de los vecinos, gimiendo inconsolables, aferrándose a las viejas fundaciones de las casas del barrio, renuentes de salir y de volver a su casa. Esto sucedió por tres días.

Esa mañana, antes del alba, un tiro se escucharía en el vecindario. Nadie le daría importancia porque el vecino, militar retirado, gustaba practicar disparando a sombras y árboles cuando regresaba de sus fiestas. Sin embargo y mientras tomábamos desayuno, anuncia una voz en la cuadra que Pinocho está muerto, en el baño de su casa, con una bala en la cabeza disparada por él mismo, con la pistola del abuelo.

Llegó la policía y los familiares. Los amigos más cercanos se acercaron tímidos, pensando que el gran bromista iba a salir por la ventana cubierto por una sábana blanca y con salsa de tomate en la cabeza para gritarles en su cara que eran todos una manga de brutos…. Pero no fue así, y en cambio salió la madre transfigurada por el dolor; el hermano cabizbajo, el padre histérico y la abuela hablando incoherencias porque no podía ser cierto que su niño regalón yaciera botado como estaba, con los sesos regados en el baño.

Los hechos siguientes se confunden en la memoria, porque el dolor tiene esa particularidad. El día del funeral la procesión será interminable, todos los que han estado lejos se las arreglan para venir a acompañarle. Siguen como fantasmas la carroza arreglada con flores. El dolor trastoca las caras de los dolientes y por todos es sabido que tanto la abuela como el padre, avanzan en un estado de sopor artificial, creado por la cantidad exorbitante de calmantes que el doctor les ha administrado, para contener la histeria que provoca la sinrazón del horrible cuadro que tienen grabado en sus cabezas. Su madre, que tanto le defendió, malcrio y apoyó, avanza vestida de blanco, con los surcos de lágrimas marcados en su cara, su ojos azules aguados por el llanto y sin embargo, más entera, más firme su paso, decidida a acompañar al hijo al lugar donde ha decidido quedar. Porque él decidió terminar sus días en la casa de sus más hermosos recuerdos, acompañado por aquellos quienes siempre le adoraron y que, sin embargo, le habían empujado por muchas razones a tomar esta decisión.

La policía reconstituiría la historia y diría en el informe que Pinocho tomó un bus desde la ciudad universitaria, ebrio todavía, en la mitad de la noche y se bajó a tres kilómetros del pueblo, antes del amanecer. Caminó esa distancia y llegó a la gran escala de piedra de la casa familiar, donde tantas veces rodó, de pequeño por descuidado, de grande por borracho; se quitó sus zapatos, que quedaron perdidos entre las azaleas y una vez dentro, silencioso y decidido, tomó la pistola del abuelo y en paz después de tanto tiempo, no le costó nada apretar el gatillo y descansar. Los olores, las risas, sus perros, su hogar ahora le protegían. Era totalmente feliz. Había encontrado al que se había ido y no iba a ser ahora que iba a perderlo.