Baghdad. La Decisión

Michael apagó la televisión. Eran las tres de la mañana. Las tropas norteamericanas habían entrado a Baghdad. Era el 20 de marzo del año 2003.

Se habían conocido en el aeropuerto, junto a la cinta transportadora del equipaje. Ella venía llegando de aquellos sitios con playa y quitasoles, tan de moda entonces. Michael había venido a visitar a un amigo, autoexiliado en este país contrastante, que se proponía fotografiar con detalle. Las heridas de su divorcio habían sanado. Lo notaba en su trabajo, cada vez más luminoso, cada vez con mejores instantáneas. Su sitio web, en pañales, mostraba fotografías de su natal Boston. Tocó la mano de ella al intentar alcanzar la maleta. Le llamó profundamente la atención sus ojos, vivos, inteligentes, pero cargados de sueños rotos. Ella no había curado ninguna herida con ese viaje. Había hecho de todo, menos olvidar. Como en las películas, todo sucedió muy de prisa. Michael no esperaba el certero estoque del amor. Ella no esperaba nada. Nunca esperó nada.

Eran animales de juerga. Michael conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía a él. Cambiaba su seño siempre adusto y los ángulos cerrados de sus pómulos, cuando bebía. Se transformaba. Reía. Cantaba arriba de las mesas. Siempre reían. Los asados y las reuniones después de las exposiciones. Los viajes. Siempre los viajes. La fascinación pueril de Michael por los viajes. Su miedo a las alturas. A lo desconocido. A los hijos. Al futuro. Todo se perdía detrás del lente de la cámara. Todo se escondía detrás de las fotografías premiadas que adornaban su departamento. Todo se escondía.

El tiempo pasó, como pasaban las fotografías en la cámara de Michael. Viajaron. Una mañana, bajo el cansado sol de la tarde, con Valparaíso de fondo, él le pidió matrimonio. Ella aceptó, como hubiera aceptado a cualquier otro que le hubiera hecho evadirse de la misma manera que lo hacía Michael. Sentía algo que se asemejaba, en sus sueños, al amor.

Fue entonces que Rafael apareció en su vida, como aparecía todo lo que le remecía por completo. Sin anuncio. Entró una mañana, a la oficina donde ella trabajaba, buscando a uno de sus colegas. Se vieron y el sudor les cubrió la espalda. Sus bocas se secaron y por primera vez, ella escuchó su voz.  No hacía mucho que había aceptado la propuesta de matrimonio de Michael. Rafael la invitó a salir. Ella rehusó, con la risa nerviosa que le embargaría, en lo sucesivo, ante sus proposiciones. Sabía el destino final de la salida. Se reconoció débil frente a sus argumentos, a su voz  y a la fiebre que la golpeó. A sus ojos reflejados en los de él, con el mismo deseo. Prefirió aguardar. Él se las arregló para conseguir el número de su móvil y comenzó a llamarla.  A todas horas. A cada momento. Se contaron todo y se acostumbraron tanto a la voz del otro, en aquellas largas conversaciones telefónicas, que lograron adivinar los estados de ánimo y las verdades y mentiras que mencionaban. Mientras él redactaba sus artículos en casa, la llamaba  a escondidas, para decirle obscenidades y reírse con su risa. Insistía en verla. Ella rechazaba cada vez con menos energía.  Michael voló a Estados Unidos. Su mejor amigo, teniente de las fuerzas de ocupación, había muerto en Irak.

Rafael la llamó esa misma tarde y quedaron de verse. La conversación en el restaurant fue totalmente innecesaria. El café también. Tomaron la decisión sin mirarse y al llegar al hotel, se amaron hasta que el día terminó por completo, como si lo hubieran hecho desde siempre. Tomaron una ducha juntos, recorriendo el cuerpo del otro, hasta aprenderlo de memoria. No acordaron nada. No había necesidad. Cada uno condujo por su lado, de vuelta a casa. Rafael se iba a Baghdad al día siguiente. No podía perder la oportunidad, dijo y fue entonces que ella se dio cuenta de cuán fascinado estaba con la guerra.   

Escribió el artículo sobre el conflicto más premiado en su idioma. Una sonrisa de triunfo le llenaba la cara en la fotografía que le envió, días después de recibir el premio. Su anillo de casado brillaba al lado del galardón. Ella firmó el acta de su matrimonio con esa imagen todavía quemándole los recuerdos. Michael había comprometido un trabajo de antemano y viajaron al desierto más árido del mundo, de luna de miel. Todo lo que recuerda de ese viaje no está plasmado en las instantáneas que su esposo tomó como parte de la exposición. Todo lo que recuerda es lo que, día a día, le aleja de él. Curiosamente en ese viaje, Michael comenzó el primero de una serie interminable de Manhattan, que son la única amalgama que parece mantenerlos juntos.

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Chinita

Antes de terminar de abotonar su camisa, Pedro Torres Apaza acaricia la estampita de la Virgen de Andacollo y agradece en silencio el favor concedido. Luego, guarda con cuidado la imagen en su bolsillo, se pone el saco, se cala el sombrero, le da un beso de despedida a la mujer que ha tenido a bien recibirlo en su cama, esa noche y se marcha, en silencio y en secreto, como los zorros. Al día siguiente, recordará con profunda gratitud los muslos tibios, la boca jugosa y las caricias perdidas en la complicidad de la noche, entre el frío y el polvo del desierto.

La Chinita lo protege en sus andanzas. Lo tiene claro desde que tiene uso de razón. La Chinita les pertenece y ellos a la Chinita. En la delgada cuerda que separa los tiempos, un recuerdo que no es suyo se hace presente cada vez que habla de la imagen de la Virgen. Aquella que estuvo perdida por años y que nadie sabe cómo apareció. Nadie excepto ellos. Todos ellos. La familia de Pedro Torres Apaza se pierde, en una culebra interminable que atraviesa las épocas, hasta llegar al momento exacto del descubrimiento de la santa. Los sueños extraviados se percuden entre el polvo del desierto y la madera de la que está hecha la imagen,  los de Pedro Torres Apaza están todos ligados a la Chinita. Él le pertenece y ella a él, en una simbiosis translúcida que nadie más se explica.

El cobre que brota de sus bolsillos no es más que otro milagro de la Virgen, así como el hecho innegable de que Pedro es el último varón de su familia. Recibe este hecho con profunda aceptación. Todo se termina, caballero, ha dicho en incontables ocasiones, mientras le recriminan su vida errante y un futuro sin la gloria del legado de los hijos. Todo se termina, afirma siempre, cuando la pasión ha cedido al descanso sosegado de la noche en la pampa. No te preocupes, chinita, le dice a la que comparte la cama con este visitante silencioso, amante delicado y caballero que no tiene nada que ver con los esposos mineros, con el olor de sus sobacos y de sus bocas. Nada tiene que ver con ellos este hombre de ojos del color de los montes, la piel sin cicatriz y sin mancha. Sus manos nudosas y delicadas. Su voz enunciando los suaves parlamentos de los personajes que interpreta en el teatro de la Oficina. Está allí para ella. Dime qué quieres escuchar, chinita, pide Pedro Torres Apaza, seguro de su poder hipnótico, pero humilde en esta audiencia privada, donde no está solo con esta moza que arriesga su cuello por la noche de pasión con el actor de teatro, sino que también estás tú mi Chinita santa, cuidándome como lo has hecho siempre. Me postro de rodillas ante ti, mi Santita querida, para que me protejas, para que me des la fuerza y la razón, y para que a este pampino bruto no se le vaya a ocurrir llegar antes de que se termine el turno.

Abotonará su camisa con el suave ademán que mueve sus dedos perfectos. Inclinará su cabeza ante la estampa de la Virgen y partirá sin prisa, a perderse entremedio de la noche. Hay cosas del desierto que asustan hasta a los más corajudos. Pedro Torres Apaza camina con seguridad y sin miedo, arrastrando el sino cruel de ser el último varón de su familia. El último. Esas cosas las acepta con sabiduría, porque son los favores concedidos por la Virgen los que cuentan. El resto no importa mucho. Hay que ser humildes, caballero, porque todo se termina. El talento, las luces, la memoria. No, la memoria  queda mi Chinita, para recordar que te debo tanto.

El Mago

Sergio Rodríguez siempre supo de encantamientos. Pases con las manos y la atención absorta de una audiencia atolondrada con los movimientos del prestidigitador, formaban parte de su vida, tan patentes, como aquellas imágenes de sueños que, de pronto, se hacen realidad. Como se hizo realidad Graciela, aquella tarde de primavera, mientras los retamos florecían y los nerviosos picaflores se perdían dentro de las fucsias y los rododendros.

Nada más la vió salir, con sus cabellos al viento y sus labios acorazonados, sintió el aguijón caliente del amor. Las caderas de ella se balanceaban al ritmo de sus latidos y no le costó ningún esfuerzo averiguar detalles íntimos de su vida, mientras  hacía aparecer palomas y flores con sus trucos. Una sonrisa entera, grande, hermosa le llenaba a ella la cara de vida. Vida que no había vivido, vida que no había saboreado nunca con el dulzor que Sergio Rodríguez le ofreció en cada uno de sus pases mágicos. En cada truco, en cada movimiento de las cartas, la risa hermosa y cantarina de Graciela le daba razones más que suficientes al mago del amor, como ahora se llamaba, para inventar nuevos números y no perder de vista a esta mujer que le hechizaba por completo.

En cosa de semanas eran amantes. En cosa de semanas, Sergio se enteró con lujo y detalle de la catástofre que habían sido los últimos doce años en la vida de Graciela. Cómo, fingiendo amor, había mantenido un matrimonio de opereta con el hombre más aburrido del planeta. sólo por la sanidad mental de las dos hermosas hijas que había concebido en ese claustro que ella llamaba vida. Cada truco del mago, cada intentona le daban a ella las alas para querer volar lejos, pero se detenía al pensar en el qué dirán, en la irremediable suerte que había elegido por destino, en la comodidad de su hogar, en la aversión a la vida itinerante del circo, en los sueños en que naipes se le venían encima, en castillos desarmados y la cara triste de Sergio Rodríguez cada vez que le comentaba, después del amor, los lúgubres presagios que llenaban sus noches.

Graciela exudaba pasión. Sus cabellos crespos, su boca de perfecto corazón, sus pechos turgentes, sus caderas amplias. Todo estaba en la memoria del mago, que le dibujaba lujurioso en sus pases, cada noche, en las funciones del circo. Quería otro destino, quería llenarse de gloria por ella. Quería aletear sin descanso, como los colibríes que revoloteaban entre las lilas. Quería todo. La quería a ella.  Saltaban las flores del sombrero de copa y Sergio imaginaba que no sólo podía hacer brotar flores y conejos, palomas de alas romas y bolas de fantasía. Imaginaba que también podía hacer aparecer un futuro esplendoroso para ambos.

La noche que llegó el marido de Graciela a gritar la traición y su nombre  a la función, debe de haber sido la más trágica y bochornosa para toda la comparsa. Sergio Rodríguez tiraba los cuchillos con los ojos vendados, mientras Irene, la mujer del domador, enfundada en una malla de azul tornasolado, sonreía petrificada por la naturaleza del acto. Acto que ella prefería antes de lavar los calzoncillos cagados del marido, que jamás lograba eliminarse el olor a bestia enjaulada. Chilló la traición el esposo mancillado de Graciela e Irene pagó la culpa de Sergio Rodríguez. El cuchillo se le incrustó en el ojo izquierdo, penetrando su cráneo alargado, hasta quedar estampado en el tablón de encino donde se apoyaba la artista. El mago no se dio cuenta de nada, hasta que el público empezó a gritar y el mismo marido de Irene, junto con el de Graciela, entraron a la pista de aserrín, uno colorado de furia y el otro blanquecino de espanto.

Sólo el día de su muerte Sergio Rodríguez recibió una golpiza igual. Pero aquel día no era su destino pasar al otro lado del alambre y el padre de don Martínez, vestido de payaso, les tiró agua con lavandina a los agresores hasta hacerlos retroceder.  A empellones sacó al domador viudo y al marido agraviado fuera de la pista. Tocó la orquestita la música de final de función y llegó la policía. Todo se volvió nebuloso. Todo se volvió del color del aserrín. No hubieron trucos para Sergio Rodríguez que lo ayudaran a salir antes de los cincuenta días que estuvo en la cárcel. Allí se enteró de la desaparición de Graciela y su posterior hallazgo entre las tablas carcomidas de la leñera. El perro de la casa amenazaba con romper los nervios de todo el barrio, a fuerza de rascar los tablones y recibir las zurras del marido. El domador viudo se ahorcó con su látigo y desfalleció en la jaula del rey de la selva, bestia inmunda y desdentada, que no tenía más aprecio por la vida que la que tuvo su compañero de función. Bostezó largamente, antes de apoyar su cabezota sobre el cuerpo del domador. Fue necesario pegarle un tiro para lograr sacar el cadáver que, después del tercer día, ya apestaba a todo el pueblo.

Sergio Rodríguez perdió la felicidad de la magia y se olvidó de todo encantamiento que hubiera dominado jamás. Me hubiera gustado conocerlo antes que esa tragedia opacara su vida para siempre. La alegría le rebalsaba la cara. Ahora, era un alcohólico fantoche y arrogante, perdido entre sus propias mentiras, que inventó desesperado, durante cincuenta días, para no morir en la cárcel, de abandono y desolación. Me hubiera encantado conocerlo antes.

Ocho Días

Miro las noticias, en esta pantalla gigante, que han instalado a un lado del campamento. Luchito hizo sus deberes y ahora duerme. Hace frío todavía y es octubre. Atizo el brasero, me pongo la frazada en la espalda. Lleno la tetera con agua y la dejo entre los carbones encendidos. Contemplo el cielo estrellado del desierto, en esta noche de primavera.

Me junto a conversar con las otras y observamos con desesperación el calendario, igual como al principio, porque hace sesenta y tres días con sus noches que ocurrió la desgracia. Hace sesenta y tres días exactos que estamos en esta espera. Hace sesenta y tres días que no he visto a mi marido y hace sesenta y tres días que él ni ninguno de sus compañeros han visto la luz del sol.

Esperamos con calma, algunos días; con rabia otros y  juntando la ansiedad en una bolsa invisible al ladito del alma. Las cartas escritas de su puño y letra, me llegan profundo al corazón y no hallo las horas de abrazar a este hombre nuevo, que me devolverá las entrañas de la tierra. Más cariñoso, más querido, nunca más esperado. Un hombre nuevo, repite en sus misivas. Un hombre nuevo, me dicen las parientas, que no pueden creer este milagro de Dios. Abajo, no les ha faltado nada desde que los encontraron con vida, dicen todos. Lo que pasó antes de ese momento, no sé si lo vayan a contar alguna vez.

Nunca antes se había juntado tanto un pueblo. Nunca antes se había querido tanto a un puñado de hombres comunes y corrientes, que esperan con la paciencia de los viejos, con la misma de la montaña que los tiene prisioneros, salir afuera. Terminar este turno tan largo. Dejar a esta manada querida, con la que han aprendido a soportar el encierro, el calor y la humedad. Con la que pasaron semanas a oscuras, escuchando sólo sus voces, para encontrar conformidad, para alimentar la esperanza y con la que  trabajan codo a codo, removiendo los escombros de la perforación que les dejará ver el cielo, una vez más.

Ahora nos avisan que sólo quedan ocho días más. Mi corazón se colma de lágrimas de contento y de tristeza. Alegría porque voy a volver a verlo. A mi Alberto. A este hombre con el que he compartido quince años de mi vida. Que he seguido por todos los campamentos del país, porque así es la historia de la mujer de un minero. Triste me siento, porque ya me había acostumbrado a este dolor, a esta falta, a esta desesperanza que no se va a ir tan pronto. A esta rareza de la vida, que lo extraño y que no quisiera dejar de hacerlo.

No pienses en esas cosas María del Carmen, me dice la Tila, también esposa, también paciente en esta larga espera, también parte de este campamento, que hemos bautizado Esperanza. No pienses en esas cosas, que se te aguan los ojos, se te arruga el entrecejo y si Alberto te ve así, no le van a dar ganas de salir a la superficie. Sonreímos y nos abrazamos, porque hemos llorado en el hombro de cada una, día tras día, mientras la máquina horada la montaña. Mientras los ingenieros corren de aquí para allá. Mientras llegan lentamente los periodistas de todo el mundo, como hormigas a las tortas, para grabar el momento maravilloso en que salgan nuestros queridos hombres. Dicen que ya están cerca, que ellos pueden oler el sol. Quedan ocho días, me dice la Tila. Ocho días. Nada más.

Fotografía AFP
N de la R: De acuerdo al artículo publicado en el diario El Mercurio,http://diario.elmercurio.com/2010/10/07/nacional/nacional/noticias/BCAC408E-A957-4BEB-B330-6920E70BB537.htm?id={BCAC408E-A957-4BEB-B330-6920E70BB537} sólo faltan ocho días para iniciar la evacuación de los treinta y tres mineros atrapados en la mina San José. La atención mediática del mundo ha estado con ellos y este país ha estado con ellos en corazón y espíritu. Mi profundo respeto a sus familiares, en especial a sus mujeres, que nunca bajaron los brazos y que se han mantenido en el campamento, desde el inicio. Para ellas, con mucho cariño, a la manera de Historias Ciertas.

Amor Disperso

Ahora llueve. Las flores de los cerezos se remojan una a una. El peso del agua las hará caer. Una primavera muy rara, ¿sabes?. Quería contarte que ayer hicimos empanadas. Montañas de carne picada, docenas de huevos duros, kilos de harina con agua y levadura, la olla negra para freír y sin tus manos que nos guíen. Ayer freímos y el perfume untoso del aceite se estabilizó en lo alto de la cocina, como las nubes de lluvia se agolpan, ahora, arriba del techo.

Te extraño como de costumbre y soy la única que te ha recordado en las palabras. Las otras hacen como si nunca hubieras existido. Leo en mi libro los estragos que hace la memoria y los estropicios que hace la falta de ella. Reflexiono lentamente, como lentamente me despojo de mi camisa, aún empapada del olor de la fritura.

Rememoro tus frases, busco en mi recuerdos las técnicas que te llevaste para siempre y de pronto caigo en cuenta que tu presencia se ha disgregado. Antes te sentía sólida, entera, contemplando nuestro empeño, evaluando nuestros esfuerzos, como si nunca te hubieras ido. Hilvanando lentamente los detalles de nuestro accionar, supervisando con tu parca sabiduría y tus sutiles comentarios una actividad que urje por hacerse tradición. Eso espero yo y sé que estarías contenta de esa realidad. No por orgullo, ni por vanidad, sino porque en esos menesteres sencillos forjaste una vida. Una vida que nos enseñaste, a cada una. Siento que soy sólo yo la que te recuerda.

Te veo disgregada, insisto, como si por efectos de tu amor y voluntad, hubieras dividido tu propio ser para darnos a cada una de nosotras, una parte de ti. Chela estornuda como tú. Tus manos están calcadas en las de mamá. Tus pasos cortos y apurados los tiene Cecilia.  A mí creo que me ha tocado tu manía del orden, de la no quietud; de la organización estructurada y limpia, ese modo tan tuyo con el que construiste tu vida. Si hubiera sido distinto, si hubiera sido de otra forma, tal vez hoy día no te agradecería tanto con mi memoria porfiada, que se niega a olvidarte.

Sigue lloviendo y no sólo las flores de los cerezos van a ser abatidas con este chaparrón. Pero eso no es lo más importante. A pesar de toda la lluvia, tú sigues entre nosotras. Te siento, por partes iguales, en cada una. Aunque no te nombren, aunque no quieran recordarte. Te haces presente con un guiño de tus ojos verdes. Yo te veo. Yo te siento aún, ¿sabes?. Los estragos que hace la memoria son infinitamente menores que los estropicios que hace la falta de ella.

El Sudor del Sol

Me confieso un poco dispersa esta mañana, te advierto, pero parece que no haces razón de mis palabras. Revuelves el caldo denso con ese cucharón largo de madera que encontramos en Bolsón. El vaho va subiendo más rápido de lo que yo esperaba y el aroma dulce de la cebada caliente me envuelve en sus humores.

Me hablas de tus viajes. De los eternos días de buceo en Cozumel y te imagino con la puesta del sol a tu espalda, tu añejo pintado y el reloj marcando la presión atmosférica. Me hablas de los tesoros mayas; de Nuestra Señora de Atocha, mientras sigues revolviendo con devoción. Poco importan las salpicaduras en el piso. Ahora envuelves cuidadosamente el lúpulo en una venda blanca y lo depositas en la mezcla humeante. Tomas la temperatura. Tomas la hora. Tomamos un vaso de cerveza, bien fría, bien rubia, bien espesa, bien amada, bien hecha por ti.

Me declaro adicta a este placer y sorbo lentamente. Veo los amaneceres tuyos en el Caribe. Veo las montañas de los mayas, veo tantas cosas, a la luz de este elixir dorado y frío que cruza mi garganta. Escucho tus historias de marinos y las burbujas se van haciendo parte en este relato fascinante, como si yo también buceara. Veo tu empeño traducido en el aroma dulce y pegajoso de este caldo. Te imagino otra vez con el sol a tu espalda, siempre contra el horizonte, en este viaje que no ha terminado todavía.

Revuelves otra vez. Atizas la llama de la lumbre y esperas, con la paciencia de los barcos viejos en el fondo del mar, mientras el sol del Caribe los va despercudiendo cada día, a la espera de que alguien los encuentre, para que tengan a bien contar su historia. Miro a contraluz mi vaso espumante, me entra a la nariz el polvillo picante del lúpulo y te escucho. Consultas tu libro por si has pasado por alto algún detalle de importancia, pero más que todo porque te regocijas en el placer de la cocción. Enfriamos ahora, me dices. Dejo de lado mi copa y juntos nos ponemos manos a la obra. El sol del mediodía de este lado del mundo entra de lleno en la habitación. Colamos con cuidado y confiamos en nuestros tiempos. Bebemos un sorbo de la mezcla caliente, intentado adivinar el sabor futuro de la alquimia y del trabajo, proyectando el resultado final, que no veremos este día ni el siguiente. Es un proceso en el que hay que saber esperar, dices con certeza y me sonríes.

Me cuentas de los tesoros mayas otra vez, me hablas de miles de viajes y aventuras. Te escucho aún un poco dispersa, todavía un poco perdida. Este sol inusual para la época nos hechiza, nos alucina, nos da ánimos. Este sol se vierte lentamente en la mezcla ancestral que hemos preparado y creo que la tiñe con sus rayos, la hierve con su fuerza y la deja en nuestros labios, junto con el amargor del lúpulo y los suaves toques tostados de la cebada.

Me confieso dispersa, sin remedio, pero ya no importa. Miro el paisaje, levanto mi copa. Veo tu sonrisa. Cerramos las tinajas, limpiamos la habitación. Me tomas de la mano, es hora de otra historia, de otro viaje, de este tesoro bonito que tenemos y que encontramos por accidente, tanto tiempo atrás.

Aurelia

Probé el patarashca la primera vez que vi a Aurelia. No recuerdo cómo iba vestida, pero sí recuerdo claramente su voz.  Su voz maravillosa. Esa misma voz que escucho ahora tintineando en mis oídos, en esta celda lóbrega, en esta hora aciaga, donde espero para ser colgado, por ostentar un nombre que nunca fue mío. Ni los asesinatos ni las expropiaciones. Ni las violaciones ni los robos. Qué ironía. Sólo este detalle se me escapó de la manos. Como se escapó de mis manos, también, ese sentimiento caliente y dulce que me provocó Aurelia, desde que la vi, en el mercado, con su mantilla de alpaca y la sombrilla cubriéndole su tez siempre blanca, siempre libre de mancha, siempre hermosa, siempre Aurelia. Iba depositando con cuidado exquisito vegetales y especias en aquella cesta de juncos secos. Desde ese primer día, su presencia olió  para mí como a sudado, un nombre más castizo para el patarashca, plato preparado con un trozo de pescado blanco, salteado con lo mejor que esta tierra misteriosa produce. Culantro y ají panca, chicha de jora, sal de mar y ajos. Todo mezclado, todo hervido, todo revuelto en la misma cacerola humeante de la vida, tal como lo estuvimos Aurelia y yo.

Su condición de casada nunca me importó. Creo que ya lo he dicho en esta memoria. Sólo su voz y sus caderas. Su risa musical. El olor de su piel era como el del mar, por eso el sabor del sudado me trae inmediatamente su memoria. Instruí a mis sirvientas que lo preparan mañana, tarde y noche. Estaba obsesionado con ella. Mientras más oro hacía, más me acercaba a Aurelia, mientras más cerca la tenía, más abundaban los espinazos y cabezas de pescado en el traspatio de mi casa.

Aquel caserón de grandes corredores, donde según contaban mis encomendados, había vivido el menor de los Pizarro, enterrando en el jardín fastuoso varios enemigos que silenció con su espada, era el hogar de la señora Aurelia de la Rivera y Godoy. Fue ahí donde yo mismo dejé malherido a su esposo, una noche sin luna, cuando la mala suerte nos hizo enfrentarnos cara a cara, al lado del estanque, a la vera del jardín. Mi acero toledano le quitó el respiro de una vez. No sufrió. Pobre infeliz, dijo Aurelia y me miró con deseo. Eso tenía ella. Deseo, deseo y más deseo. Cada poro de su piel era de un calor intoxicante y en las alturas de la ciudad elegida de los incas, me hacía perder el sentido, una y otra vez.

En mis viajes a Cartagena, trataba de borrar su recuerdo de mi mente, pero no lo conseguía. El bamboleo del barco, el sonido de las velas, el rechinar de las duelas, incluso los cabos de mesana flameando, me hacían recordarla. Estaba bien jodido, estaba bien embrujado y tal vez por eso pasé por alto tantas veces el detalle menor, pero no menos importante de mi nombre. Muñiz me dijo siempre que debía cuidar bien mis pasos, no dejar huella. El fraile se me presentó en sueños una noche, cuando acababa de llegar de vuelta al Cuzco y me indicó que mi suerte estaba echada. Que me alejara de esa mujer que me gobernaba el pensamiento y que me hacía gastar oro como si estuviera en guerra. Me reí del desgraciado en el mismo sueño y al levantarme y refrescar mi cabeza de la fiebre del verano macho que nos cubría de sopor, miré en la lejanía. Recordé sus palabras, sus advertencias. Agradecí sinceramente que me haya enseñado a leer y escribir, que me haya instruido en las maquinaciones de los de la Asunción, para llegar hasta este punto,  pero no iba a aceptar que se metiera en mis pantalones y en mi bolsa, aunque parte de ella él había ayudado a llenar. ¡No, señor!. Yo ya era un don muy principal. Un ciudadano ilustre de esta tierra mágica y maldita que se llamaba Cuzco. Era don Joaquín Ruiz de Santa Cruz, amo de la única flota de comercio con el célebre puerto de Cartagena. Amigo personal del Virrey. Favorecido especial de Su Majestad. No me vengas fraile con cuentos de aparecidos ni con avisos demoniacos de fines de mundo. Todo era mío. Todo era gracias a mí.

Mandé, entonces, al discípulo del pintor del Virrey a hacer un retrato de mi persona. Ensorberbiado como estaba, era la máxima expresión de mi poderío. Iba a enseñarle al cura. Fue entonces cuando empecé a hablar conmigo mismo y fue entonces cuando Aurelia me rechazó, por primera vez, de su cama, porque había llegado con olor a pescado. La patarashca se me había metido por los poros y era signo inequívoco de mi éxito. Era.

Dos semanas después de aquello, todo habrá cambiado mi Aurelia. Llegaré aquí, sin mis botas de fino cuero y sin mi gola de seda. Aquí, a esta celda maldita. Apuntándote mis pensamientos en este trozo inmundo de papel, mientras escucho al tamboril redoblar tras mi sentencia. Te veré allí, hermosa mía. Colgarás luego mi retrato en tu salón, porque allí está todo lo que soy. Allí está la verdad. La única verdad.

Invierno

«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.

La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz  te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.

¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.

Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…

La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña  como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.

Colombas

Bruno había sido tan caballero como la costumbre lo indicaba.  Por más que la gente ensalzara su accionar, él no se dejaba tentar por la vanidad. Había actuado en consecuencia. Era el mayor de los ocho hermanos y la herencia de sus padres era su responsabilidad. Esa era la razón por la que, sin mayor comentario, aceptó la llegada de sus dos hermanas.

La gente las llamaba solteronas, porque habían cruzado, ambas, la barrera cruel de los treinta años, sin haber encontrado marido que las mantuviera y que las hubiera alejado, convenientemente, del triste destino de ser allegadas en la casa del hermano, a merced de la voluntad de la cuñada, confinadas en un triste cuarto del tercer piso, sin poder de decisión, sin mayor expectativa, sin más esperanza de vida.

Francisca y Elena aceptaron su destino, como las flores aceptaban ser separadas de la planta y puestas en sendos floreros a media luz, bajo las miradas intrusas de los sobrinos, las libidinosas de los sirvientes y las solapadas de los amigos. Bruno había sido muy amable con ellas. Disfrutaban de un cuarto propio, con ventanas que daban a la calle, con el sol reflejando en el espejo de cuerpo entero que cada una tenía en su dormitorio, que les mostraba inexorable el paso despiadado del tiempo.

Leían a media mañana, después del desayuno, servido por la empleada, planeado por la cuñada, alborotado por los niños y por algún visitante que llegaba a ver al hermano. Disfrutaban de la misma forma a Rilke y Becker y sus mejillas se colmaban de carmín al imaginar los besos que inflamaban la pasión de los autores. Esa pasión y esos besos que estaban tan lejos de ellas como la luz de la luna, que curiosamente nunca entraba en ninguno de sus dos cuartos. Decía la criada mapuche que si la luna chocaba en esos espejos tan grandes, era capaz de eliminarlas a ambas de la faz de la tierra. Elena esperaba a veces ese destino. Francisca negaba con la cabeza y se sumergía en el jardín de lilas, imaginando una vida paralela, distinta, feliz.

Bruno era un hombre gentil, pero tenía la cabeza más hueca de todos los hermanos. Gobernado por el juego y por las ansias de ser un señor, perdía a manos llenas en las empresas más descabelladas que hubieran llegado a sus oídos, ya sea por bravatas de borrachos, por artículos colmados de exageración en los diarios o la simple chispa loca de su iniciativa. Cada cosa que otros presumían iba a ser un éxito rotundo, él la ponía en práctica sin demora. El agua de rosas, embotellada para las señoritas de París, no aguantaba ni tres días por la deficiente manipulación de su fórmula y terminaba como una melcocha verde y con olor a muerto. Corderos de la Patagonia, esquilados a contrapelo para suplir las necesidades de lana en la vieja Gran Bretaña, saltaban por la borda de los barcos, enloquecidos con la agitación del estrecho; vacunos cruzados con bestias del Brasil para dar de comer a las colonias del Congo Belga, muertos de congelación en su primer invierno y así, infinidad de locuras, una tras otra, sin sentido, sin medida y sin ganancias. Grandes empresas, decía él, para grandes hombres. Elena movía la cabeza y se mordía los labios con furia. Las ideas eran muy buenas, pero todo lo demás estaba equivocado. Se hubiera hecho millonario de seguir los atinados consejos de su hermana, dueña de un sentido común extraordinario, pero ella era una solterona, especie de leprosa, incapaz de echarle el guante a un hombre, lerda, sosa, estúpida incluso, destinada a su habitación y a vivir de su caridad, tal como Francisca y su cabeza llena de pajaritos.

Pajaritos que veía acercarse todos los días, hasta que cayó en cuenta que eran palomas. Magníficas palomas se cagaban cada mañana en sus techos de tejas de cobre y no entendía cuál era el propósito de su llegada. Las observó con detenimiento, mientras escuchaba la última idea de su buen amigo Alfonso. Si te gustan tanto las carreras de caballos, ¿por qué no ponemos un aras?

Francisca llenó la primera esquela, con su letra serpenteante y dudosa. Elena llenó la segunda, con precisión y mano firme. Cuando la paloma trajo de vuelta la misiva, el corazón se les llenó de dicha. Eran correspondidas. Un milagro, una quimera, un imposible estaba sucediendo. Tres o cuatro veces en el día, la alegres solteronas se daban maña para trepar al techo y recibir a aquella ave que les traía la felicidad envuelta en sus patas.

Habían conocido a los caballeros allí mismo, hermanos ambos y cuando llegó la primera nota, tuvieron que sumergir sus caras en agua fría para pasar el calorcito impúdico que les inflaba las venas. Estaba todo de su lado. Soltero uno y viudo el otro, las misivas iban y venían al vuelo de las palomas. La alegría las invadía por completo y hasta la criada mapuche tuvo que reconocer que era mucho más agradable verlas a ellas que a su patrona.

Bruno y Alfonso compraron el semental más vetusto del Club. Esperaban tener un aras de renombre en menos de un año, sin considerar a la madre naturaleza ni las leyes de la genética y las probabilidades. Orgullosos se paseaban por la ciudad, contando las ganancias que aún no estaban ni cerca de obtener, pero esa tarde el cuidador les dió una mala noticia, el animal boqueaba como un pez fuera del agua, mientras el pecho se le había hinchado al doble de su tamaño. El veterinario hizo un diagnóstico aciago, no le quedaba mucho a este viejo ejemplar. Bruno investigó con furia cómo se había contagiado con la enfermedad de New Castle. Echó al cuidador, acusándolo de traidor, echó al jardinero, acusándolo de envenenador y cuando el día despuntó con fuerza, al sol lo tapó la silueta de una paloma, que dificultosamente se posó en el techo. Subió con Alfonso y vieron un regadero de ellas, con la misma sintomatología del caballo, mientras sus hermanas les ponían miguitas de pan en sus picos y gotas de agua, registrando una por una a ver cuál tenía la misiva de ese día.

La Hija del Pintor

Todo pasó muy rápido y tan suavemente. De un día para otro, este visitante se hizo permanente y cuando le comunicaron dichosos que iban a casarse, ella se dio cuenta que no había tomado en cuenta nada de lo que le había dicho don Bartolomé. La gata se le enroscó coqueta entre sus piernas, mientras, por primera vez en mucho tiempo, sintió el abatimiento en sus huesos. Nada de esto estaba planeado. Ella quería algo distinto. Las clases de francés se habían ido al demonio por la sonrisa franca y las manos vacías de este joven desconocido, que ahora venía a declarar, tan fresco, que se casaba con la única hija que tenía, aquella que le había costado sangre, sudor y lágrimas mantener a su lado y aunque le recordaba un pasado infame y sin sentido, era la niña de sus ojos, su único corazón. Ahora, se iba con este que no tenía donde echar sus huesos, ni una cama, ni una casa, ni un buen trabajo. ¡La jodienda, carajo!. Era como una maldición.

Así me contaba mi abuela de la penosa tarde cuando se enteró que mi madre se casaba con papá. Era tan difícil esperar algo de este joven, un pintor de brocha gorda, hijo del rigor, que no había terminado la enseñanza superior y que seguro era un bruto intransigente, como habían muchos en esos tiempos tórridos de la nación, pero el hombre era amable, con una voluntad infranqueable, sabio desde la cuna, con un  corazón grande y generoso, que muchas veces tuvo que amarrar con los cabos de la cordura, para no dejarse llevar por artimañas y falsos desconsuelos. Laborioso y feliz. Ese era realmente el pintor.

Creció entremedio de siete hermanos, a pié pelado, entre la lluvia y la escarcha de los inviernos pobres de su niñez, entre los caballos y los aperos del viejo carretón del padre, entre el jardín luminoso y la huerta fecunda de su madre, entre gritos de niños, juegos de pelota, caminatas en el campo, boga en el río y luz y sombra en los atardeceres del estío. Heredero de una existencia vulgar, se rebeló a ella y empezó a estudiar. Lo hizo mientras pudo y nunca dejó de lado la lectura, incluso mientras se encaramaba, con la agilidad de un trapecista, a los techos más obtusos que el diseño alemán de la región, en su opulencia, pudo concebir. Incluso ahi sacaba el periódico del día y le robaba minutos a su jornada, para enterarse del acontecer nacional.

Así era papá. Teñido con pequeños puntos de pintura, el olor de su piel tenía de sudor, alquitrán, solventes y cueros de cordero y le recuerdo avanzando por la cocina de dos zancadas para lavarse sus manos cansadas, que tenían aún energía para tomar pinceles y ayudar con los trabajos de la escuela, armándose de paciencia incluso pasada la medianoche, con los llantos y las súplicas de «ya basta papá, que no quiero saber cuánto es 8*7»

Libros. Siempre dijo libros. Nunca dijo nada más que libros y en la adolescencia desbocada se extrañaba el abrazo oportuno, el «te quiero hija» o la explicación intransigente, con el imperativo categórico acostumbrado en el crecer de la generación. Así no era el pintor. Descubría en cada color una visión nueva, una tonalidad distinta. Pintaba escuchando música clásica, en la vieja radio a pilas, mientras se quebraba la cabeza tratando de entender cuatro alocadas hijas, mantener el presupuesto familiar y el equilibrio arriba del tejado.

Yo era la peor de todas y entre discusiones dramáticas, extrañaba un padre como dictaba la norma, no este ser etéreo y distante que olía a solventes y trabajo, que no se comunicaba y que no daba ninguna respuesta concisa, sólo tenía a bien alcanzar un texto y decir como quien le hablaba al aire, búscalo por ti misma. Con la vida aprendí el valor de ese silencio. El sacrificio intrínsico de aceptar primero para sí y luego para su prole que él no tenía todas las respuestas, que no tenía toda la sabiduría y menos aún,  que no tenía todos los colores para pintar de primavera nuestros inviernos grises.

Esta que está aquí es producto de esos colores. Escasos tal vez, pero luminosos y sinceros. Brillantes y constantes. Esta que está aquí decidió, producto de la humildad y la sabiduría del pintor, que llegó con su sonrisa y sus manos vacías, llenar el mundo entero de palabras como estas:  Te quiero mucho papá.

Ofrendas

Caminó por todas partes hasta que las encontró. Las llevó a casa. Nadie vio cuando llegaron. Las dejó descansar, toda la noche, en la vieja palangana de loza, suspendidas en el agua fresca y rociadas por la luz de luna, que entraba intrusa y luminosa, a través de la ventana. Amanecieron vivas, brillantes y coloridas. Ella las roció de nuevo, esta vez con agua y con sus manos, para proteger los delicados pétalos. Envolvió sus tallos con papel periódico, las cargó en sus brazos y antes de que el sol del mediodía las marchitase a ambas, se dirigió a paso vivo al cementerio, al otro lado del pueblo.

La caminata era exhaustiva. El pavimento estaba roto en muchas de las veinte cuadras que debía cruzar y el ramo de crisantemos le impedía ver por dónde iba. Debía pasar a ciegas en las esquinas, rogando que los automóviles la vieran, porque ella sólo podía escucharlos. Hacía esta caminata cada mes, lloviera o tronase, con la escarcha de las mañanas de invierno o con el atosigante calor del verano. Todos los meses. Sin faltar ninguno. Excepto aquella vez en que su hermana, al borde de la muerte por constipación, le rogó cuidara de su familia en lo que hiciera falta, mientras la Vírgen del Carmen tenía a bien hacerle el milagro de su sanación. Sólo entonces dejó en manos de aquel pintorcillo que intentaba robarle el corazón a su hija, la tarea de visitar la tumba de su madre y depositar, en el triste jarrón de barro, el ramo de crisantemos que tanto le gustaban.

La promesa había caído en sus hombros y si se remontaba a la génesis de ella, no había tal. La niñita de trenzas rubias no entendía porqué todos lloraban alrededor de la cama de su madre, quien, con su acento de Colonia, le rogaba entre resuellos que no olvidara su nombre ni su idioma, que no olvidara cuidar a su hermanito, que se empinaba apenas al borde de la cama y que miraba encantado los grandes cirios que velaban a la moribunda. Ese recuerdo le acompañaría toda la vida y la movería mes a mes para urgar en todo el pueblo, hasta encontrar el ramo de las flores preferidas de su madre. Tampoco recordaba quién le dijo que era así. Sólo lo sabía. Sólo lo sabía y las buscaba con ahínco, prisionera de un compromiso que cayó en una espalda tan joven y tan inocente.

Al llegar al cementerio, saludó al panteonero. El hombre se limpió las manos con sus pantalones y le estrecha la suya con cariño. La acompañó, con una suave charla, a través de sus dominios, hasta dejarla al lado de la tumba que había venido a visitar. La miró nuevamente. Le ofreció su ayuda en lo que se le pudiera ofrecer y se retiró silencioso, dejándola cumplir su cometido con libertad. Ella miró la lápida de madera y leyó en voz baja el nombre de su madre. Acomodó el jarroncito. Buscó agua en un tarro de latón. Depositó con sumo esmero los crisantemos. Uno por uno. Volvió a acomodar el jarrón. Limpió los restos de hojas muertas y las hierbas que salían porfiadas entremedio de la tierra. Miró la lápida nuevamente. Era el mediodía. Rezó una oración en silencio y de memoria. No habían más recuerdos de la madre, excepto aquella escena en el dormitorio. Los cirios. El hermanito. Las mujeres de la familia en un llanto plañidero. Los rosarios negros. La cinta apretada en su pelo. El funeral. Esta lápida sencilla con el nombre inscrito en letras góticas.

El panteonero la sacó de su ensoñación. Vino alguien a dejarle flores a su madre. No dejó nombre ni tarjeta. Aquí están, dijo. Depositó en sus brazos otro ramo de crisantemos. Le sonrió.  Ofreció un humilde tarro de conservas, que él mismo hundió en el espacio de tierra que había quedado en la sepultura. Lo llenaron con agua. Ella colocó las flores. Él comentó lo hermoso que se veía. Escucharon el río, en la cañada, detrás del cementerio. Escucharon los pájaros. Vieron las nubes. Ella miró la hora en el reloj que había sido de su padre. Se despidieron, con un apretón de manos. Elija la vereda del frente, señora, dijo el panteonero al final. Váyase por la sombrita, que a esta hora pica fuerte el sol. La veo en tres semanas más.

La Estación

La había dejado el tren, decía todo el mundo. Nosotros la mirábamos raro, como si fuera una apestada en medio de la saludable monotonía del pueblo. La había dejado el tren cuchicheaban todos, pero la señorita Angélica parecía incólume, impávida, etérea y frágil. Con sus pasos de gacela, su cintura diminuta y sus abrigos de franela. Era definitivamente de otro planeta.

Ella ya tenía más de treinta y no había habido pretendiente que la hubiese llevado al altar. Su voz chillona era un escollo, sin duda, pero los muchachos del taller de Pepe miraban libidinosos sus canillas largas y sus caderas torneadas. No tenía mucho busto, criticaban por lo bajo los dependientes de don Lisandro, pero eso no importaba mucho a la hora de la verdad, susurraban mientras miraban a Elena, la empleada de la casa, con su silueta de muchacho y su andar de potranca, que se paseaba por la tienda, retirando el pedido de la semana.

Todos hablaban de que a la señorita Angélica la había dejado el tren, pero nosotros no entendíamos cómo podía ser tan tonta, si el tren pasaba todos los días, a la misma hora y se escuchaba desde lejos, con ese retumbar de locura, esa humareda pestilente y el agite en los corazones de los que vivíamos al pié de la línea. Era el evento que marcaba la mañana, más decidor que la sirena del mediodía, más potente que las campanas de la parroquia o que el mismo carillón. El tren marcaba presencia y tiempo. ¿Cómo no lo había notado? Debía ser muy bruta, por eso no tenía marido.

El comentario se extendió como el fuego en las rastras del verano. Cundió por todas partes y no hubo nadie que no se enterara. El escándalo no se hizo esperar y lo que más importaba saber era quién era el padre de la criatura que cargaba la señorita Angélica. Ahora sí que estaba sentenciada, tonta y embarazada sin haberse casado. Eso sí que era desgracia, el peor de los escarnios. Ser la comidilla del pueblo y más encima ir por el mundo llevando un hijo sin padre. Era lo peor. Debía ser muy, pero muy tonta.

La señorita Angélica guardó silencio hasta que su hijo cumplió un año. Un buen día se hartó de ser señalada con el dedo y en un arranque de valor y de locura, subió los treinta y dos escalones del edificio municipal y se dirigió digna y compuesta a la oficina de don Heriberto, el alcalde del pueblo. Por años había sido su querida. Le había dedicado su juventud, su doncellez, sus sueños y sus esperanzas y cuando estuvo en este trance, don Heriberto calló. Calló y la abandonó a su suerte y con un hijo. No había derecho si ella le había sido fiel desde el principio. Le había creído cada una de sus promesas falsas, había aceptado el lugar en la trastienda de su vida y ahora, ahora salía con este silencio cobarde y sinvergüenza. ¡Viejo de mierda!, cuentan fue lo que le dijo de último.

Salió de la oficina con su paso galante, su hijo en brazos y se dirigió a la estación. Allí tenía todos sus cachivaches listos para embarcar. Sonó el pito del guardavía. Se escuchó el bufido lejano del convoy. Se avistaron las humaredas blancas y por primera vez en todo este tiempo, a la señorita Angélica no la dejó el tren.

Magnolias

En primavera, el gran árbol de magnolia me deleita con su aroma y por eso dejo los postigos abiertos, mientras camino. Me recuerdan un estado superior, un tiempo donde no había tiempo, sólo tus ojos y los míos, sólo nuestros abrazos.

He mandado a cambiar la alfombra del pasillo, las cortinas y el papel decomural, pero aún así, estás presente en todo. Te veo desde lejos y no puedo aletargar mi corazón que viaja desbocado, amenaza con salirse de mi pecho y dejarme aquí botada, sin vida, porque no es vida la que llevo. No hay llanto que limpie mi tristeza, no hay sermón que cure mis recuerdos. No hay pecados, no hay perdones. Sólo tú. Sólo tú y el aroma de las magnolias colándose por mi ventana.

Camino por el balcón. Intento leer. Escucho tu voz al otro lado de la calle. Miro con permanente atención tus movimientos. Guardo las manzanas más hermosas e imaginariamente las llevo ante ti, en mi regazo. Me miras y por un instante, estamos juntos, como aquella tarde de invierno, como bajo ese aguacero. El aroma de las magnolias transporta tu mirada. Tus ojos azules como el mar. Ese mar insondable y perpetuo que está en mis memorias. Ese azul que me hundió en la pasión, que me emborrachó de amor. El aroma de las magnolias transporta tu mirada.

Camino despacio por el balcón. Despacio y sin hacer ruido. El árbol de magnolias cubre mis lágrimas. Oculta el sol de mi desdicha y en las noches de luna me deja ver tu silueta en la calle, mientras me miras.

Romualdo Uribe

Las gigantescas bolsas rojas del correo le provocaban pesadillas. Veías sus letras convertirse en grandes fauces que le succionaban hasta sofocarle, entre los miles de sobres que pululaban en su interior. Las veía de cerca y transpiraba, pero aprendió a dominar su pavor porque era el entorno donde se había criado y su destino de por vida. De Uribe a Uribe, vociferaba su padre cuando recibía, al pié de la carreta, las grandes bolsas coloradas, que el joven Romualdo apenas levantaba del suelo. De estatura reducida, a causa, tal vez, de alguna condición heredada de la madre, preciosa criatura en miniatura, con ojos de muñeca y facciones de princesa, que desapareció cuando el niño Romualdo aún no alcanzaba los ocho años, de seguro succionada por las letras negras de los sacos o metida por equivocación en el gran cajón que se llevaba las encomiendas. Siempre tuvo la esperanza de que volviera y su padre, aunque no lo dijo nunca, también.

Heredó el puesto, sabiendo todo lo que tenía que saber de este oficio, desde cómo operar el telégrafo hasta el juramento férreo de no ceder a la tentación de abrir el correo. Romualdo empezaba su día con café negro, amargo, que le teñía los dientes, provisto de sus manguillas negras y su pequeña visera. Parecía un niño jugando al telegrafista. Sus manos, sin embargo, eran poderosas. Dos nudosas y bellas manos, masculinas pero suaves, ágiles, firmes, de dedos bien formados y coyunturas de estatua griega. El resto de su humanidad sólo provocaba pena. Sus ojos de perro triste, sus mejillas flacas, sus piernitas chuecas y su terrible voz de pito, que se esmeraba en engrosar fumando en la trastienda los cigarrillos más negros que podía encontrar. Eso y el café le daban un color indefinido al esmalte de sus dientecitos de infante.

Producto de las nuevas disposiciones impartidas por el Presidente de la República, Romualdo fue conminado a apersonarse en las oficinas generales del correo, para obtener dichas instrucciones. La emoción de recibir la carpeta de cuero brillante con el nuevo reglamento, de la mano misma del Mandatario, no causó tanta mella en su persona como la vista de aquel portento de mujer, cantando con voz de soprano, en la cena de gala de la institución. Tusnelda de las Mercedes Sotomayor era su nombre. Sus dimensiones de elefanta hacían honor a la grandilocuencia con la que fue bautizada. Sus mejillas rubicundas, su cuello mayúsculo, sus senos descomunales, su porte de amazona. Todo en ella era de proporciones superlativas, pero su voz, su voz era la de los ángeles. Por primera vez, desde que tenía memoria, Romualdo Uribe se sintió transportado a un lugar donde las bolsas del correo no le perseguían, donde su madre no estaba perdida y donde todo era diferente a sellos y estampillas, a olor de tinta y lacre, a papel manila y rafia. Un sonido maravilloso, armonioso, ideal, no el tic, tic, tic, tic nervioso del telégrafo. Esto era el paraíso.

Con una determinación que no había tenido antes y que nunca más volvió a tener, se escabulló por detrás de los bastidores e ingresó al breve camerino de la cantante. La vista de sus carnes desprovistas del aparatoso vestido que le cubría en su performance, hicieron que Romualdo perdiera completamente el juicio. Impostó la voz más masculina que hubo salido jamás de su garganta y le dijo en una sola frase, sin pestañear ni detenerse: «Estoy encantado con usted, he venido desde muy lejos y espero que en mi vuelta a casa usted tenga a bien acompañarme, como mi esposa». Tusnelda volteó asombrada y la figura del pequeño funcionario de correos, vestido con un traje dos tallas más grande, le provocó un ataque de asma que fue imposible de contener. Miles de pensamientos pasaron como ráfagas por su cabeza, mientras se le dificultaba más y más respirar. Romualdo le acercó, temblando, un vaso de agua. Ella se quedó mirando sus manos. Tan hermosas, tan suaves, tan masculinas. Se imaginó eternas jornadas siendo acariciada por esas manos. En un minuto de debilidad, no sabe si a causa de la falta de aire o del embrujo de esas manos, aceptó.

La pareja más dispareja del pueblo no pudo ser emulada en la felicidad que alcanzaban cada vez que se amaban. Tusnelda casi moría en incontenibles orgasmos de placer prehistórico y animal, al tiempo que la imagen de su marido crecía en su mente hasta alcanzar las dimensiones de un dios griego. Esas manos le hacían sentir cosas que jamás esperó sentir en una experiencia carnal. La indecencia de su amor reventaba los vidrios de la casa, cada vez que se tranzaban en esta coreografía de vueltas y abrazos, de caricias risueñas, profanas e interminables. Romualdo recorría sus carnes, perdiéndose entre sus senos de ballena. Ella desfallecía entonando las arias de Madame Butterfly, mientras el catre de hierro reforzado amenazaba con terminar en el sótano, a causa de los movimientos cataclísmicos de la pareja. Para ellos, era el paraíso.

El día de San Valentín, Tusnelda preparó una cena especial. Se vistió con su lencería más provocativa y esperó a su marido para otra maravillosa contienda en la arena de su amor. Nunca era bastante, siempre había en este ejercicio perfectible más y más formas de placer. Romualdo se demoró más de lo habitual, alentando su pasión. Cuando entró a la casa, le agarró por la solapa, olvidando la cena y le arrojó a la cama, para iniciar su rito acostumbrado. Las olas de pasión se sucedían una tras la otra, mientras la voz de soprano subía a alturas celestiales y se escuchaba lejana la quebrazón de vidrios. Tusnelda giró como una morsa en el mar y quedó a horcajadas de su amante. En medio de su paroxismo desenfrenado, una de las patas del catre se quebró. Su entera humanidad se precipitó sobre su marido, al mismo tiempo que el orgasmo les alcanzaba a ambos.

Cuando lo vistió, antes de depositarlo en la urna, al día siguiente, no hubo forma de borrar la estúpida sonrisa que Romualdo Uribe tenía dibujada en sus labios.

Para Elizabeth

Cuando colgaste, me quedó la sensación de que nunca podríamos vernos. Aún tenía tu voz en mis oídos. Es de las pocas cosas que me arrepiento, no haber viajado a visitarte cuando pude hacerlo. Ahora, ya es tarde.

Confío en tu buen juicio y en tu inmenso corazón, porque sé muy bien que está cargado del mismo amor que llena el mío. Disfruto tus palabras y quisiera que la distancia no nos separara tanto, que la línea del teléfono nos aproximara lentamente, para poder abrazarte, para poder preguntarte por qué. Me sumerjo en tu voz y trato de imaginar un pasado feliz. Aquel a quien amo vibra de emoción con esos recuerdos y siento profundamente que es el hijo de tu corazón.

Me mencionas que vienen regalos para nosotros, pero creo que el mejor regalo sería gozar de tu compañía, leer libros juntas, escuchar tus historias, compartir pasajes de tu vida y hacer interminables listas con lo que el tiempo nos ha dado y que ha sido de provecho y vale la pena enumerar. Estoy aquí para cuidar al que más quieres, aunque no sea un buen sustituto de tu cariño. El tiempo y las estaciones nos han dado diferentes perspectivas de la vida. Quisiera tu consejo amable, tus recetas, tus libros de cuentos, tus recuerdos, tu paciencia infinita, tu voz tranquilizadora y dulce. Escucharte decir que todo está en su sitio, que nada está perdido, que la medida del amor es sólo eso y no vale de nada si no existe ese algo a medir. Quisiera tantas cosas y sólo me queda conformarme con tu voz en el teléfono.

Recorto esta historia lentamente y planeo hacértela llegar. Espero que alguien tenga  a bien leértela y que ese alguien te pueda dar un abrazo. El mismo que te mando hoy día, cuando esta delgada conexión ya se ha ido.

 

En el Correo

Cuando María Isabel iba al correo, esperaba con ansias sus revistas y libros, y por alguna razón extraña, siempre esperaba algo más. La viuda de Uribe lo sabía, le conocía cada pestañeo, cada suspiro, cada ademán y le acompañaba, en silencio, en su sentir, cuando la veía, nerviosa, abrir los paquetes certificados y no encontrar nada más que lo había ordenado. Conocía su historia como la de todos en el pueblo, pero si algo distinguía a la viuda de Uribe era su discreción, requisito indispensable para trabajar en este puesto, entremedio de las rumas de cartas que llegaban día a día, en los sacos de lona roja, marcados con la insignia del correo, que ella repartía diligente en las casillas y en las manos de aquellos que llegaban con el semblante pálido, las manos enrojecidas y la mirada cabizbaja, preguntando en voz baja si había alguna correspondencia para ellos. Recibía en sus brazos, dotados de fuerza que hacía juego con su corpulento volumen, los paquetes envueltos en papel manila, cubiertos de estampillas y sellos, que venían de todas partes del país y que, con el arribo de los alemanes, llegaban de todo el mundo.

Tanto desearon María Isabel y la viuda de Uribe que algo sucediera, que al final, pasó. Una tarde de invierno, cuando el correo se había retrasado porque los caminos estaban intransitables, a causa de un aguacero que amenazaba con partir el cielo, esperó la joven en la oficinita y sin poner atención a la clásica cantinela de la viuda, redactó algunas líneas para el encargado de educación de la provincia, en su calidad de educadora del internado de las monjas suizas y no reparó en las botas sucias y el olor a tabaco que inundaba la pequeña habitación, hasta que estuvo casi por derribarla de su asiento. Miró molesta y se puso de pié.

El aroma del cigarro se erguía como un nubarrón, amenazante. Luego que la exhalación se disipó, pudo ver la cara de este hombre impertinente y rudo que casi la tumba porque no la había visto. «Constantino Del Palmar, tanto gusto» fue lo único que él atinó a decir, quitándose su sombrero de fieltro empapado. Su cabellos rojos en desorden y sus pequeños rulos saltando como resortes de fantasía, le hicieron olvidar su malestar. La mano gigante, que estrujó la suya, estaba sudada o tal vez ensopada por el temporal y quedó un rato más largo de lo prudente pegada a la de ella. Se miraron a los ojos y se congelaron en ese segundo. Sus labios dulces y perfectos, su cuello de cisne, pensó él. Su pecho gigante y sus cabellos, pensó ella mientras aspiraba con todos sus sentidos. El olor que emanaba de su ser era salvaje y primitivo, algo que la turbada maestra jamás pudo olvidar y siempre buscó en los tiempos venideros. No atinó a decir su nombre y él se despidió apurado, trastabillando por sus espuelas enredadas. La miró con dulzura y vergüenza, se disculpó y volvió a tomar su mano. Una gota de agua resbaló del ala de su sombrero y cayó en los labios de María Isabel. Apartaron sus miradas y él se retiró de la oficina.

Ella se quedó prisionera de sus ensoñaciones, enrojecida de pies a cabeza por una ola incontenible de sopor y se dejó caer en el asiento nuevamente. Sus papeles estaban regados en el suelo. Él no había reparado en ellos y les aplastó con sus botas embarradas. María Isabel los recogió y un sentimiento de profundo desconcierto le embargó y no la abandonaría por semanas. La viuda de Uribe vió toda la escena detrás del mesón, mientras simulaba llenar la planilla del correo certificado y no dudó un segundo en designar a aquellos dos como víctimas innegables de la maldición del amor. Ese mismo que la había llevado a ella a abandonar su carrera en la ópera y venirse a enterrar a este pueblo perdido, detrás del pequeño Romualdo Uribe, empleado, desde que tenía memoria, de la oficina del correo.  Le habló a María Isabel para romper el encantamiento, pero no acusó recibo hasta un largo rato después. El aguacero había amainado y se dirigió caminando de vuelta al internado. Cuando Margarite, su compañera de cuarto, le consultó qué era lo que la había puesto así, ella sólo atinó a decir: Constantino Del Palmar.

La Radio

Ese año había reprobado. Me sentía un paria, un bicho raro en la atmósfera siempre glamorosa de mi hogar. Mi madre y sus sesiones de lectura y arte con los autores más consagrados y las nuevas revelaciones. Mi padre y sus reuniones de negocios. Mi hermano mayor y sus amigos universitarios, hablando de política, cambiando el mundo y en medio estaba yo, reprobado de la escuela elemental. Un fiasco. Un total fracaso.

Mamá lo tomó con calma. Me llamó aparte y me convenció de que no era gran cosa. Que podría ser peor, que habían otras cosas más terribles de qué lamentarse. Acto seguido, indicó que me tenía una nueva tarea para ese verano. Yo arrugué mi nariz. Me imaginé inmediatamente a la tía Beatriz, dándome clases, en las tardes calurosas; mientras mis amigos corrían libres, sin obligaciones ni horarios, comiendo fruta y helados hasta hartarse y zambulléndose sin tregua en la gran piscina de los Grant. Estaba ya sintiendo la acidez de mi suplicio, cuando mamá me estiró la nariz con un beso y me dijo que me había conseguido un empleo. Iba a ser el ayudante del abuelo Benjamín.

El abuelo era Médico. Un personaje todopoderoso. Respetado. Querido por todos y motivo de orgullo desmedido en nuestra familia, que había proveído de otros eminentes facultativos a esta gran nación. El abuelo era de una inteligencia que asombraba, de una perfección en sus maneras que provocaba devoción y con una elegancia digna de un rey. Su cabello peinado a la gomina, la flor de la estación, impecable, descansando en el ojal de su chaqueta y su Lincoln Continental de 1950, conducido por Baptiste, un negro antillano, flacuchento pero erguido como una estaca, con una historia  tan tétrica a sus espaldas, como los tatuajes de marinero que colgaban de sus brazos y que cuidaba de no exponer a la prestigiosa clientela de mi abuelo ni a nadie en todo el pueblo. Callado y de ceño adusto, lo único que escuché de él, desde que lo conocí hasta que murió, fue «a su orden, señor» con una voz rasposa y grave, que me causó siempre miedo.

El abuelo me indicó mis deberes clara y pausadamente. Su aroma a perfume francés me aturdía, pero sus manos eran suaves y tomó las mías con cariño. Yo estaba fascinado. Era algo tan simple, pero a la vez tan importante. El abuelo estaba orgulloso de mí, lo dijo claramente y salimos juntos, esa mañana luminosa, a dar su ronda de visitas por el condado. Baptiste sabía el recorrido desde antes y sin que le dijeran nada, dirigía el gran vehículo al destino siguiente. Mi tarea consistía en cargar el maletín del abuelo y en medio de la consulta, facilitarle los instrumentos, con cuidado y con respeto, como él se lo merecía.

En su casa, había una criada colorina, de piel alba salpicada de pecas y dientes grandes, que me daba leche con galletas, mientras esperaba a que mi abuelo estuviera listo para nuestra ronda de trabajo. Ella venía de Escocia y se llamaba Aileen. Poseía una virtud mágica, estaba en dos lugares al mismo tiempo. Me gustaba verla, con su uniforme negro riguroso, sus puños blancos inmaculados y su cofia de medio lado, hablando en un idioma ininteligible para todos en la casa, excepto para mi abuelo, que le respondía de la misma forma. Me gustaba adivinar por cuál puerta de la casa ella iba a hacer su nueva aparición. Aileen le entregaba a mi abuelo, todas las mañanas, el maletín, con una venia, apareciendo por un lado y acto seguido, aparecía por otro, entregándole su sombrero. Era mágico.

La visita de esa mañana estaba cargada de seriedad. La viuda Grant estaba muriendo. Lo había estado en los últimos seis meses, decía el abuelo y había que ser muy cuidadosos. Entramos con sigilo, pero escuchamos música. Música de foxtrot. Un viejo tema, acompasado por un sonido, como si alguien llevara el ritmo, en el suelo de parquet. Nos acercamos lentamente hasta el cuarto de la radio y sucedió algo fantástico. Mi abuelo la detuvo sin tocarla. Yo no podía creerlo. Me miró sorprendido y se acercó lentamente al aparato. Escuchó con atención y me pidió que me acercara. Dejé el maletín en el suelo y me  aproximé temblando. Agucé el oído y ahi estaba, el corazón del abuelo, haciendo interferencia en la vieja radio.

Nos sentamos en frente del aparato y él me indicó, con profunda calma y parsimonia, cada fenómeno, como en una de las clases que dictaba en la universidad. Cuando la sístole bajaba la frecuencia y la díastole entregaba el paso a la sangre. Cuánto tardaba cada cambio. Cómo operaba cada ventrículo de su cansado corazón y por último, por qué había logrado detener la radio.

Revisó a la paciente en privado y nos fuimos a casa, pero antes nos detuvimos en la heladería. Un gigantesco cono de helado me tapó la cara y sólo recuerdo la voz del abuelo, explicándome el fenómeno de la radio otra vez. Su marcapasos había intervenido las ondas y era por eso que había producido esa «conexión». Pensó en voz alta sobre diversos fenómenos cardiacos, especialmente la afección de la viuda Grant y al mirar mi expresión de perplejidad, me dijo de pronto, cambiando bruscamente de tema: Aileen tiene una hermana gemela, que trabaja con nosotros. Ella es la que te confunde con sus entradas intespestivas. No hay magia, hijo querido. Me gustaría tenerla, pero es imposible. Sus ojos se ensombrecieron, por primera vez y entendí que él sabía que no tenía todas las respuestas.

Me hubiera encantado estudiar medicina, pero mis fracasos escolares marcaron mi paso a la adultez. No me quejo, he tenido una vida muy interesante y muy movida y todo lo que me enseñó el abuelo, lo he puesto en práctica de una u otra forma. Como hoy, que escucho tu corazón tan cerca del mío, mientras te cuento esta historia.

Poleo

Me canso, no he dormido bien. Una pesadez permanente me aletarga. Los sonidos en mi mente me trastornan. La imágenes persistentes de sufrir. Algunos me miran con pena y hablan como si yo no estuviera presente. Mencionan la palabra depresión con demasiada frecuencia, tanta que me provoca ira y dolor al mismo tiempo. Una fuerza escondida en los rincones de mi espíritu me golpea suavecito.

Me niego a seguir en este estado. Espero. Confío. Me aferro y en medio de ese ejercicio, un aroma, una planta, un recuerdo claro. Poleo. La sencilla flor que inundó de color los dibujos de mi infancia, que calmaba los nervios de mi abuela, que era llevada a puñados por doña Selma, la vecina, junto con las grandes fuentes con azúcar y caracoles, cosechados entremedio de los coligües de la huerta, que curaban, según ella, el resfrío persistente de su nieto. Todo junto, infancia, calor de hogar, bocetos de casitas con cañones invernales, soles amarillos y el gran prado intervenido aquí y allá con su color violeta y su aroma entre anís y menta.

Una nueva tonalidad me inunda. Salgo a caminar con mi perro. Escucho sus pasos ruidosos arrastrando piedrecitas en el camino. Me hace reír. Volvemos lento a la casa y en una hermosa tarde que se torna de sol, me sacudo los temores, me olvido por un minuto del dolor, tomo distancia, busco perspectivas, acaricio mis piernas cansadas por la caminata y por las noches de mal dormir, descubro, con alegría, que entremedio del prado que crece, trastornado por tanta lluvia y sol, emerge, valiente, una plantita de poleo.

De Vuelta

Miró el calendario, buscando la fase de la luna y cayó en cuenta que ya se habían cumplido diez días. Decidió ir a la panadería, por primera vez, en diez días. Cruzó a pié el puente que le separaba del centro de la ciudad, mientras la mañana iba iluminando el panorama y los locatarios del mercado se iban arrimando a sus puestos. Escuchó a lo lejos sus voces y miró instintivamente su reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Godofredo ya estaría en pié a esa hora, esperando que llegue su periódico para leer los hechos del día de ayer.

Entró a la panadería con premura y ordenó medio kilo de hallullas y seis mediaslunas de masa de hojaldre, sus favoritas, para tomar desayuno a gusto. Pidió también leche y mantequilla y recordó las quejas de su hijo mayor, que le criticaba comprar tan caro en estos comercios pequeños, pero ella se nulificaba en el supermercado. Los altoparlantes, las góndolas, los cambios de temperatura entre el pasillo de los lácteos y la sección de delicatessen. El gentío. Los niños gritando en pataletas monumentales. Las mujercitas rezongando, sin decoro. Una locura. Godofredo la había acompañado algunas veces, pero luego se aburrió, como se había aburrido de todo. La flota de barcos, la empresa conservera, la casa en la playa, las acciones de la compañía ballenera y tantas miles de insanas decisiones que invariablemente acabaron de un modo bastante inesperado, muy cerca de la quiebra, pero él, como un trapecista, ansiaba sorprender a su público con una caída falsa y en el segundo final, volvía al alambre, levantaba sus brazos victorioso y todo se solucionaba. Así era Godofredo, pensó. Inestable, intespestivo, disperso, distante, a veces; un mar de sabiduría que nunca supo cómo poner al servicio de sus hijos de una manera menos fría y dramática. Así era y así había sido desde que le conoció, con su chaqueta de paño tweed y sus lentes redondos, de brazos dorados, aquel día de campo, tantos años atrás.

El dependiente le entregó la bolsa con la compra y ella consultó su reloj nuevamente. Tenía apuro y apretujó el vuelto en su pequeña cartera. Salió de la panadería y se dirigió al mercado. El ruido de los vendedores, los olores de las verduras le daban bríos. Escogió cilantro, perejil, ciboulletes y orégano, compró medio kilo de manzanas y cuatro peras amarillas y jugosas. Godofredo adora las peras pensó en un segundo, para entristecerse al siguiente.

Revisó su reloj por tercera vez y se desplazó a paso vivo a la carnicería, detrás del mercado. Seleccionó carne de res y tres perniles de pollo.  Acomodó todo rapidamente en la bolsita de rafia que tenía escondida en su bolsillo y presurosa, cruzó el puente nuevamente, de vuelta a casa.

Hacía diez días que Godofredo había muerto y su espíritu aún rondaba la casa, llamándola en sueños, mostrándole en segundos de santificada iluminación dónde había dejado el periódico de hace tres semanas, que buscaron con tanto ahínco, por el reportaje a uno de sus barcos; las pantuflas de verano y los delicados pañuelos de seda que habían sido de su madre. Dónde habían quedado los pijamas de franela que no aparecieron por ninguna parte cuando se fue al hospital, a fallecer sin causa alguna, tal vez por su propio aburrimiento de la vida, que ya no le deparaba nada, decía él, mientras liaba cigarrillos de tabaco negro, que le producían una tos tuberculosa y maloliente, inundando la casa entera. Aún entonces ella le entregó su devoción, cambiando los ceniceros cada tres segundos, hirviendo semillas de eucalipto y tilo para purificar el aire y darle paz a sus pensamientos; divirtiéndose en comentarle hechos imaginarios de su parentela, para que él pudiese  discursear sobre moral y costumbres, con su parsimonia de maestro, sus ademanes de actor teatral, sus comentarios incendiarios contra la iglesia y los curas y su inevitable sarcasmo.

Diez días exactos, murmuró cuando puso la llave en el cerrojo. Recordó que Godofredo jamás había usado llave y que a las horas más imprudentes ella debía ir a abrirle la puerta. Ahora, ya no hacía falta la copia de la llave, que se había perdido perpetuamente entre los bolsillos de sus chaquetas de paño, como no había hecho falta su premura en la compra de esa mañana. Calentó el agua a fuego bajo, mientras preparaba la mesita con esmero. Las servilletas de tela, los platos de porcelana inglesa, los cubiertos de plata que Godofredo había encontrado en uno de los muchos barcos que restauró, todo dispuesto como a él le gustaba. Untó con mermelada de mosqueta una de sus medialunas, mientras el café con leche se iba enfriando lentamente, como a ella le gustaba. Miró con cariño y con tristeza la cocina que había compartido por cuarenta y cinco años con este hombre singular y de ojos arrebatadores. Estaba a punto de desplomarse de dolor, pero habían pasado ya diez días. Su nieta le había comentado que si empezaba a comer como de costumbre, iba a vivir mucho tiempo. Se sirvió otra taza de café con leche, mientras enrollaba la servilleta del plato que hubiera sido para él. La sujetó con una anilla de bronce labrada en Alemania y respiró tranquila. Miró debajo del lavaplatos y ahí encontró la otra, perdida por meses, brillando suavemente para ser encontrada. Godofredo hubiera soltado una carcajada.

Día de San Valentín

Llovía en el desierto, sin que lo pudiéramos creer. La suave cortina de agua se convirtió en un chaparrón agresivo, pero largamente anhelado. Nos miramos a los ojos, mientras el agua golpeaba el parabrisas y los suaves perfumes de la tierra emergían lentamente.

Habíamos tomado la decisión sin meditarlo demasiado. Un vacío inmenso en mi corazón me trastornaba. Mis manos lo ansiaban, mis brazos lo ansiaban y cuando lo vi supe que era así. Allí estaba, envuelto y perfumado, el más hermoso regalo en ese San Valentín.

Mi hija recién nacida había perecido en la mesa de operaciones tres meses antes. Creí morir. Creí que no existía un dolor más tremendo que este dolor, este espacio abierto en mí como una cuchillada. Lloraba a cada instante, sentía que me secaba por dentro. No te vayas, me dijiste, estamos juntos. Estamos unidos y debemos superarlo. Yo sé como podemos superarlo. Por primera vez, desde nuestro matrimonio, me sentí intensamente unida a ti. Te di las gracias. Besaste mis ojos llorosos e hinchados y no dijiste nada más.

Le ví entonces. No quise enterarme de detalles que sólo hubieran entorpecido las cosas. No quise saber de nada. Sólo su presencia de recién nacido inundando todo. Su olor palpitante, la suavidad de su piel, sus pequeñas manos, sus ojos abiertos en la sabiduría del mundo. Tan pequeño y tan importante. Me inundé de dicha.

Entre mis brazos, acunándote, cantándote antiguas canciones que aprendí en mi infancia, sintiendo tu calorcito, mi corazón se rebalsó de amor, como el camino por donde volvíamos a casa se rebalsaba de lluvia. Una lluvia que curó la sed de la tierra, como tú curaste mi sed de entregar este amor. No te parí, es cierto, pero llegaste a mi vida por mi propia voluntad. Eres el hijo de mi corazón.

No pude parar de besarte en semanas, incluso en las noches mientras dormías. Sentía que florecía por dentro como había florecido el desierto. Eres el hijo que no vino de mi cuerpo pero sí de mi corazón, lo he repetido desde entonces y cada San Valentín celebramos tu segundo cumpleaños. Eres el hijo del amor, de un amor que creí perder una tarde lejana en un hospital. El mismo hospital donde tú estabas, esperándome supongo, porque nadie te había esperado más que yo. Mientras escribo estas líneas, siento tu olor de recién nacido de nuevo y rememoro ese día como si fuera hoy mismo. Miro por mi ventana y un hermoso campo de flores cubre hasta donde alcanzan mis ojos  Sólo falta el arcoiris, que vimos ese día con tu padre, de vuelta a casa, cuando ya eras parte de nuestra familia.