Hipódromo

El día que el administrador me dió su aprobación, me sentí el tipo más afortunado de la tierra. Era sólo un pobre estudiante que tenía que tener un empleo si quería sobrevivir en la gran ciudad y cuando le expliqué mi dilema, el hombre dignamente me hizo callar. No se ruega por trabajo, jovencito, sentenció. Tienes la misma oportunidad que tienen todos. No la malgastes. Estás a prueba por un mes y luego veremos.

El trabajo era fácil y el horario me permitía ir a clases sin problemas. Estudiaba ingeniería entre carrera y carrera y aprendía rapidamente la rutina del oficio. El Ensayo, la Saint Leger, los nombres de los caballos y de los criadores. Apliqué Estadística I a las carreras y no estuve tan lejos. Ví mucha emoción y mucha rabia entre los apostadores, ví tipos patipelados hacerse millonarios y ví a muchos perder mucho dinero. Nada me sorprendía,  pero lo que sí lo hizo, hasta el final y  mucho, fue la figura triunfal de Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro.

Fue mi primer apostador importante. Su llegada al hipódromo era como de película norteamericana. Faltaban sólo las luces de los flashes del enjambre de periodistas, ávidos de una instantánea suya. Su tenida impecable. Su sombrero Panamá, sus zapatos de cuero reluciente, su reloj de oro y por supuesto, las hermosas señoritas que se le colgaban del brazo, elegantísimas, vestidas de seda y taco alto, recién salidas de la peluquería, con esos peinados vaporosos de finales de los 70’s. Sus perfumes atosigantes llegaban hasta las mismas pesebreras, estoy seguro. Cada semana era un par distinto y para los grandes eventos como El Ensayo, Manolo Sánchez-Ruiz, el Zorro, llegaba con tres, una morena, una rubia platinada y una pelirroja. Para la suerte, negrito, me guiñaba el ojo siempre, apretándole el traste a la que estuviera más cerca, mientras con la otra mano firmaba su cheque en blanco, para que yo pagara sus apuestas, al final de la jornada.

El mejor cliente, sin lugar a dudas. El cheque, que yo llenaba con mi puño y letra, muchas veces tenía cinco o seis ceros a la derecha. Nadie apostaba tan alto como Manolo. Se apuesta firme para ganar idem, se reía, mientras ordenaba un trago de esos con paraguas, en el bar del Hipódromo, a la misma hora que yo iba a buscar mi colación. Con el tiempo me empezó a conversar más y más. Te tengo confianza negrito, me decía, tú vas a llegar muy alto. Te veo estudiar con rigor, mientras yo reviento mi billetera con algún pingo desgraciado que era un mal dato. Estudia negrito, que para eso yo nunca tuve  talento. Esta es mi vida, sonreía y me palmeaba la espalda. Mis amigos, mis mujeres, mis caballos. Todo esto es mío.

Cuando Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, ganaba, lo sabía todo el hipódromo. Hasta los chicos que limpiaban las cuadras recibían su propina suculenta y en persona. Manolo agradecía a todo el mundo, desde el dueño del caballo, pasando por el jockey, el preparador y un largo etcétera de manos estiradas, que se retiraban siempre con una sonrisa de oreja a oreja y unos buenos billetes. Cuando se iba del lugar, me cerraba un ojo y al día siguiente me mandaba un regalo. Sabía que yo no podía recibir dinero, pero jamás me dejó abajo de su carrusel de la victoria. Aún conservo la billetera de piel de cocodrilo que me hizo llegar después que ganó con la Saint Leger, el premio más grande de la temporada. Ese día, la comitiva, formada por cincuenta personas, arrasó con todos los bares de la ciudad, dejando sin licor y sin comida a muchos de ellos. La fama de Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, no tenía parangón entonces y un séquito constante de rufianes y «muchachas de la vida» se le pegaban como lapa y no le dejaban de estrujar, ni a sol ni a sombra.

En mi tercer año en la universidad, tuve que pedir una reducción en mi turno. Tenía muchos ramos y me faltaba el tiempo para hacer trabajos de investigación. Extrañaba el ruido del hipódromo y sus personajes, ahora tan familiares, pero, lo que más me extrañaba era que mi paga seguía siendo la misma. Le consulté a mi jefe varias veces, pero me mandaba a callar con un «si no lo quieres, me lo devuelves y punto», tan típico de él cuando no quería seguir argumentando. Veía a Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, cada vez menos en las carreras, pero siempre su entrada era espectacular. Me saludaba muy atento y se perdía en las gradas del hipódromo, hasta que un día ya no lo vi más.

Había terminado mis estudios y debía partir fuera de la ciudad. Hablé con mi jefe y él me palmeó la espalda. Había sido un gusto trabajar ahi y me hubiera quedado otro semestre con ellos. Algo en el aire me hipnotizaba, sentía la misma fiebre de los apostadores, pero había aprendido de ellos. Había visto a tantos volarse los sesos o terminar pidiendo dinero en las calles, alcohólicos y perdidos, juntando para la apuesta mínima. Se acercaban a mi ventanilla y con vergüenza depositaban las monedas opacas y sudorosas. Salían más pobres de lo que habían entrado.

Era mi última tarde. Escuchaba con atención el anuncio de cada carrera, llenaba las papeletas de memoria y cobraba sin emoción. El olor del pasto recién cortado, el ruido de la gente en las gradas, aún lo tengo guardado en mi memoria, pero la vista de Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, apareciendo en la fila, la recuerdo como si fuese hoy. Acercó un billete roto y manoseado y apostó a ganador. Me sonrió y se alejó. El pingo no llegó ni siquiera tercero. Entregué la recaudación al siguiente cajero y me encaminé a la salida. Escuché la voz de Manolo y me di vuelta. Negrito, no te vayas. Te vendo mis zapatos. Cómprame los zapatos, negrito, que así me recupero de esta mala racha. Por los buenos tiempos, anda, cómpramelos.

 Fotografia de Pia Vergara. www.piavergara.com
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Determinación

Había visto a los abuelos nuevamente. Sentados con mansedumbre en el banco de la plaza, con sus manías vivas. Tejiendo crochet la abuela Yolanda y liando un cigarrillo, el abuelo Miguel. Los vio claramente, tal como los recordaba y entendió su propósito.

Dejó el libro de Hemingway en la ventana y analizó concisamente los últimos treinta y seis años de su vida. Destacó las férreas amistades y el amor. Las relaciones largas y fructíferas que duraron lo que tuvieron que durar. Aún quedaban gotitas de esos amores inundando su corazón y le sabían a dulces recuerdos. Aún estaban las preguntas sin resolver de por qué no había terminado una carrera, cuando la inteligencia era un don familiar que no costaba utilizar.

Con empleos de mediocre desempeño, quedaba siempre la buena impresión y el gusto innegable por el tiempo compartido con colegas, subalternos y jefaturas. Todo prístinamente congelado en un recuerdo que se iba sumando a los otros, que conformaban su vida. Sentía que había sido una buena vida. Sencilla, constante, sin sobresaltos. Con visión poderosa de los rencores del alma y de la férrea voluntad de deshacerse de ellos a como diera lugar.  Se sintió siempre a gusto en compañía de los viejos y tal vez por eso fue quien más sintió la partida. Las tardes de dominó y recuerdos, matizados por té con pan tostado untado con manjar, eran citas necesarias cuando las hormonas adolescentes hacían su agosto en las convulsiones del corazón. El olor de los viejos le sedaba, la voz cansina, las manos cubiertas de venas. Se estaba tan a gusto, mientras el olor de las migas quemándose, inundaba todo el lugar.

Traspasó nuevamente la visión de la ventana. El helecho prehistórico, de dimensiones colosales, que le daba al patio trasero de su casa un aire a selva siempre virgen, impoluta, misteriosa, callada y olvidada. Tal como se había olvidado de los recuerdos minuciosos de su vida. Intentó tomar el libro nuevamente y leer las páginas siguientes, pero la voz en su cabeza martillaba con furia. ¿Cuál era su destino?. Cuál era el propósito de su existir, si sentía un cansancio grave, como si hubiera vivido una vida entera y aún faltaban siete días para cumplir los treinta y siete. 

Miró sin ver y se concentró en el croar de las diminutas ranas, los pasos de la gata en el tejado y las ínfimas gotas de lluvia que se dejaban caer. Se sintió solo, desnudo, quebrado, infeliz. Sin un propósito claro, sin un norte, sin un por qué luchar. Respiró hondo y llenó la bañera. Mientras corría el agua, recordó vapores de la misma condición inundando los espacios del placer y del amor. Aguas calurosas, aguas frías. Sonidos de ríos cordilleranos, fuentes inagotables de olores infinitos que se posaban lentamente en su piel, en una sensación de díficil dimensión. No había nadie que preguntara en qué piensas. No había nadie que confortara sus pensamientos. Sólo el libro, la bañera, los pasos de la gata en el tejado y la lluvia.

Entró a la tina lentamente y se quedó por minutos eternos. Levantó la vista y allí estaban de nuevo. La abuela Yolanda desenrredando la madeja de estambre y el abuelo Miguel tosiendo y limpiándose la boca con el dorso de la mano, tomando, lentamente, con la otra, su novela; examinándola con detención y curiosidad, con ese gesto tan suyo. Volvió a pensar que nadie le extrañaba y que él extrañaba demasiado a tan pocos. Que la vida no tenía un propósito claro y que fuera de estas paredes, no valía la pena seguir.

Le llegó la frase concisa y breve. Clara y simple. Salió desnudo, mojando el piso. Se acercó al clóset y la encontró. Comprobó su estado y volvieron juntos al baño. Allí estaban los viejos todavía. Los miró con calma. Entró al agua y supo que sería sólo un segundo. Luego, podrían descansar. 

Si Sueño

Si sueño contigo, se me viene el mundo encima. Si sueño contigo, mi alma se desvanece en pequeñas partículas insípidas que no vuelven a pegarse juntas nunca más. Si sueño contigo, mi corazón se rompe lentamente, como una piedra de granito golpeada por el mar. Si sueño contigo, se vienen esperanzas que no quiero, recuerdos que no espero y lágrimas que no puedo mantener.

Si sueño contigo, el dolor me lleva por delante, me ataca en síndromes recurrentes que no dejo de pensar. Me caldean mi cerebro y me cortan la razón. No hay palabras de aliento ni vida, sólo sueños indeseables, sólo imágenes sin fuerza ni destino, sólo recuerdos sin vida.

sueño

Existes en mis Sueños

cascada

En la insomne superficie de la luna existes, en la ignominiosa faz de esta tierra existes. En una broma, en una canción, en un vacío, en un todo encerrado por la vida misma, existes.

Te veo más allá de mi propio horizonte, te siento más allá de mis sensaciones y te huelo más allá del mar.

Cae la cascada en una columna movible, blanca, ruidosa, aplastante, continua. Crece la naturaleza incólume entremedio de sus gotas, convertidas en torbellino, en chapuzón, en fuerza descomunal y amenazante. Se elevan tímidas las formaciones de musgos y líquenes, escalando la cañada, ganándole la partida a las piedras desnudas que se despojan de todo para dejar pasar el agua. Existes aquí también.

Y en el húmedo recoveco de la pequeña laguna, profunda y prístina, existes. Dejo pasar tus formaciones, abro mis sentidos a tu imagen y me baño en tu humedad. Entramos en un mismo todo, convertidos en la conclusión del horizonte. Avanzas como el río, cristalino y poderoso, refrescas mis pensamientos, batallas con la roca, con el mineral duro, primigenio, gris pero alerta, con vida conferida por el agua, que avanza, rompe, talla y suaviza en el camino. Existes en mis sueños, como este río infinito que se abre paso, como esta cascada que penetra en la laguna, existes en mis torrentes y mis días, en mis lunas y mis tierras, en mis aguas y mis rocas. Existes en mi realidad y puedo olerte, tocarte y beberte.

Te veo más allá de mi horizonte, te siento más allá de mis sensaciones y te huelo más allá de mi propio mar.