Tuco

A las siete, ya andaba en pie. Rolando roncaba desde las tres de la mañana y no me había dejado dormir, pero estaba acostumbrada. Siempre era lo mismo. Cuando Tuco peleaba, él se acostaba tarde, se quedaba dormido en un santiamén y resoplaba como una locomotora.

Estaba por abrir la librería. El olor del papel, del piso encerado, de los caramelos y las galletas que compraban las niñitas del colegio, eran los aromas de mi evasión. Rolando entraba de vez en cuando a contar la recaudación y se quedaba mirando el periódico, comentando las noticias con su voz cascada e interrumpiendo a la clientela con esa tos nauseabunda que le brotaba del pecho.

Tuco estaba en el patio. Se paseaba a todo lo ancho y cantaba de vez en cuando. Se sabía el preferido y aunque sus plumas mostraban los estragos de la noche anterior, sus pasos cortos y altivos tenían la arrogancia y la finura de los gallos de pelea. Tal vez por eso Rolando lo adoraba. Tenía todo lo que a él le faltaba.

Ambos eran los últimos. Tuco, exponente de un linaje que se remontaba a las cruzas entre mapuchones y el «combatiente español», como le llamaron a las aves llegadas bajo el brazo de aquellos más humildes, que vinieron a probar suerte a esta latitud y se quedaron. De ahi salió. Castellano y colorado, animal de buenas patas, rápido y de resistencia excepcional, comía más que su propio peso de carne magra y apretada, que costaba días ablandar en la olla, para obtener un caldo extrañamente sabroso. Tal era la disposición final de los capones, una vez que había llegado el final de sus días. 

Rolando era la mezcla de generaciones de  prácticas endogámicas, como muchos otros en el pueblo, que de ese modo cuidaban el nombre, la familia y la fortuna. Hipnotizado por el cacareo y las plumas, por las apuestas que subían hasta el cielo, la clandestinidad, el calor y el color de las galleras; por la doctrina santa de proteger a la progenie, reproducida con esmero y a costa de cantidades exorbitantes de dinero, que no provenían de las apuestas y que, para cuando Tuco estaba en la palestra, ni siquiera venían de su bolsillo. Él seguía en este empeño, seguía en esta guerra, que se había convertido en obsesión. Seguía alentando a la pequeña criatura a representar su rabia, su desazón y su orgullo en el ruedo polvoriento que estaba detrás de la casa.

No causaba más que trabajos. En la librería de poco me servía. Espantaba a la clientela con sus comentarios, con la rudeza de sus modales, especialmente cuando llegaban los Flandes y los Ampuero a buscar sus ganancias de la pelea anterior. Rolando vaciaba los cajones con furia y esa tos que le acompañó hasta el último día de su vida, se hacía insoportable y no le dejaba articular palabra. No hacía caso a las súplicas de mis ojos. Todo se lo llevaba la gallera. Tuco y sus parientes estaban consumiendo mi casa por completo y aunque traté de entusiasmarme en la crianza, calentando pollitos de dos semanas en los bolsillos de mi delantal, sacaba la cuenta y simplemente no nos daba para vivir.

Cien veces había visto la escena. El llanto del gallero. La desazón del que perdía. El entusiasmo sin precedentes de aquellos que ganaban. La que nunca vi fue la de un gallo, por más herido que estuviera, que no siguiera peleando hasta el final, porque ese era su propósito. Para eso había nacido y era así como debía morir. Ese honor le confería a los ojos de Rolando una mística especial, una reverencia ciega y una cierta envidia. Él era incapaz de asumir ese sacrificio y solapadamente vivía de mi esfuerzo, desde antes que se perdiera lo que había quedado de la herencia de su padre, dilapidada en apuestas, gallos, ruedos y otras vainas que no quiero recordar.

Tuco camina con parsimonia por el patio. Ha picoteado los rosales y las hortensias. Ha rascado con sus uñas afiladas cada árbol frutal que he podido salvar y se encamina a su gallinero. Descansará ese día y los siguientes, mientras Rolando planea otra velada. Esta vez si que nos va bien, me alienta decidido y bufa al hombre que viene a cobrar los caramelos. Después del almuerzo, me envalentono y decido poner punto final a la locura. Cojo el hacha y me dirijo a la gallera. Miro a los ojos a Tuco y en voz alta, le pido perdón.

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Hipódromo

El día que el administrador me dió su aprobación, me sentí el tipo más afortunado de la tierra. Era sólo un pobre estudiante que tenía que tener un empleo si quería sobrevivir en la gran ciudad y cuando le expliqué mi dilema, el hombre dignamente me hizo callar. No se ruega por trabajo, jovencito, sentenció. Tienes la misma oportunidad que tienen todos. No la malgastes. Estás a prueba por un mes y luego veremos.

El trabajo era fácil y el horario me permitía ir a clases sin problemas. Estudiaba ingeniería entre carrera y carrera y aprendía rapidamente la rutina del oficio. El Ensayo, la Saint Leger, los nombres de los caballos y de los criadores. Apliqué Estadística I a las carreras y no estuve tan lejos. Ví mucha emoción y mucha rabia entre los apostadores, ví tipos patipelados hacerse millonarios y ví a muchos perder mucho dinero. Nada me sorprendía,  pero lo que sí lo hizo, hasta el final y  mucho, fue la figura triunfal de Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro.

Fue mi primer apostador importante. Su llegada al hipódromo era como de película norteamericana. Faltaban sólo las luces de los flashes del enjambre de periodistas, ávidos de una instantánea suya. Su tenida impecable. Su sombrero Panamá, sus zapatos de cuero reluciente, su reloj de oro y por supuesto, las hermosas señoritas que se le colgaban del brazo, elegantísimas, vestidas de seda y taco alto, recién salidas de la peluquería, con esos peinados vaporosos de finales de los 70’s. Sus perfumes atosigantes llegaban hasta las mismas pesebreras, estoy seguro. Cada semana era un par distinto y para los grandes eventos como El Ensayo, Manolo Sánchez-Ruiz, el Zorro, llegaba con tres, una morena, una rubia platinada y una pelirroja. Para la suerte, negrito, me guiñaba el ojo siempre, apretándole el traste a la que estuviera más cerca, mientras con la otra mano firmaba su cheque en blanco, para que yo pagara sus apuestas, al final de la jornada.

El mejor cliente, sin lugar a dudas. El cheque, que yo llenaba con mi puño y letra, muchas veces tenía cinco o seis ceros a la derecha. Nadie apostaba tan alto como Manolo. Se apuesta firme para ganar idem, se reía, mientras ordenaba un trago de esos con paraguas, en el bar del Hipódromo, a la misma hora que yo iba a buscar mi colación. Con el tiempo me empezó a conversar más y más. Te tengo confianza negrito, me decía, tú vas a llegar muy alto. Te veo estudiar con rigor, mientras yo reviento mi billetera con algún pingo desgraciado que era un mal dato. Estudia negrito, que para eso yo nunca tuve  talento. Esta es mi vida, sonreía y me palmeaba la espalda. Mis amigos, mis mujeres, mis caballos. Todo esto es mío.

Cuando Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, ganaba, lo sabía todo el hipódromo. Hasta los chicos que limpiaban las cuadras recibían su propina suculenta y en persona. Manolo agradecía a todo el mundo, desde el dueño del caballo, pasando por el jockey, el preparador y un largo etcétera de manos estiradas, que se retiraban siempre con una sonrisa de oreja a oreja y unos buenos billetes. Cuando se iba del lugar, me cerraba un ojo y al día siguiente me mandaba un regalo. Sabía que yo no podía recibir dinero, pero jamás me dejó abajo de su carrusel de la victoria. Aún conservo la billetera de piel de cocodrilo que me hizo llegar después que ganó con la Saint Leger, el premio más grande de la temporada. Ese día, la comitiva, formada por cincuenta personas, arrasó con todos los bares de la ciudad, dejando sin licor y sin comida a muchos de ellos. La fama de Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, no tenía parangón entonces y un séquito constante de rufianes y «muchachas de la vida» se le pegaban como lapa y no le dejaban de estrujar, ni a sol ni a sombra.

En mi tercer año en la universidad, tuve que pedir una reducción en mi turno. Tenía muchos ramos y me faltaba el tiempo para hacer trabajos de investigación. Extrañaba el ruido del hipódromo y sus personajes, ahora tan familiares, pero, lo que más me extrañaba era que mi paga seguía siendo la misma. Le consulté a mi jefe varias veces, pero me mandaba a callar con un «si no lo quieres, me lo devuelves y punto», tan típico de él cuando no quería seguir argumentando. Veía a Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, cada vez menos en las carreras, pero siempre su entrada era espectacular. Me saludaba muy atento y se perdía en las gradas del hipódromo, hasta que un día ya no lo vi más.

Había terminado mis estudios y debía partir fuera de la ciudad. Hablé con mi jefe y él me palmeó la espalda. Había sido un gusto trabajar ahi y me hubiera quedado otro semestre con ellos. Algo en el aire me hipnotizaba, sentía la misma fiebre de los apostadores, pero había aprendido de ellos. Había visto a tantos volarse los sesos o terminar pidiendo dinero en las calles, alcohólicos y perdidos, juntando para la apuesta mínima. Se acercaban a mi ventanilla y con vergüenza depositaban las monedas opacas y sudorosas. Salían más pobres de lo que habían entrado.

Era mi última tarde. Escuchaba con atención el anuncio de cada carrera, llenaba las papeletas de memoria y cobraba sin emoción. El olor del pasto recién cortado, el ruido de la gente en las gradas, aún lo tengo guardado en mi memoria, pero la vista de Manolo Sanchez-Ruiz, el Zorro, apareciendo en la fila, la recuerdo como si fuese hoy. Acercó un billete roto y manoseado y apostó a ganador. Me sonrió y se alejó. El pingo no llegó ni siquiera tercero. Entregué la recaudación al siguiente cajero y me encaminé a la salida. Escuché la voz de Manolo y me di vuelta. Negrito, no te vayas. Te vendo mis zapatos. Cómprame los zapatos, negrito, que así me recupero de esta mala racha. Por los buenos tiempos, anda, cómpramelos.

 Fotografia de Pia Vergara. www.piavergara.com