Recuerdo todavía los antiguos interruptores de la luz y la apariencia tétrica de la escalera. Era vieja, como todo en la casa, pero por alguna razón fascinante, en nuestras mentes de niñas, era todo lo contrario. El pasillo era ancho y el piso de tablas de laurel. Crujía. Crujía como las hojas del otoño, crujía como tan pocas cosas en medio de la humedad de los inviernos de esa época. La escalera estaba justo frente a nuestras miradas y era la voz de mi abuela la que nos detenía de subir. Imaginábamos princesas encerradas por malvados y dementes, imaginábamos tesoros, antiguas maletas cargadas de reliquias de un pasado de fantasía, imaginábamos tantas cosas que nos delataba el sonido de los peldaños y nuestras risas nerviosas, en cada intentona.
Esa noche, no habían más decisiones que tomar. Tu traje y tus zapatos de suela, atuendo apropiado para la ocasión de la que habías escapado, eran el único escollo que nos separaba de mi cama, en el altillo. Eso y la escalera. Te dije bajito que contaras. El cuarto escalón rechinaba a la izquierda, el séptimo había que salvarlo sin pisar, el décimotercer crujía a la derecha, no lo olvides, susurré mientras me besabas, apretujándome contra el pasillo. Quita tus zapatos, te pedí mientras me descalzaba y caminaba a oscuras por el espacio que nos separaba de la escalera. ¿Duermes arriba? me preguntas, todavía achispado por las copas y te callo sumergiendo mi lengua entre tus labios, succionando tu saliva y escuchando tu corazón, en el silencio de esta noche oscura, pero asombrosa, alucinante, apasionada.
Camina por este lado, susurro, pero no llegas a oirme. Vienen a mis memorias los recuerdos de mi niñez, raudas en el triciclo, tratando de alcanzar los interruptores de la pared y bajando la palanca del transformador, ya fuera de circulación. ¿Qué dijiste?, me interrumpes y chocamos justo al determe frente a la escalera. Recuerda, digo, el cuarto, el séptimo y el décimotercer, cuenta, que mis padres duermen del otro lado del pasillo.
Crujió, crujió, crujió, como las hojas del otoño, con la reverberación del eco suspendido en mi respiración, crujió la maldita escalera desde el inicio hasta llegar al final y no sabía si reírme a todo pulmón o ponerme a llorar de desesperación y de hambre de no poder tenerte, por el maldito sonido de la casa vieja, haciendo sentidas conjeturas por este visitante inesperado y por esta falta de respeto a la vetustez de sus rincones, a esta hora de la noche.
Ya estamos aquí, me dices afiebrado y tus zapatos caen de golpe al suelo. Nos petrificamos. Ligeros vahos exhalan tímidos por nuestra nariz, mientras somos todo oídos. La casa está en calma, se escucha sólo un perro a lo lejos y el zumbido del cable del alumbrado, como una abeja laboriosa. Respiramos con dificultad, pero esta calentura es más porfiada que todas las fiebres del planeta y me desnudo con rapidez para envolverme entre tus brazos, para oler tu cuello y mirarme en el mapa de la tierra a la que le tienes devoción. Se acomoda la escalera, el pasillo, la casa entera mientras los resortes desvencijados de mi cama tratan de contener la pasión que nos perturba, que nos quita el aliento y nos hace transpirar cuando afuera se escucha claramente cómo avanza la escarcha.
Caen de improviso los tablones de madera que soportan la cama y allí el gran caserón genera un eco atroz, grave, reproducido y amplificado miles de veces por cada eco, en cada habitación, en el silencio de esta noche. Pensamos con rapidez y no hay escapatoria. Bajar la escalera en este momento sería un suicidio. Me vuelven mis fantasías de niña y me veo encerrada en esta prisión, sin posibilidad de escape y para colmo con un príncipe desnudo y culpable que no aliviana para nada las cosas. Como ratas, como viles ratas nos acurrucamos en la esquina de la cama y apagamos la luz. Escuchamos, conteniendo el aliento y sólo la escalera bufa interrumpida en su sueño, acomodándose nuevamente en su digna posición, mientras la casona toda cruje por los embates del frío.
Te despido la mañana siguiente, cuando los ruidos no son tan graves, no existe el eco y pareciera que a la escalera le gustase ser invadida por pasos apurados y manos sudorosas que aprietan el pasamanos con premura. Nos besamos, te observo en tu partida y me queda una sola mezcolanza, la carrera loca de mi niñez, apretando los interruptores, las risas contenidas y el corazón latiendo a mil por hora, todo eso junto y amalgamado. Me dirijo a mi habitación. Cuento los peldaños nuevamente, esta vez, sólo por jugar.