Al llegar, la primera vez, era invierno y la lluvia se filtraba por todos lados. Venía del cielo, pasaba entre los árboles y se pegaba en la hojarasca medio muerta del suelo. Las enredaderas hacían difícil caminar para ver la tierra en toda su extensión. Un campo de helechos, duros e insolentes trababan su paso cada vez. En el fondo de la propiedad, la vista se abría en un campo de labranza que dejaba ver el panorama en todo su esplendor. De pronto, un rayo de sol trajo un arcoiris que atravesó todo el cielo, por encima de las nubes grises que amenazaban otro aguacero. Entonces decidió comprar.
Al tomar la decisión, puso todo su empeño, como era su costumbre en situaciones por el estilo. Delimitó su tierra ayudado por delgadas hebras de plástico y banderas improvisadas con bolsas de supermercado, que colgó aquí y allá. Construir era su mayor felicidad. No podía esperar para empezar.
Revisó con cuidado la flora del lugar. Determinó los espacios húmedos y trazó en su mente los planos de la construcción. Improvisaba dibujos en tapas de cartón y trozos de madera, incluso en un cuaderno de caligrafía que encontró por accidente.
El lugar para su nuevo hogar se lo mostró un chucao, un día de sol excepcional en que la luz entraba entre las copas de los grandes árboles de canelo. Había que esperar que el tiempo mejorara, pero el sitio ya estaba decidido.
Las pequeñas ranas se acercaron curiosas cuando empezaron a trasladar el material de la construcción. Incluso la gata, que llegó dentro del camión que transportaba la grava para el camino, le miraba intrigada y se paseaba coqueta por sus nuevos dominios. Había decidido quedarse, como él también lo había decidido. El aire era puro y , en la bruma del amanecer, podía verse el fantástico espectáculo de los bosques humedecidos y los pájaros del lugar que agitaban sus alas, desentumeciendo sus cuerpos al nuevo día.
La estructura se alzó despacio y sin molestar a nadie. Incluso el tímido chucao acudía cada mañana a darles la bienvenida a los constructores. Todo avanzaba lentamente, pero no había apuro. Avanzaban como las estaciones, como se presentaban los días, como el aire.
Las noches de luna llena ofrecían un paisaje irreal y evocador. Se filtraba su luz entre los árboles e iluminaba por momentos eternos el camino y las estrellas. Decidió instalar grandes ventanales que le dejaran ver la luz de la luna y el fantástico campo de estrellas. Decidió que la naturaleza hiciera su trabajo, mientras él hacía el suyo. Que la hojarasca rellenara los espacios donde la grava no tenía cabida y que el sol lentamente le fuera iluminando en el diseño de su hogar.
Para cuando tuvo plena conciencia, estaba buscando una puerta de mañío para la entrada principal y le adicionó, en un arranque de inspiración, la portilla de un pequeño barco, regalo de un amigo excéntrico, como una ironía al paisaje.
Estaba todo ahi. El sol, las estrellas, la luz de la luna, entrando a raudales en las noches en que estaba llena; las pequeñas ranas y la gata. El bosque crecía a su alrededor y las enredaderas volvían a sus lugares de origen. La grava se acomodó caprichosa y las flores surgieron cuando llegó el verano.