Los Poemas del Abuelo

Sacó los libros de debajo de la mesa, como si fuera un mago. Sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción y empezó a repartirlos entre cada uno de nosotros. Era su cumpleaños número setenta y ocho.

Los recuerdos primeros que tengo son de su cara franca y amistosa, apretando mis manos traviesas. Aún guardo el pañuelo con florcitas de colores que me regaló para mi cumpleaños.  Sus abrazos. Su olor a limpio. Los caramelos que traía escondidos en sus bolsillos y que nos dejaba urgar sin prisa ni descanso. Sus manos cubiertas de venas azules y verdosas, fuertes y cálidas. Era todo un personaje, sobre todo cuando se paseaba pomposo con su sombrero y su abrigo de castilla por la plaza, los días domingo, después de comprar el periódico.

Mi abuela era reservada y simple. Le amó desde que le vió y fue por su belleza que escribió tantos y tan variados poemas. Dolores y tristezas. Encuentros apasionados y sencillas alegorías a la vida hermosa que les tocó vivir. Jamás escuché una queja, jamás escuché un reproche entre ellos y cuando él cerró sus ojos con su beso y la dejó en manos de la muerte, recuerdo que no lloró.

La sonrisa franca era parte constante de su vida. Nada lo doblegaba, me parecía y guardaba la modestia y elegancia de los viejos. Su casa olía a recuerdos guardados. Las suaves servilletas de lino, los cubiertos largos y con dibujos abigarrados que, de niños jurábamos, habían salido de un naufragio. Su segunda esposa ayudó a acrecentar este patrimonio de objetos de museo, misteriosos y significativos. El estante de los licores, el breve mueble de los discos, los tapices de chifón, las alfombras, las acuarelas y la mancha de lluvia que cubría de naranja una pared. Nunca quiso repararla, nunca quiso deshacerse de nada y siempre compartió todo. 

Los almuerzos en su casa eran los más esperados. Fuentes de porcelana llenas de exquisiteces, que parecían haber pasado, magicamente, de mi abuela a la nueva esposa de mi abuelo, repletaban la mesa familiar. Los brindis y los abrazos, los viejos cuentos y anécdotas de la niñez. Los retiros al pequeño balcón para fumar un cigarrillo. La siesta del patriarca. Su respirar pausado, sus ojos bien cerrados y en una expresión angelical y tranquila. Sonaba quedo su corazón y sus manos apretaban antiguos recuerdos, mientras viajaba en sueños.

Leyó la dedicatoria emocionado y nos contó suavemente que había buscado en cada estante y repisa, en cada chaqueta y cada recoveco de la casa los trozos de las creaciones que la vida le había susurrado, en suspiros recortados por el tiempo y el amor. Habían muchos pasajes inéditos que exploramos, todos nosotros, hojeando el libro que él mandó a hacer especialmente para la ocasión. Su caligrafía decoraba la portada y unas sentidas palabras hicieron asomar lágrimas a cada uno de sus nietos. La admiración y el amor se respiraba en el aire. Falleció una semana después.

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