Me canso, no he dormido bien. Una pesadez permanente me aletarga. Los sonidos en mi mente me trastornan. La imágenes persistentes de sufrir. Algunos me miran con pena y hablan como si yo no estuviera presente. Mencionan la palabra depresión con demasiada frecuencia, tanta que me provoca ira y dolor al mismo tiempo. Una fuerza escondida en los rincones de mi espíritu me golpea suavecito.
Me niego a seguir en este estado. Espero. Confío. Me aferro y en medio de ese ejercicio, un aroma, una planta, un recuerdo claro. Poleo. La sencilla flor que inundó de color los dibujos de mi infancia, que calmaba los nervios de mi abuela, que era llevada a puñados por doña Selma, la vecina, junto con las grandes fuentes con azúcar y caracoles, cosechados entremedio de los coligües de la huerta, que curaban, según ella, el resfrío persistente de su nieto. Todo junto, infancia, calor de hogar, bocetos de casitas con cañones invernales, soles amarillos y el gran prado intervenido aquí y allá con su color violeta y su aroma entre anís y menta.
Una nueva tonalidad me inunda. Salgo a caminar con mi perro. Escucho sus pasos ruidosos arrastrando piedrecitas en el camino. Me hace reír. Volvemos lento a la casa y en una hermosa tarde que se torna de sol, me sacudo los temores, me olvido por un minuto del dolor, tomo distancia, busco perspectivas, acaricio mis piernas cansadas por la caminata y por las noches de mal dormir, descubro, con alegría, que entremedio del prado que crece, trastornado por tanta lluvia y sol, emerge, valiente, una plantita de poleo.