Somos Compañía

El viudo Martínez no siempre fue así. Eso ya lo mencioné. Lo que sí, fue siempre parte de un circo. Circo pobre, comentaba con vergüenza. Heredó la pequeña compañía de entre los retazos de su circo original y de partes del espectáculo donde actuaba su esposa, una contorsionista. A don Martínez se le coloreaban las mejillas cuando pensaba en ella. Quién sabe qué marranadas le hacía hacer a la pobre, pero eso es algo que se me ocurre a mí y que no debe ser motivo de juicio para el pobre don, que me hizo el favor de levantarme del camino donde me dejaron botada, me limpió los mocos con sus propias corbatas, me vistió, me alimentó y me dijo que ya no iba a estar más sola en este mundo. Que mi condición no iba a cambiar, pero sí podríamos sacarle buen partido. Siempre sonreía cuando miraba mis piececitos. Decía que parecían empanaditas. Es un buen hombre, lástima que el dinero siempre fue escaso, porque si hubiera sido al contrario, otro gallo nos cantaría.

El viudo tenía costumbres de señor. Leía los periódicos con detención y observaba un lenguaje decoroso y educado. Afectado a veces, por los rigores de la profesión, pero se sabía distinto. Distinguido. Buscaba más de la vida y por eso no dudó un segundo en contratar a la Madame Edith en cuanto la vió, desesperada, afuera del teatrito de aquel pueblo en la costa, sentada sobre sus arcones de marinero, con su aire de reina madre. La Madame no tenía ningún acto que aportar a la comparsa, pero entonces despedía una elegancia que el viudo no había visto jamás en el mundo circense y que, por alguna razón, se ajustaba perfecto a sus sueños de grandeza.

A ella le molestó desde un principio la promiscuidad de la carpa, sin camerinos ni cortinas. Exigía un sitio privado y mientras hablaba de sus viajes de lujo por el mundo y sus actuaciones en los escenarios más elegantes, reclamaba por todo. Su tez estaba ya ajada. De eso me acuerdo claramente, como me acuerdo de su expresión cuando me vio la primera vez. No le caí bien, pero a ella nadie la toleraba tampoco. Sólo don Martínez  la miraba arrobado cuando hablaba de la magia del teatro. De cómo la voz y presencia del actor eran suficientes para hipnotizar a la gente. Sin perros  bailarines desnutridos ni el perico que echaba palabrotas en esperanto, porque eso era lo que decía el ave, según la Madame, lenguaje de marinero y nada más.  Me pregunto cómo ella sabía de esas cosas, si era tan distinguida y elegante.

Un día, cuando la Madame le dijo a don Martínez, por el acto nuevo que estábamos presentando, «le plus singulier que j’ai vu dans ma vie», el pobre se quedó con la cara más larga que las piernas recién afeitadas de Tomasito y se decidió. Al día siguiente, nos llamó a todos y dramático, nos informó sus planes. No más circo. No más aserrín. No más carpa. No más nada de lo que habíamos estado haciendo hasta el momento, en una tradición que se había mantenido por medio siglo. No más. Ahora, íbamos a ser una compañía de teatro. Fue tan categórico que Quico y Queco, los siameses unidos por la pelvis, tomaron sus cosas y se fueron al instante. Tomasito se quedó. Siempre había querido ser actriz. Su trabajo de payaso le daba apenas para comer y decía que le sentaba mejor el drama que las risas, porque su vida era así. Aseguraba que siempre se había sentido mujer y que lloraba de rabia en las noches tratando de eliminar los pelos de su cuerpo e intentando hacer crecer su par de tetillas invisibles, con toda clase de trucos descabellados. Estaba sencillamente encantado.

Convertimos todo lo que pudimos en bártulos de teatro. Don Martínez consiguió un telón de terciopelo apolillado y escogimos los transportes que estaban en mejores condiciones. Los animales se siguieron quedando con nosotros, porque el viudo aseguró que podrían ser un día de utilidad. La Meche bromeó que los podríamos echar a la olla si nos iba mal, porque no tenía ni una pizca de fe en esta nueva empresa. La Madame le clavó los ojos azul índigo con tanta rabia, que la hizo callar.  Tiempo después, la perdimos.

La Madame se encargó de enseñarnos los rudimentos de la actividad y pronto don Martínez mostró su veta más filantrópica y la primera controversia con ella.  No desechábamos ninguna plaza ni poblado. Insistía que todo lugar era digno de ser explotado y que estábamos para distribuir el arte donde fuera, no coartarlo con fríos e impersonales análisis financieros. Eramos ante todo artistas, no banqueros. Fue por esa razón que recorrimos todo el sur, entre bosques, lagos y ríos, entre caseríos y pueblos que apenas descubrían la luz eléctrica. Nos recibían como reyes, a tablero vuelto. Incluso a mí me aplaudían de pié en mis escasas incursiones, siempre en papeles de infante, pero la Madame odiaba trabajar conmigo y por eso el viudo me pidió que fuera la ayudante del apuntador. Por eso pude ver todo lo que sucedió los días previos a la noche del asesinato que luego, nos hizo llegar a este lugar, pero me estoy adelantando mucho y no quiero que eso pase.

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Pantomimas en el Desierto

Aún recordaba al hombrecito delgado que se unió a la caravana y que no fue bien recibido por la comparsa, tal como yo, tanto tiempo atrás. Había pedido un aventón y la tradición del actor transhumante rezaba que el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron mi atención, tanto como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbándonos. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vimos y desapareció entre la vegetación de la rivera. Los sucesos de esa noche cambiaron para siempre a la Compañía de Teatro Espectacular. Dimos un giro sin vuelta atrás la velada que actuamos en aquel pueblo. Decidimos, luego, arrancarnos buscando otro rumbo lejos de allí. Aún escuchábamos los tiros, el clamor de la muchedumbre, el llanto del hombre que nos enteramos después, no se vió nunca más. Todo cambió esa noche, en un revoltijo confuso y ahora, en esta pampa marchita, parecía que los acontecimientos finalmente se iban a ordenar.

Madame Edith escupía sangre por tercera vez. Actriz principal, su cara tenía la misma textura del caliche. Se había mimetizado con la pampa o la pampa se había personificado en ella. Decía que venía de Chambord y aunque nadie tenía la menor idea ni siquiera cómo se escribía esa macana, ella chapuceaba entremedio de su español peruano algunas palabritas en francés. El viudo Martínez, que dirigía la compañía, la aguantaba por piedad y por la taquilla. Jovita, la costurera y maquilladora, decía que en las noches de invierno don Martínez se acercaba como un perrito guacho al camerino de la actriz, para verla despojarse de sus medias de puntos corridos y sus calzones de tafetán amarillento. Suspiraba con pena y con vergüenza, contemplando  la erección senil que lograba con el patético espectáculo. El viudo estaba muy preocupado por ella. Madame Edith se caía a pedazos, se le cascaba la voz, se le desarmaba el vestuario, se le olvidaban los parlamentos. Tenía ese garbo de las actrices antiguas y su actuación, otrora impecable, por alguna razón,  aún seducía a esta audiencia de hombres brutos, quemados con este sol que escaldaba los ojos y los pensamientos. Escupían en el suelo, tosían como condenados, decían palabrotas, pero cuando la Madame alzaba su voz en los largos monólogos de las tragedias que le gustaba personificar, todo quedaba suspendido en el aire caliente del teatro, que se  callaba completamente para escucharla. Era la mejor parte del negocio y se estaba perdiendo.

Yo estaba cansada de estar en bambalinas. Cansada de la tarea inútil de ubicar a los actores en situación. Cansada de  repetir «no confunda eso que es de Orestes y esta noche hacemos Macbeth. Por amor de Dios, si los mineros no son tan ignorantes y después de la quinta función, se saben los parlamentos de memoria…» Limpiaba la caca de los perros, planchaba los disfraces de los actores y miraba por la ventana chiquita de atrás, cómo el viento formaba remolinos de tierra, olvido y muerte. Estaba cansada de ser la ayudante del apuntador. Estaba cansada del olor a naftalina, de la mierda de los animales y los hombres, de las exigencias de Madame Edith y su escupidera colorinche donde iba botando lo que le quedaba de sus pulmones. Jovita se burlaba de mis alegatos y mis sueños y me explicaba que lo único que había para soñar en ese lugar olvidado éramos nosotros. En esta tierra ruda, asolada, achicharrada de día, aterida de noche, mancillada por el oficio de las minas, estábamos para entretener. Para vender un sueño imposible, mientras el aire se enrarecía de sudores y pis. Si te quedas con un pampino bruto, me decía, mira como vas a terminar. Mira a sus mujeres solamente. Escucha los llantos de sus chiquillos. Ella era la única en la Compañía que no había mentido en su origen. Venía del puerto. Creció comiendo pescado y machas crudas, cosiendo redes y aprendiendo canciones repletas de palabrotas con sus medioshermanos. Nunca fue a la escuela. Cuando se refería a sí misma lo hacía usando la palabra «bruta». Tenía un gran corazón. Juntas tomábamos limonada con hielo que sabía a monedas de cobre y masticábamos la arena que se metía en la boca, los intersticios de la piel, entremedio del cabello y hasta en el corazón.

Me recogió el viudo. Creo que no lo he mencionado todavía. Yo tenía diez años y el viudo acababa de perder a su mujer. Madame Edith era tan vieja como hoy y el resto de la comparsa de entonces, se fue perdiendo de pueblo en pueblo, como cuando se pelan los árboles en otoño. Estaba Tomasito, con su voz de pito y sus canillas peludas, de familia de payasos, aspirante a primera actriz. El Gran Sergio Rodríguez, mago originalmente, según él heredero de un linaje de actores que se remontaba a la llegada de Colón, pero incapaz de decir una línea estando sobrio. Jovita aún no llegaba y la Meche Escobar, contorsionista de profesión, actriz sin mucho talento, se perdió una tarde de invierno entre el barro y la lluvia del estero de Santa Juana. No quiero hablar de ella. Esos son los que más recuerdo y será porque no están con nosotros ahora, excepto la Madame, con sus arcones de marinero y sus exigencias de prima donna. Recorrimos cada pueblo, cada estancia, cada caserío. Éramos un circo en miniatura, con los perros equilibristas, el perico que contaba en esperanto y la gata bailarina, hasta que don Martínez decidió convertirnos en una compañía respetable. Ahora te digo por qué.

N de la R: Esta entrada es parte de mi proyecto de término del Taller de Literatura. Viene otra parte más, en la siguiente entrada. Voy a probar el género de la novela por capítulos, a ver qué sale. Les agradezco su atención.