El Viudo

Latrodectus mactans leyó don Lisandro, juntando las sílabas una por una. Habían concluido las exequias de la señora Betty, su segunda esposa. Aún le dolía el brazo por el peso del cajón de caoba satinado. La imagen de la cruz de bronce en la lápida la dibujaba con precisión sobre la servilleta, que acompañaba su taza de café cortado.

La señora Dita había antecedido a doña Betty y había terminado de la misma manera. También ahi tuvo un dolor en el brazo, por el andar prusiano con la urna a cuestas. A esta altura, pensaba que debían existir carritos para llevar a los muertos. A los muertos importantes, no faltaba más, porque él, como rotario y bombero honorario, lo menos que merecía era un carrito funerario para cargar a sus esposas, que a este paso, le duraban la nada misma, como si estuviera maldito.

Pero don Lisandro jamás pensaba esas tonterías y atribuía el pronto deceso de sus mujeres a temas netamente científicos. Consideraba una barbarie creer en maldiciones y supersticiones, cuando lo que realmente valía era el conocimiento empírico y la mano estoica al firmar los documentos de defunción. Eso nada más, pensaba, mientras acariciaba con codicia el viejo cajón con el dinero de su tienda de telas, antigua posesión de Esteban Santa María, un español de ojos azules y cigarrillo siempre encendido, que llegó por accidente, se instaló en esta casona por accidente, inició este negocio por azar y solamente porque quiso se metió con la mujer de otro, causando un daño tan severo que no hubieron rezos ni sahumerios ni razonamientos empíricos que hubieran podido terminar con esa maldición, hasta que abandonó el pueblo, como un forajido, saliendo por la trastienda de su más querida propiedad. Justo ahí estaba don Lisandro, con su porte escaso y su voz profunda, con sus manos pequeñas, pero cargadas con suficientes billetes para hacerle una oferta que Esteban no pudo rechazar. Se quedó con la tienda, la casa, la clientela y el cajón de los billetes. Todo en un santiamén y con una simple rúbrica por ambas partes.

Acto seguido, se casó con doña Dita, heredera de los campos más fertiles de toda la región y al tiempito que ella falleció, de muerte natural como explicó don Lisandro a los rotarios que le preguntaron en la capilla ardiente de la iglesia de la Inmaculada Concepción; conoció a doña Betty, viuda de un judío polaco que nunca habló con nadie y cuyas finanzas siempre fueron un misterio. Para allá apuntó, presentándose en la iglesia a la misma hora que doña Betty iba a misa, perfumado, con sus trajes a la medida, su cuello almidonado y sus manos inquietas, haciendo correr las cuentas del rosario, mientras trataba de espiar entre los pliegues del luto de la viuda. Pasados los cuarenta días de rigor, don Lisandro se presentó galante en la casa de ella, cargando un ramo de rosas y preguntó parsimonioso si a doña Betty no le gustaría dejar su soltería para convertirse en su amada esposa.

Doña Betty vivió lo que tuvo que vivir y una tarde nublada de julio se despachó al otro mundo, no sin antes advertirle que su fortuna no podía ser tocada por ninguna advenediza. Ni siquiera por él mismo sin antes celebrarse ochenta y cuatro misas fúnebres en la iglesia del pueblo, con llamada de carillón y campanadas al coro, cirios pascuales y al menos una de ellas oficiada por el Obispo de la diósesis. Don Lisandro encontró que era una gran complicación, pero la vista de la maleta con billetes de su difunta segunda esposa, justificaba cualquier demanda y sacrificio.

Latrodectus mactans volvió a leer cuando se terminaron, a Dios gracias, las ochenta y cuatro misas fúnebres en honor a doña Betty.  A esa altura no quedaba ni el recuerdo de ella en la casa y Elena, la mucama que le había hecho el favor a don Lisandro de concederle su doncellez, exhibía imperturbable una barriga de embarazo. 

Eso que decían que el hombre sólo pensaba en su dinero y en su tienda no era del todo errado, pero no era del todo verdad, como le decía Yolita, la mujer de Hassan Dagach, con sus pestañas juguetonas y sus caderas bien dotadas. Viuda hacía poco, agradecía al cielo que su marido hubiera pasado a mejor vida. Las patiaduras que le propinaba Hassan, de la nada y por si acaso, eran comentario obligatorio en las mañanas del pueblo. Enterrado el marido, Yolita renació. Se puso carmín en los labios, cambió sus vestidos rigurosos por ropa más moderna y empezó a ir a la tienda de don Lisandro para comprar tela, porque ella cosía sus propios vestidos. Allí le armaba conversa, sólo por acortar la mañana y porque sentía curiosidad por este hombre pequeño con voz ronca, aferrado a su cajón con plata con tanta determinación que no iba ni siquiera al baño; una bacinica debajo del mesón le permitía evacuar sus necesidades en los días fríos de invierno.

Yolita siempre quiso descubrir el minuto exacto en que don Lisandro se ponía a orinar, pero nunca pudo lograrlo. A cambio, recibió una propuesta de matrimonio tan empalagosa y cargante que dejó de ir a la tienda y de saludarlo en la calle. Cuando yo la conocí, me contó que por ningún motivo se hubiera unido a ese caballero que tenía queridas y chiquillos por todos lados y que trataba como si fueran perros. Ese hombre estaba enfermo de ambición, me dijo. Debió haberse casado con su cajón con plata. Vieja lesa la que lo aceptó último. Ahi está, bien fría en la sepultura y ¿cuánto le duró? si ese viejo estaba embrujado. Yo juré «nunca más otro hombre» y aquí estoy todavía vivita y coleando, me sonrió.

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La Estación

La había dejado el tren, decía todo el mundo. Nosotros la mirábamos raro, como si fuera una apestada en medio de la saludable monotonía del pueblo. La había dejado el tren cuchicheaban todos, pero la señorita Angélica parecía incólume, impávida, etérea y frágil. Con sus pasos de gacela, su cintura diminuta y sus abrigos de franela. Era definitivamente de otro planeta.

Ella ya tenía más de treinta y no había habido pretendiente que la hubiese llevado al altar. Su voz chillona era un escollo, sin duda, pero los muchachos del taller de Pepe miraban libidinosos sus canillas largas y sus caderas torneadas. No tenía mucho busto, criticaban por lo bajo los dependientes de don Lisandro, pero eso no importaba mucho a la hora de la verdad, susurraban mientras miraban a Elena, la empleada de la casa, con su silueta de muchacho y su andar de potranca, que se paseaba por la tienda, retirando el pedido de la semana.

Todos hablaban de que a la señorita Angélica la había dejado el tren, pero nosotros no entendíamos cómo podía ser tan tonta, si el tren pasaba todos los días, a la misma hora y se escuchaba desde lejos, con ese retumbar de locura, esa humareda pestilente y el agite en los corazones de los que vivíamos al pié de la línea. Era el evento que marcaba la mañana, más decidor que la sirena del mediodía, más potente que las campanas de la parroquia o que el mismo carillón. El tren marcaba presencia y tiempo. ¿Cómo no lo había notado? Debía ser muy bruta, por eso no tenía marido.

El comentario se extendió como el fuego en las rastras del verano. Cundió por todas partes y no hubo nadie que no se enterara. El escándalo no se hizo esperar y lo que más importaba saber era quién era el padre de la criatura que cargaba la señorita Angélica. Ahora sí que estaba sentenciada, tonta y embarazada sin haberse casado. Eso sí que era desgracia, el peor de los escarnios. Ser la comidilla del pueblo y más encima ir por el mundo llevando un hijo sin padre. Era lo peor. Debía ser muy, pero muy tonta.

La señorita Angélica guardó silencio hasta que su hijo cumplió un año. Un buen día se hartó de ser señalada con el dedo y en un arranque de valor y de locura, subió los treinta y dos escalones del edificio municipal y se dirigió digna y compuesta a la oficina de don Heriberto, el alcalde del pueblo. Por años había sido su querida. Le había dedicado su juventud, su doncellez, sus sueños y sus esperanzas y cuando estuvo en este trance, don Heriberto calló. Calló y la abandonó a su suerte y con un hijo. No había derecho si ella le había sido fiel desde el principio. Le había creído cada una de sus promesas falsas, había aceptado el lugar en la trastienda de su vida y ahora, ahora salía con este silencio cobarde y sinvergüenza. ¡Viejo de mierda!, cuentan fue lo que le dijo de último.

Salió de la oficina con su paso galante, su hijo en brazos y se dirigió a la estación. Allí tenía todos sus cachivaches listos para embarcar. Sonó el pito del guardavía. Se escuchó el bufido lejano del convoy. Se avistaron las humaredas blancas y por primera vez en todo este tiempo, a la señorita Angélica no la dejó el tren.