El Sueño

Estaba maravillado. Por primera vez en mucho tiempo recordaba lo que había soñado. En realidad, pensó luego, no tenía memoria clara de otro hecho similar en toda su vida. Creyó que el aire de la Trapananda le jugaba a favor al disipar su mente, limpiar su alma y su corazón. 

Masculló sus recuerdos por toda la jornada, mientras lentamente caminaba al lado de las carretas que trasladaban su carga. Miraba todo extasiado. No podía creer tanta maravilla. El paisaje primitivo y vírgen, el aire diáfano y puro. Su suerte. Sí, su bendita suerte le había traído hasta este punto y una vez que identificó el lugar de su sueño, supo que ese era su destino.

Estaba en una cañada y el aire envolvía perfumado de eucaliptus y del olor del lodo negro que iba a lo largo de la rivera. Las aguas verde esmeralda, corrían furiosas arrastrando todo a su paso. Se escuchaba el rumor de río y las laderas estaban cubiertas de una vegetación espesa. Pájaros silvestres volaban rasantes y unas humildes florecillas rojas, como arbustos, colgaban de las pendientes, aquí y allá, junto a unas hojas gigantes con forma de estrellas, que lucían amenazantes como míticos vestigios de un pasado más primitivo. Se escuchaba claramente la corriente moviendo las aguas y sólo era río y río nada más lo que se veía de este a oeste. Sin interrupciones, sin pausas, sólo estas aguas milenarias que habían estado ahí antes que nadie. A su frente, estaba el fuerte español. Cubierto de pendones de colores y las barandas pintadas con cal. La muchedumbre en su interior, vitoréandole. Estaba en la ribera norte. Debía cruzar. Su caballo llevaba las tonalidades de su tierra natal y  estaba cubierto por una cota de cuero y malla, diseñada para la ocasión. Él usaba guantes de hierro y de su cinto pendía una espada toledana. El día era soleado, pero frío.  Corría un viento sigiloso que se atrapaba en la cañada. Las hojas de los árboles se llenaban de rumores y las gentes en el fuerte empezaban a decir su nombre. Se decidió a cruzar el puentecillo endeble y de madera, que dejaba ver el río. Se rehusó el caballo, dando marcha atrás. Le apretó los flancos con sus espuelas de media luna hasta que logró hacerle caminar. La vista pavorosa del agua corriendo debajo de ellos, le provocó un sudor espeso en su espalda y aceleró su corazón. Miró hacia atrás un segundo y el puentecillo se empezó a deshacer a cada paso, dejando sólo la posibilidad de seguir adelante. No valía el pavor ni el viento. De pronto, se dio cuenta  que los vítores iban creciendo hasta convertirse en el único sonido de la cañada. Miraba a su alrededor y no podía precisar las caras. El sol iluminaba su paso. El puente se iba perdiendo tras de sí. Escuchaba las aguas, olía los eucaliptus. Veía a las aves volar rasantes, apenas tocando la superficie. El sudor se convertía en frío.

Estaba decidido. Dejó los paisajes de ensueño donde había pasado semanas, jurando volver. Tomó una barca destartalada en el primer puerto con el que pudo dar y apiló su carga peligrosamente. No le importó este detalle. Todos los augurios de su sueño le indicaban que era en ese lugar donde su fortuna iba a florecer. Su buena estrella estaba con él en este viaje. Cuando volviera a su tierra podría contar de sus éxitos. No sospechó nunca que jamás volvería. El puente sólo le había dejado seguir adelante. No había vuelta atrás. Tardó en darse cuenta de este detalle, pero cuando lo comprendió, sonrió satisfecho. Había sido más de lo que nunca imaginó.

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El Asesinato de mi Padre

carreta

El hijo mayor del hombre que llevaba su mismo nombre se había quedado a cargo de la hacienda, desde que la desgracia asolara a la familia. Entonces, sintió que estaban condenados, no quiso tentar al destino y no exigió respuestas, aunque las dudas las siguió viendo día tras día, incluso en este instante tórrido, que le hizo recordar al joven la jornada infame en que mataron a su padre.

En la noche de un verano macho, don Constantino había ido al pueblo, montando su manco consentido, ataviado con sus mejores galas, espuelas de plata, colleras en su camisa y su sombrero de fieltro tieso y negro, que, de lejos, parecía un cuervo gigantesco posado en su cráneo ya sin pelos; con la tos seca y pegajosa del que ha fumado demasiado y los dedos amarillentos de sus manos grandes, cubiertas de venas azules y verdosas que agarraban las caderas de las mozas cada vez que tenían oportunidad.
Iba una vez por semana, lloviera o tronase, a echarse unos tragos, jugar a la brisca y ver a los viejos amigos de siempre, que se instalaban en la misma mesa del fondo del salón, contaban los mismos chistes y cuentos que tenían en la memoria, al amparo de los vasos, recargados cada tanto, por la animosa mano del empleado del bar del Hotel Unión. Allí permanecía horas, nada más que gastando su dinero, hablando de lo mismo, una y otra vez, cosechando miles de quintales de trigo, contando centenares de vaquillas preñadas y sintiendo un desmedido orgullo por el hijo de su corazón, aquel que llevaba su mismo nombre.

Esa noche, ebrio y desarmado, fue atacado arteramente por una banda de ladrones, que después de degollarlo como a un cerdo, lo dejaron botado en la vereda del camino, sin botas ni cinturón, con su cabeza contra la cuneta. No sintió dolor, no hubo gestos en su cara que delataran el sufrir, sólo sus manos empuñadas quisieron decir lo que no pudo mientras tuvo un hálito de vida.

No apareció por ninguna parte, pero nadie en la familia pareció impacientarse demasiado. Sin embargo, la hija empezó a arrastrarse por las murallas, con el ceño fruncido y los dientes apretados, después de haber hablado con la madre de Azucena. Miraba el horizonte con atención enfermiza y salía disparada a la puerta, a la llegada de cualquier visitante. Esperaba lo peor y se persignaba a cada rato, sin poder articular una palabra, mientras unos pequeños jotes se iban posando más y más cerca de la casa, con una osadía extraña y una confianza infinita.

El mozo avistó a las aves y trató de espantarlas con su sombrero primero, luego con una escoba, pero se negaron a moverse, sólo se desplazaron por la cerca un poco más lejos de su alcance, pero ahí se quedaron, bien a la vista, hasta que el joven Constantino salió. Entonces, emprendieron el vuelo lentamente, uno primero, luego el otro y esperaron. Lo acosaron durante todo el día. Se perdían de vista y volvían a aparecer. Era como si quisieran decirle algo.

Pronto cayeron todos en cuenta que el hombre no iba a regresar. En la noche, los búhos planearon por afuera de las ventanas del gran caserón. El vecino, a la mañana siguiente, acusó un bulto en el horizonte y unas aves volando en círculos concéntricos muy alto. Entonces se decidieron, entre los ruegos de las mujeres y los mozos más viejos, que se santiguaban rapidito, para no ser moteados de cobardes.

Sólo el joven Constantino se atrevió a reconocerlo, botado como estaba a la orilla del camino. El cuerpo estaba hinchado y cubierto de gusanos y moscas. Habían seguido el vuelo macabro de los tres pequeños jotes que iban y volvían y que habían perturbado a todos en la casa, llenando de superstición a las mozas, que habían organizado cadenas de oración, porque este era un signo inequívoco de la mano del demonio.

Desde aquel día, se negó siempre a la oración. Le traía el recuerdo del horror del padre descompuesto en sus propios humores, sin que hayan tenido la oportunidad de atrapar a quienes se habían atrevido, sin que hayan podido organizar una pompa fúnebre como correspondía, porque la sola pestilencia del cuerpo fue suficiente para marchitar dos matas de ruda y hacer que la gata pariera antes de tiempo gatitos con dos cabezas, que fue necesario eliminar. La carreta que transportó el cuerpo sin vida, se llenó de los mismos gusanos que pululaban en el interior del occiso y hubo que quemarla, untándola con alquitrán y parafina.

La fatalidad les acompañó desde entonces, y por más que el joven Constantino se esforzaba en vencerla, siempre acudía a su lado, como una compañera silente y molestosa. Ahora, que veía esta yunta de bueyes con crespones negros, se convenció aún más.