Se subió al barco con propiedad, arrastrando su arconcillo y mirando a todos de reojo. Su nombre era Antonio Muñiz, fraile devoto de San Benito. Loco de remate, sufría la enfermedad del mar, pegada con lacre en su cuerpo. Tomó lugar en la cala y permaneció en silencio por un par de días. Sólo tomaba agua y vomitaba, casi al mismo tiempo. El capitán le consideró un mal necesario y lo dejamos en paz.
Una vez en altamar, empezó a desvariar. A donde iba, arrastraba su arcón y entre los pliegues de la sotana, se escuchaba la sonajera de pequeñas cadenas. Estaba totalmente loco, lo sentenciamos todos y nadie le hacía mucho juicio a sus palabras. Tratábamos de evadirle e incluso en la prédica le ignorábamos. Un día me tomó por sorpresa y me lanzó una monserga, que en vez de alejarme, me atrapó como en un cuento de hadas. Hablaba de las confesiones de los nobles, su antiguo deber como guía espiritual de aquellos que tenían el dinero suficiente para pagarle y acallar, de ese modo, sus conciencias. Me dijo que ellos pecaban más que todos los que componíamos la tripulación del barco. Juraban, afrentaban y volvían a hacerlo tantas veces en el día que, al final, se les armaba un despelote de pecados y negras conciencias y era por eso que se iban a ir directamente al infierno, no importaba las fortunas incalculables con que compraban sus indulgencias. Me miró a los ojos fijo y me dijo quedamente, tú eres como ellos, vas a terminar colgado, tu alma quedará vagando en el limbo de los irredentos y se arrastrará hasta que alguien se apiade de ella. Acto seguido, se levantó con trabajo y arrastrando su arcón, se fue a la popa a vomitar espumarajos. No retenía nada en el estómago. Todos creíamos que botaba al demonio de su cuerpo, porque a fuerza de tanto nombrarlo, seguro le poseía.
Hechos que hubiera preferido olvidar se suscitaron en las próximas semanas y salí a puerto con un nuevo nombre. La vista del fraile me atosigaba, pero él actuaba como si no se hubiera dado cuenta de nada. Incluso una noche, antes de recalar en Cartagena, me bendijo con una de sus cadenitas, que no eran otra cosa que rosarios, hechos de los más diversos materiales, regalos me dijo, de sus antiguos feligreses, los marqueses de la Asunción, que de nobles no tenían ni los pelos, se burló, mezclando partes del latín de la bendición, con el de la ceremonia del bautismo y con el cuento de sus pupilos.
Ellos me regalaron un arcón inmenso, me confidenció, lleno de joyas. Muchas joyas. Cambiaban el arcón por mi ayuda espiritual, me dijeron, pero a poco andar empecé a ver visiones. El demonio entró a mi cuerpo y no pensaba en otra cosa que en revolcarme en ese tesoro inmenso. Consentí muchos y severos pensamientos impuros, que se terminaron mezclando con las confesiones impúdicas y terribles que ellos iban a dejar a mi celda, cada día. Actos antinatura, asesinatos, torturas, violaciones… no puedo hablarte más, sólo puedo decirte que estaban bien malditos y me maldijeron a mí también al darme esas joyas.
Un día, huí de sus dominios, cargando sólo este pequeño arcón, que no contiene joyas, como dicen los otros marineros, sino un mapa, un mapa dibujado en la afiebraba muerte de un mendigo que llegó, por accidente, a la casa de los señores a los que servía y que fue golpeado brutalmente por el más joven de ellos, sólo por diversión y crueldad. El hombre agonizó en mis brazos y me regaló la visión del mapa, que tenía grabada en su memoria. Eso me condenó. Vagué por todo Málaga tratando de buscar un barco, obsesionado por el tesoro y cuando dejé de desearlo, el Señor me lo concedió y me ató a tu destino, Joaquín. Debo bendecirte para que seas salvo, debes dejarme seguir viaje contigo hasta donde mis fuerzas me acompañen. Te diré mis secretos en el camino y te contaré cómo los señores de la Asunción amasaron tanto oro. Al fin de cuentas, ya estoy medio muerto y a ellos se los ha llevado el demonio.