El Palacio de las Lágrimas

casa

Al bajarse del botecillo de madera, pudo ver sus ojos. Cansados, llorosos. Su mano rota, sangrando y la voz del niño contando una historia que nunca había visto. Sus cabellos estaban a merced del viento y el aroma de los eucaliptus y del río cerraba toda la escena. Era más de lo hubiera esperado encontrar, en un lugar perdido en mitad del mapa.

Sus viajes por el mundo, estudiando las técnicas de restauración, le habían dado a su semblante un aire añejo, perdido. Era tanto lo que había visto, tanto lo que le faltaba por aprender, que la humildad era un factor recurrente en sus discursos, así como la sonrisa perfecta, que le iluminaba la cara. No tuvo dudas cuando eligió estudiar arquitectura. Era lo que siempre había soñado. Descubrió la restauración por accidente, al quedar encerrado, en medio de una locura juvenil, en un antiguo establo. Las horas pasaban y nadie lograba dar con él. Estuvo absorto en la estructura del edificio y de pronto entendió la técnica. Escaló hasta el techo y examinó nuevamente y de cerca su construcción. Se maravilló de los antiguos artesanos. Estudió con ahínco y en diferentes países, las viejas formas de construir y en cada lugar se sentía más y más atónito con las conclusiones que iba atesorando. Escribió ensayos y basó su tesis en estos descubrimientos. Pronto, encabezaba proyectos de gran envergadura. No había nadie como él.

De la mano de un proyecto fue que llegó a investigar el alma cansada del Palacio de la Lágrimas, que era como le llamaban al gran caserón, que decoraba la placita del pueblo. Gozó del viaje hasta aquí, como gozaba siempre del mero ejercicio de trasladar su ser de un punto a otro. La casa, levantada con los mejores materiales a la redonda, había mantenido su hermosa forma por muchos años, a pesar de los usos indiscriminados a los que fue sometida, una vez que sus dueños originales, los Blanc, desaparecieron de la faz de la tierra, sin dejar ningún rastro.

Así empezaron las leyendas de aparecidos y espíritus que moraban perdidos en los recovecos de la mansión. Testigos decían haber visto el fantasma de la mujer de Blanc, vagando entre los corredores, mientras un aroma de manzanas se colaba por todas partes. Se le atribuyeron desgracias y enfermedades y en variados intentos, trataron de echarla abajo, pero sólo rompían parte de su estructura, robándose los gruesos latones que decoraban la fachada. El abandono no le hizo tanta mella como cuando, después del gran terremoto, la convirtieron en escuela de segunda enseñanza. Por su balcón corrían los impetuosos adolescentes, fumando a escondidas y apagando las colillas en las hermosas barandas, talladas a mano, justo donde antes la atormentada esposa del señor Blanc se había paseado, buscando una respuesta que jamás encontró.

Todas estas historias le fascinaban. Las investigaba a fondo, porque sabía que detrás de cada una había una verdad oculta, maquillada por el tiempo y la voluntad de la gente. Se asombró al escuchar del tiroteo que aconteció en la plaza y que causó la ruina del pueblo entero, como decían muchos. No habían explicaciónes para esos hechos. Sólo las fábulas tenía cabida entonces.

Tomó fotografías del estado general de la casa y buscó documentos antiguos que la mostraran en su época de esplendor. Averiguando la historia de la familia, un día, la volvió a ver. Ella tenía una hermosa colección de viejas fotografías y documentos de la época de la construcción. Conversaron a la luz de un vino blanco, en el único bar del pueblo y juntos fueron armando la historia de la mansión de los Blanc. Ella sabía detalles inéditos y los contaba con una vehemencia que le sorprendió. Antes, había visto algo similiar, cuando se entrevistaba con sobrevivientes de guerras y desastres. Ella parecía estar en un trance permanente, al hacer referencia del tema. Ambas, la casa y ella, se convirtieron en una obsesión.

Trajo el primer equipo de carpinteros, que tenían como misión estabilizar las bases de la casona. Imaginaba, amparado por los detalles que ella le contó, a la mujer de Blanc, caminando sobre las alfombras, aspirando el aroma de las magnolias y oculta entre las cortinas, buscando encontrar la cara de su amante. Imaginaba también, la porfía de un tipo ordinario como Blanc de construir un palacete de esta envergadura, en la mitad de una plaza polvorienta y lejana, para mostrar a todo el mundo su valer.

Iba lentamente por las habitaciones, examinando el estado de la residencia, tomando notas, estableciendo las medidas, los materiales, la técnica e incluso la data de la puesta de la primera tabla del caserón. En las tardes, revisaba nuevamente los documentos con ella y miraba en lo profundo de sus ojos cansados. A veces, salían en excursiones tranquilas por el río, guiados por el chiquillo que estaba cuando se vieron la primera vez, que no paraba de contar la historia del pobre tipo que se arrojó a las aguas gélidas una noche de invierno, destrozado por su desventura.

Un día domingo, la invitó a la gran casa. Iba a abrir una habitación que estuvo siempre cerrada. Incluso en los tiempos en que fue escuela, no pudieron dar con la llave y permaneció intacta. Era la única habitación original de toda la casa. Subieron por la escala, admirando el gran barandal. Llegaron al tercer piso y de allí, él jaló una soga que abría una gatera en el techo. El acceso a la torre de la casa había desaparecido, sin embargo, descubrió este artilugio y ubicó una escalera improvisada para poder ingresar a la habitación. Subieron juntos.

El aire estaba enrarecido. Había un pasillo estrecho. Las paredes se habían perdido, como arrancadas  y los humores de la caca de las palomas, que anidaban en el entretecho, le daban una pátina gris y onix a todo el lugar. La puerta estaba cerrada, hinchada por el tiempo y las estaciones. La cerradura, completamente oxidada, era rastro innegable que había humedad filtrándose por todos lados. Utilizó el truco que había aprendido en Italia y desarmó el pasador del antiguo tirador de la puerta. Presionó con cuidado el mecanismo y se abrió en dos. Empujó con fuerza, aunque la cerradura ya estaba completamente desarmada, hasta que abrió. Un aire fresco y suave les tocó. Faltaba un vidrio en la ventana y había una mancha de lluvia en medio de la habitacion. El friso del techo estaba ensopado, pero sus esquinas lucían intactas. El cuarto estaba iluminado por completo. Sonrieron y entraron. La decoración debía ser la original, dijeron viendo un pequeño estante adosado a la pared, con complicados tallados y terminaciones bronceadas, rastro último del mobiliario del hogar de los Blanc. El joven arquitecto, más por hacerse el gracioso que por otra cosa, macaneó histriónico los bronces  y de pronto escucharon un clack. Se miraron y empujaron el estante. Una de sus esquinas cedió y dejó ver un compartimento secreto. Había escondidos, en su interior, una escopeta, un casquillo usado y una carta manuscrita, todo envuelto en un trozo de arpillera. Las fotos de los antiguos dueños de la casa, corrompidas por el tiempo y la humedad y una canastilla primorosa con manzanas disecadas. Él abrió la carta y empezó a leer. Ella respiró profundamente. Su semblante cambió por completo. Sintió una liviandad que nunca había experimentado. Él la vió atentamente. Era otra mujer.

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