Entre los Muros

«Nació viva. Vivió dos horas. Hija de María Isabel y José de la Cruz. Rezad por ella», decía el papelito escondido entre los pliegues de la sábana de lino, que se mantuvo en su sitio gracias a los bordes de la cajita de madera. Ahí se quedó, hasta el gran remezón.

Sólo seis meses había logrado María Isabel acoger a esta criatura en su vientre. Porfió por salir esa noche de agosto, cuando el invierno aún no abandonaba los campos y la lluvia se metía entremedio de los muros, que olían a cal, arcilla y humedad. Nadie llegó a socorrer a la pobre madre y sus gritos se perdieron en la gran casona de adobe, absorbidos por el silencio de los patios y el continuo martillar de la lluvia. La criatura se desplazó entre sus piernas y el cuerpecito mortecino, de ojos cerrados, no emitió ningún sonido.  Descansaron ese momento y los siguientes, mientras la lluvia seguía, monótona, aletargando todo.

La madre tomó las manitos de puños cerrados y las sintió frías. El brasero de latón estaba al rojo vivo, en el medio de la habitación, mientras una jofaina con agua caliente llenaba el aire de vapor. Trató de frotar las manitos, pero las sintió lacias y exánimes. Acarició la carita, pero estaba helada. Se incorporó lentamente y en un instinto primordial, acercó la criatura a su pecho. No hubo reacción. Abrazó al bultito y se dio cuenta de que ya no tenía vida. 

Entonces vino el dolor, golpeando tan hondo que la inmovilizó. Lágrimas saladas aguaron su cara y sólo el calor de la habitación mantuvo su semblante con color. Jose de la Cruz entró, con sigilo, al cuarto en penumbras. Los hombres estaban vedados en estas labores y él mantuvo su lugar en las afueras, atizando la lumbre en la cocina y fumando un cigarrillo. Escuchó los gritos del alumbramiento, como había escuchado tantos otros, en las mismas circunstancias, pero el llanto histérico que vino después, lo alertó y le anunció, antes de que entrara, que había ocurrido una desgracia.

Preparó un pequeño cajón, sin pensar en lo sucedido, hipnotizado por la lluvia y por el viento que ahora se colaba entre las rendijas de la puerta. Escuchó a lo lejos a los terneros y se concentró en su labor. María Isabel, profundamente conmocionada, ya no era capaz de emitir un sonido. Abrazaba a la criatura sin vida, mientras caminaba descalza y sangrando. Él tuvo de obligarla a depositar a la pequeña en la cajita, arrancándola de sus manos.

Un revoltijo de pensamientos le acezaban, como flamas abrazando un tronco. Escuchaba voces entremedio del silbido de viento y cargaba la caja a través de la casa, caminando sin rumbo, recorriendo los patios mojados, intentando elevar una plegaria por el alma diminuta, que había abandonado esta tierra en tan poco tiempo, pero era inútil. Nada le salía. Estaba perturbado. Tanto que no fue capaz de depositarla en la tierra blanda, al lado del rosal, sino que decidió dejarla entremedio de los muros, tapada con papel periódico y restos de arcilla y cal, en la esperanza de que la pequeña se despertara y consolara a su madre y él pudiera borrar de su mente las escenas que había presenciado,  extraerse de este recuerdo y volver al minuto antes de que empezara el aguacero.

Guardaron silencio por muchos años, pero no olvidaron la caja que estaba en el muro, mientras una sensación de dolor y profunda turbación les embargaba, año tras año. Cada vez se preocupaban de cubrir con cal y adobe, hasta que finalmente se fundió como parte de la casa, como se había fundido en sus recuerdos, como la tenían en sus corazones mudos, en sus sueños silentes.  No le contaron nunca, nada a nadie, pero jamás la olvidaron.

La noche del terremoto, la casa entera se vino al suelo, con los recuerdos, con las alegrías, con los ruidos, con los secretos, con la vida. Los rosales del patio quedaron sepultados y una vez que todo quedó en calma y el silencio sepulcral se rompió, cuadrillas de bomberos recorrieron los escombros, buscando con perros y detectores, cuerpos atrapados y una esperanza de vida.

La punta de la nota se deslizó por entremedio de lo que quedaba de una muralla del gran caserón: «Rezad por ella»  y fue el joven rescatista que la vio. Hurgó con calma, mientras su perro descansaba a la sombra. Pensó encontrar aquellos antiguos íconos de santos, que la gente atesoraba desde los tiempos de la Colonia, pero en su lugar vio, primero, la sábana de lino, amarillenta por el paso de los años y bermellón, por los restos del muro. Ahogó un grito en la entrada de su boca, cuando lo que quedaba del cuerpo de una recién nacida, salió entre los pliegues del trozo de tela. El papel con la nota cayó al suelo y la recogió. Rezad por ella, leyó en voz alta el rescatista y yo se los pido a ustedes, por esta tierra devastada y por un lugar donde ya no queda nada para recordar.

N de la R: Esta historia fue inspirada por un hallazgo increíble, descubierto en la localidad de Chimbarongo,  después del terremoto del día 27 de febrero. La nota periodística completa, en este link: http://diario.elmercurio.cl/2010/03/18/nacional/nacional/noticias/d7b53b52-15ef-49bb-87da-efdbc7eae536.htm
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