El Mago

Sergio Rodríguez siempre supo de encantamientos. Pases con las manos y la atención absorta de una audiencia atolondrada con los movimientos del prestidigitador, formaban parte de su vida, tan patentes, como aquellas imágenes de sueños que, de pronto, se hacen realidad. Como se hizo realidad Graciela, aquella tarde de primavera, mientras los retamos florecían y los nerviosos picaflores se perdían dentro de las fucsias y los rododendros.

Nada más la vió salir, con sus cabellos al viento y sus labios acorazonados, sintió el aguijón caliente del amor. Las caderas de ella se balanceaban al ritmo de sus latidos y no le costó ningún esfuerzo averiguar detalles íntimos de su vida, mientras  hacía aparecer palomas y flores con sus trucos. Una sonrisa entera, grande, hermosa le llenaba a ella la cara de vida. Vida que no había vivido, vida que no había saboreado nunca con el dulzor que Sergio Rodríguez le ofreció en cada uno de sus pases mágicos. En cada truco, en cada movimiento de las cartas, la risa hermosa y cantarina de Graciela le daba razones más que suficientes al mago del amor, como ahora se llamaba, para inventar nuevos números y no perder de vista a esta mujer que le hechizaba por completo.

En cosa de semanas eran amantes. En cosa de semanas, Sergio se enteró con lujo y detalle de la catástofre que habían sido los últimos doce años en la vida de Graciela. Cómo, fingiendo amor, había mantenido un matrimonio de opereta con el hombre más aburrido del planeta. sólo por la sanidad mental de las dos hermosas hijas que había concebido en ese claustro que ella llamaba vida. Cada truco del mago, cada intentona le daban a ella las alas para querer volar lejos, pero se detenía al pensar en el qué dirán, en la irremediable suerte que había elegido por destino, en la comodidad de su hogar, en la aversión a la vida itinerante del circo, en los sueños en que naipes se le venían encima, en castillos desarmados y la cara triste de Sergio Rodríguez cada vez que le comentaba, después del amor, los lúgubres presagios que llenaban sus noches.

Graciela exudaba pasión. Sus cabellos crespos, su boca de perfecto corazón, sus pechos turgentes, sus caderas amplias. Todo estaba en la memoria del mago, que le dibujaba lujurioso en sus pases, cada noche, en las funciones del circo. Quería otro destino, quería llenarse de gloria por ella. Quería aletear sin descanso, como los colibríes que revoloteaban entre las lilas. Quería todo. La quería a ella.  Saltaban las flores del sombrero de copa y Sergio imaginaba que no sólo podía hacer brotar flores y conejos, palomas de alas romas y bolas de fantasía. Imaginaba que también podía hacer aparecer un futuro esplendoroso para ambos.

La noche que llegó el marido de Graciela a gritar la traición y su nombre  a la función, debe de haber sido la más trágica y bochornosa para toda la comparsa. Sergio Rodríguez tiraba los cuchillos con los ojos vendados, mientras Irene, la mujer del domador, enfundada en una malla de azul tornasolado, sonreía petrificada por la naturaleza del acto. Acto que ella prefería antes de lavar los calzoncillos cagados del marido, que jamás lograba eliminarse el olor a bestia enjaulada. Chilló la traición el esposo mancillado de Graciela e Irene pagó la culpa de Sergio Rodríguez. El cuchillo se le incrustó en el ojo izquierdo, penetrando su cráneo alargado, hasta quedar estampado en el tablón de encino donde se apoyaba la artista. El mago no se dio cuenta de nada, hasta que el público empezó a gritar y el mismo marido de Irene, junto con el de Graciela, entraron a la pista de aserrín, uno colorado de furia y el otro blanquecino de espanto.

Sólo el día de su muerte Sergio Rodríguez recibió una golpiza igual. Pero aquel día no era su destino pasar al otro lado del alambre y el padre de don Martínez, vestido de payaso, les tiró agua con lavandina a los agresores hasta hacerlos retroceder.  A empellones sacó al domador viudo y al marido agraviado fuera de la pista. Tocó la orquestita la música de final de función y llegó la policía. Todo se volvió nebuloso. Todo se volvió del color del aserrín. No hubieron trucos para Sergio Rodríguez que lo ayudaran a salir antes de los cincuenta días que estuvo en la cárcel. Allí se enteró de la desaparición de Graciela y su posterior hallazgo entre las tablas carcomidas de la leñera. El perro de la casa amenazaba con romper los nervios de todo el barrio, a fuerza de rascar los tablones y recibir las zurras del marido. El domador viudo se ahorcó con su látigo y desfalleció en la jaula del rey de la selva, bestia inmunda y desdentada, que no tenía más aprecio por la vida que la que tuvo su compañero de función. Bostezó largamente, antes de apoyar su cabezota sobre el cuerpo del domador. Fue necesario pegarle un tiro para lograr sacar el cadáver que, después del tercer día, ya apestaba a todo el pueblo.

Sergio Rodríguez perdió la felicidad de la magia y se olvidó de todo encantamiento que hubiera dominado jamás. Me hubiera gustado conocerlo antes que esa tragedia opacara su vida para siempre. La alegría le rebalsaba la cara. Ahora, era un alcohólico fantoche y arrogante, perdido entre sus propias mentiras, que inventó desesperado, durante cincuenta días, para no morir en la cárcel, de abandono y desolación. Me hubiera encantado conocerlo antes.

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Al Pié de la Cama

Veo de nuevo a ese perro. Apenas da un paso después del otro para cruzar la calle polvorienta. Se escucha fuerte el crujir de los techos. Son las once de la mañana y el calor aplasta a toda la oficina*. A donde llega mi vista es un peladero. Arena. Tierra suelta. Las mujeres se tapan la cabeza con mantillas de algodón para no achicharrarse el cráneo, en el camino a la pulpería. Yo te tomo la mano, padre, limpio el hilo de sangre que cuelga de tus labios y aún no sé cómo vamos a salir de esto.

Jovita insiste en la cantinela de Dios, pero no quiero ni siquiera oírlo mencionar. Mírame, le digo con rabia, ¿tú crees que Dios me hizo esta lesera como premio a mi buen corazón?. Soy una maldita enana y me hablas de conformidad. Nadie nunca se casará conmigo, no podré tener hijos, ni siquiera puedo usar zapatillas de tacón.  Se está muriendo la única persona que me ha dado un poco de ternura en mi vida y me hablas de Dios?!?!?  Perdona Jovita, recapacito, no es tu culpa y sí, tú has sido una gran amiga. Ayúdame, le suplico.

Don Martínez se contagió por la vieja. Estoy segura. Las monjitas de aquel pueblo lo dijeron claramente. Eso se pegaba como la tiña y si no se tomaban precauciones… Ahora estamos cagados y ¿quién va a dirigir la compañía? ¿quién nos va a decir qué hacer? ¿para dónde ir? La suave voz del viudo, meciéndome en las noches de tormenta. La voz impostada, como un héroe, cuando se daban las vueltas de timón, como la noche de los tiros. Como cuando se fue Meche. No puedo hablar de ella. Si se va el hombre, se va el bastión de este circo, porque aunque no quiera reconocerlo, aún somos un bendito circo, en esta oficina del infierno, donde a los obreros los tratan peor que a la escoria que suelta el caliche. ¿Qué queda para nosotros?

Jovita trae un plato de caldo y trato de hacérselo tragar. Me mira con dolor y rabia. No quiere estar postrado. Quiere seguir. Eres todo una chicharra, le digo bajito. Eso no se quita con nada, dice. No trate de hablar, le digo, pero insiste y le escucho. En susurros, me explica que la Compañía de Teatro Espectacular debe seguir. El compromiso con la administración de la oficina no se debe deshonrar. Somos gente de bien, insiste. Le limpio la boca y me sigue hablando. No culpes a Madame Edith de esto, mi niña. Estoy apunado. Mi cuerpo no aguanta la altura. Por más que he intentado con agua de toronjil y ruda, no aguanto.  Se me aprieta el pecho todas las noches y me han sangrado los oídos desde que llegamos.  Es una buena plaza, nos pagan puntual. Tenemos público. Se me va a pasar.

No puedo verlo sufrir. Miro la hora como autómata y caigo en cuenta que es tiempo del ensayo. ¿Qué hago contigo, don Martínez?. Si ellos lo saben, nos vamos a la misma mierda. Miénteles, me ruega, miénteles y hazte cargo tú. Ya sabes qué hacer. Ellos te conocen. Te respetan. Eres mi niña, hazlo por mí. Suspiro con profunda conformidad. Al fin y al cabo, es lo que he venido haciendo en los últimos meses. Ahora, caigo en cuenta que, de a poquito, el Don se ha ido desligando de todo. Ahora, caigo en cuenta que la vida nos aplasta sin tregua por más que no queramos aceptarlo. Él lo sabía desde antes. El hombre del circo pobre, el de las manos largas y callosas. El que me miró a los ojos y me dijo que no preocupara de nada. Lo sabía todo desde antes. Su viudez, el circo, la Madame. Incluso lo de Meche. Sí. Meche.

Madame Edith recita su parlamento, pero no logra entrar en situación. Reclama por el vestuario, pero Jovita no puede estar en todas partes. Le ruego que se concentre.  Que se olvide de ese detalle. Me mira con odio, como siempre lo ha hecho y me lanza una de sus frases en francés. ¿Sabe qué señora?, le digo con toda mi rabia y mi frustración, váyase un rato largo al mismo diablo. Aquí o habla en castellano o se queda calladita. ¡Me importa un reverendo pito lo que le guste o no!.

No acusa recibo de mi molestia. Me mira como a un gusano y con toda la parsimonia de Desdémona y de Lady Macbeth, me suelta en perfecto castellano, Henry va a venir a buscarme y me iré de esta compañía de mala muerte. Henry vendrá como el buen hijo de su madre que es. Eso es algo que tú no sabrás nunca, porque eres una enana y nadie va a hacer el favor de acostarse con una de tu especie.

Me quedo atónita. No sé qué contestarle. El resto de la compañía nos mira entre asombrados y asustados. Sus palabras aún retumban entre las butacas, el bastidor y el proscenio. Lágrimas. Lágrimas calientes y gruesas caen de mis ojos. Madame Edith cree que ha triunfado. Lo veo en sus ojos. Tose lentamente. Ahora más. De pronto, se desmorona como una pieza de ropa que ha errado el colgador y sin que lo piense, me veo al lado de ella, aspirando su olor a naftalina y aguardiente. Tomo su mano huesuda y fría, mientras limpio mis ojos.

                            Fotografía gentileza de Luxurbex http://luxurbex.blogspot.com/
*Oficina: En el tiempo del boom del salitre en Chile (1842-1930), cada centro de explotación era llamado «Oficina Salitrera». Cada oficina contaba con las instalaciones industriales necesarias para la extracción y procesamiento del mineral, además de viviendas para los trabajadores, comercios (conocidos como pulperías), iglesia, escuela y centros de esparcimiento y entretención como teatros y cinematógrafos.

Meche

Se están destiñendo las flores de papel y el viudo Martínez bota sangre por boca y nariz. No había visto algo así en mi vida y mi pobre niña que llora y llora como si el mundo se le fuera a terminar hoy mismo. Se ha hecho siempre la valiente, pero a esta bruta no la convencen tan fácil. La he visto sufrir por el viejo, sentir celos desmedidos cuando se acerca al camerino de doña Edith y me he preguntado todas las noches si esta no será una relación antinatura. Esas cosas pasan, lo vi muchas veces en San Pedro, la caleta de pescadores donde me crié, a mucha honra.

Todos en esta compañía mienten sobre sus orígenes. Todos han sido príncipes. Já! Yo no soy tan estúpida y conozco a un pobre apenas lo veo. Las ansias por comer. El acomodo en cualquier sitio. Las manos rotas. Los dientes picados. Si hasta la Madame, que tantas ínfulas se da, ha sido pobre como rata toda su vida. A mí no me engaña ni por un segundo. Esta bruta que está aquí, no lo es tanto.

Angélica, mi niña, es distinta. En todo sentido. Su corazón noble es algo que yo estoy segura Dios le regaló en compensación de su problema. Porque así actúa el Señor y uno no siempre le entiende a la primera. Ahora, llora con dolor por este que ha sido un padre para ella. No como aquellos malnacidos que la escondieron por años en el ático de la casona,  hasta que decidió escapar, la tarde que la comparsa pasó por ese camino. No hace mucho me dijo mi niña que su idea era ser una atracción de circo, por eso se les acercó. Los bastardos que la tenían enclaustrada le repetían una y otra vez que era una vergüenza para la familia. Una vergüenza. Vergüenza debieron haber tenido ellos de tratar de esa manera a su propia sangre. Sangre que la Meche reconoció enseguida.

Por eso mi niña le tuvo tanto cariño. Meche no dijo nada cuando mintió con total descaro, diciendo que la habían abandonado días atrás. Todavía se podía ver la casa patronal desde la vera del camino. Podrían haberla devuelto, pero la Meche se calló enseguida porque ella tenía algunas cuentas pendientes por esas latitudes. Siempre se me ha antojado que la pobrecita tenía los cascos harto livianos. Yo no la conocí, pero he escuchado sus historias. Contorsionista como la mujer del viudo. Quién sabe qué porquerías hacía en la cama de los hombres. Si no paraba un segundo. No dejaba quieto a nadie. El calor de su vientre era más poderoso que su misma razón. Dios y la Santísima Vírgen la tengan en su gloria. Lo que hizo no tiene perdón, por eso terminó como terminó y encima le causó tanto dolor a mi pobrecilla. Tanto dolor.

Meche había estado postergando el momento. Eso le causó más complicaciones que las que pudo manejar. Tal vez, en su mente, algo la hizo pensar con calma su accionar. Tal vez la semblanza de mi niña le había ablandado el corazón. Habían sido incontables los abortos que se había practicado ella misma, premunida de su cocimiento infalible. Raices de borraja, perejil y orégano, hervidas en agua de canelo con seis granos de mostaza, manzanilla para calmar los nervios y una moneda de cobre que apretar con los dientes, por si subía la fiebre o el dolor se hacía irresistible. Esa era la receta que le permitía seguir holgando sobre los hombres, sin mayor complicación. Incluso dice mi niña que a los siameses les hizo el favor, en un acto de piedad, según explicó. No se podía ir por la vida sin haber desaguado la pija al menos una vez, sonreía divertida.

Esta vez, entre tanta postergación, el tiempo la venció y cuando destapó la ollita para hervir el cocimiento, ya era muy tarde. La criatura se resistió a abandonar su cuerpo y por primera vez en su vida, Meche tuvo miedo. La vida se le presentó desnuda frente de ella y el panorama no le gustó. Eso me lo contó mi niña Angélica. Yo no sé cómo habrá sido, porque no la conocí.

Fueron juntas donde una comadrona, que le hizo el trabajo la misma tarde y le entregó envuelto en un saco de arpillera, a la criatura ya muerta. La mujer no se hacía cargo de esas cosas, dijo, no fuera a ser que alguien la descubriera y se jodiera su negocio. Estaban cerca de Santa Juana, eso lo sé, porque se lo he escuchado a todos en la comparsa, cuando hablan de Meche.  Guardó sus calzones ensangrentados en una pequeña maleta, envolvió más al pobre bultito y dijo que iría por un poco de aire. Mi niña quiso seguirla, como iban juntas para todos lados, pero Meche la alejó de un manotón. El resto ya todos lo saben. La mañana siguiente, su cuerpo ondulaba sobre las aguas del estero, ensopado por la lluvia de toda la noche, con el pelo suelto, el camisón sin botones y los ojos lívidos, sin una muestra de dolor. No habían rastros de violencia y a nadie le importó un mango el cuerpo muerto de una ex contorsionista, actriz sin mucho talento. Allí estaba, decía mi niña, flotando como una hoja, sobre la superficie marrón.

Angélica me contó que don Martínez encontró a la criatura, más tarde, entre unos pastos, a la otra orilla del estero. Era un primor de bebé, pero tenía la misma condición que había hecho a los bastardos encerrar a mi niña por nueve años, en ese ático inmundo. Ese fue un error del viudo. No debió jamás haberle dicho nada respecto a eso. Mi niña seguiría siendo feliz. Yo creo que se culpó de la muerte de Meche. Estoy segura que cree que lo de ella es una desgracia que se pega. Ahora que la veo con detención es tan frágil e indefensa. Le cuelgan sus piecitos al lado de la cama del don. Creo que este tampoco es lugar para ella. Si tan bruta no soy. Menos si se muere el viudo.

– Jovita-  me llama.  – No me mires con esa cara de pena y ayúdame. Se nos tiene que ocurrir qué hacer.