El Cheuto

mendigo

Jean Nicolas Doublet o más conocido como el Cheuto, había nacido en el océano, en la travesía entre Cherbourg y Valparaíso, un día de mayo de un año que él mismo prefiere olvidar. Viajaba en primera clase, junto con su familia entera. Quince adultos y un enjambre de chiquillos, que se divertían haciendo pis en la popa del barco, cuando el viento arreciaba a sotavento. Los baúles de su equipaje iban firmemente custodiados y la casona del comodoro inglés que les recibió en el puerto de su destino, se vino abajo, en el terremoto más grande que la imaginación pudo concebir, apenas seis meses después que se hubieron instalado. Ahí empezó la diáspora de su familia. Ahí fue que lentamente perdió su idioma y sus costumbres y fue ahí mismo cuando Jean Nicolas empezó a convertirse en el Cheuto.

La vida dio varias vueltas, que Jean Nicolas se negaba a recordar, aunque con los tragos calentando su gaznate, algunos asomaban porfiados. Su matrimonio en Valparaíso y sus dos hijos mayores, corriendo en los jardines de la casa de sus suegros, importadores de productos finos, que cayeron en desgracia cuando contrabandistas sin escrúpulos mancillaron sus cargas de cognac. No valieron ni las influencias ni los ruegos. Los cagaron, chillaba el Cheuto, ebrio ya y transformado.

Crecieron los cuatro hijos, entre malabarismos para pagar las cuentas, mantener las apariencias y el honor. Jean Nicolas ejerció por varios años como profesor en las casas de sus amigos más acomodados, una nueva elite que se esforzaba por ser educada y fina. Enseñaba francés a los ingleses, inglés a los franceses. Economía y finanzas a los judíos. Matemáticas y física, sólo por si acaso, a un grupo de alemanes mal hablados, que le despreciaban con toda su alma, por razones netamente políticas. 

La fortuna que le quedaba se iba licuando de a poco, mientras su mujer bordaba por encargo y sus hijos iban a la universidad,  pero la debacle se hizo inminente cuando Jean Nicolás hijo, brillante, buen mozo y todo un caballero, fue acuchillado una noche de tormenta, en un callejón del puerto y mientras sus pertenencias iban desapareciendo, con la rapidez de la rapiña de los ladrones, su rostro se iba tornando cada vez más lívido. Si hubiese contado con asistencia, dijo el médico, hubiera sobrevivido, pero lo dejaron desangrarse en medio de un charco de agua putrefacta, mientras los perros del barrio iban meando sobre su cuerpo moribundo, olisqueando sus pantalones, como lo hacían con los borrachos.

Todo se destrozó de un golpe. Como un ligero y fino cristal, el alma simple de Jean Nicolas no pudo soportar tal escena y luego de la tercera jornada de embriaguez, tomó un atado con sus pertenencias y abandonó la ciudad. Nunca más supieron nada de él. Vagó por el país, tratando de mantener una vida ordenada, pero fue imposible. Tomaba para olvidar el dolor y las caras de espanto de sus familiares cuando le vieron partir. Mal alimentado y deprimido, siguió bebiendo hasta que se le hizo una costumbre. Su espíritu se fue degradando y poco y nada quedó del diligente profesor francés, que debatía a los clásicos griegos con la propiedad de un sabio. Fue entonces que nació el Cheuto.

Lo conocí en la casa de Amelia, cuando ya llevaba mucho camino recorrido y estaba rozando el delirium tremens. Sus cicatrices de peleas y golpizas, le hacían ver como un perro callejero, abandonado desde siempre. Lo recibieron a instancias de mi padre, que le pareció que podría ser de utilidad. Algo en sus ojos le dijo que no siempre había sido vil y mal hablado y en muchas noches de lluvia, el Cheuto le fue contando pedacitos de su historia. Cuando mi padre pudo armar el cuadro completo, tomó contacto con sus familiares, pero había incluso una tumba sin cuerpo con su nombre, en el cementerio general de Valparaíso. Su esposa se tomó la molestia del homenaje para olvidarle totalmente. ¡Yo no tengo nombre!, gritaba en su borrachera y sólo Amelia era capaz de lograr que se fuera en paz a dormir. Cuando ella murió, guardó un día de sobriedad en su memoria. Después, no lo vimos nunca más.

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