Romualdo Uribe

Las gigantescas bolsas rojas del correo le provocaban pesadillas. Veías sus letras convertirse en grandes fauces que le succionaban hasta sofocarle, entre los miles de sobres que pululaban en su interior. Las veía de cerca y transpiraba, pero aprendió a dominar su pavor porque era el entorno donde se había criado y su destino de por vida. De Uribe a Uribe, vociferaba su padre cuando recibía, al pié de la carreta, las grandes bolsas coloradas, que el joven Romualdo apenas levantaba del suelo. De estatura reducida, a causa, tal vez, de alguna condición heredada de la madre, preciosa criatura en miniatura, con ojos de muñeca y facciones de princesa, que desapareció cuando el niño Romualdo aún no alcanzaba los ocho años, de seguro succionada por las letras negras de los sacos o metida por equivocación en el gran cajón que se llevaba las encomiendas. Siempre tuvo la esperanza de que volviera y su padre, aunque no lo dijo nunca, también.

Heredó el puesto, sabiendo todo lo que tenía que saber de este oficio, desde cómo operar el telégrafo hasta el juramento férreo de no ceder a la tentación de abrir el correo. Romualdo empezaba su día con café negro, amargo, que le teñía los dientes, provisto de sus manguillas negras y su pequeña visera. Parecía un niño jugando al telegrafista. Sus manos, sin embargo, eran poderosas. Dos nudosas y bellas manos, masculinas pero suaves, ágiles, firmes, de dedos bien formados y coyunturas de estatua griega. El resto de su humanidad sólo provocaba pena. Sus ojos de perro triste, sus mejillas flacas, sus piernitas chuecas y su terrible voz de pito, que se esmeraba en engrosar fumando en la trastienda los cigarrillos más negros que podía encontrar. Eso y el café le daban un color indefinido al esmalte de sus dientecitos de infante.

Producto de las nuevas disposiciones impartidas por el Presidente de la República, Romualdo fue conminado a apersonarse en las oficinas generales del correo, para obtener dichas instrucciones. La emoción de recibir la carpeta de cuero brillante con el nuevo reglamento, de la mano misma del Mandatario, no causó tanta mella en su persona como la vista de aquel portento de mujer, cantando con voz de soprano, en la cena de gala de la institución. Tusnelda de las Mercedes Sotomayor era su nombre. Sus dimensiones de elefanta hacían honor a la grandilocuencia con la que fue bautizada. Sus mejillas rubicundas, su cuello mayúsculo, sus senos descomunales, su porte de amazona. Todo en ella era de proporciones superlativas, pero su voz, su voz era la de los ángeles. Por primera vez, desde que tenía memoria, Romualdo Uribe se sintió transportado a un lugar donde las bolsas del correo no le perseguían, donde su madre no estaba perdida y donde todo era diferente a sellos y estampillas, a olor de tinta y lacre, a papel manila y rafia. Un sonido maravilloso, armonioso, ideal, no el tic, tic, tic, tic nervioso del telégrafo. Esto era el paraíso.

Con una determinación que no había tenido antes y que nunca más volvió a tener, se escabulló por detrás de los bastidores e ingresó al breve camerino de la cantante. La vista de sus carnes desprovistas del aparatoso vestido que le cubría en su performance, hicieron que Romualdo perdiera completamente el juicio. Impostó la voz más masculina que hubo salido jamás de su garganta y le dijo en una sola frase, sin pestañear ni detenerse: «Estoy encantado con usted, he venido desde muy lejos y espero que en mi vuelta a casa usted tenga a bien acompañarme, como mi esposa». Tusnelda volteó asombrada y la figura del pequeño funcionario de correos, vestido con un traje dos tallas más grande, le provocó un ataque de asma que fue imposible de contener. Miles de pensamientos pasaron como ráfagas por su cabeza, mientras se le dificultaba más y más respirar. Romualdo le acercó, temblando, un vaso de agua. Ella se quedó mirando sus manos. Tan hermosas, tan suaves, tan masculinas. Se imaginó eternas jornadas siendo acariciada por esas manos. En un minuto de debilidad, no sabe si a causa de la falta de aire o del embrujo de esas manos, aceptó.

La pareja más dispareja del pueblo no pudo ser emulada en la felicidad que alcanzaban cada vez que se amaban. Tusnelda casi moría en incontenibles orgasmos de placer prehistórico y animal, al tiempo que la imagen de su marido crecía en su mente hasta alcanzar las dimensiones de un dios griego. Esas manos le hacían sentir cosas que jamás esperó sentir en una experiencia carnal. La indecencia de su amor reventaba los vidrios de la casa, cada vez que se tranzaban en esta coreografía de vueltas y abrazos, de caricias risueñas, profanas e interminables. Romualdo recorría sus carnes, perdiéndose entre sus senos de ballena. Ella desfallecía entonando las arias de Madame Butterfly, mientras el catre de hierro reforzado amenazaba con terminar en el sótano, a causa de los movimientos cataclísmicos de la pareja. Para ellos, era el paraíso.

El día de San Valentín, Tusnelda preparó una cena especial. Se vistió con su lencería más provocativa y esperó a su marido para otra maravillosa contienda en la arena de su amor. Nunca era bastante, siempre había en este ejercicio perfectible más y más formas de placer. Romualdo se demoró más de lo habitual, alentando su pasión. Cuando entró a la casa, le agarró por la solapa, olvidando la cena y le arrojó a la cama, para iniciar su rito acostumbrado. Las olas de pasión se sucedían una tras la otra, mientras la voz de soprano subía a alturas celestiales y se escuchaba lejana la quebrazón de vidrios. Tusnelda giró como una morsa en el mar y quedó a horcajadas de su amante. En medio de su paroxismo desenfrenado, una de las patas del catre se quebró. Su entera humanidad se precipitó sobre su marido, al mismo tiempo que el orgasmo les alcanzaba a ambos.

Cuando lo vistió, antes de depositarlo en la urna, al día siguiente, no hubo forma de borrar la estúpida sonrisa que Romualdo Uribe tenía dibujada en sus labios.

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En el Correo

Cuando María Isabel iba al correo, esperaba con ansias sus revistas y libros, y por alguna razón extraña, siempre esperaba algo más. La viuda de Uribe lo sabía, le conocía cada pestañeo, cada suspiro, cada ademán y le acompañaba, en silencio, en su sentir, cuando la veía, nerviosa, abrir los paquetes certificados y no encontrar nada más que lo había ordenado. Conocía su historia como la de todos en el pueblo, pero si algo distinguía a la viuda de Uribe era su discreción, requisito indispensable para trabajar en este puesto, entremedio de las rumas de cartas que llegaban día a día, en los sacos de lona roja, marcados con la insignia del correo, que ella repartía diligente en las casillas y en las manos de aquellos que llegaban con el semblante pálido, las manos enrojecidas y la mirada cabizbaja, preguntando en voz baja si había alguna correspondencia para ellos. Recibía en sus brazos, dotados de fuerza que hacía juego con su corpulento volumen, los paquetes envueltos en papel manila, cubiertos de estampillas y sellos, que venían de todas partes del país y que, con el arribo de los alemanes, llegaban de todo el mundo.

Tanto desearon María Isabel y la viuda de Uribe que algo sucediera, que al final, pasó. Una tarde de invierno, cuando el correo se había retrasado porque los caminos estaban intransitables, a causa de un aguacero que amenazaba con partir el cielo, esperó la joven en la oficinita y sin poner atención a la clásica cantinela de la viuda, redactó algunas líneas para el encargado de educación de la provincia, en su calidad de educadora del internado de las monjas suizas y no reparó en las botas sucias y el olor a tabaco que inundaba la pequeña habitación, hasta que estuvo casi por derribarla de su asiento. Miró molesta y se puso de pié.

El aroma del cigarro se erguía como un nubarrón, amenazante. Luego que la exhalación se disipó, pudo ver la cara de este hombre impertinente y rudo que casi la tumba porque no la había visto. «Constantino Del Palmar, tanto gusto» fue lo único que él atinó a decir, quitándose su sombrero de fieltro empapado. Su cabellos rojos en desorden y sus pequeños rulos saltando como resortes de fantasía, le hicieron olvidar su malestar. La mano gigante, que estrujó la suya, estaba sudada o tal vez ensopada por el temporal y quedó un rato más largo de lo prudente pegada a la de ella. Se miraron a los ojos y se congelaron en ese segundo. Sus labios dulces y perfectos, su cuello de cisne, pensó él. Su pecho gigante y sus cabellos, pensó ella mientras aspiraba con todos sus sentidos. El olor que emanaba de su ser era salvaje y primitivo, algo que la turbada maestra jamás pudo olvidar y siempre buscó en los tiempos venideros. No atinó a decir su nombre y él se despidió apurado, trastabillando por sus espuelas enredadas. La miró con dulzura y vergüenza, se disculpó y volvió a tomar su mano. Una gota de agua resbaló del ala de su sombrero y cayó en los labios de María Isabel. Apartaron sus miradas y él se retiró de la oficina.

Ella se quedó prisionera de sus ensoñaciones, enrojecida de pies a cabeza por una ola incontenible de sopor y se dejó caer en el asiento nuevamente. Sus papeles estaban regados en el suelo. Él no había reparado en ellos y les aplastó con sus botas embarradas. María Isabel los recogió y un sentimiento de profundo desconcierto le embargó y no la abandonaría por semanas. La viuda de Uribe vió toda la escena detrás del mesón, mientras simulaba llenar la planilla del correo certificado y no dudó un segundo en designar a aquellos dos como víctimas innegables de la maldición del amor. Ese mismo que la había llevado a ella a abandonar su carrera en la ópera y venirse a enterrar a este pueblo perdido, detrás del pequeño Romualdo Uribe, empleado, desde que tenía memoria, de la oficina del correo.  Le habló a María Isabel para romper el encantamiento, pero no acusó recibo hasta un largo rato después. El aguacero había amainado y se dirigió caminando de vuelta al internado. Cuando Margarite, su compañera de cuarto, le consultó qué era lo que la había puesto así, ella sólo atinó a decir: Constantino Del Palmar.