El Tata

Recuerdo la expresión de tu cara Cholita cuando te avisaron que el Tata había muerto. No pediste muchos detalles porque yo estaba presente. Registraste nerviosa tu cartera y me pediste que fuera a buscar a mamá. Seguro para deshacerte de mis ojitos inquisidores y mis manos nerviosas que recogieron los papeles que se habían caído, mientras sacabas dinero de tu bolso.

Quedé a la deriva, preguntándome quién rayos era realmente el Tata y por qué no habían lágrimas en tus ojos cuando te anunciaron la fatalidad. Yo lo había visto una sola vez en mi vida. Sus ojos amarillentos y su piel blanca, curtida por tanto verano a la intemperie, pasado a chicha con harina tostada, achispado todavia por la borrachera de la noche anterior. Su barba roja como el sol de ese invierno, que descongelaba lento todo, afuera de su rancha destartalada, vestigio último de la apoteósica fortuna que alguna vez tuvo su familia. Así me habían contado que era la cosa, pero mucho después del funeral, al que acudiste sin emoción, me contaste la verdadera historia.

El Tata era tu primo hermano. Eso yo ya lo sabía Cholita, pero te encargaste de hacérmelo notar. Primo hermano en la salud y en la enfermedad, como rezaba el curita en los matrimonios, al que fuiste porque ya te llevaba el tren y para no contravenir la decisión de tu tío Alamiro, quien te amenazó con las penas del infierno si no le aceptabas al gallardo mocetón, al mejor de sus hijos, al más capaz, al más borracho y al más mujeriego de todos ellos. El matrimonio anduvo como las reverendas desde el primer día, cuando el novio, con la boca caliente por la humilde mistela de la boda, se mandó a cambiar con sus hermanos, a la casa de putas de la vieja Amelia, detrás de la línea del tren, a quince kilómetros de su casa.

Partimos mal, dijiste con mucha dignidad, pero la palabra ya estaba empeñada, la libreta estaba impresa y no quedaba nada más que hacer que lo que habías hecho desde que tu madre abandonó este mundo; trabajar. Hizo el favor de curar las pestes y nadie la había curado a ella, me decías y se te grabó a fuego el recuerdo de su muerte. El Tata era un bruto que no entendía de esas cosas, sólo le bastaba con que la suegra estaba bien muerta, así no tenía quién le pusiera las peras a cuatro por sus constantes escapadas. Eso tú no me lo dijiste nunca, pero yo lo entiendo ahora, después de que han pasado los años y conozco un poco más a las personas.

Mamá nació un día en que el verano aún no se retiraba de los campos y esa sola emoción llenó tu vida por completo. Eso lo sé Cholita, no hace falta que me lo digas. Se nota en tu mirar, incluso hoy, después de cincuenta años de ese día. Limpias una lágrima porfiada que se escapa de tus ojos cansados y acaricio tus manos suavecitas. Te quiero mucho, atino a decirte, para darte algo de conformidad. Imagino que los recuerdos aciagos inundan ahora tu mente, pero no quieres decir nada. Has sido fuerte como una roca, incansable y determinada. Así has sido Cholita. Si quieres caliento el agua para que nos tomemos un té de manzanilla, digo. Tal vez se te alegra el corazón. Asientes con la cabeza y enjugas tus ojos una vez más.

No hace mucho, juntando los recuerdos y las dudas, los chismes y los acontecimientos, caí en cuenta que el Tata no se había muerto porque el Señor lo había querido acoger en su reino, sino que lo despacharon unos coterráneos que le dieron más de la cuenta. El día que te contaron la noticia, la tía Juana llevaba un escapulario de la Vírgen de Pompeya. Te pidió plata para comprar la urna, porque el Tata no tenía un veinte en sus bolsillos, vaciados completamente antes de que le cosieran las puñaladas y le desinflaran los chichones. Lo botó el caballo, le dijiste a mamá, pero si algo tenía el Tata a su haber, era la fidelidad de su manco. Por años en la familia, los caballos habían sido más importantes que las propias mujeres. Se podía morir un hijo, pero no un corcel. Eso sí que no. Era motivo de desgracia, de atrinque duro a los mozos de las cuadras y de llanto contenido en las borracheras, cuando la lengua se tornaba floja y las manos menos diestras en arrojar los naipes a la mesa. Eso no me lo dijiste nunca, Cholita. Eso lo contaba mamá, cuando añoraba sus tardes de verano, cabalgando su yegua favorita. La más mansita para la niña, decía su abuelo Alamiro. Sí, el mismo que te obligó a casarte con el Tata. Todo lo tengo en mi memoria, como si yo misma lo hubiera vivido.

Te pregunto si sabes que al Tata lo asesinaron y asientes. Ya lo sabías de antes y nunca quisiste decir nada. Te lo confirmó Martín, un día que llegó con un atado de menta y una pierna de cordero. Tú ya sabías todo lo que él te contó. La querida del Tata, la india, como la llamó Martín, causó desgracias desde que entró a la casa por la puerta de adelante. Nunca debiste irte Cholita, dijo con pena. Mi hermano estaría vivo todavía.  Negaste con la cabeza el recuerdo y la posibilidad y ahora me miras fijamente al decir: nunca te cases con un hombre flojo, es la peor desgracia.

Fue el Tata una desgracia, me pregunto y analizo lentamente cada recuerdo, cada frase, cada inflexión de tu voz. ¿Quieres otra taza de manzanilla, Cholita? te digo para no enfrentarme con la verdad. A veces es mejor pasarla por alto, hacer como lo hiciste tú, evadirte, cansarte trabajando, no pensar en nada y llegar así al final del día. Dormir en noches sin sueños. Eso nada más es lo que queda, cuando los recuerdos se hacen patentes y molestosos. Aferrarte a los buenos y masticar lentamente los otros. Lo sé, porque los tengo en mi memoria, como si yo misma los hubiera vivido.

Fotografía gentileza de Nicholas Woolworth http://www.facebook.com/home.php?#!/pages/The-Art-of-Nicholas-River-Woolworth/396176770902?ref=ts

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El Gato

Se ahogaba en un paroxismo de tos que parecía desgarrar su garganta. Porfiaba por hablar porque era la última oportunidad que tal vez tendría, antes de despacharse al otro mundo. Por eso debí acercarme con cuidado y tomar nota de sus palabras. Así lo había pedido años antes, cuando yo aún era un chico.

Ya me había hablado del gato alguna vez y de cómo la fascinación por el pequeño y escurridizo animal le había llevado a cometer ese estropicio, que le helaba la sangre y le descomponía el estómago. Lo que nunca me había acabado de decir era en qué había consistido tanta desgracia y cómo había llegado hasta ese punto. Aquí iba, a tropezones, literalmente a toses, como el viejo bulldozer del vecino.

El gato me miraba divertido, me dijo, y me llevaba siempre por caminos que yo ni sospechaba que existían. Esa tarde de verano, cuando yo contaba con once años, no fue distinta y terminamos más allá de los límites de las tierras de don Tancredo. Más allá.  Mucho más. Tosió con esfuerzo y un espumarajo sangriento cayó por sus labios que estaban abiertos, como los de un pez fuera del río.

Allí estaban, continuó, mi madre y Juan de Dios, haciendo como los perros, en mitad del sembrado, muy cerca del granero de don Baucha. Sus caras no he podido olvidarlas. La expresión salvaje de Juan de Dios penetrando a su propia madre no he podido olvidarla. El gato se alejó y desde dentro del granero, pegó un maullido. Espera hijo que no respiro, dijo, secándose la sangre de la boca de nuevo, con uno de los pañuelos bordados de mamá. Me acerqué al lado del animal, prosiguió, y te juro por Dios que él me dió la idea. Hizo una pausa, trató de acomodar el aire escaso que entraba a sus pulmones y continuó. Muy meloso, el gato se acariciaba el flanco con la herramienta. Vi sus ojos refulgentes y deseé estar soñando. Nada. Siguió en ese placer hasta que pude ver la misma expresión que tenían los de Juan de Dios. No vacilé. Avancé los trancos necesarios con el utensilio en vilo y lo dejé caer sobre el lomo de mi hermano. Mi madre chilló de terror y sin darme cuenta cómo, la atravesé también a ella con la horqueta. Su piel estaba sudada. Su sexo al aire. Me repugnó. Ambos me repugnaron.

Don Baucha me recogió, sin hacer preguntas y salimos a andar por los caminos, escapando de los cuerpos que habían quedado en el sembrado. El veterano me enseñó muchos trucos de arriero y nunca hizo un comentario de lo sucedido. Estoy muy agradecido de él. Luego, un día, llegué a este lugar, hice esta casa y aquí estoy, dictándote mi última voluntad, como lo habíamos acordado…  Yo miré por la ventana y mientras el sol se iba asomando, pude ver claramente que las montañas eran una sola masa blanca y compacta, como de crema. Así lo había querido mi viejo también y boqueó por última vez. Le cerré los ojos con mis manos llenas de tinta. Nunca se enteró de que yo no había aprendido a escribir.

Ahora, tenía que ir corriendo a la casa de Díaz para que quedara todo en orden. El cuento del gato y el resto de esa candonga me los guardaré no más. ¿Para qué agrandar los problemas?. Los muertos, muertos están.

La Última Frontera

Mientras era golpeado por veinte oficiales de la patrulla fronteriza, en San Diego, California, Anastasio Hernández Rojas, inmigrante indocumentado, recordó los veinticinco años que llevaba en territorio de Estados Unidos. Recordó con fastidiosa precisión la alberca de miss Elizabeth, sus sobrinos regordetes y los fantásticos lonches que se zampaban cada domingo, mientras él se deslomaba cortando el pasto en el calor estival, pensando en su patria y en su madre, tratando de entender qué carajo hablaban estos gringos y agradeciendo humilde, siempre humilde, la propina que la miss le daba con su español chapuceado «no saber qué hacer sin ti Ani». Claro, porque había sido la miss en persona quien había pagado al Coyote por un jardinero y una mucama, como quien compra en el mercado un kilo de carne y tres naranjas. ¡La condenada!, pero aqui estaba y con lo que ganaba en la semana podía pagar su cuarto, su comida y mandar buenos pesos a su madrecita querida, que se moría de desolación entre el polvo de la mina y el calor del verano en el lejano San Luis de Potosí. No hay agua limpia para los pobres, decía ella en cada llamada y le escuchaba su lengua pastosa arrastrar las palabras al otro lado del teléfono, mientras él se tragaba tres cervezas heladas al hilo y pensaba sin cesar en la alberca de la miss Elizabeth, siempre rebozante y limpiecita.

Cuando la miss se casó con el gringo ese, mister Edward, todo se fue al carajo. Él trajo su propia servidumbre, vestidos de negro riguroso incluso con el calor atosigante de agosto, despidiéndolos a él y a la mucama. Ahí mismito empezó a jugar a las escondidas. La miss lo dejó sin papeles, pero bien recomendado y una recomendación llevó a la otra. Después de ser plomero, pintor, jardinero de medio tiempo, carpintero de casas de perros y muñecas, se convirtió en el señor de las albercas del barrio, siempre con la cara bien tapada por su sombrero de tela gringa, sus mangas abajo y sus movimientos copiados de los zambos. Nadie dudaba que era un mestizo negro, ciudadano legal de la ciudad a la que él había entrado esquivando agujeros de coyotes de a de veras, tragando arena y tierra amarilla, el corazón apretujado entre su saco con cuatro camisas, dos pantalones y el escapulario de la Vírgen de Guadalupe. Viaja liviano, le aconsejaron antes de partir. Viaja liviano, que se arranca mejor de la migra sin tanto equipaje que cargar. Nada más tu alma, le dijeron, nada más tu alma.

La dueña de la mansión, al final de la calle, le habló una vez de las fronteras y de su profundo descontento con todo lo que pasaba. Le consultó si pensaba que era un suicidio cruzar a este lado del río Grande y Anastasio, con la misma humildad que mostró en cada uno de sus trabajos, dijo en un inglés dificultoso y con ritmo de mariachi que qué le iban a hacer si acá estaba la chamba, acá estaba la lana y que muchos como la miss, su primera patrona, hacían vista gorda a la migra, las fronteras y los papeles y que aquí estaba, bendito sea Dios, todavía con fuerzas para seguir.

Los oficiales le aplicaron descargas eléctricas que nublaron todos sus recuerdos. Mientras perdía el conocimiento, vio la cara de sus cinco hijos, escuchó su nombre tres veces y luego no supo más. En el hospital decretaron la muerte cerebral a consecuencia de los golpes. La oficina de la patrulla fronteriza informó que los veinte oficiales respondieron a una agresión. ¡Hacen falta veinte gringos para terminar con un mexicano!, dijo el Coyote esa noche, doblando el diario y arengando a su cargamento. Órale pues, que no hay tantos policías esta noche.

N de la R: Esta historia fue inspirada por un microrrelato de nuestro amigo común Minicarver, quien tuvo la gentileza de permitirme escuchar a este personaje y contar, a la manera de Historias Ciertas, este momento que se repite más o menos igual, todos los días, en la frontera de USA con México.

Confesión

Villa de la Concordia, junio 23 de 1915

Querida Marie: 

Hoy he cometido un crimen, un crimen atroz y artero que no me llena de orgullo, pero no me remuerde para nada. Tal vez soy una bestia, como tantas veces lo dijiste y me negué a aceptarlo.

La vida que te he dado ha estado llena de lujos y comodidades, sin embargo no fue nunca suficiente para ti. Hubiera deseado que me amaras, pero nunca pude ver esa luz en tus ojos. Me esforzé y sólo Dios sabe cuánto. En este pueblo miserable somos gente distinguida, somos ricos, tenemos cuanto anhelamos y en el lejano Saint Etienne eramos nadie. Tus padres lo sabían y por eso te mandaban al convento, a encerrarte de por vida, para que no les vieras desmoronarse y ser arrojados a la calle como perros. Yo te rescaté de ese destino, te convertí en mi esposa y te di lo mejor de mí, pero jamás fue suficiente. Jamás.

Tu traición me dolió hondamente. Tus escapatorias constantes y tu mirada arrobada por ese pomposo malnacido español, me avinagraron la sangre desde que te vi pasear de su brazo, castamente, por la alameda, contorneándote como una cualquiera. Te odié entonces y a él le odio con mi vida y es por eso que he hecho lo que he hecho. Este crimen es tu culpa y la suya. Es la única salida que tuve para limpiar mi honor y podrirles la vida, como tú lo hiciste conmigo, ya desde la noche de nuestra boda y durante estos siete años. Nunca fui lo suficientemente bueno para ti. Aunque no tenías ni un mendrugo y eras pobre como rata cuando te conocí, jamás lograste aceptarme como igual. Siempre fuiste la hija consentida del Barón y yo el pobre hijo de un labriego, ignorante y ordinario, borracho y detestable. Eso me gritaste a la cara en nuestra noche de bodas y aún entonces no perdí la esperanza de estar a tu altura, hasta que me di por vencido y terminé odiandote, como se odia a una cualquiera.

Te dije claramente, ese día en el comedor, que no podrías escapar de mí y ahora te hago cómplice de mi delito. Eres la única que sabrá porqué la muchacha falleció, víctima inocente de tu pecado. Eres tú la culpable y eres tú quien debe cargar con este peso, como cargará el español bastardo el remordimiento de haber cagado a su mejor amigo. Por eso la he elegido a ella. Por eso ella murió, por tu culpa y la suya, de nadie más.

He arreglado mis asuntos de modo tal que sólo te quedes con la casa. Una pensión mínima te llegará cada mes y ya he declarado legalmente bastardo al hijo que cargas contigo. Espero muera antes de ver la luz del día, pero espero que tú envejezcas Marie recordando estas palabras. Ha sido todo por tu causa. Una inocente ha muerto esta noche y por tu culpa. He de cagarles la vida desde donde esté y espero que el diablo se los lleve a ambos, hundidos en un mar de rencores, culpa y amargura.

Dejo la escopeta y el tiro con que despaché a la mujer del pelirrojo bruto, amigo del español, en el cajón de mi ropero. No tengas cuidado que no tiene más munición. En la fuente del jardín he dejado algo de dinero para que le pagues a la servidumbre y les despaches. No quiero a nadie alrededor tuyo. Nadie se acercará nunca más a ti. Me marcho Marie y sé que no volveremos a vernos

 

El resto de la carta es ilegible, sólo se ve la firma, Henry Blanc, dice el joven arquitecto, mirando a lo profundo de sus ojos. Ahora me siento mejor, dice ella en un suspiro. Vámonos de aquí.

El Palacio de las Lágrimas

casa

Al bajarse del botecillo de madera, pudo ver sus ojos. Cansados, llorosos. Su mano rota, sangrando y la voz del niño contando una historia que nunca había visto. Sus cabellos estaban a merced del viento y el aroma de los eucaliptus y del río cerraba toda la escena. Era más de lo hubiera esperado encontrar, en un lugar perdido en mitad del mapa.

Sus viajes por el mundo, estudiando las técnicas de restauración, le habían dado a su semblante un aire añejo, perdido. Era tanto lo que había visto, tanto lo que le faltaba por aprender, que la humildad era un factor recurrente en sus discursos, así como la sonrisa perfecta, que le iluminaba la cara. No tuvo dudas cuando eligió estudiar arquitectura. Era lo que siempre había soñado. Descubrió la restauración por accidente, al quedar encerrado, en medio de una locura juvenil, en un antiguo establo. Las horas pasaban y nadie lograba dar con él. Estuvo absorto en la estructura del edificio y de pronto entendió la técnica. Escaló hasta el techo y examinó nuevamente y de cerca su construcción. Se maravilló de los antiguos artesanos. Estudió con ahínco y en diferentes países, las viejas formas de construir y en cada lugar se sentía más y más atónito con las conclusiones que iba atesorando. Escribió ensayos y basó su tesis en estos descubrimientos. Pronto, encabezaba proyectos de gran envergadura. No había nadie como él.

De la mano de un proyecto fue que llegó a investigar el alma cansada del Palacio de la Lágrimas, que era como le llamaban al gran caserón, que decoraba la placita del pueblo. Gozó del viaje hasta aquí, como gozaba siempre del mero ejercicio de trasladar su ser de un punto a otro. La casa, levantada con los mejores materiales a la redonda, había mantenido su hermosa forma por muchos años, a pesar de los usos indiscriminados a los que fue sometida, una vez que sus dueños originales, los Blanc, desaparecieron de la faz de la tierra, sin dejar ningún rastro.

Así empezaron las leyendas de aparecidos y espíritus que moraban perdidos en los recovecos de la mansión. Testigos decían haber visto el fantasma de la mujer de Blanc, vagando entre los corredores, mientras un aroma de manzanas se colaba por todas partes. Se le atribuyeron desgracias y enfermedades y en variados intentos, trataron de echarla abajo, pero sólo rompían parte de su estructura, robándose los gruesos latones que decoraban la fachada. El abandono no le hizo tanta mella como cuando, después del gran terremoto, la convirtieron en escuela de segunda enseñanza. Por su balcón corrían los impetuosos adolescentes, fumando a escondidas y apagando las colillas en las hermosas barandas, talladas a mano, justo donde antes la atormentada esposa del señor Blanc se había paseado, buscando una respuesta que jamás encontró.

Todas estas historias le fascinaban. Las investigaba a fondo, porque sabía que detrás de cada una había una verdad oculta, maquillada por el tiempo y la voluntad de la gente. Se asombró al escuchar del tiroteo que aconteció en la plaza y que causó la ruina del pueblo entero, como decían muchos. No habían explicaciónes para esos hechos. Sólo las fábulas tenía cabida entonces.

Tomó fotografías del estado general de la casa y buscó documentos antiguos que la mostraran en su época de esplendor. Averiguando la historia de la familia, un día, la volvió a ver. Ella tenía una hermosa colección de viejas fotografías y documentos de la época de la construcción. Conversaron a la luz de un vino blanco, en el único bar del pueblo y juntos fueron armando la historia de la mansión de los Blanc. Ella sabía detalles inéditos y los contaba con una vehemencia que le sorprendió. Antes, había visto algo similiar, cuando se entrevistaba con sobrevivientes de guerras y desastres. Ella parecía estar en un trance permanente, al hacer referencia del tema. Ambas, la casa y ella, se convirtieron en una obsesión.

Trajo el primer equipo de carpinteros, que tenían como misión estabilizar las bases de la casona. Imaginaba, amparado por los detalles que ella le contó, a la mujer de Blanc, caminando sobre las alfombras, aspirando el aroma de las magnolias y oculta entre las cortinas, buscando encontrar la cara de su amante. Imaginaba también, la porfía de un tipo ordinario como Blanc de construir un palacete de esta envergadura, en la mitad de una plaza polvorienta y lejana, para mostrar a todo el mundo su valer.

Iba lentamente por las habitaciones, examinando el estado de la residencia, tomando notas, estableciendo las medidas, los materiales, la técnica e incluso la data de la puesta de la primera tabla del caserón. En las tardes, revisaba nuevamente los documentos con ella y miraba en lo profundo de sus ojos cansados. A veces, salían en excursiones tranquilas por el río, guiados por el chiquillo que estaba cuando se vieron la primera vez, que no paraba de contar la historia del pobre tipo que se arrojó a las aguas gélidas una noche de invierno, destrozado por su desventura.

Un día domingo, la invitó a la gran casa. Iba a abrir una habitación que estuvo siempre cerrada. Incluso en los tiempos en que fue escuela, no pudieron dar con la llave y permaneció intacta. Era la única habitación original de toda la casa. Subieron por la escala, admirando el gran barandal. Llegaron al tercer piso y de allí, él jaló una soga que abría una gatera en el techo. El acceso a la torre de la casa había desaparecido, sin embargo, descubrió este artilugio y ubicó una escalera improvisada para poder ingresar a la habitación. Subieron juntos.

El aire estaba enrarecido. Había un pasillo estrecho. Las paredes se habían perdido, como arrancadas  y los humores de la caca de las palomas, que anidaban en el entretecho, le daban una pátina gris y onix a todo el lugar. La puerta estaba cerrada, hinchada por el tiempo y las estaciones. La cerradura, completamente oxidada, era rastro innegable que había humedad filtrándose por todos lados. Utilizó el truco que había aprendido en Italia y desarmó el pasador del antiguo tirador de la puerta. Presionó con cuidado el mecanismo y se abrió en dos. Empujó con fuerza, aunque la cerradura ya estaba completamente desarmada, hasta que abrió. Un aire fresco y suave les tocó. Faltaba un vidrio en la ventana y había una mancha de lluvia en medio de la habitacion. El friso del techo estaba ensopado, pero sus esquinas lucían intactas. El cuarto estaba iluminado por completo. Sonrieron y entraron. La decoración debía ser la original, dijeron viendo un pequeño estante adosado a la pared, con complicados tallados y terminaciones bronceadas, rastro último del mobiliario del hogar de los Blanc. El joven arquitecto, más por hacerse el gracioso que por otra cosa, macaneó histriónico los bronces  y de pronto escucharon un clack. Se miraron y empujaron el estante. Una de sus esquinas cedió y dejó ver un compartimento secreto. Había escondidos, en su interior, una escopeta, un casquillo usado y una carta manuscrita, todo envuelto en un trozo de arpillera. Las fotos de los antiguos dueños de la casa, corrompidas por el tiempo y la humedad y una canastilla primorosa con manzanas disecadas. Él abrió la carta y empezó a leer. Ella respiró profundamente. Su semblante cambió por completo. Sintió una liviandad que nunca había experimentado. Él la vió atentamente. Era otra mujer.

Sombras en la Plaza de la Concordia

Casi que no alcanza a llegar. Se había averiado su carrito, pero la desesperación y la prisa son siempre ayuda para la inventiva. Corrigió el desperfecto con alambre de cobre y una tira de caucho larga y sinuosa que olía a diablos. Eso no importaba. Ya estaba en la plaza y el espectáculo apenas comenzaba.

Tomó su posición acostumbrada, a la extrema derecha de la gran glorieta, reciente artilugio producido por el Regidor, para darle un aire más festivo a la placita, que estaba aún rodeada por calles de tierra. No se veían muchas compañías teatrales por la región; en realidad, era la primera que se asomaba por estos lares. Normalmente, habían retretas y desfiles y la misma gente haciendo sus quehaceres o paseando. Los niños que estaban por asistir a la función, se peleaban por ser los primeros en la fila y comprar su porción de maní tostado y palomitas de maíz. La concurrencia llegaba lentamente, ataviada con sus mejores galas. Era todo un acontecimiento para un lugar donde jamás pasaba nada. Él recordó que don Esteban había organizado todo, con precisión de relojero y que se dió maña para traer a todos sus amigos y conocidos.

Un joven ojiazul, sentado en el banco de la plaza, justo al lado, le llamó profundamente la atención. Iba vestido pobremente y hablaba solo. Producía un sonido metálico cada vez que caminaba de un lado a otro. Su cara le pareció familiar. Muy familiar.  A lo lejos, pudo ver a la loquita del pueblo, arrastrando su manta, mientras hacía rechinar sus dientes. Sus arrugas pronunciadas por la vida a la interperie, añejaban su expresión. Él la conocía desde antes que perdiera la razón. Nunca fue muy agraciada y lo que le había sucedido, la había tornado en este estado. Sabía que el hermano había sido el de la decisión y sabía del odio acérrimo que ella le profesaba, incluso en la nebulosa de su locura. La miró con atención. Cargaba algo entre sus ropas. Algo que extrañamente, le pareció una escopeta.

Ya estaban todos adentro del pequeño teatro. Ahora, la noche se volvía calma. Sabía que los chicos no iban a aguantar mucho el espectáculo, así que decidió permanecer hasta el final. Estaba muy contento. Nunca había vendido tanto en tan poco rato. Atizó el fuego de su carrito y apretó con un alicates el alambre que sostenía el parche improvisado. Respiró el aire frío de la noche. Se sorprendió de ver a don Henry fumando un cigarrillo. Estaba seguro que el francés tacaño y mal hablado no fumaba. Nunca le había visto hacerlo, pero más le sorprendió verlo apoyado contra la única lumbrera de la plaza, vistiendo un abrigo negro y no en el espectáculo. Sonrió al recordar la razón. Todos sabían que su mujer tenía amores con don Esteban. El pueblo entero les había visto y nadie podía culparla. Henry era una bestia y ella era una dama, hermosa y distinguida. Por alguna razón, lucía en la imaginación mucho mejor del brazo del español ladino y oportunista, pero de buen corazón. Su carrito y el negocio se lo debía enteramente a él.

Empezó a seguir con la miraba los pasos de los tres únicos ocupantes de la plaza en ese momento. La loca se había hecho un ovillo y dormitaba entre las rosas que estaban a la puerta del teatro. El francés fumaba otra vez y oteaba la entrada, mirando su reloj de bolsillo. El joven seguía hablando solo y se acercó a calentar sus manos. La cara era tan parecida a la de don Esteban. Le preguntó si tenía algún parentezco con el hombre, pero la respuesta que le dió lo calló al instante. Luego, notó que ocultaba en la pierna una carabina. Tembló. El chico siguió ahi mismo por un rato y se fue. Ya no se esforzaba por esconder el arma.

Todo sucedió muy rápido. Escuchó primero la ovación. Luego, vió a la gente salir del teatro, en una corriente ordenada y colorinche. Entre risas y conversaciones, todo se fue llenando. El manicero no había perdido de vista ni a la loca, ni al francés ni al joven de los ojos azules. En centésimas de segundo, les vió a los tres, al unísono, sacar sendas escopetas y apuntarlas a la concurrencia. Su voz se congeló. Sus ojos, sin embargo, siguieron espectantes los acontecimientos. Un estampido ronco y atronador llenó el aire y silenció la voces. Todo se inmovilizó. Todo.

Un grito destemplado, que pareció el bramido de un animal herido, despertó los movimientos de todos. La gente empezó a correr, chillando de miedo. Los que habían permanecido en el suelo se levantaron de un salto y corrieron también. Sólo la joven esposa del hermano de la loca permaneció en el piso. Fue el grito del marido el que quebró la noche. Ella se desangraba irremediablemente. Don Esteban se les acercó y la vió desfallecer. Vió la manta reptar por detrás del teatro, al chico de los ojos azules salir despavorido; al francés, acomodar su abrigo y partir caminando.

Don Esteban se acercó al manicero y le preguntó, desencajado, qué había visto. Tuvo que remecerle para que pudiera hablar. Lo mismo pasó cuando llegó la policía. Estaba en shock y no pudo decir mucho. Había sido el único que vió todo desde el comienzo. Años más tarde, rumiando la noche de los hechos, horrorizado, ató todos los cabos y se dio cuenta que habían culpado a quien no debían y que la joven mujer fue muerta por error.

manicero

Confutatis

pasillo hospital

Es la hora más pesada de este turno. Por años ha sido siempre igual y por más que se ha esforzado, no ha conseguido encontrarle ni un mínimo de razón. Se pasea de una punta a otra del pasillo, escuchando las máquinas que le van dando vida a corazones que se niegan a latir, a pulmones que no quieren o ya no pueden respirar. Víctimas dolientes de accidentes de diversos tipos. Pacientes saliendo de sus cirugías. Enfermos terminales en los últimos estertores de su existencia. El anestesista aguarda también, escondido en una mínima oficina, comiendo galletitas saladas y escribiendo crucigramas en servilletas de papel.

Su beeper se activa en el minuto menos apropiado. Estaba por entrar al baño. La llamada viene de Emergencias. Corre por el pasillo, tratando de minimizar el ruido de sus pisadas. El equipo ya está en sus posiciones y la ambulancia acaba de entrar. Ha sido un tiroteo, informa el paramédico al depositar la primera víctima.

Sus pensamientos la evaden, como ha sido siempre su costumbre en estos procedimientos, a la infancia de su hijo. El campo lleno de malvas. El perro corriendo. Gaspar, presa de un ataque de risa, persigue a un pobre abejorro que lucha por tomar altura pero no puede; ha sido demasiado codicioso, apenas puede con su peso. Sus colores naranja y amarillo se destacan contra la luz de la tarde. Gaspar tiene sus mejillas coloradas y una gota de sudor le marca un zurco dramático en su frente, cubierta de pasto y tierra. Ella ríe francamente y le abraza. Caminan de vuelta a casa. El vecino, veterano de la gran guerra, ya está escuchando el concierto. Se sientan en el porche, mientras  Gaspar saborea una malteada y ella le limpia la cara con un trapo de algodón. El aire es suave y tibio. El sol ilumina la tarde en reflejos que se  sumergen en el agua del estanque. El perro suspira cansado y se estira a sus pies. Es Mozart, le grita el vecino, más para escucharse a si mismo que para darse a entender. Una granada estalló a diez centímentros de su cabeza. Le costó el oído y dos matrimonios. Es Mozart, insiste, gritando sobre el coro, que ruega por la piedad del Señor. Gaspar desdeña la pieza y se dirige al interior de la casa. El perro suspira nuevamente. Ella permanece sentada, con su copa de vino blanco, mientras el coro clama: «Confutatis maledictis, flammis acribus addictis; voca me cum benedictis; oro supplex et acclinis; cor contritus quasi cinis; gere curam mei finis»*

¿Quién te ha pedido que vengas? le sacude el residente. No debes estar aquí. Llamen a otra enfermera. Vete por favor. NO DEBES ESTAR AQUI. ¿Qué ha pasado? Ha sido un tiroteo. Vete de aquí. Es una orden.

En la confusión, uno de los camilleros le golpea la cara. Se dirige al baño. Observa el moretón y trata de explicarse porqué el médico ha rehusado su presencia. Recuerda que no hay nada para desayunar en su hogar. Su turno termina a las siete. Tal vez encuentre algo abierto, pero Gaspar ha de estar durmiendo para entonces. No sabe en qué minuto dejó de conocer a su hijo. En qué momento perdió su pista y se convirtieron en dos extraños.  Ese viaje no le hizo ningún provecho. Su amistad con Rick y toda esa historia torcida, era más de lo que podía soportar. ¿Dónde estaba el niño amoroso y suave que limpiaba sus lágrimas, mientras ella luchaba por salvar su matrimonio? ¿Por qué este joven rubicundo pero cruel llegaba a su casa con relojes costosos y totalmente fuera de si. El tatuaje fue la gota que rebosó el vaso. La figura de una calavera con dientes de oro y los ojos llenos de violencia y maldad. ¿cómo había sido capaz de grabar en su cuerpo algo asi? Recordaba perfectamente el momento. La sonrisa de orgullo. Los ademanes. Era terrible. ¿Dónde se había ido? ¿Por qué lo había perdido? ¿Dónde se había equivocado? ¿Cómo podía deshacer todo y volver a los hermosos veranos cuando escuchaban juntos los conciertos que venían de la casa del vecino sordo? Cambiaría todo por esos momentos preciados. Todo. Lágrimas de frustración y ahora, de dolor por el golpe accidental, le nublan la visión. Quisiera tener todas las respuestas. ¿Por qué le habían conminado a salir de la sala de emergencias? Su teléfono movil empieza a sonar. Contesta sin muchas ganas.

Corre por el pasillo nuevamente de vuelta a Emergencias. El anestesista escucha un concierto para no quedarse dormido. La ve pasar corriendo. Ella escucha vagamente. Sabe bien cuál es. La música llena todo el hospital: «Confutatis maledictis, flammis acribus addictis; voca me cum benedictis; oro supplex et acclinis; cor contritus quasi cinis; gere curam mei finis»*. Retumba en sus oídos,  en su conciencia, en sus recuerdos.  Las lágrimas y el horror. La vista de las víctimas del tiroteo. No puede estar pasando. Se precipita a la camilla. Levanta la sábana que cubre el cuerpo sin vida. Lo primero que ve es el tatuaje.

Mozart – Requiem – Confutatis – 7 by chrieseli

*Rechazados los malditos y entregados a las crueles llamas, llámame con los benditos. Suplicante y humilde te ruego, con el corazón casi hecho ceniza, apiádate de mí en esta última hora*

Liberación

olas

Avanzó hacia el agua lentamente, bajando por las escalerillas del malecón. Rompió la ola suave y la espuma se la tragó la arena de un bocado. La tarde se había ido y los recuerdos se iban a ir con la tela que estaba por arrojar.

Concéntrate en tu dolor, le dijo. No olvides ningún detalle. Escucha tus recuerdos. Siéntelos. Abre tus ojos y no me digas nada. Encierra todo en ese trozo de tela que tienes entre las manos y tíralo lejos. ¿Tú crees que funciona? Créeme que sí. Es tanto lo que tienes adentro que debes dejarlo ir. Concéntrate y deja que se vaya.  Pensamos distinto. No creo que haga ninguna diferencia. Debes creer. ¿Por qué no crees en nada? DEBES creer. Deja todo dentro de este espacio de tela blanco y mientras caminas a depositarlo en el agua, concéntrate y cree que este minuto de tu vida, es el minuto de tu liberación.

Caminó lentamente sintiendo el aire en su semblante, escuchando las olas y perdiendo su mirada en los últimos rayos del día que moría. Pensó en lo que debía hacer. Pensó que Rick se burlaría abiertamente de esta práctica boba e inútil. Trató de no recordarle, pero escuchaba su risa seca y sus palabras. Cree sólo en mí, le decía siempre. No pienses en nada, le dijo aquel día mientras metía el fajo de billetes en su bolsillo. No me los agradezcas, que sobradamente los has ganado. Te has hecho un hombre, Gaspar. Estoy orgulloso. Eres todo un hombre. Reía y brindaba a su nombre, mientras la cocaína corría por todos lados, intoxicando a todos los demás. Había sido su primer «trabajo». Luego de ese día, ya no tendría más miedo.

Avanzó hacia el agua lentamente, bajando por las escalerillas. Rompió la ola suave y la espuma se la tragó la arena de un bocado. La luz ya se había ido y los recuerdos se iban a ir con la tela que estaba por arrojar. Iba a necesitar muchas de aquellas telas blancas, si es que esto realmente funcionaba, pensó. Muchas de ellas y muchos sonidos de olas para acallar la risa de Rick.

El Teatro

teatro abandonado

Los carpinteros llegaron temprano, premunidos de martillos y barretillas. Hubo incluso alguno que trajo un gran napoleón por si había quedado alguna puerta trancada, con aquellos antiguos candados que no se amilanaban por la herrumbre  que había invadido el lugar, a través de todos estos años.

Hacía mucho que el gran telón había caído inexorablemente, deshecho por la humedad y los musguitos persistentes que hicieron nata de su composición. La vieja moviola fue sustraída por partes por algún operador cansado de esperar su salario y el cuero de los asientos se fue disolviendo  lentamente, a la pasada de roedores y polillas que sólo dejaron los resortes desnudos para muestra de que, alguna vez, hubo grandeza en este lugar.

Uno de ellos logró abrir un vetusto arcón, tapiado con piezas de metal de diversa naturaleza y pensando encontrar algún tesoro, hundió sus manos en los ahora frágiles pergaminos de la antigua publicidad del lugar. Viejos letreros pintados a mano, anunciaban las funciones y otrora gruesos cartelones de papel couché decoraban con las figuras del celuloide. Se sintió desdichado y arrojó los restos al piso de madera. Tomó la barretilla y se dispuso a desarmar la pared que había soportado al arcón y que antes, había estado tapizada con brocado color bermellón.

El más viejo de los carpinteros recordaba haber estado en el teatro, antes que la modernidad apareciera de golpe en el país, cuando aún era paseo obligado ir a la plaza los domingos y asistir a la función de la tarde. Los asientos rechinaban y aquí y allá faltaba algún apoyabrazos, pero a nadie le importaba demasiado. Era la magia de la filmación lo que más les atontaba, haciéndoles olvidar tantos infortunios y tanto dolor. Las epidemias y el invierno. La falta de trabajo y de calificación, las derrotas deportivas y las desdichas del día a día. Todo desaparecía de un plumazo una vez que la cortina gigante se levantaba pesada y amenazante para dejar paso a la muralla blanca. Las luces se perdían en un segundo y la vieja moviola, trastabillando, empezaba a rodar el film.

También recordaba que, después del tiroteo, nunca más hubo una función con actores de verdad. El escenario fue perdiendo su brillo y sólo la película le dio algo de magia al lugar. Atrás se habían quedado las galas y las compañías de pantomina y artistas más o menos consagrados, como rezaba la publicidad, escrita a mano con esos grandes moldes de cartón, en los carteles de las afueras del teatro.  

El tiroteo había arruinado todo, contaba el viejo carpintero. Recordaba la noche en que pasó, porque su padre le contó de primera mano los acontecimientos. Estuvo en la plaza vendiendo confites hasta  que la función de esa noche empezó.  Luego, se quedó arreglando sus cosas y escuchó los disparos. Tres escopetas dispararon. Hubo sólo una víctima. Pero en el pueblo dijeron que la  pobre mujer masacrada no era la que buscaban los tiradores. Después, todo cambió. Hechos de sangre siguieron sucediendo. Personas que desaparecieron sin dejar rastro y luego pestes y más pestes, fueron minando las energías de los habitantes.  Su padre culpaba al tiroteo y a aquel que se tiró del puente que cruzaba el río. Sólo cuando los voluntarios arrastraron su cuerpo a la rivera, se dieron cuenta del gran parecido con el que era su progenitor. No se habían visto en quince años y ahora se encontraban en esta vista mortecina, con una sombra de odio pintada en la cara del occiso. Nadie supo de la disposición de su cuerpo y nadie juzgó al padre por haber engendrado un ser tan vil. Las catástrofes siguieron sucediendo, hasta terminar el día del gran terremoto. Después de eso, el teatro fue oficialmente cerrado por la poca seguridad que ofrecía su edificio, que como muchos otros, cayó de rodillas ante la fuerza de los elementos. Permaneció así por décadas, hasta que una ordenanza municipal decidió echarlo abajo. Ya no había indicio de los antiguos dueños y nadie se hacía cargo de su limpieza. Se veían las ratas saliendo muy compuestas de sus esquinas, cargando basuras y restos de las cortinas en las tardes mojadas de invierno. Se declaró entonces fuente de infecciones y se contrató una cuadrilla para echarlo abajo. En eso estaban, cuando encontraron debajo de la butaca número dieciséis un casquillo vacío. Todos pensaron en el tiroteo que había contado el viejo carpintero. Él se acercó y tomó entre sus manos el tiro vacío y se lo guardó en su bolsillo. Nada va a cambiar, dijo de último. Tenemos que seguir trabajando.

Certezas

novillo

La vieja artesa soportaba estoicamente las batallas navales protagonizadas por los niños, las matanzas de cordero para los años nuevo, los embates de la lavandera y el calor del sol. Cuando tomaban posición partes de la montaña de sábanas, un olor dulce y penetrante exhalaba de ellas, en medio de vapor de la gran batea con agua caliente y la espuma del detergente. De la llave improvisada, brotaba el agua limpia, que pasaba por una cañería negra. Decían que, en las mañanas heladas, esa agua podría despertar un borracho, pero no había habido forma de comprobarlo, mientras el pasto seguía saliendo debajo, como una especie de selva en miniatura, con sus propios códigos y ecosistema.

Las mujeres se turnaban, todas las semanas, para usar la artesa y terminaban con sus manos coloradas, mientras los viejos cordeles se cimbraban con el peso y el patio se regaba con el estilado de la ropa. Nadie creía que se lavaba ahí, porque el lugar se veía tan patético y polvoriento, la muchachas tan acabadas y el ejército de niñitos, de padres desconocidos, recogiendo las monedas que caían de los bolsillos de los clientes, era francamente conmovedor y molestoso, mientras la música brotaba de una radio a pilas destartalada y cubierta de grasa, que se ubicaba estratégicamente entre las botellas de cerveza.

Apolo Fernández llegó temprano esa mañana, henchido el corazón y con el dolor de cabeza que no le abandonaba. Tomó posesión de una cuarta de la banca, en la feria de animales y vió como fueron bajando sus hermosos novillos. Cuidados con esmero y dedicación, cada uno con su nombre impreso en una libreta cuadriculada, que indicaba cuándo había nacido, de qué toro había salido y todas sus vacunas. Eso se lo había indicado un veterinario y él, responsable y cumplido, había seguido el consejo al pié de la letra. Ahora debía esperar que su lote saliera al remate. Veía entre las gradas a los más ricos dones de la comuna, paseándose con sus ponchos color plomizo, tratando de parecerse a los más pobres, para que nadie les jodiera con una limosna o un favor, pero se notaban a leguas. Sus sombreros impecables, su botas que costaban un mes de sueldo de un jornalero y sus cigarrillos perfumados. Se rió bajito y saludó a uno con la venia de su gorra. Ahí venía su lote.

Francisco Tenorio, sargento segundo del retén, llegaba cada martes a tomar un trago por cuenta de la dueña del bulín. Se quedaba largo rato conversando con ella, mientras el alcohol le iba nublando la vista, hasta que solicitaba, por razón de su uniforme y el poder conferido en él por la nación, que se le facilitara a una de la muchachas para hacerlo de gratis. Asi, cada martes, alguna tenía que irse a la cama con Tenorio, aguantar su borrachera y su manía de marcarles el cuello a mordiscones. Ese martes no fue nada distinto, la radio a pilas sonaba como de costumbre, parapetada entre las botellas de cerveza,  mientras los clientes iban llegando lentamente, todos con los bolsillos bien llenos, porque la feria  había estado de primera.

Apolo había vendido con un margen superior a todos sus pronósticos y se dirigió, presuroso, al almacén para comprar los encargos de su madre. Contaba de memoria los billetes escondidos en su bolsillo, cambiaba de lugar los fajos calentitos y mantenía sus sentidos alerta, no vaya a ser cosa que le asaltaran, como pasaba tan a menudo. Salió del almacen a paso quieto, se dirigió al terminal de buses y volvió a tocar sus fajos, como delicados pajaritos que hacían nido en sus bolsillos. Pensó en la hermosa camioneta que pertenecía al hijo de don Nicomedes. Decidió hacerle una oferta en cuanto llegara a su casa. Dejó sus bultos encargados en custodia y se dirigió al pequeño restaurante para almorzar una cazuela.

La dueña del bulín golpeó la puerta, mientras Tenorio aún estaba acostado. Le llenó de furia esta intromisión y le largó un rosario de palabrotas que retumbaron en toda la casa. ¡¡Te vuelo la cabeza de un tiro, vieja de mierda!!, gritó de último y se decidió a bajar, no sin antes propinar el mordisco de rigor y escupir en el piso, como siempre, mientras se ajustaba su uniforme.

¡¡Apolo Fernández!!, dijo el hombre sentado en la cabecera de la mesa. ¡Tanto tiempo!. Tenemos que celebrarlo. Tráeme dos combinados, le ordenó  a la muchacha del servicio, y una cazuela calentita para mi amigo.  Después de un rato y de otros dos combinados por cabeza, se dirigieron, caminando a paso vivo, al bulín. Apolo ya no recordaba ni la camioneta ni a su madre, ni sus hermosos novillos ni su campo, sólo acariciaba sus billetes, que lentamente se habían movido hacia su sexo y le provocaban unas cosquillas que ya sabía como remediar.

Francisco Tenorio observó, al bajar, el bulín bien lleno y se decidió a esperar por unos tragos gratis de los parroquianos y una vuelta al retén, sin pagar pasaje. Por la puerta del fondo, apareció Apolo, acariciando sus billetes y presumiendo de ellos con su viejo amigo, recién encontrado. Los ojos de Tenorio se salieron de sus órbitas cuando cayeron tres gruesos fajos al suelo. No podía dar crédito. Se les acercó lentamente y los dirigió hacia el patio. Nadie volvió a verlos.

Los detectives se  presentaron en el bulín, trece días después, a causa de la denuncia de la desaparición de Apolo, hecha por su madre. Recorrieron todo el lugar, indagaron por testigos, buscaron pruebas, pero la policía ya había estado ahí. Nadie entendía nada y nadie podía dar crédito a lo sucedido.  Francisco Tenorio fue trasferido abruptamente de destacamento, mientras la madre de Apolo no sabía que hacer con tanto ternero dando vueltas y revisaba por si acaso, la gastada libreta de su hijo. La única pista coherente la dio el dueño de la ferretería, que indicó que el sargento Tenorio había pedido una donación de cal viva para su unidad, pero no existía registro de la entrega en el retén. La firma del sargento segundo, un poco chueca, como si hubiera estado borracho, pendía de uno de los extremos de la guía de despacho, que era la prueba que el material fue depositado en la calle, a metros del bulín.

Los niñitos que recogían las monedas de los parroquianos, recibieron, la  tarde de los hechos, una buena propina del sargento y buscaron un hombre que tuviera la voluntad de cavar otro pozo séptico, porque el que  había, por alguna razón, ya no se podía usar. Los detectives pasaron por alto las palabras de los niños y la policía uniformada les regaló dulces, para que se olvidaran de todo.

El Final

El ruido de los tiros aún retumbaba en el aire gélido de la noche. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas, mientras las personas se persignaban y miraban en todas direcciones, aún conmocionadas. El espectáculo se había terminado. El pueblo lucía desierto.

La compañía de teatro había dudado de presentarse en este escenario tan modesto, con una población tan reducida, pero el director insistió que todo lugar era digno de ser explotado y que ellos estaban para distribuir el arte donde fuera, no coartarlo con fríos e impersonales análisis financieros. Eran artistas, no banqueros.

El hombrecito delgado que se unió a la caravana, tampoco fue bien recibido por la comparsa, pero el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron la atención de las mozas, como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbando a los viajantes y las mascotas. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vieron y desapareció entre la vegetación de la rivera.

La función empezaba exactamente a las nueve de la noche y todos estaban ahí reunidos. No era que el arte les interesara demasiado o que la compañía fuese muy famosa. Era simplemente que pocas cosas pasaban en aquel entonces y valía la pena salir de vez en cuando. Todos se conocían y habían recibido gentiles invitaciones para asistir al evento, auspiciado por la única tienda del pueblo.

Allí estaban, felices, plenos y distendidos. Entraron todos en un rumor de voces que se fue apagando a medida que ingresaban al teatro, y tomaban asiento en las butacas de cuero viejo que rechinaban al ponerlas en posición. Acomodaron sus abrigos y sus trajes, mientras el olor a naftalina y paños de cretona les llenaba el olfato y les guardaba la voz. Se escucharon ruidos y movimientos en bambalinas . Las luces se apagaron de pronto y en un destello nuevo, el telón subió. Los aplausos completaron la escena. Comenzaba la función.

Era la loca del pueblo y se paseaba con una manta de castilla raída que le arrastraba por el suelo, aunque a veces la usaba sobre la cabeza y dejaba ver su sexo a los transeúntes que se volteaban horrorizados, incapaces de entender su esquizofrenia mezclada con la lascivia de la sinrazón. Había visto la conmoción, antes de que empezara la función y desde dentro de su ser, una llamita de odio le hizo proceder con lógica perfecta, como nunca antes en su vida. Se armó de una escopeta antigua, robada del último granero donde había pasado la noche, manoseada por un peón borracho y desdentado y se dirigió sin vacilar a la entrada del teatro. Se tendió detrás de las matas de rosas , esperando que la función terminara, acariciando la escopeta, como antes había acariciado al que había amado y que la había sumergido en la vorágine de su locura.

Henry estaba cansado de la historia sórdida entre el dueño de la tienda y su mujer. Sabía que el hijo que ella esperaba no era suyo y que ellos se veían a escondidas, mientras él se embriagaba en los burdeles, fumando yerba y gastando a manos llenas. Estaba decidido a terminar con este cuento que mancillaba su buen nombre y su hombría. Tomó la escopeta escondida en lo alto de su ropero, buscó su abrigo y bebió un último trago de brandy. Se dirigió hacia el teatro. Esperaba verlos a ambos ahí.

El joven de ojos azules que había viajado con la caravana, se ubicó en la plaza. No había comido en todo el día y mordía sus manos con rabia y frustración. La escopeta que consiguió con las pocas monedas que había robado, no le parecía suficiente para llevar a cabo el cometido por el que había viajado desde tan lejos. Intentó cerrar los ojos, pero el frío de la noche le calaba, sin que su chaqueta  fuera capaz de protegerle. Acariciaba el arma por momentos y por otros le golpeaba contra los adoquines. Sólo disponía de un tiro.

Los aplausos y vítores despertaron a la loca e hicieron aproximarse al joven más hacia la entrada del teatro. Henry tenía una posición inmejorable y fumaba el tercer cigarrillo de los últimos diez minutos. Estaba tranquilo, pero sus manos sudaban de impaciencia. No sentía su orejas por el frío. Era el único inconveniente. El de los ojos azules se aproximó lentamente, oculto entre los espacios sin luz de la calle, arrastrando la escopeta, intentando disimularla en su pierna. La sentía fría y rígida. Sus tripas resonaban y se moría por una sopa caliente. La loca acomodó su manta una vez más, cubriendo su desnudez lo mejor que pudo. Se acercó justo a la entrada, escondiendo la escopeta entre los pliegues. Hizo rechinar sus dientes, en una costumbre que siempre había tenido, tornando su boca en una mueca de frustración y de rabia. Los primeros espectadores empezaron a salir del teatro.

La obra había sido aceptable y graciosa. Nada del otro mundo, pero él no perdió la oportunidad de acariciar las manos y besar el cuello de la que amaba, en los instantes que la luz se iba. Eran felices y no podían serlo más. Se amaban en cada atardecer, se abrazaban muy juntos en las mañanas y aunque llevaban muy poco tiempo de casados, sabían que debían estar juntos en esta vida y las siguientes. Allí estaban también sus amigos; el dueño de la tienda y la mujer de Henry, que les miraban con regocijo y esperaban el final del espectáculo para comentar y compartir.

El aire de la noche les golpeó con furia, al salir. Ella se arropó en su delgado abrigo y avanzaron del brazo entre la muchedumbre, pasaron por el lado de la loca sin reparar en ella, vieron al joven ojiazul en la esquina y la estela del humo del cigarrillo de Henry, al frente.

El aire se cortó de pronto y todos los sonidos desaparecieron. Sólo el retumbar del trueno quedó suspendido. Ella se iba desplomando lentamente, mientras él trataba de encontrar el equilibrio. Había sentido el tiro rozando su cabeza y trataba de ver de donde había venido, entonces la vió desfallecer, mientras sus manos cubrían el borbotón de sangre que emanaba de su estómago. Estaba horrorizado. No podía ser posible. Miraba como si no fuera ella la que estaba allí. Palidecía más y más, mientras el carmín iba inundando su vestido, como una ola en la playa. Quiso gritar, quiso llorar, quiso moverse, pero estaba congelado, mientras ella permanecía con una mano extendida, intentando alcanzarle. Susurraba algo, mientras el dolor le iba quitando las fuerzas. Nadie hacía nada, como si esta escena macabra fuera parte del espectáculo que acababan de presenciar. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas. El pueblo lucía desierto.

Nadie sabría cómo explicar esta desgracia  y después de las exequias de la joven, le vieron a él tomar su caballo y avanzar hacia la salida del pueblo. Nadie le vio nunca más, como nadie vio nunca más a la loca ni a Henry. Sólo el cadáver del joven de los ojos azules estuvo flotando por días, congelándose en el río, mientras su escopeta se mecía, junto con otras dos, en la rivera.

pueblo