Don Tani

La vió alejarse con su paso veloz, después de indicarle la vereda más sombreada. Aspiró el aroma aún intacto del momento y se acercó lentamente a la reja de la entrada. Le pasó los diez pesos a la florista en pago por el ramo de crisantemos y le cerró el ojo, mientras uno de sus dedos se iba a sus labios, en señal de silencio. Ella sólo hizo una mueca. Se avergonzaba de no tener dientes.

Estanislao del Carmen Santana llegó a este lugar por pura casualidad. Conoció a don Nicomedes, el antiguo panteonero, en un bulín de mala muerte, una tarde de verano, hacía mucho tiempo atrás. Entremedio de la conversa, don Nicomedes le dijo que ya estaba acabado, que no podía seguir en este oficio de mierda y que cada vez que entraba un cortejo, se le ponía la carne de gallina. Veía su propio funeral pasar por enfrente suyo casi todos los días. Así no había salud que aguantara.

Estanislao, en poco tiempo, fue el único que apareció, con viento norte o travesía, a abrir la reja de fierro del cementerio, dejando pasar a los dolientes, a los devotos, a las monjitas, a los zátrapas, a los niños, a las amantes y a las esposas, a las madres, a los maridos y a aquellos que llegaban misteriosos a visitar aquellas tumbas que decían eran milagrosas. Se hizo familiar su figura, de piernas chuecas por la polio; sus manos de dedos torcidos, por su pasión por el boxeo. Su cabeza redonda y de pelo corto, como si fuera un presidiario, sus ojos mansos y su voz compasiva. «Pase por aquí, está allá, a la otra vuelta, donde se ve el monumento de los bomberos mártires. Lo que necesite, nada más dígame». Siempre atento, siempre respetuoso, siempre puntual, siempre generoso, compartía el dolor de las familias y por alguna razón se sentía como un rey en este dominio, a menudo silencioso y distante. Se paseaba haciendo rondas, cada hora o hora y media y mientras caminaba hacía sonar las monedas que tenía en su bolsillo. Le fascinaba su sonido y le alegraba su cantar.

Por el peso de tanto metal, sus bolsillos debían ser remendados con frecuencia y fue así como la conoció. La señora Olga era la modista de todos los ricos del pueblo. Sus ojos verdes, su tez de porcelana, sus manos de venas azules, con frecuencia atormentadas por raspones y picaduras. Tenía la extraña costumbre de ir mensualmente al cementerio a dejar un ramo de crisantemos para su madre. Don Tani la vió una mañana de invierno, cuando le dejó encargados unos paquetes en la entrada y se fue a la carrera, sin prestarle ninguna atención a sus consejos y amabilidades, a la tumba que había venido a visitar. Cuando se despidieron, ella le dejó una moneda como propina y se alejó, con un atento pero mecánico buenas tardes. La vez siguiente él le preguntó si conocía a una modista y ella lo miró de pies a cabeza. Le indicó que tenía muchas cosas que hacer y que no podía recomendar a nadie. Use un monedero mejor, le aconsejó y él le sonrió. A partir del mes siguiente, ella empezó a coser sus pantalones.

Para don Tani la señora Olga tenía algo especial. Una nobleza única, una voz sincera. No era una pasión volcánica la que sentía por ella, no era tampoco un tornillo flojo en el temprano otoño de los días de ambos. Sentía que quería estar a su lado, protegerla, alivianar su carga, cuidarla. Inventaba toda clase de mentiras para dirigirle la palabra y ella le retribuía con minutos de su tiempo, que era siempre tan escaso. Después de hablarle, después de verla, don Tani se volvía de lana, se volvía sordo y ciego por minutos eternos, hasta que alguien lo despertaba de su estado y se daba cuenta que un dolor agudo se le había instalado en el corazón y permanecería ahí por las siguientes tres semanas, hasta que ella aparecía nuevamente, con sus trajes bien cortados, sus zapatos de tacón, sus cabellos peinados con rigor, sus manos de venas azules, su encantadora sonrisa y sus palabras. Escuchó la historia de la muerte de la madre, hasta que fue capaz de recitarla de memoria. Extrañó sus visitas cuando la señora Olga fue operada de la vesícula, al punto que se fue al hospital a preguntar por su salud, sin dejar nombre ni seña. Bruñía las monedas en sus bolsillos, cuando no podía verla y juntaba las más brillantes para pagar por las flores misteriosas que alegraban su corazón.

Dejaron de verse porque las piernas de la señora Olga no tuvieron fuerzas para seguir yendo al cementerio y la memoria de don Tani lo fue abandonando hasta que una mañana olvidó ponerse los pantalones. Su hijo le recriminó el hecho y a partir de ese día no volvió a abrir las rejas de fierro del panteón. Doña Olga caminaba con esfuerzo, pero lo evocaba con cariño. Don Tani se escapaba de la casa y se iba a pasear por el pueblo, en calzoncillos, apenas recordando quién había sido. Sólo una vieja moneda de diez pesos le daba unos segundos de lucidez y recordaba a la rubia de ojos verdes que llegaba cargada con un ramo de crisantemos. Se aferró a ese único recuerdo con rabia y cuando perdió la moneda, fue el último día de su vida. La señora Olga falleció tiempo después, visitada por la imagen de su madre, que le tomó de la mano y la llevó lejos, donde habían campos de flores, de todas las flores.

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Ofrendas

Caminó por todas partes hasta que las encontró. Las llevó a casa. Nadie vio cuando llegaron. Las dejó descansar, toda la noche, en la vieja palangana de loza, suspendidas en el agua fresca y rociadas por la luz de luna, que entraba intrusa y luminosa, a través de la ventana. Amanecieron vivas, brillantes y coloridas. Ella las roció de nuevo, esta vez con agua y con sus manos, para proteger los delicados pétalos. Envolvió sus tallos con papel periódico, las cargó en sus brazos y antes de que el sol del mediodía las marchitase a ambas, se dirigió a paso vivo al cementerio, al otro lado del pueblo.

La caminata era exhaustiva. El pavimento estaba roto en muchas de las veinte cuadras que debía cruzar y el ramo de crisantemos le impedía ver por dónde iba. Debía pasar a ciegas en las esquinas, rogando que los automóviles la vieran, porque ella sólo podía escucharlos. Hacía esta caminata cada mes, lloviera o tronase, con la escarcha de las mañanas de invierno o con el atosigante calor del verano. Todos los meses. Sin faltar ninguno. Excepto aquella vez en que su hermana, al borde de la muerte por constipación, le rogó cuidara de su familia en lo que hiciera falta, mientras la Vírgen del Carmen tenía a bien hacerle el milagro de su sanación. Sólo entonces dejó en manos de aquel pintorcillo que intentaba robarle el corazón a su hija, la tarea de visitar la tumba de su madre y depositar, en el triste jarrón de barro, el ramo de crisantemos que tanto le gustaban.

La promesa había caído en sus hombros y si se remontaba a la génesis de ella, no había tal. La niñita de trenzas rubias no entendía porqué todos lloraban alrededor de la cama de su madre, quien, con su acento de Colonia, le rogaba entre resuellos que no olvidara su nombre ni su idioma, que no olvidara cuidar a su hermanito, que se empinaba apenas al borde de la cama y que miraba encantado los grandes cirios que velaban a la moribunda. Ese recuerdo le acompañaría toda la vida y la movería mes a mes para urgar en todo el pueblo, hasta encontrar el ramo de las flores preferidas de su madre. Tampoco recordaba quién le dijo que era así. Sólo lo sabía. Sólo lo sabía y las buscaba con ahínco, prisionera de un compromiso que cayó en una espalda tan joven y tan inocente.

Al llegar al cementerio, saludó al panteonero. El hombre se limpió las manos con sus pantalones y le estrecha la suya con cariño. La acompañó, con una suave charla, a través de sus dominios, hasta dejarla al lado de la tumba que había venido a visitar. La miró nuevamente. Le ofreció su ayuda en lo que se le pudiera ofrecer y se retiró silencioso, dejándola cumplir su cometido con libertad. Ella miró la lápida de madera y leyó en voz baja el nombre de su madre. Acomodó el jarroncito. Buscó agua en un tarro de latón. Depositó con sumo esmero los crisantemos. Uno por uno. Volvió a acomodar el jarrón. Limpió los restos de hojas muertas y las hierbas que salían porfiadas entremedio de la tierra. Miró la lápida nuevamente. Era el mediodía. Rezó una oración en silencio y de memoria. No habían más recuerdos de la madre, excepto aquella escena en el dormitorio. Los cirios. El hermanito. Las mujeres de la familia en un llanto plañidero. Los rosarios negros. La cinta apretada en su pelo. El funeral. Esta lápida sencilla con el nombre inscrito en letras góticas.

El panteonero la sacó de su ensoñación. Vino alguien a dejarle flores a su madre. No dejó nombre ni tarjeta. Aquí están, dijo. Depositó en sus brazos otro ramo de crisantemos. Le sonrió.  Ofreció un humilde tarro de conservas, que él mismo hundió en el espacio de tierra que había quedado en la sepultura. Lo llenaron con agua. Ella colocó las flores. Él comentó lo hermoso que se veía. Escucharon el río, en la cañada, detrás del cementerio. Escucharon los pájaros. Vieron las nubes. Ella miró la hora en el reloj que había sido de su padre. Se despidieron, con un apretón de manos. Elija la vereda del frente, señora, dijo el panteonero al final. Váyase por la sombrita, que a esta hora pica fuerte el sol. La veo en tres semanas más.