Kigali. El Comienzo

Siempre se había preciado de ser empático y un agradecido de la vida. De mirar en los ojos de sus hijos y sentirse plenamente feliz. Nada podía empañar ese sentimiento. Cuando pensaba en ello, su rostro se iluminaba con una sonrisa amplia, dulce, completa. La misma que dibujaba Sofía, su hija mayor, en los soles arriba de las casitas de papel del jardín de niños. Era el invierno de 1993.

El General Romeo Dellaire apareció en televisión con su uniforme color caki, contando la cantidad de brazos por un lado y de cadáveres por el otro que habían dejado las tropas de los Interahamwe. Por primera vez, una matanza tan atroz era mostrada al mundo de la manera suscinta y aséptica de la televisión por cable. Algo dentro de Rafael se removió. Algo que aún hoy no podía explicar con claridad. Ni siquiera a ella era capaz de decirle qué había sido.

Buscó con frenesí sus apuntes de la universidad y su título. Liquidó en un dos por tres el depósito a plazo que tenia reservado para las próximas vacaciones en Miami y compró un pasaje a Africa. Su padre lo miró perplejo cuando fue a despedirse y terminó de entender que no conocía a su hijo. Aún pensaba que era el niñito temeroso que recogía todos los sábados para ir al parque de diversiones. Los momentos compartidos a medias, por media familia. La separación de sus padres siempre afectó a Rafael más de lo que se atrevía a declarar. Eso lo sabía ella después de muchas veces que le escuchó la firme determinación de no separarse, por ningún motivo o circunstancia. De declarar que «no le haría lo mismo a sus hijos».  Era siempre la piedra de tope. La causa de sus conflictos. Lo que la empujaba a sumergirse en aquellos Manhattan. Ahora eran los Manhattan, pero siempre había bebido. Mucho.

Rafael llegó a Kigali, con la esperanza tonta de encontrarse con el General Dellaire, pero el conflicto había pasado la cresta de la ola de los medios. Habían otras cosas que atrapaban la atención de los televidentes. Otras cosas más importantes. Más fáciles de explicar, enunciaría él en su primer reportaje. Aquel que le costó dos resmas de papel escribir. Había perdido la práctica, diría más adelante, pero la verdad es que estaba extasiado por el morbo. Intoxicado con los colores y las complejidades del continente. Paralizado de terror por las incursiones armadas que se escuchaban cada noche. Los soldados que quedaban dando vueltas, le aconsejaron con paciencia que abandonara el lugar. Que llamara a su medio de comunicación para que lo evacuaran. No había tal medio. Estuvo escondido en un cuartel, atemorizado, por dos días pero no era del tipo «héroe». Tomó sus cosas y partió.

El resto lo terminó en El Cairo. Siempre había querido ir y la distancia, el cambio de paisaje y de cultura le dieron el ángulo preciso para terminar la historia.  No estaba muy seguro a quién se la había escrito y los fax que intercambiaba con su padre no le daban claridad de la razón. Extraña a sus hijos más que nada otro. No sentía el desarraigo absurdo del que hablaban todos los que conocía y que habían estado lejos. Estaba a gusto. Se sentía raramente feliz. El vallet le comentó que no había visto a otro periodista de su país en al menos seis años. Eso le dio la clave y mientras escuchaba en la televisión que el genocidio de Ruanda fue financiado, por lo menos en parte, con el dinero sacado de programas de ayuda internacionales, decidió darle un giro a su historia. Modificó lo necesario y se la envió a su hermano. Los cheques por los derechos no tardaron en ser depositados en su cuenta.  Llamó a su esposa. Habló con sus hijos. Llamó a su padre. Pagó el hotel, compró souvenirs;  algo que se le haría una costumbre, empacó y regresó. Nunca vería un machete de la misma manera. Nunca sentiría nada de la misma manera. Ya no era el mundo de la misma manera. Se lo comentó a ella tiempo después, cuando la conoció y sintió que sus piernas le temblaban. Cuando la miró con deseo y vio replicada esa mirada en los suyos. Lo mismo. Como si se conocieran desde antes.

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Tuco

A las siete, ya andaba en pie. Rolando roncaba desde las tres de la mañana y no me había dejado dormir, pero estaba acostumbrada. Siempre era lo mismo. Cuando Tuco peleaba, él se acostaba tarde, se quedaba dormido en un santiamén y resoplaba como una locomotora.

Estaba por abrir la librería. El olor del papel, del piso encerado, de los caramelos y las galletas que compraban las niñitas del colegio, eran los aromas de mi evasión. Rolando entraba de vez en cuando a contar la recaudación y se quedaba mirando el periódico, comentando las noticias con su voz cascada e interrumpiendo a la clientela con esa tos nauseabunda que le brotaba del pecho.

Tuco estaba en el patio. Se paseaba a todo lo ancho y cantaba de vez en cuando. Se sabía el preferido y aunque sus plumas mostraban los estragos de la noche anterior, sus pasos cortos y altivos tenían la arrogancia y la finura de los gallos de pelea. Tal vez por eso Rolando lo adoraba. Tenía todo lo que a él le faltaba.

Ambos eran los últimos. Tuco, exponente de un linaje que se remontaba a las cruzas entre mapuchones y el «combatiente español», como le llamaron a las aves llegadas bajo el brazo de aquellos más humildes, que vinieron a probar suerte a esta latitud y se quedaron. De ahi salió. Castellano y colorado, animal de buenas patas, rápido y de resistencia excepcional, comía más que su propio peso de carne magra y apretada, que costaba días ablandar en la olla, para obtener un caldo extrañamente sabroso. Tal era la disposición final de los capones, una vez que había llegado el final de sus días. 

Rolando era la mezcla de generaciones de  prácticas endogámicas, como muchos otros en el pueblo, que de ese modo cuidaban el nombre, la familia y la fortuna. Hipnotizado por el cacareo y las plumas, por las apuestas que subían hasta el cielo, la clandestinidad, el calor y el color de las galleras; por la doctrina santa de proteger a la progenie, reproducida con esmero y a costa de cantidades exorbitantes de dinero, que no provenían de las apuestas y que, para cuando Tuco estaba en la palestra, ni siquiera venían de su bolsillo. Él seguía en este empeño, seguía en esta guerra, que se había convertido en obsesión. Seguía alentando a la pequeña criatura a representar su rabia, su desazón y su orgullo en el ruedo polvoriento que estaba detrás de la casa.

No causaba más que trabajos. En la librería de poco me servía. Espantaba a la clientela con sus comentarios, con la rudeza de sus modales, especialmente cuando llegaban los Flandes y los Ampuero a buscar sus ganancias de la pelea anterior. Rolando vaciaba los cajones con furia y esa tos que le acompañó hasta el último día de su vida, se hacía insoportable y no le dejaba articular palabra. No hacía caso a las súplicas de mis ojos. Todo se lo llevaba la gallera. Tuco y sus parientes estaban consumiendo mi casa por completo y aunque traté de entusiasmarme en la crianza, calentando pollitos de dos semanas en los bolsillos de mi delantal, sacaba la cuenta y simplemente no nos daba para vivir.

Cien veces había visto la escena. El llanto del gallero. La desazón del que perdía. El entusiasmo sin precedentes de aquellos que ganaban. La que nunca vi fue la de un gallo, por más herido que estuviera, que no siguiera peleando hasta el final, porque ese era su propósito. Para eso había nacido y era así como debía morir. Ese honor le confería a los ojos de Rolando una mística especial, una reverencia ciega y una cierta envidia. Él era incapaz de asumir ese sacrificio y solapadamente vivía de mi esfuerzo, desde antes que se perdiera lo que había quedado de la herencia de su padre, dilapidada en apuestas, gallos, ruedos y otras vainas que no quiero recordar.

Tuco camina con parsimonia por el patio. Ha picoteado los rosales y las hortensias. Ha rascado con sus uñas afiladas cada árbol frutal que he podido salvar y se encamina a su gallinero. Descansará ese día y los siguientes, mientras Rolando planea otra velada. Esta vez si que nos va bien, me alienta decidido y bufa al hombre que viene a cobrar los caramelos. Después del almuerzo, me envalentono y decido poner punto final a la locura. Cojo el hacha y me dirijo a la gallera. Miro a los ojos a Tuco y en voz alta, le pido perdón.

El Cachorro de Hombre

Apagó de un soplido, resignado pero firme, los dos cirios que velaban el ataúd de sus padres. Había sido una tragedia, decían todos y no se cansaban de acariciar sus cabellos y de besar sus mejillas. El pequeño estaba conmovido, pero una mezcla espesa y gruesa le taponaba los pensamientos, le impedía llorar y le daba a sus acciones un dejo automático y distante. Todos le miraban. Incluso sus dos hermanas, con los ojos arrasados por las lágrimas. Ellas se habían negado a comer, se habían negado a moverse de las sillas ubicadas al frente de los cajones de madera apenas cepillada, que contenían los cuerpos sin vida y se mantenían como cautivas en un sueño recurrente, que no las dejaba volver a este mundo. Los asistentes al sepelio depositaban ofrendas de dinero en sus faldas, como si fueran míticas imágenes consagradas al sufrir, ofrendas que ellas dejaban caer al suelo, exánimes sus manos, con una conciencia de conformidad tan abismante que parecían espectros, condenadas a una existencia de dolor.

Todos se habían dado cuenta de ello y sentían una profunda pena. Los pañuelos eran insuficientes para enjugar tantas lágrimas y aunque las visitas se había ido retirando con cuidado y con respeto, la casa entera era un total despelote, sólo el pequeño había tomado conciencia de la inmeditez de la vida y deambulaba prendiendo luces, armando camas, cortando panes, poniendo leños en la lumbre, cerrando las cortinas, estrechando manos piadosas que le daban un sentido pésame y recogiendo con suma discresión las monedas y los billetes que caían de las manos sin fuerza de sus hermanas. Algo le martillaba por dentro, algo que fue capaz de romper esa costra dura en la que se había convertido su corazón y que le gritaba, le estremecía, le abofeteaba con furia en una sola consigna: hay que seguir viviendo. Esto no se termina aquí. Esto era apenas el comienzo.

Escuchó esa sentencia por días, después de que todo se hubo decantado y el dinero se hubo terminado. Después que sus hermanas se recobraron del sopor y empezaron a probar una libertad que nunca antes había saboreado. Desaparecían de la casa, volvían días después y no les preocupaba en lo más mínimo el estado general del que alguna vez habían llamado hogar. Él era el único que trataba de mantener todo como estaba, pero sus suaves y tiernas espaldas eran demasiado pequeñas para una empresa como esta.

Todo se fue perdiendo, los cubiertos, los platos de porcelana, la ollas y los sartenes, los muebles del gran comedor, todo fue desapareciendo como si estuviera siendo succionado por una fuerza misteriosa que se los tragaba en los momentos en que nadie estaba en la casa. El chico estaba perplejo, desorientado, se sentía parte de un naufragio que había acontecido sin previo aviso, ajustando las jarcias de un barco que se hundía irremediablemente. Estaba solo, acosado por el miedo, la soledad y el frío. Sus hermanas… brillaban por su ausencia.

La maestra se dio cuenta de sus faltas y trató de hacer algo al respecto. Averiguó con sus compañeros dónde vivía y fue a verle. El bultito sentado frente a la lumbre apagada, le conmovió más de lo que hubiera esperado. Se arrodilló junto a él, le secó las lágrimas saladas, limpió su carita sucia y le tomó de la mano, lo invitaba esa noche a su hogar, a un plato de sopa caliente, a una bañera con agua limpia y a una cama, para honrar los recuerdos de lo que alguna vez el chico consideró como hogar y que se empecinaba en mantener a flote, aún en esas condiciones.

Al día siguiente le acompañó al Ayuntamiento. Intentó explicar su historia al alcalde, pero el chico abogó por sí mismo. Quería estudiar, dijo con la voz de un titán, quería ser un hombre de bien, tener una familia, un trabajo decente y un lugar donde llegar, a estirar sus piernas cansadas, después de la jornada laboral. En sus hermanas ya no podía confiar ni contar. Habían decidido vivir sus vidas de una manera absurda de acuerdo a su párvulo entendimiento. Él quería cuidarlas a ellas, eran parte de su familia.  Ellas no querían ser cuidadas por nadie, sentenció.

El chico tomó asiento y respiró contraído. El alcalde y la maestra se quedaron de una pieza. El hombre llamó a su secretaria y al oído le entregó una instrucción. Les pidió que esperaran en la antesala, donde los viejos asientos de cuero color café perfumaban todo el cuarto. Estrechó la mano mínima y flaca del pequeño y enjugó una lágrima. Llegó a su casa para el almuerzo y fue ahi donde me contó esta historia. El pequeño cachorro de hombre, como lo bautizó con emoción, se había ganado su apoyo incondicional.  El ayuntamiento le proveería de una pensión, que se decidió llamar beca, para no ofender el alma valiente de este pequeño y la maestra sería la encargada de proveer casa, comida y abrigo. Lo que quedaba de su vivienda sería adquirida por el pueblo, a un precio justo y razonable, dinero que luego sería depositado en una cuenta a nombre del chico, para que pudiese retirarla cuando fuera mayor de edad.  Estaba emocionado, lo recuerdo bien. Tenía la silueta del niño dibujada en su mente.  Sus palabras, su valor lo conmovían. Ahora, dijo, antes de soltar el llanto, ese niño podrá iniciar su camino en esta vida. Ahora, podrá hacerlo con confianza y sin temor, dijo en tono de discurso. Tiritó su voz en la última palabra y tuve que alcanzarle un paño de cocina. El pequeño Cachorro de Hombre ahora estaba a salvo. Mezcla de emoción y alegría eran esas lágrimas. Yo lo sabía de antemano, pero no dije nada para no arruinar el momento.

La Nuit de Carmen

Facundo se subió los pantalones, tiritando. Esto de ir a orillas del río, entre los pastos subidos, estaba bueno para los chicos, pero nosotros ya no lo eramos y francamente llevábamos un buen tiempo en estas maromas de colegiales. Todo por culpa de la indecisión de Facundo y mi marido Juan.

El policía Juan Angel Iturrieta se paseaba esa noche, cumpliendo una ronda de rutina, por el casco antiguo de la ciudad. El ruido de sus pasos se amplificaba por las construcciones del pasaje del Fundador. La noche estaba tranquila. El aire del río se venía sereno a sus narices. Por ahí escuchaba algún quejido a la lejanía y se burlaba para sus adentros. Quizás a quien le estaban poniendo los cuernos esa noche. Era por todos sabido que a falta de un techo, las parejas de adolescentes, los maricones e incluso aquellos que faltaban a su promesa de fidelidad matrimonial, buscaban los pastos a orillas del río, para holgar por unos momentos, que se hacían de miel y sudor, al abrigo de la pasión que nublaba las mentes caldeadas por el ritmo, monótono pero placentero, del sexo al descampado.

Eso estaba destinado a cambiar. El hombre misterioso que vino desde la capital y compró el terreno baldío cercano al hospital, empezó a construir sin demora. Publicó en todas partes, aunque no hubiera sido necesario, que su intención era tener el primer establecimiento en el pueblo que le diera la dignidad necesaria a todos aquellos que se escabullían por la rivera, congelándose el trasero en el invierno y llenándoselo de picaduras de mosquitos en verano, por el derecho inalienable y esencial del ser humano de poder tirar como Dios mandaba, en una cama de sábanas limpias, con cortinas y puertas que les separaran del mundanal ruido y del qué dirán, a un precio razonable, no faltaba más. Y fue tanta su prisa y su empeño, que en menos que canta un gallo, ya estaba a punto de inaugurar.

Facundo me llegó con la idea del motel, como si eso nos diera un nuevo aliento. Carmen, me dijo, se va a llamar la Nuit, como aquella canción que escuchábamos cuando eramos chicos, te acuerdas?. Sí, la misma que tocaron cuando me casé con Juan Angel, porque tú tarado, te echaste para atrás con lo nuestro y me dejaste botada en este pueblo donde todo el mundo habla. Vamos, dale, vamos, me insistió con su sonrisa perfecta, esa que me conquistó cuando tenía catorce, que me sedujo de nuevo, después de los veintiuno y que me había dado dolores de cabeza, una úlcera al duodeno y sólo Dios sabía la cantidad de sustos y carrerones que había tenido que pasar. Vamos, le acepté al final.

El policía Juan Angel Iturrieta no podía creer lo que le decían. Sus ojos se agrandaron, su tez se volvió color berenjena y un profundo calor ahogó su garganta. Herbert, el gordito de cachetes colorados, que había aceptado el puesto de recepcionista del nuevo motel, se le reía en la cara. Si te están cagando, tarado. Yo mismo los ví, de la mano como tórtolos, haciendo la reserva de la habitación. Es esta noche. Esta noche te ponen los cuernos, idiota.

Era sábado. La noche estaba en paz, interrumpida sólo por los murmullos que venían de la nueva construcción. Estaba lleno. Cada habitación tenía una pareja que gozaba por primera vez de este lujo. Tal como había prometido el hombre de la capital, una cama cómoda, sábanas limpias, cortinas de gruesas cretonas, puertas de lenga que se cerraban herméticamente, aislando la fiebre poderosa de la calentura entre estas cuatro paredes. Allí estaban Carmen y Facundo, por primera vez desde que tenían memoria, desnudos completamente, mirándose a la luz de un bombillo y no de la luna. Sonrieron. Se abrazaron. Se dieron un tierno beso. Se abrió bruscamente la puerta. Se escucharon los tiros.

El policía Juan Angel Iturrieta había irrumpido en dos puertas antes de dar con la de su mujer y su amante. Le pegó un disparo certero a ella y otro, un poco desviado, a él. Aún tenía ese calor ahogándole la garganta. Se acercó lentamente y de un sorbo voraz, se bebió todo el vaso de agua, que tenía marcados los labios de Carmen. Conmigo nunca te pintabas, puta, dijo antes de salir.

Caminó a los estacionamientos, sintiendo miles de ojos posados en su espalda. La noche aún cubría todo. No pensó en nada. No dijo nada. Pasó un tiro a la recámara y se quedó en suspenso. Recordó la risa miserable del gordito. Vió su uniforme con las pintas de sangre de ambos cuerpos. Escuchó el ulular de la ambulancia. Miró atentamente el firmamento. Apuntó con precisión y con fuerza. Cayó y sus sesos dejaron una marca color berenjena, en el pavimento recién inaugurado.

N de la R: Este relato, inspirado en un comentario que hizo, en una entrada anterior, nuestra amiga Claudia Ibañez. Para ella con cariño, a la manera de Historias ciertas y otras no tanto.

En tu Nombre

Todo pareció detenerse. Las circunstancias te invalidaban, pero nada podía contra tu agudo sentido, tu palabra siempre elocuente, tu mente luminosa y fugaz. En la aparente inamovilidad de los sentidos y del mundo alrededor, reflexionaste y lo planificaste todo. Me imagino que leíste el reporte del tiempo y elegiste tu ropa más cómoda. Este tiempo estéril y aplastante estaba por concluir. En la certeza de tus ideas, así iba a ser.

La crónica del periódico anuncia en cuatro líneas tu decisión, una tarde de domingo, de un día de abril, en que el sol alumbraba con benevolencia, la misma que buscaste para tu difícil situación.  Aprendiste que los mundos internos coexisten en un delicado balance, que siempre explicaste con tu oratoria apasionada. Siempre fue fácil hablar contigo, nunca fue fácil llegar a la médula de tu corazón.  Tu sufrimiento interior te traicionó, la lucha entre tus creencias y vivencias te estremeció definitivamente y tomaste la decisión de sacrificarte para no lastimar a nadie.

Te fuiste cargado de simbolismos, como fue siempre tu discurso y tus dibujos. Como era la prosa que gozabas, los poemas que creabas, los trazos de luz y sombra en tus diseños. Te balanceaste entre esta vida y la siguiente y decidiste quedar más allá de nuestro mundo finito, pagano, irredento, cruel. Mundo al que nunca te acostumbraste. Mundo que nunca se acostumbró a ti.

Quedan las líneas del periódico, queda el informe del forense, queda tu figura congelada en el árbol de arrayán, que soportó tu peso cuando te colgaste, queda el trozo de soga y tus zapatos, queda la cara de perplejidad de los paseantes al verte ahi sin vida. Quedan las preguntas todavía, quedan los recuerdos y las dudas. Quedas tú, aún revoloteando entre nosotros, con tus pasos silentes, tus manos de dedos redondos y ágiles. Quedas tú y las preguntas. Quedamos nosotros aún. Buen viaje, amigo mío. Te agradezco la generosidad de tu corazón, la palabra siempre dispuesta, los buenos deseos, el más allá.  Te agradezco todo eso con este don que nunca supiste que existía. Buen viaje, mi querido Juan.

N de la R: Esta entrada ha sido escrita en memoria de Juan Araya Brizuela, quien falleció el día domingo 11 de abril de 2010, a los 52 años. Amigo querido y generoso, tomó esta, la decisión más dura y partió por su propia voluntad. Agobios económicos, según la carta que estaba en su bolsillo, justifican su decisión. La nota que me enteró de su muerte, en este link :http://www.diariollanquihue.cl/prontus4_nots/site/artic/20100412/pags/20100412095335.html

Corazones

Dobla con cuidado el documento y empaca las cosas, una a una. Se le atasca el cierre de la maleta. Trastabilla y cada prenda es un dolor, pero debe hacerlo. Corazones dibujados en la mesa, después de cenar. Corazones latiendo acompasados en las noches de invierno. Un horizonte y un para siempre. Un corazón que con el tuyo se pierde. Así era y así había quedado en su mente. Los agravios, la enfermedad, las preguntas sin respuesta, las tardes en soledad. Todo se había perdido de sus recuerdos. Sólo un horizonte y un para siempre quedaban presentes. Había logrado destrabar el cierre.

El día avanza al compás de la melodía, que se parece extrañamente al latido de su corazón. Corazones que paran y dan. Eso habían sido. Habían parado y dado, dado hasta que ya no hubo nada más que dar. Quiero, más que nada sé que quiero, más allá te quiero y siento que no viviría otra vida sin ti. Sin embargo, esta vida urge vivirla. Está ahí, de pié, con una montaña de recuerdos que no sabe dónde poner. En cada lugar estaban juntos. Ahora hay sólo espacio y melancolía, sólo dolor y rabia. Sólo un intenso ¿por qué?

Recorre las cajas del clóset nuevamente, los zapatos nuevos, las blusas todavía con su olor. Las fotografías, el recuerdo, las peleas, ahora sin sentido, los cosméticos, los perfumes. Su vida entera guardada con cuidado en ese armario, mientras él va lentamente eliminando los vestigios de la suya. Siento que no viviría otra vida sin ti, ¿ves?

Cierra la puerta, mientras la canción sigue latiendo en su cabeza. Hay corazones y corazones y cada cual latirá sus pasiones.

N de la R: En un ejercicio propuesto por mí para Letras de Agua y llevado a cabo tardíamente  por diversas razones que ya no vienen al caso. Te pido públicas disculpas  y espero que aún te parezca buena idea esta invitación.

Fotografías

Está bien aquí, pregunta el chico, colorado por el esfuerzo de trasladar la pesada fotografía, por tercera vez, de una pared a la otra. Sí, déjala allí por mientras, ya veremos, suspira José Luis, dándose conformidad. No era ahí precisamente, pero el joven le causa lástima por alguna razón. Cree haber visto su cara en otro lado, en alguna situación menos afortunada que esta.

Son muchos los recuerdos que le traen esas fotografías. Siempre que expone, debe hacer raccontos forzados, respondiendo las preguntas de los que gustan de su arte, situándose nuevamente en el momento exacto en que apretó el obturador y logró congelar ese segundo precioso con su lente. Eso es lo más fascinante y lo más difícil de explicar. Muchos le miran atontados y vuelven a preguntar. El cuadro está chueco. ¡¿Debo hacer todo yo mismo?! pregunta para sí y de dos zancadas alcanza la pared. Acomoda la fotografía y se suspende en la delicadeza de los pinos en el fondo. Recuerda con precisión enferma la escena de ese día, veinte años atrás. El hombrecito y el ruido de sus tijeras de podar. El viento arreciando. Punta Arenas. El viaje. El mar.

La rubia que estaba a su lado hacía gorgoritos de saliva y dormía profundamente. La cabeza aún le daba vueltas y tomó precauciones para dirigirse al baño. Todavía veía esas luces sicodélicas. Esos caleidoscopios que le atrapaban en segundos eternos, llevándole cada vez más lejos, la piernas como de lana y las cosquillitas por todos lados. Eran las mezclas. Fue al baño. Tenía la garganta seca, la cabeza en su sitio y una ganas salvajes de tirarse otra línea, de clavarse otra aguja, de un porro. De todo. De nada. Escuchó a lo lejos a sus amigos irse espabilando, empezar el día con palabrotas y con risas. Aletargados, pero enteros, gozando de una libertad que no se había visto en los últimos cuarenta años. Eran libres. Jóvenes y libres. Viajando por el continente, durmiendo aquí y allá, fiesteando, drogándose, decididos a vivir sólo una vez.

Su padre logró ubicarle y con la misma decisión que le había caracterizado desde que se libró de la guerra, le jaló por los pelos y le embarcó. Ya estaba bueno de disipación y libertinaje. Iba a terminar como los muchachitos esos de la plaza de las agujas, demacrado, perdido, cubierto en sus propias heces, hablando incoherencias. Te vas y no me jodas. Te subes al barco y te callas. Vas a trabajar un poco, que eso no le ha hecho mal a nadie, nunca. Nos vemos allá en un mes, le dijo secamente. Se dio la vuelta y desapareció.

La travesía ha preferido olvidarla. Los rostros de la tripulación ha preferido olvidarlos. Los sudores y las pesadillas ha preferido olvidarlas. Los vómitos, la sensación de que hasta pestañar es un dolor, ha preferido olvidarlo. El olor del mar colándose en sus narices y haciéndole sentir más enfermo. Los sonidos del mercante. Algunos otros que, como él, avanzaban como fantasmas en la cubierta, incapaces de cumplir una orden, cayéndose desmayados, causando lástima y trabajos, también ha preferido olvidarlos.

El día de invierno que atracaron en el puerto de Punta Arenas había una ventolera que amenazaba con llevarse la nave al otro lado del estrecho. Se bajó más repuesto que como se había subido, con más peso, con el bamboleo del mar pegado a sus pasos y se adentró en la ciudad más austral del mundo. No le causó mayor impresión. Era una cruza extraña entre Praga y las villas del sur del mediterráneo, con un viento salvaje que arrastraba todo a su paso. Tan fuerte que se llevó, sin que se diera cuenta, todos y cada uno de sus pensamientos. Trabajó como jornal, como mensajero y finalmente como administrativo en la planta que procesaba merluza, de propiedad de un viejo amigo de su padre. Manos faltaban a montones en esas soledades, asi que fue más que bienvenido.

Una tarde de aburrimiento sideral, se encontró con una vieja cámara fotográfica. Recordaba haber visto algo parecido, en su infancia, colgando del cuello de alguno de sus tíos y se decidió a probarla. Sus primeros trabajos fueron francamente patéticos y estuvo a punto de echar el aparato al mar, pero la fascinación de capturar el momento justo era superior a su frustración. Los rollos se demoraban días en llegar, de vuelta a sus manos, convertidos en instantáneas que iban lentamente superando su calidad. Fue entonces que se decidió a visitar los antiguos edificios y adentrarse en esta que era, ahora, su ciudad.

Había pasado mucho tiempo. Miró la imagen con detención y recordó claramente el día en que la había tomado. Su impresión por la historia del viejo ballenero. El homenaje sentido de la comunidad que lo dejó morir en la pobreza. Así había sido todo. Contrastante, disparejo, extremo, distante pero al mismo tiempo sencillo, familiar. Todo en una sola fotografía. Era difícil de explicar. Era un logro plasmarlo y ese era el desafío. Ahí estaba, frente a sus ojos. Miró al chico nuevamente y recordó dónde había visto su cara.

Determinación

Había visto a los abuelos nuevamente. Sentados con mansedumbre en el banco de la plaza, con sus manías vivas. Tejiendo crochet la abuela Yolanda y liando un cigarrillo, el abuelo Miguel. Los vio claramente, tal como los recordaba y entendió su propósito.

Dejó el libro de Hemingway en la ventana y analizó concisamente los últimos treinta y seis años de su vida. Destacó las férreas amistades y el amor. Las relaciones largas y fructíferas que duraron lo que tuvieron que durar. Aún quedaban gotitas de esos amores inundando su corazón y le sabían a dulces recuerdos. Aún estaban las preguntas sin resolver de por qué no había terminado una carrera, cuando la inteligencia era un don familiar que no costaba utilizar.

Con empleos de mediocre desempeño, quedaba siempre la buena impresión y el gusto innegable por el tiempo compartido con colegas, subalternos y jefaturas. Todo prístinamente congelado en un recuerdo que se iba sumando a los otros, que conformaban su vida. Sentía que había sido una buena vida. Sencilla, constante, sin sobresaltos. Con visión poderosa de los rencores del alma y de la férrea voluntad de deshacerse de ellos a como diera lugar.  Se sintió siempre a gusto en compañía de los viejos y tal vez por eso fue quien más sintió la partida. Las tardes de dominó y recuerdos, matizados por té con pan tostado untado con manjar, eran citas necesarias cuando las hormonas adolescentes hacían su agosto en las convulsiones del corazón. El olor de los viejos le sedaba, la voz cansina, las manos cubiertas de venas. Se estaba tan a gusto, mientras el olor de las migas quemándose, inundaba todo el lugar.

Traspasó nuevamente la visión de la ventana. El helecho prehistórico, de dimensiones colosales, que le daba al patio trasero de su casa un aire a selva siempre virgen, impoluta, misteriosa, callada y olvidada. Tal como se había olvidado de los recuerdos minuciosos de su vida. Intentó tomar el libro nuevamente y leer las páginas siguientes, pero la voz en su cabeza martillaba con furia. ¿Cuál era su destino?. Cuál era el propósito de su existir, si sentía un cansancio grave, como si hubiera vivido una vida entera y aún faltaban siete días para cumplir los treinta y siete. 

Miró sin ver y se concentró en el croar de las diminutas ranas, los pasos de la gata en el tejado y las ínfimas gotas de lluvia que se dejaban caer. Se sintió solo, desnudo, quebrado, infeliz. Sin un propósito claro, sin un norte, sin un por qué luchar. Respiró hondo y llenó la bañera. Mientras corría el agua, recordó vapores de la misma condición inundando los espacios del placer y del amor. Aguas calurosas, aguas frías. Sonidos de ríos cordilleranos, fuentes inagotables de olores infinitos que se posaban lentamente en su piel, en una sensación de díficil dimensión. No había nadie que preguntara en qué piensas. No había nadie que confortara sus pensamientos. Sólo el libro, la bañera, los pasos de la gata en el tejado y la lluvia.

Entró a la tina lentamente y se quedó por minutos eternos. Levantó la vista y allí estaban de nuevo. La abuela Yolanda desenrredando la madeja de estambre y el abuelo Miguel tosiendo y limpiándose la boca con el dorso de la mano, tomando, lentamente, con la otra, su novela; examinándola con detención y curiosidad, con ese gesto tan suyo. Volvió a pensar que nadie le extrañaba y que él extrañaba demasiado a tan pocos. Que la vida no tenía un propósito claro y que fuera de estas paredes, no valía la pena seguir.

Le llegó la frase concisa y breve. Clara y simple. Salió desnudo, mojando el piso. Se acercó al clóset y la encontró. Comprobó su estado y volvieron juntos al baño. Allí estaban los viejos todavía. Los miró con calma. Entró al agua y supo que sería sólo un segundo. Luego, podrían descansar. 

Los Cinco Jinetes

Los hijos son tan distintos como los dedos de las manos, decía la abuela Leontina y tenía mucha razón. Ahora que los veíamos con calma, entendíamos perfecto sus palabras. Vástagos orgullosos de la única nación que opuso resistencia a los conquistadores españoles. Cuenta la historia que durante quinientos años no hubo forma de pasar más allá de la frontera marcada por el río Toltén. Ellos defendieron con rigor y pasión esta epopeya, la contaron a sus descendientes y canciones y poemas relucían en cada luna nueva, cuando las rogativas se hacían presentes, para lo que hiciera falta y fuera de necesidad.

Nunca pertenecieron a ningún reino y nunca tuvieron más apego a  la tierra que el que se le tiene a una madre. Dicen las crónicas que las mujeres trabajaban como brutas y será por eso que el alma de esta nación está lleno de hembras ejemplares, estoicas y luchadoras, que cargan con las casas y los hijos, sin chillar una queja.

Cuando empezó el conflicto, nadie tuvo clara todas las razones. Anacrónicos mensajes desde el corazón de la raza, reinvindicaciones y protestas coloridas y bochincheras, tocando cultrunes y trutrucas, paseando orgullosos por las plazas, luciendo sus vestimentas, rescatadas de años de colonización silente y de servidumbre encubierta. Luego, cuando todo se tornó color de hormiga, ellos aparecieron.

La abuela Leontina, ataviada con su collar de plata macisa de doscientos años, les habló rapidito y les bendijo, como lo habían hecho, por generaciones, las matronas de su familia, cada vez que los hombres se iban a la guerra.  Los bendijo a todos ellos, uno por uno y con igual devoción y cariño. Sabía muy bien que eran tan distintos, como sólo una madre lo sabe de sus hijos, pero les dejó partir. No había ninguna razón para detenerles. No había ninguna razón.

Pronto, en el noticiero de la tarde, empezó a ver la huella que dejaban sus vástagos. Le escuchábamos hablar bajito, sólo para ella, agradeciendo a los espíritus de los ancestros y a la estampita de San Sebastián, de que no estuvieran entre los que tomaban detenidos la policía, ni entre los que había que ir a reconocer a la morgue. Se limpiaba sus lágrimas con el dorso del delantal y masticaba el pan fresco con mantequilla recién hecha, mientras miraba los dedos de su mano.

Mariana, su nieta menor, empezó a seguir atenta a «los cinco jinetes», que era como llamaba la prensa a los hombres de la familia. Anotaba con precisión sus incursiones y participaba activamente en las reuniones, en la sede social de la comunidad, donde se comentaban los atentados, perpetrados por ellos. Pregonaba consignas y frases hechas, a la hora del almuerzo y sólo la abuela Leontina la lograba hacer callar. Tú eres como todas nosotras, le hablaba cantado y fuerte, cuida a tu hijo, espera a que ellos lleguen y no te metas en esas honduras, que el destino de las mujeres de esta casa está pegado a esta tierra. El que sale a combatir, arriesga en perder la vida, suspiraba. Lo he visto muchas veces. Lo he escuchado desde antes de que tenga memoria. Déjate de asustarnos con discursos y amenazas. Respeta a tus mayores y cállate la boca, que ligerito van a aparecer los policías, si sigues revolviendo el gallinero.

La abuela Leontina sabía como funcionaba todo. Los cinco jinetes se dispersarían, dando pistas falsas, usando antiguas rutas para desplazarse y reaparecer, pero siempre acudiría algún mensajero en el nombre de ellos, en caso de necesidad. Por eso era que había que tener suficiente pan, carne, tallarines y arroz, esa era la mejor ayuda en este conflicto.  El guerrero que no come, no llega muy lejos, pregonaba, mientras rompía con el azadón la tierra, para sembrar papas y trigo, en un ejercicio que estaba en sus venas desde que su raza se hizo sedentaria. Miraba a su alrededor y las mujeres de sus hijos, aferradas a su figura, le seguían a cabeza agachada, rogándole a la Virgen María que los hombres no fueran alcanzados por los perdigones, porque en esas serranías donde se ocultaban, poco se ganaba con esperar un médico.

Mariana trajo el periódico ese día domingo. Allí estaban los cinco, con sus fotos más recientes y la descripción exacta de sus modus operandi. Los más pequeños, se mordían las manitos para contener las risas nerviosas de ver a sus padres y abuelos retratados en esta edición especial, pero Mariana sabía que no era nada para la risa. Hablaban de los teléfonos móviles, las redes sociales en la web que les seguían, quienes soportaban económicamente el movimiento e incluso estaban al corriente de que uno de ellos se comunicaba como lo habían hecho sus ancestros, en el tiempo de los españoles. Estaban plenamente identificados y la policía les seguía la pista de cerca, decía el artículo. Temblaron todas, excepto la abuela Leontina. Tomó el periódico y los miró uno por uno. Acarició las fotografía con sus dedos gruesos y se quedó en silencio.  

El hombre que lucha se arriesga a no volver, dijo lentamente. Aquí quedamos las mujeres y para nosotras esto no tiene tregua. Así ha sido siempre. Lo sé desde antes de tener memoria.  Si no regresan, no podemos hacer nada más que seguir viviendo. No nos queda de otra, dijo limpiando una lágrima. No nos queda de otra.

Neyen

Neyen significa respiro, me dices e inconscientemente tomas una bocanada de aire. Habíamos hablado mucho. Muchas cosas que no pensaste contarle a nadie, me las dijiste a mí. Imagenes de tu pasado distante se iban contraponiendo en sentimientos y emociones.

Neyen también significa espíritu, acoté, mientras leía sin mucha atención la etiqueta. Espíritu de los años vividos, de las experiencias acumuladas, de los errores, las culpas y los desencuentros. Tus nociones de cariño se vieron truncadas sin que te lo hubieras propuesto y sólo después de mucho indagarte, logré encontrar su destino, como quien desarma una madeja enredada por los años, la amargura y el dolor.

Me hablaste sinceramente desde el comienzo y fue desde el comienzo que sentí que podía ayudarte. Ahora, me abrazas en silencio y escucho tu corazón. Neyen también significa suspiro, me ríes azorado por el calor del contacto y las confesiones que has dejado sobre la mesa.

Esto es sólo el inicio, te digo suavemente, mientras sorbo despacito de mi copa. Estoy aquí para escucharte, como lo he hecho hasta ahora y para decirte que la culpa no es tuya, los errores han sido compartidos y sólo la esencia es la que prevalece y la tuya es fuerte y constante, es valiente y divina. Es como una ráfaga de aire que respiro y se convierte en mi espíritu.

 

El Espejo

En el portal, Beatriz intenta recobrar un poco de compostura. Al alejarse de la voluptuosa envoltura, nota como el corazón le da un puñetazo en pleno esternón. Busca su llavero. Lo encuentra, al lado del cepillo, con las mismas iniciales grabadas en el centro de un corazón de metal. Introduce la llave en la cerradura. No encaja. Prueba una y otra vez. Sin éxito. Levanta los ojos hacia la cara del desconocido, se tropieza con una mirada brillante y salvaje, ligeramente burlona. Cuando siente unos dedos deslizarse por debajo del vestido, mientras otros se cuelan por el escote, sus manos aferradas, una a las llaves y la otra al bolso, se ablandan, liberándose de su carga, ávidas por descubrir una sensualidad que le es ajena. Susana, suspira el hombre, en un bufido contenido por el cinturón que le cincha la panza. Susana, insiste, mientras los dedos del escote descienden hasta su bolsillo y en un gesto inesperado, abre.

Despierta en su cama, las llaves sobre la mesita de noche, el libro sobre el almohadón. El vestido impúdico, rajado por la caída, yace en el suelo. El moretón en las rodillas y el codo. Los tacones tirados sin vergüenza en el pasillo. Resiente un dolor en la base de su espalda. Respira y un aroma que no es el suyo invade su espacio. Diego le llama. Salimos a comer. No olvides las entradas. Las dejé en el recibidor.

Se dirige al baño. Abre los grifos y llena la tina. El olor la persigue. Suena el teléfono. Susana, siente una respiración entrecortada al otro lado de la línea. ¿Qué haces? La voz la perturba. Cuelga. Insiste el repiqueteo. Desconecta el aparato. Se sumerge en el agua. Se sumerge en el recuerdo de la caída del espejo. El gran y aparatoso espejo de su abuela, que moraba solitario en el ático, tapado con restos de telas, ropas y reinando en el caos del lugar. Se quebró en mil pedazos, cuando su puño apretado descargó su rabia contra la imagen. Era una vergüenza lo que había sucedido. Una vergüenza. Escuchaba los murmullos de todos. La comidilla del barrio. La inocua presencia de sus padres. Todo desapareció a la vista infame del tipo que la había manoseado, en la entrada de la casa, como si fuera una cualquiera. Todos los vieron. Nadie hizo nada. Ella corrió al ático y se encerró allí, por horas infinitas, hasta que reparó en su semblante reflejado en el espejo. De un puñetazo, lo rompió y mientras caía dramático y pesado, los fragmentos le mostraban su cara, cubierta de lágrimas. En algunos reía, en otros se veía serena; en otros, desolada.

Saca la cabeza del agua y se cubre con la toalla. Busca un vestido escotado. Conecta el teléfono otra vez. La línea trae una llamada. Susana, ¿estás ahí?. Te necesito ahora. Amarra su pelo, se ubica en los tacones. Se pintarrajea los labios. Llama a un taxi. El tipo la saluda por su nombre. No queda nada de Beatriz. Susana hace su entrada a la escena, con desenfado, con premura. Aprieta las llaves entre sus manos, antes de cerrar. Se acomoda los calzones descaradamente y recuerda el espejo una vez más. Diego no sospecha nada. Siempre ha jurado que es la hermana casquivana y gemela. Nunca sabrá que son una sola persona. 

Promesas

velas

Acababan de encender las velas.  Afuera, la ventolera amenazaba con llevárselo todo. Se acomodaron, una frente a la otra, en sus sillas mecedoras y en silencio, enhebraron las agujas. El viento silbaba molestoso y entraba una ráfaga mínima por algún lugar, haciendo tiritar la flama. María Isabel atizó el fuego, cerró a medias el tiraje y se dispuso a seguir en este ejercicio que les había llevado semanas.

Pequeños cuadrados de tela se iban juntando, como partes de un mosaico, que iba armando un nuevo mundo de color. La aguja subía y bajaba arrastrando el hilo a cada puntada, produciendo un sonido seco, apretando la tela a su paso, asegurando el pequeño parche y dándole la forma de un abanico.

Habían decidido llevar a cabo esa labor cuando Margarite se dió cuenta de la cantidad de tela de colores que tenía olvidada, detrás del internado. Laboriosa como era, lavó cada retazo y fue seleccionando los más vivos, en la intención de armar algo de provecho. De pronto, recordó la técnica aprendida en su tierra natal y le comentó a María Isabel de su idea. Ambas convinieron en trabajar juntas. Era una diversión para las largas noches de invierno, mientras la lluvia azotaba los caminos y las luces se encendían a las cuatro de la tarde. Nada quedaba a salvo de la oscuridad invernal. Se habían esforzado por mantener la diversión leyendo o contando historias, porque les parecía inconcebible irse a la cama tan temprano y cuando empezaron esta colcha, se dieron cuenta que sería la solución para liberarse del tedio y anticipar la primavera con sus hermosos colores.

Las velas empezaron a escasear desde el inicio y juntas elaboraron varias, perfumadas con hojas de finas hierbas y granos de café, en un arranque de inspiración que les llegó por accidente. En la cera cayeron hojas de menta, una tarde,  por descuido. Frente a la desgracia, decidieron no malgastar el material y confeccionarlas de todas maneras. Cuando las encendieron, el perfume de la menta embargaba todo el lugar. Probaron luego con varias hierbas y sonreían en complicidad, cada vez que encendían una, mientras lentamente la colcha se iba haciendo más grande, más colorida, más abrigadora, más de ellas.

Cada puntada albergaba un secreto, un comentario, la anécdota del día. Los amores y sueños de ambas iban quedando prisioneros entre los parches de colores, con la esperanza de hacerse realidad. Las risas contenidas, las penas, los sinsabores, la comidilla del pueblo, las aventuras del internado. Todo estaba ahi, puntada tras puntada, en el diseño que iba creciendo sin haberselo propuesto, sólo de la mano de su inventiva. Las finas hebras de hilo arrastraban en el borde ya terminado de la colcha y cuando faltaba menos de la mitad, ambas se miraron con tristeza. Acordaron que aquella que contrajera matrimonio primero se llevaría la prenda, sin embargo, Margarite propuso partirla en dos pedazos, quedándose cada una con su parte, para recordar a la otra.

Cuando María Isabel anunció que se iba a casar con ese gigante bruto y pelirrojo que le había colmado el corazón de ternura y amor, lloraron ambas de felicidad. Margarite estaba también comprometida. Esa noche, probaron unos traguitos de mistela y contaron los pormenores de sus noviazgos. Esa noche, también prometieron no romper nunca esta hermosa fraternidad y en caso de necesidad, hacerse cargo de la familia de la otra. Juraron también, conservar sus secretos intactos y atesorar este invierno frío y lluvioso como el final de sus vidas de solteras, como el tiempo más fructífero de su complicidad y el sello de su profunda amistad.

Los compromisos matrimoniales de ambas se materializaron casi al mismo tiempo y la prenda quedó rezagada a un segundo plano, intacta y sin cortar. La primavera dió paso a un verano acalorado y provechoso. La vida era perfecta para ambas.

Margarite decidió más tarde, añadir un refuerzo de seda a los bordes de la colcha, una vez que la encontró entre sus baúles, con sus pertenencias de soltera. La llegada de un nuevo invierno fue tan inesperado como la noche de los hechos tenebrosos que cambiarían para siempre las vidas de todos. Ella fue la única que no asistió a la presentación. Su embarazo era de cuidado y no quiso poner en riesgo la criatura. Ese día, ordenando algunas cosas de su nuevo hogar, se topó con las velas que habían sobrado de las tardes de costura y se decidió a reiniciar la labor, a la luz de estas mismas velas, para cumplir con la promesa que se habían hecho entonces. Recordó vivamente a su amiga, su sonrisa, sus tribulaciones, su aroma a agua de Colonia, su total arrobamiento con el que ahora era su marido. Su perfecta y merecida felicidad.

El gallo empezó a cantar. La gata entró por quién sabe dónde y se refugió entre sus piernas, apretando la colcha con sus garras. Se pinchó el dedo índice y la sangre empezó a brotar con fuerza excesiva. Se sintió profundamente atemorizada. Su cara se tornó de color escarlata y un frío polar le recorrió la espalda. El gallo seguía cantando y eso le llenó aún más de pavor. Estaba oscuro hacía rato. Cuando se enteró de los hechos, un río de llanto inundó sus ojos. No podía parar. Trató, pero no fue capaz. Apagó cada vela con sus lágrimas y guardó la colcha de vuelta en el baúl, junto con todos los secretos que habían compartido, junto con la promesa que se habían hecho.

Es que eres la Mamá

Ya termina el noticiero. Las mismas nuevas repetidas hasta el infinito, día tras día, por la cajita hipnotizante, que luce imponente en mi dormitorio. Quiere llover afuera. Gotas porfiadas golpetean los tejados. Frío y escarcha. Vaho y noche. Los vecinos se dirigen corriendo a sus casas. Un humo azulino lucha por salir de las chimeneas.

Escucho repicar el teléfono. Lejano, suave. De pronto, se torna molestoso, urgente. Contesto. La voz de mi madre. Escucho nada más que su voz al otro lado de la línea. Llora suavemente. Me congelo. Apago el televisor. Me concentro en su voz. Pregunta, inquiere, hace pausas, escucha. Me congelo. Mi boca se torna seca, mi respiración no me alcanza. Me evado en un recuerdo. No puedo. No encuentro ninguno.

Era seria y de pocas palabras. Abrazos espaciados, caricias sólo en caso de dolor y la firme resolución de criar una familia numerosa con sólo un ingreso. Los recuerdos de la infancia se mezclan entre risas y juegos, entre libertad y espacios abiertos. Jamás una inquisición por tal o cuál disparate venido a la mente infantil de su prole. En el gran caserón, había espacio para todo. Actos de circo, magia, investigación, teatro, jardinería, construcción. Todo era posible y esa era la consigna. Todo era regulado por su sabiduría siempre exacta, su tino siempre perfecto. Sus conocimientos irrefutables. Pilar fundamental, espacio infinito sin pausas ni treguas. Enfermera, profesora, economista, sicóloga, cocinera. La roca que golpeaba el mar de las enfermedades y los sinsabores de la existencia. Ahí se refugiaba la familia y ya no había más temor. Ahí se terminaban las pesadillas y los dolores. Todo se transformaba en calma. Todo era más sereno al calor de la mamá.

¿Estás ahi? Inquiere su voz nuevamente. ¿Qué hago? me dice en un suspiro que suena a súplica. Me miro en un espejo imaginario y no sé francamente qué decir. Quisiera evadir la pregunta, la situación entera y volver a nuestra casa, al olor del pan recién horneado, a la tranquilidad de nuestro existir. No sé qué decirte, mamá. Consulta a los médicos que se han  llevado a papá al hospital, digo de último, en un intento de escabullir toda responsabilidad. Todo se me cae, mientras su voz me sigue susurrando los hechos. La enfermedad repentina, el dolor desfigurando la cara de mi padre. Los trámites tediosos, los diagnósticos médicos alarmantes y dispares. Puede morir, me dice en medio de la cantinela y mientras me convierto en un ovillo digo, más para mí:  No, mamá, eso no va a pasar.

Le pido un minuto. Corto con ella. Llamo al hospital. Averiguo el estado general de mi padre. Lo van a intervenir. Aviso a mis hermanas. El diagnóstico es reservado, llame en una hora más. La metálica voz de la enfermera de turno me vuelve a mi lugar. Mamá, mamá, prepárate, yo voy en camino. Escucho su voz aliviada. Escucho su respiración más pausada y por un segundo que parece horas en el martillar de mi cerebro, siento que es tan injusta. Por qué ahora deja de ser quién es, si lo sabe todo, es LA MAMA. No me abandones ahora, que yo sí tengo miedo, que yo tampoco sé qué hacer.  No te vuelvas vulnerable, no me preguntes, no me hagas decidir. No dejes de ser la Mamá.

Lágrimas corren apuradas. Tengo miedo. Tengo mucho miedo. Siento, por vez primera, la vulnerabilidad del existir. Te abrazo, mamá y te siento tan pequeña, tan frágil. Tus ojos están hinchados, tu piel luce cansada, tus manos. Tus manos siguen como siempre mamá. Te miro desde el fondo de mi corazón y entiendo que sufres. Caminamos juntas. Te escucho. Hablo tonterías para hacerte reír. Nos remontamos juntas a los días de mi niñez y sospecho que entonces también tuviste miedo y también tuviste que hacer de tripas corazón y tragarte tus lágrimas saladas y tu dolor, para  permanecer incólume, pragmática, organizada, que es como yo te recuerdo y como me enseñaste a ser.

Soy egoísta mamá y lo reconozco. Quisiera que nada cambiara y que me abrazaras más seguido. Que me digas que está todo en calma y que esta vuelta inexorable de la vida no sucederá. No quiero que dejes de ser tú. No quiero reemplazarte en las decisiones, porque lo has hecho fantástico desde que tengo memoria de los hechos. No quiero que me digas que no sabes. No quiero verte dudar, no quiero, porque sé que eres la Mamá y en esa sola certeza, está todo donde se supone que debe estar.

madre

En el Altillo

arce

Déjame ser, reza la frase en letras de molde color amarillo fluorescente, que se planta en la mitad del cielo raso. El poster de James Dean le mira justo frente a frente, mientras la vieja maleta decorada, en su interior, con papel decomural de grandes flores, guarda sus pertenencias y a veces, algunas otras cosas. Es el espacio de su rebeldía. Es la frontera de su independencia. La frase que se ilumina por las noches; cuando los reflejos de la luna traspasan las hojas del árbol de arce, guardias de la delicada ventana de madera, es la que guía su existir.

La lluvia, cuando cae, invade furiosa, con sus sonidos de locura, el techo de zinc envejecido que está demasiado cerca. El ruido le impide, invariablemente, dormir. Siente que el chaparrón se cierne dentro de su misma habitación e imagina un diluvio inundando sus pertenencias, su espacio, su vida entera. El árbol golpea insolente, azotado por el viento y la sensación de pequeñez que le embarga es incontrolable. Mira todo su universo fragilizado por el chaparrón. Todo parece diluirse con la tormenta, todo parece remecerse con el golpeteo de las ramas en la ventana.  A veces, logra conciliar el sueño, pero la posición fetal forzada le hace complicado el descansar.

Las mañanas son lo mejor en esta habitación. El sol aparece por los lugares más impensados, iluminando las tablas de laurel que componen el cielo raso, una al lado de la otra, con rigurosidad bucólica y repetida hasta el infinito. Las dimensiones de la habitación son tan irregulares, la puerta de entrada es tan exigua, sólo el pestillito de bronce le da la sensación de privacidad. La lámpara, resto último de un gran candelabro que, alguna vez, iluminó un sitio mucho más elegante que esta casa, le proporciona la luz necesaria, en la heladas noches invernales, para seguir a los protagonistas de los libros que devora.

La sensación de pertenencia con cada tabla colorada del piso le asigna una importancia dramática a este espacio, al que ha llegado por casualidad, después de recorrer el gran caserón,  hasta llegar aquí. Un espacio planeado para lo oculto. De  niña, imaginaba a princesas prisioneras condenadas a vivir en esta mínima habitación, presas de la locura y la desesperación. La ventana es la única fuente de luz, la única conexión con la vida en el exterior. Debajo está todo lo demás. La huerta. El jardín. El cerco de madera. La calle. La vía férrea. Esta misma calle se inunda frente a sus ojos y se cubre del polvo naranja y marrón en las estaciones extremas. El olor del árbol le invita a abrir la ventana, cada noche de primavera, hasta que el verano arrogante hace su entrada y castiga el techo de latón viejo, haciéndole retorcer en complicadas contorsiones que se escuchan claras desde la habitación, muda testigo de esta tortura.

Cada sonido. Cada respirar. Cada línea leída. Cada espacio conquistado. Cada pequeño microorganismo que vaga perdido entre los pliegues de la pared, por debajo del póster de James Dean y entremedio de las cajetillas de cigarrillos de colección que decoran la pared, al lado de la ventana. Todos sufren, en silencio, el cambio de sus formas cuando el atardecer dibuja las hojas del arce en sus sofisticados logos.

La ventana es justo de su tamaño. Si se ubica sobre el alféizar puede ver las planicies y los atardeceres por sobre las casas de los vecinos, mientras el humo de su cigarrillo escapa en estelas indefinidas, por los espacios que deja su cuerpo. Sólo una hoja puede ser abierta con seguridad.  A veces, se arriesga y abre ambas. La sensación de amplitud es infinita, mientras las semillas secas del arce caen en miles de vueltas como diminutas hélices, en bailes secretos, arrastradas por el viento.

Es esa misma precariedad la que, esa mañana, le conmina a empacar. Debe deshacer todo en minutos que corren en su contra. Debe eliminar cada recuerdo. Cada marca. Cada segundo vivido en este espacio. Ver caer lentamente a su amigo el arce, abatido por la insolencia de una motosierra, aprieta su corazón en una mueca de dolor. Nunca más las sombras, nunca más los golpeteos. Nunca más la privada sensación de abandono, angustia y libertad. Días después, nada quedará erguido. Todo está en sus recuerdos. Cada olor, cada sonido, cada brizna de polvo empujada por el viento. Ni los libros lo han impedido, ni su imaginación. La verdad es patente. La frase de su techo queda suspendida en un espacio al que nunca más volverá a recurrir. Se queda, sin embargo, congelada en los rumores del altillo y sólo después de mucho tiempo, podrá reproducirlos sin sentir dolor.

Liberación

olas

Avanzó hacia el agua lentamente, bajando por las escalerillas del malecón. Rompió la ola suave y la espuma se la tragó la arena de un bocado. La tarde se había ido y los recuerdos se iban a ir con la tela que estaba por arrojar.

Concéntrate en tu dolor, le dijo. No olvides ningún detalle. Escucha tus recuerdos. Siéntelos. Abre tus ojos y no me digas nada. Encierra todo en ese trozo de tela que tienes entre las manos y tíralo lejos. ¿Tú crees que funciona? Créeme que sí. Es tanto lo que tienes adentro que debes dejarlo ir. Concéntrate y deja que se vaya.  Pensamos distinto. No creo que haga ninguna diferencia. Debes creer. ¿Por qué no crees en nada? DEBES creer. Deja todo dentro de este espacio de tela blanco y mientras caminas a depositarlo en el agua, concéntrate y cree que este minuto de tu vida, es el minuto de tu liberación.

Caminó lentamente sintiendo el aire en su semblante, escuchando las olas y perdiendo su mirada en los últimos rayos del día que moría. Pensó en lo que debía hacer. Pensó que Rick se burlaría abiertamente de esta práctica boba e inútil. Trató de no recordarle, pero escuchaba su risa seca y sus palabras. Cree sólo en mí, le decía siempre. No pienses en nada, le dijo aquel día mientras metía el fajo de billetes en su bolsillo. No me los agradezcas, que sobradamente los has ganado. Te has hecho un hombre, Gaspar. Estoy orgulloso. Eres todo un hombre. Reía y brindaba a su nombre, mientras la cocaína corría por todos lados, intoxicando a todos los demás. Había sido su primer «trabajo». Luego de ese día, ya no tendría más miedo.

Avanzó hacia el agua lentamente, bajando por las escalerillas. Rompió la ola suave y la espuma se la tragó la arena de un bocado. La luz ya se había ido y los recuerdos se iban a ir con la tela que estaba por arrojar. Iba a necesitar muchas de aquellas telas blancas, si es que esto realmente funcionaba, pensó. Muchas de ellas y muchos sonidos de olas para acallar la risa de Rick.

La Señora

mujer conduciendo

Había terminado de hacer su maleta. Incluyó una foto de sus hijos y otra de sus padres. Estaba tan decidida, como no lo había estado nunca antes en su vida. Cargó sus efectos personales más queridos y dio, por última vez, una vuelta a la casa. Tomó su automóvil y partió al punto de reunión.

La Isabel está embarazada, dijo la empleada, secretamente, en la cocina. Allí estaba el jardinero y el joven dependiente de la botica. Se alegraron a pesar de la noticia, porque una señorita de sociedad como ella, se casaba inmediatamente, para tapar toda la comidilla y el escándalo. Se dispusieron a armar la fiesta, que fue grandiosa y regada. Todos los amigos de los alrededores acompañaron a la joven pareja que se mostraba más complicada que feliz, más insegura que dispuesta. Nada de eso realmente importaba para nadie. Estaban donde debían. Era natural este enlace. Serían felices para siempre.

Los años pasaron como suspiros y los hijos fueron llegando con más o menos alegría, mientras los problemas apenas rozaban sus mejillas, siempre rozagantes y sus vidas, siempre perfectas. No valía la pena mezclarse con más gente que sus propios conocidos y amigos de la infancia. No valía la pena abrir las mentes a la diversidad como anunciaban los programas de farándula y el gobierno de turno. Sólo ellos se bastaban en sus círculos cerrados, donde todos eran conocidos y de la misma «clase».

Aún recordaba la tozudez de su hijo menor que le provocó tantos dolores de cabeza. El joven insistía en mezclarse con esa niñita ordinaria, sin nombre ni futuro. Una casquivana de seguro. Estaban destinados a ser el hazmerreír del pueblo. No pudo permitirlo. Se encargó de desprestigiar cada palabra, de invalidar cada gesto, hasta que el hijo finalmente desistió de su empeño. Había sido una locura. Como era una locura este viaje inesperado. Pero esto era distinto. ¿Qué sabía su hijo? ¿Qué sabía nadie?.  Era la vida que siempre quiso. La verdad.

Avanza segura de su camino, henchido el corazón de amor, como jamás lo esperó. Esta pasión en la edad madura de su vida le ha abierto la mente y los sentidos. Nada más importa y si  mira en retrospectiva, se da cuenta de que nunca ha vivido. Se siente como las heroínas de las novelas mexicanas, que la empleada veía embobada en las horas calladas de las tardes, mientras ella jugaba a ser la esposa perfecta, la madre perfecta en un mundo que ahora distaba de ser perfecto. Por eso escapaba, ¿¿que nadie acaso lo veía?? Luis la esperaría y juntos vivirían la vida que ambos se merecían. Ambos,  uno con el otro. Felices, para siempre.

Son las seis de la tarde. El sol está ocultándose y su corazón se ensombrece. Lentamente, las esperanzas se van quebrando. Revisa su celular por milésima vez.  No hay nada. Tiembla de frío y soledad. Recuerda la botella de vino que tiene en la parte de atrás del auto. Bebe con lentitud. Se queda ahi toda la noche. En la mañana siguiente decide alquilar un cuartito de hotel. Sigue bebiendo.

Hace tres años que Luis no se presentó a la cita. Después de esa noche, el pueblo entero la indicó con el dedo y fueron contados quienes no la condenaron. Se convirtió en un fantasma que conducía por las calles, en las tardes calladas, sin  mirar. Siguió bebiendo en delicados vasos de cristal, que sacó del baúl que había sido de su madre. Nadie, ni su empleada sabía de dónde sacaba el licor. Sólo compartían la novela. Isabel lloraba por el melodrama y su pelo se tornó cano y pajoso. Su avidez por la bebida crecía hasta que su hijo mayor le informó que iba a ser abuela. Esa tarde, rompió la foto de Luis y cada uno de los vasitos de cristal con los que había bebido todas las jornadas, mirando el culebrón. Tomó su auto y partió a la peluquería. De vuelta, traía un hermoso cochecito de bebé. En su mente, ya había decidido el nombre y el colegio, las amistades y el roce. Como debía de ser.

Mi Hermano

locomotora

Ganímides está poblado. Ellos me hablan en las tardes, cuando el sol baja entremedio de los manzanos, y antes que la luna ilumine esta ventana. Ganímides está poblado, te lo aseguro. Los escucho con este aparatito que ellos me dejaron.  Ganímides está poblado. Ellos hablan muchas lenguas, escuchan cada ruido, cada pajaro y cada flor. Ellos vienen, te lo aseguro. Ellos vienen.

Así hablaba mi hermano, día tras día, mientras fumaba con desesperación y en la perfecta coherencia de la locura. Empezó a perder el juicio después que su mujer lo abandonó. Decidida, tomó sus cosas y le rechazó por violento, borracho y mal padre. Se lo gritó en la cara, mientras iba armando atados con la ropa de los niños y con las cuatro pilchas que había logrado reunir para sí. Se alejó sin decir adiós y la casa se pobló de ciruelas. Entraban por las ventanas, de día y de noche abiertas, y por la puerta de calle que mi hermano jamás volvió a cerrar. Las frutas maduraban en el árbol y luego rodaban juguetonas hasta colarse dentro de la casa. Él no se molestaba en recogerlas, ni siquiera de barrerlas con la escoba, sino que dejaba que inundaran su casa, con su olor dulzón, su color púrpura y sus pegajosos jugos que se iban adhiriendo a todo lo que la mujer había dejado atrás. Se rehusaba a cerrar la puerta o a mover nada del interior del hogar. Esperó paciente que ella cambiara de parecer o que Enrique, su hijo menor, lo extrañara demasiado y cayera en una pataleta atroz que los haría volver. Pero pasaban  los días y nada sucedía. Sólo las ciruelas seguían llenando el piso y las botellas de alcohol se apilaban una tras otra, donde antes había estado la leña.

Pasaron muchos días, muchas semanas y  mi hermano estaba cada vez más fuera de este mundo. Un día de neblina empezó a poner atención al recorrido del tren. Se concentraba francamente entremedio de sus pensamientos extraviados y tomaba notas en un papel mugriento, calculando insensateces hasta lograr dar con el tiempo preciso en que cada rueda tocaba el riel, cuando la mole gigantesca hacía su aparición justo afuera de su hogar. Ahí disminuía la velocidad, apenas un cuarto de vuelta, pero él juzgaba que era más que suficiente. Para ese entonces, yo solía visitarle, más que todo para asegurarme que estuviera aún respirando. A veces me echaba un trago con él, pero era insufrible aguantar la podredumbre de las ciruelas ni su cantinela enfermiza acerca de Ganímides. Chalado como estaba, era imposible reconocer al que alguna vez fue mi hermano. Trataba de recordar sus instrucciones precisas cuando bajábamos en el bote, desafiando los rápidos del río, su espalda ancha, sus brazos entrenados con la boga. Yo era sólo un chico. Su voz era grave y su risa musical y entretenida. Ahora, este ser intolerable que hablaba sin callarse un minuto, que olía a perro mojado y frutas en descomposición, se acercaba a mi hombro y lloraba en silencio los hechos de la vida, por un lado desolado y por el otro completamente fuera de este mundo.

El tren aparecía puntual, cada amanecer y él, esa mañana, avanzó decidido por la línea férrea. Nunca sopesó el hecho que el convoy iba de subida, por lo que la violencia del impacto no era tan brutal. Aún asi, se arrojó a los rieles y algunos testigos le vieron ser arrastrado por la locomotora varios metros, mientras sus piernas iban siendo cercenadas lentamente y su mente se iba perdiendo aún más por el dolor y la tragedia de no poder terminar con su vida, como lo había deseado.

En el pequeño hospital nos dijeron a mi padre y a mí que su estado era, en general, estable, que hablaba cosas sin sentido y ellos lo atribuían a tantos calmantes y  medicamentos. Que la compañía de ferrocarriles le donaría una silla de ruedas y que estaría repuesto en las próximas semanas. Había un detalle importante, sin embargo, que no debería ser pasado por alto. Sus piernas, o lo que había quedado de ellas, estaba a disposición de la familia para ser llevado a un camposanto. Era lo que indicaba el procedimiento, ¿que acaso no lo sabíamos? Fue preciso confeccionar una caja con la forma de un ataúd, que la hice yo mismo, con las herramientas que alguna vez fueron de mi hermano y nos fuimos caminando, con mi padre, en dirección al cementerio. La línea férrea era nuestro atajo. Seguimos el camino en silencio. Avanzamos callados como si fuera el mismo funeral y dispusimos de la caja en un sitio que parecía vacío. Rezamos dos padresnuestros, sólo por si acaso y nunca más volvimos a hablar del tema. Mi hermano falleció muchos años después.  Nadie estuvo presente en su funeral, ni su mujer ni sus hijos. Le habían olvidado hacía mucho.  Yo también lo había olvidado y estaba velando a un extraño. Él se fue cuando enterramos su piernas en el camposanto. Ahí terminaron sus días. Sólo ahora  que lo pienso, me doy cuenta de eso.

La Colcha

No tenía miedo. La verdad de las palabras de Mercedes Pilar le hicieron sentir que el comienzo estaba más cerca de lo que ella imaginaba, que sólo bastaba un poco de paciencia y la señal adecuada, que llegó antes de lo que siquiera pudo figurar. Ni sus sueños más premonitorios o siquiera la fabulosa condición de esa mujer, la prepararon para esto.

La botella con oxígeno seguía burbujeando lentamente, con pequeños gorgoritos transparentes, mientras en la cama del frente, una anciana sin dientes buscaba preocupada algo que no sabía explicar muy bien qué era. Estela había llegado desde lejos, viajando por catorce horas en un bus que amenazó con destartalarse, en mitad de la nueva autopista. Recordaba este viaje siendo niña y el olor del tren diésel, que unía ruidoso todo el país. Ahora no quedaba nada, así como nada quedaba del tiempo de su tía, prima hermana de su madre, que yacía en la cama número veinticinco, justo frente a la que buscaba lo que no se le había perdido.

Su semblante estaba sereno y la gota de suero caía lentamente, a su propio ritmo. Habían viajado las sobrinas, nietas y las parientas más cercanas. Una cofradía de mujeres se dieron cita alrededor de su cama. Incluso Mercedes Pilar acudió, sin tener arte ni parte con esta enferma, porque los dichos maravillosos que había escuchado de esta anciana le llenaban de curiosidad y asombro. Todas sabían que estaba agonizando. Sólo los médicos se esforzaban en darle de comer gota a gota de esta sustancia incolora e insípida que pendía peligrosa y burdamente de un gancho en el techo.

Estela traía el resto de las fotos antiguas, aquellas donde se veía apenas el semblante de Margarite. Nadie recordaba quién era. Sólo Estela había atesorado este botín por años y ahora lo traía escondido en su equipaje, arropadas las instantáneas con la colcha de colores que le había pertenecido a su tía y mucho antes a Margarite, la madre. Estaba segura que su tía ya no la recordaba, como no recordaba muchas  otras cosas en este frágil minuto de su existir.

Desde la puerta de entrada a la sala, la joven de las manos pálidas, aquella que había impresionado tanto a Mercedes Pilar con sus recuerdos tan vívidos; pudo ver claramente la colcha de colores con la que había soñado tantas veces. Se acercó con precaución. No quería alterar a nadie. Saludó a Estela como si la hubiera conocido de toda la vida y cuidadosa, tocó la colcha con su mano derecha. En la base del pulgar tenía un lunar. Se acercó más y pudo oler la prenda que había sido primorosamente cosida a mano, a la luz de las velas, en un invierno muy lejano, por dos mujeres que juraron ser hermanas, apoyarse en todo momento y no dejarse jamás. Sabían que sus vidas iban a ir por caminos separados, que cada una  iba a formar una familia, que iban a abandonar aquel lugar, pero juraron cada noche, puntada tras puntada, estar de alguna forma juntas y honrar su amistad hasta el fin de los tiempos.

Ahora, la colcha de colores salía a la luz, después de años de estar escondida debajo de las frazadas de una cama de visitas en la casa de Estela. La traía para que su tía tratara de conectarse con la infancia que tanto tiempo atrás había vivido, que se arropara en ella y sintiera la ternura del abrazo de Margarite, su madre, que se fue tan pronto y le pidió tanto. Estela esperaba poder verse en los ojos de su tía querida, pero entendió que iba a ser imposible. Sólo desató sus manos y acarició sus palmas. Le acercó la colcha y le susurró al oído frases antiguas que venían a sus recuerdos de niña. La joven de las manos pálidas le indicó a Mercedes Pilar la colcha y suspiró aliviada. Dijo entonces, acercándose a la enferma, abuela, salgamos de aquí juntas. Vámonos de vuelta a casa. Yo te ayudo en lo que haga falta. No te preocupes de nada.

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Allá arriba

Nada había dado resultado. Ni las friegas de romero y sal de mar en aquella terma perdida entre las montañas, ni las inyecciones de oro puro en sus cansadas y deformes coyunturas, ni el trocito de la cruz que había llegado misterioso y sin remitente, envuelto en un paño bordado por monjas, desde algún lugar ignoto.  Nada había detenido el dolor ni la tragedia. Nada, ni siquiera su sonrisa.

Félix estaba al lado de su cama, a pesar de las prohibiciones del médico y las enfermeras. Sabían que le pasaba cigarrillos a escondidas y que Brigitte los fumaba en silencio, disfrutando la mortal bocanada. Sólo era una pitada. El resto del delgado cilindro mentolado se perdía en la taza del W.C. Era la única forma de aguantar el dolor, decía ella. El único placer que le iba quedando. Atrás estaban los viajes en primera clase, las joyas, los perfumes franceses, las cenas fastuosas, los amigos. Todo se había congelado en un tiempo más allá de este tiempo, porque Brigitte sabía que estaba muriendo. Lentamente y con dolor. Exactamente como ella siempre había temido. Ningún calmante era suficiente y sólo la suave pitada entre sus labios secos le abstraía de los extraños fantasmas que moraban en el hospital.

Él la acompañaba, como juró hacerlo aquel día de verano cuando contrajeron  matrimonio. Sólo se iba a ratos, porque las arcas familiares fueron mermando y tuvo que empezar lentamente a echar mano de las pinturas, primero, luego de los ahorros y finalmente de las joyas de Brigitte. Una a una fueron desapareciendo, de manos de usureros y prestamistas, que se mostraban tan solícitos y amables. Incluso le daban una palmadita en la espalda a la salida. Félix se juraba a si mismo que regresaría por lo empeñado, porque ella no iba a ser capaz de entender este desprendimiento, pero en su interior, sabía de sobra que no era posible.

El cirujano no pudo continuar la operación, le dijeron a la entrada del hospital, con las mismas caras inexpresivas que ya se había acostumbrado a ver. El tumor es demasiado grande, dijo el médico, la enfermedad ha avanzado muy rápidamente. Félix le miró intrigado y, absorto en sus pensamientos, sólo atinó a preguntar ¿cuántos años tienes, hijo? Me dices con tanta soltura que mi esposa va a morir de un momento a otro, pensaba que eras algo mayor.

Empecemos con el tratamiento de morfina, ordenó el facultativo al día siguiente. Con las ampollas entre sus manos, Brigitte bromeaba sobre sus sueños. Esta sustancia es tan finita, reía, pero su semblante cambiaba cuando debían inyectarla. Félix se la imaginaba desde afuera y no podía hacer nada más que estrujar la fotografía que guardaba consigo, en el bolsillo de su camisa. Era la estampita de la Virgen de Pompeya. Brigitte se la había regalado en uno de sus viajes. No la sueltes nunca, viejo, insistió entonces, misteriosa.  No la dejes nunca de lado, que te protegerá cuando estés lejos y yo no pueda alcanzarte.

Ingresa a la habitación, en silencio, después de la inyección. Brigitte le mira perpleja. Me trajiste mi cigarrillo, pregunta. Quiero salir de aquí. No me dejes morir encerrada. Ellos se darán cuenta de todo, qué vergüenza, Félix. No los dejes. Sácame de aquí te lo ruego, que no se enteren de nada.

¿Qué quieres que haga mujer? ¿Dónde quieres ir? Arriba, Félix, al cielo. Quiero sentir el viento en mis oídos, quiero ver el cielo azul, como la primera vez que salimos a volar juntos. ¿Tienes todavía el foulard que te regalé, verdad? Vámonos. Que no se enteren. Prefiero irme en silencio, arriba sin aire, que acá rodeada de gente, que me mira como a una atracción de circo. Sácame de aquí te lo suplico, tú sabes cómo. Siempre has sabido cómo.

El suave aeroplano está arriba de las nubes. El ruido es molestoso. Félix y Brigitte casi no pueden escucharse. Sólo se toman de las manos. Entra el viento por la ventanilla del copiloto. No te vayas, querida mía, susurra Félix en su oído ya sin vida. No te vayas.

entre nubes