El Piano

piano

Habían apenas llegado a la ciudad. El camión con sus pertenencias estaba afuera de la gran casona de dos pisos, color ocre, que les esperaba como su nuevo hogar.

Sólo rentaron la segunda planta. Era más que suficiente. La familia ya había crecido lo debido y ahora era el minuto de echar raíces y avanzar. Esa era la razón por la que el padre había aceptado este nuevo puesto, dejando atrás amigos, parientes, lugares conocidos, códigos sabidos; todo por lograr en la vida lo que con tanta certeza se había propuesto.

Lo primero que bajaron del camión de la mudanza fueron los trastos de la cocina; platos, ollas, cuchillería, peroles. Todo lo necesario para poder disfrutar la comida, evento que reunía a la familia en pleno, sin distingos ni excusas. Buscaron a un hombre que instalara como era debido la gran estufa a leña, pesado artefacto de fierro forjado y ladrillos que proveía calor, confort y seguridad. Las dos tiras de cañón de lata traspasaron el techo de la casa y salieron al exterior con su delicado gorrito que, como un centinela flaco y novicio, pero erguido, oteaba el cielo para los moradores del hogar.

Al salir a la calle un momento, con los niños más pequeños, el olor fresco de la rivera del río les sorprendió con sus inalterables fragancias, que venían de lo más profundo del tiempo. La quietud de las aguas  y el reflejo del cielo, claro y con gigantescas nubes como pesados algodones, que  dejaban pasar apenas el tenue sol del invierno, acompañaba el resplandor de las aguas. No había ruido de pájaros y los perros de la calle corrían río arriba en una extraña estampida. Sin aviso ni fanfarria crujió la tierra. Un sonido gutural, primitivo y espeluznante llenó la atmósfera serena.  El padre tomó a los niños de la mano y se dirigió a la puerta de su nuevo hogar. La escala se cimbraba peligrosa y la casa entera rugía desde sus cimientos, bamboléandose como una danzarina árabe. La calle se contorsionaba como si las olas del mar hubieran tomado posesión de sus interior, rompiendo los adoquines y tumbando los árboles al paso de su corriente de locura, que avanzaba en todas direcciones. Al subir por la escalera, se quebró en dos mitades que quedaron a ambos lados de las paredes que la contenían, en una forma abigarrada y fantástica que el padre jamás olvidaría. Era como si la casona tratara de prevenirle de su osadía. El cielo estaba ahora nublado por completo y daba la impresión que la noche había tomado posesión de la ciudad. Subió, sin embargo, de dos zancadas, armado de valor para ver sus pertenencias todavía embaladas, en los altos de la casa, en pesados cajones de madera y cubiertos por delgadas hebras de paja.

Todas las cajas permanecían en una esquina, como presas del pánico que asolaba a la ciudad por completo y se mantenían sin moverse, como frágiles doncellas paralizadas por el pavor de los acontecimientos. Sólo el viejo piano, desatado, se movía al compás de esta danza de olas que balanceaba la casa entera, como si por algún acuerdo mágico hubieran decidido bailar juntos esta pieza.

Piano y casa siguieron danzando, hasta que un buen rato después el crujido de ultratumba y los movimientos de pesadilla dejaron de ser percibidos. Permanecieron juntos, magullados y cansados, pero ilesos, a este suceso horroroso que acalló la ciudad por días. Muchos llegaron de todas partes  a ayudar y aquellos que entraban no escuchaban ni un sonido. Era una ciudad muerta, decían. Era un paisaje de locura y los habitantes avanzaban a tientas, atemorizados, hablando despacio para no despertar a esta bestia extraordinaria que parecía ahora dormida.  Hasta las notas del piano habían sido silenciadas por la muestra brutal de la fuerza de la Tierra.

La familia entera siguió viviendo en esta casa, después de estos sucesos y de muchos otros que vendrían con el tiempo. La construcción, muchos años después, se cayó de rodillas y para siempre con el vibrar del paso de un camión. El piano no volvió a sonar de nuevo. No hubo forma de afinarlo, pero el padre aún comenta divertido que, a pesar de todo el trance, durante el terremoto más grande de la historia, ellos no perdieron ni una copa.

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El Boticario

Termina de esterilizar los frascos para la mermelada y de pronto queda suspendido en un recuerdo, uno que hace mucho no le buscaba. Está de pié, subido arriba de dos cajones de madera, con el logo de la Compañía Sudamericana de Vapores, con sus pantalones cortos, sus bototos grandes y sus manguitas arremangadas al borde de esta gran artesa atiborrada con frascos color ámbar. Le pagan dos chauchas por frasco limpio y seco. El boticario del pueblo le ha contratado porque le ha causado pena su expresión de abandono, los varillazos marcados en sus piernas flacas y su determinación de pobre queriendo ser alguien.

Con esa pinta, me tinca que es recogido, ha pensado el boticario y le causa gracia que el mocosito sea tan caballero y decidido. Le ha advertido que debe tener sumo cuidado con los frascos, que debe ser prolijo y minucioso, pero entiende muy pronto que los avisos están de más. Este niño tiene algo distinto, una luz especial. Pero el boticario no tiene mucho tiempo para análisis, con lo cara que está la vida y con las escasas condiciones de higiene y sanidad, le llueve la clientela, que prefiere a todas luces una pastillita de don Enrique que ir al médico del pueblo, que de seguro les cobra un disparate y los deja igualito como llegaron.

El muchachito es avispado y voluntarioso, rápido para los mandados, honesto con los vueltos, inteligente y silencioso, cuando debe. María Elena, su mujer, le encuentra gracia a este alemancito pobre que tiene tanta fuerza de espíritu en un cuerpo tan chiquito.

Lento avanza en la escala de la botica, primero de lava frascos, luego de mandadero y repartidor, hasta que un día, en que el boticario está tan atareado, le pide con urgencia que pese las dosis de las drogas que debe usar en veinticinco cremas iguales, para la misma enfermedad, que igual número de pacientes vendrán a buscar antes del mediodía. Con pericia, maneja las delicadas balanzas y afina el pulso para no perder ni un gramo. ¡Por la chupalla!, dice el boticario, ¡tengo que irme con cuidado contigo, me vas a quitar el puesto ligerito!! Ríen ambos en complicidad, como sucederá tantas veces a lo largo de los años venideros.

A la vuelta de la esquina las hermosas niñas Bomballet se pasean graciosas y risueñas. El joven boticario, ahora ascendido a dependiente, mira con especial interés a una de ellas, y aunque las hijas de don Enrique, que le quieren como a un hermano, le advierten que son fatuas y cabezas hueca, el muchacho no hace caso y decidido como ha sido toda su vida, determina que aquella se convertirá en su esposa.  

En el correr de los años así será, y por esa decisión deberá abandonar el pueblo y a su querida hermana, emprender el rumbo a mejores horizontes que con cuatro críos que alimentar más la mujer poco dada a los afanes de la casa y la suegra como compañía perenne y hacendosa, le darán, en un articulado bastante extraño, la vida perfecta que siempre soñó.

Atrás queda don Enrique, su botica de pueblo, las hermosas balanzas de bronce que él tanto quiere, por lo exactas, lo divinas, lo apacibles; los frascos molestosos y amigables y el cariño de una familia entera que lo acogió como a un hijo, le dio las alas para volar solito y que ahora le veían partir con pena pero con orgullo, porque el niño flaco y mocosiento era ahora todo un Boticario, perfectamente capaz de curar una pulmonía con pócimas secretas tan bien aprendidas que incluso dormido podría prepararlas. Con un aire tan sincero y cercano, que si no estaba don Enrique era el preferido por la clientela, que le esperaba por horas, porque de sus ojos verdes emanaba toda la fuerza del saber, todo el don del que cura, como un hechicero medieval, apuesto y sencillo.

La gran ciudad universitaria lo espera y largos turnos y satisfacciones como boticario altamente recomendado en la mejor droguería. Cría a sus hijos con pequeños lujos que se permite de tanto en tanto y suplica a todos ser graduados universitarios, no importando romperse el lomo trabajando, porque el trabajo engrandece, el esfuerzo premia, la constancia, el tesón, la visión, la honestidad y el amor.

Frente al lavaplatos, en la cocina de su departamento en el centro de la ciudad, con la inmejorable vista a la Marina, evalúa su vida desde el humilde mocosito lavador de frascos y considera que ha cumplido. Los hijos han crecido, son exitosos e independientes, poco les ve, pero eso no importa. Su amada esposa ya fallecida. Ese dolor artero aún le golpea de cuando en cuando, pero es tan sabia esta vida, que en el mismo camposanto donde iba a llorar su pena, ha encontrado ahora a esta nueva compañera, que es amiga y confidente, que labora codo a codo con él porque creen en lo mismo y por la chupalla, como no haberla conocido antes.

Mira en retrospectiva y esta vista le satisface, en general. Todo ha sido como había sido planeado, tal vez su pobre madre, aquella de la que no tiene recuerdos, le ha protegido todo este tiempo, para compensar en esta vida lo que no pudo hacer por causa de la muerte o tal vez sea que todo es como una botica, siempre hay un remedio para cada dolor, lo importante es saber la dosis justa y la fórmula perfecta.

El corazón se le hincha de dolor y de dicha, muchas veces, con este pensamiento y con muchos otros de su vida.  Una de sus nietas le dirá, besando su mano suave y cálida, que es porque el caballero más buen mozo de toda la ciudad ha amado y le han amado demasiado. Él reirá coqueto y agradecido. Todo está en orden, sólo falta partir.