Amor Disperso

Ahora llueve. Las flores de los cerezos se remojan una a una. El peso del agua las hará caer. Una primavera muy rara, ¿sabes?. Quería contarte que ayer hicimos empanadas. Montañas de carne picada, docenas de huevos duros, kilos de harina con agua y levadura, la olla negra para freír y sin tus manos que nos guíen. Ayer freímos y el perfume untoso del aceite se estabilizó en lo alto de la cocina, como las nubes de lluvia se agolpan, ahora, arriba del techo.

Te extraño como de costumbre y soy la única que te ha recordado en las palabras. Las otras hacen como si nunca hubieras existido. Leo en mi libro los estragos que hace la memoria y los estropicios que hace la falta de ella. Reflexiono lentamente, como lentamente me despojo de mi camisa, aún empapada del olor de la fritura.

Rememoro tus frases, busco en mi recuerdos las técnicas que te llevaste para siempre y de pronto caigo en cuenta que tu presencia se ha disgregado. Antes te sentía sólida, entera, contemplando nuestro empeño, evaluando nuestros esfuerzos, como si nunca te hubieras ido. Hilvanando lentamente los detalles de nuestro accionar, supervisando con tu parca sabiduría y tus sutiles comentarios una actividad que urje por hacerse tradición. Eso espero yo y sé que estarías contenta de esa realidad. No por orgullo, ni por vanidad, sino porque en esos menesteres sencillos forjaste una vida. Una vida que nos enseñaste, a cada una. Siento que soy sólo yo la que te recuerda.

Te veo disgregada, insisto, como si por efectos de tu amor y voluntad, hubieras dividido tu propio ser para darnos a cada una de nosotras, una parte de ti. Chela estornuda como tú. Tus manos están calcadas en las de mamá. Tus pasos cortos y apurados los tiene Cecilia.  A mí creo que me ha tocado tu manía del orden, de la no quietud; de la organización estructurada y limpia, ese modo tan tuyo con el que construiste tu vida. Si hubiera sido distinto, si hubiera sido de otra forma, tal vez hoy día no te agradecería tanto con mi memoria porfiada, que se niega a olvidarte.

Sigue lloviendo y no sólo las flores de los cerezos van a ser abatidas con este chaparrón. Pero eso no es lo más importante. A pesar de toda la lluvia, tú sigues entre nosotras. Te siento, por partes iguales, en cada una. Aunque no te nombren, aunque no quieran recordarte. Te haces presente con un guiño de tus ojos verdes. Yo te veo. Yo te siento aún, ¿sabes?. Los estragos que hace la memoria son infinitamente menores que los estropicios que hace la falta de ella.

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Don Tani

La vió alejarse con su paso veloz, después de indicarle la vereda más sombreada. Aspiró el aroma aún intacto del momento y se acercó lentamente a la reja de la entrada. Le pasó los diez pesos a la florista en pago por el ramo de crisantemos y le cerró el ojo, mientras uno de sus dedos se iba a sus labios, en señal de silencio. Ella sólo hizo una mueca. Se avergonzaba de no tener dientes.

Estanislao del Carmen Santana llegó a este lugar por pura casualidad. Conoció a don Nicomedes, el antiguo panteonero, en un bulín de mala muerte, una tarde de verano, hacía mucho tiempo atrás. Entremedio de la conversa, don Nicomedes le dijo que ya estaba acabado, que no podía seguir en este oficio de mierda y que cada vez que entraba un cortejo, se le ponía la carne de gallina. Veía su propio funeral pasar por enfrente suyo casi todos los días. Así no había salud que aguantara.

Estanislao, en poco tiempo, fue el único que apareció, con viento norte o travesía, a abrir la reja de fierro del cementerio, dejando pasar a los dolientes, a los devotos, a las monjitas, a los zátrapas, a los niños, a las amantes y a las esposas, a las madres, a los maridos y a aquellos que llegaban misteriosos a visitar aquellas tumbas que decían eran milagrosas. Se hizo familiar su figura, de piernas chuecas por la polio; sus manos de dedos torcidos, por su pasión por el boxeo. Su cabeza redonda y de pelo corto, como si fuera un presidiario, sus ojos mansos y su voz compasiva. «Pase por aquí, está allá, a la otra vuelta, donde se ve el monumento de los bomberos mártires. Lo que necesite, nada más dígame». Siempre atento, siempre respetuoso, siempre puntual, siempre generoso, compartía el dolor de las familias y por alguna razón se sentía como un rey en este dominio, a menudo silencioso y distante. Se paseaba haciendo rondas, cada hora o hora y media y mientras caminaba hacía sonar las monedas que tenía en su bolsillo. Le fascinaba su sonido y le alegraba su cantar.

Por el peso de tanto metal, sus bolsillos debían ser remendados con frecuencia y fue así como la conoció. La señora Olga era la modista de todos los ricos del pueblo. Sus ojos verdes, su tez de porcelana, sus manos de venas azules, con frecuencia atormentadas por raspones y picaduras. Tenía la extraña costumbre de ir mensualmente al cementerio a dejar un ramo de crisantemos para su madre. Don Tani la vió una mañana de invierno, cuando le dejó encargados unos paquetes en la entrada y se fue a la carrera, sin prestarle ninguna atención a sus consejos y amabilidades, a la tumba que había venido a visitar. Cuando se despidieron, ella le dejó una moneda como propina y se alejó, con un atento pero mecánico buenas tardes. La vez siguiente él le preguntó si conocía a una modista y ella lo miró de pies a cabeza. Le indicó que tenía muchas cosas que hacer y que no podía recomendar a nadie. Use un monedero mejor, le aconsejó y él le sonrió. A partir del mes siguiente, ella empezó a coser sus pantalones.

Para don Tani la señora Olga tenía algo especial. Una nobleza única, una voz sincera. No era una pasión volcánica la que sentía por ella, no era tampoco un tornillo flojo en el temprano otoño de los días de ambos. Sentía que quería estar a su lado, protegerla, alivianar su carga, cuidarla. Inventaba toda clase de mentiras para dirigirle la palabra y ella le retribuía con minutos de su tiempo, que era siempre tan escaso. Después de hablarle, después de verla, don Tani se volvía de lana, se volvía sordo y ciego por minutos eternos, hasta que alguien lo despertaba de su estado y se daba cuenta que un dolor agudo se le había instalado en el corazón y permanecería ahí por las siguientes tres semanas, hasta que ella aparecía nuevamente, con sus trajes bien cortados, sus zapatos de tacón, sus cabellos peinados con rigor, sus manos de venas azules, su encantadora sonrisa y sus palabras. Escuchó la historia de la muerte de la madre, hasta que fue capaz de recitarla de memoria. Extrañó sus visitas cuando la señora Olga fue operada de la vesícula, al punto que se fue al hospital a preguntar por su salud, sin dejar nombre ni seña. Bruñía las monedas en sus bolsillos, cuando no podía verla y juntaba las más brillantes para pagar por las flores misteriosas que alegraban su corazón.

Dejaron de verse porque las piernas de la señora Olga no tuvieron fuerzas para seguir yendo al cementerio y la memoria de don Tani lo fue abandonando hasta que una mañana olvidó ponerse los pantalones. Su hijo le recriminó el hecho y a partir de ese día no volvió a abrir las rejas de fierro del panteón. Doña Olga caminaba con esfuerzo, pero lo evocaba con cariño. Don Tani se escapaba de la casa y se iba a pasear por el pueblo, en calzoncillos, apenas recordando quién había sido. Sólo una vieja moneda de diez pesos le daba unos segundos de lucidez y recordaba a la rubia de ojos verdes que llegaba cargada con un ramo de crisantemos. Se aferró a ese único recuerdo con rabia y cuando perdió la moneda, fue el último día de su vida. La señora Olga falleció tiempo después, visitada por la imagen de su madre, que le tomó de la mano y la llevó lejos, donde habían campos de flores, de todas las flores.

Ofrendas

Caminó por todas partes hasta que las encontró. Las llevó a casa. Nadie vio cuando llegaron. Las dejó descansar, toda la noche, en la vieja palangana de loza, suspendidas en el agua fresca y rociadas por la luz de luna, que entraba intrusa y luminosa, a través de la ventana. Amanecieron vivas, brillantes y coloridas. Ella las roció de nuevo, esta vez con agua y con sus manos, para proteger los delicados pétalos. Envolvió sus tallos con papel periódico, las cargó en sus brazos y antes de que el sol del mediodía las marchitase a ambas, se dirigió a paso vivo al cementerio, al otro lado del pueblo.

La caminata era exhaustiva. El pavimento estaba roto en muchas de las veinte cuadras que debía cruzar y el ramo de crisantemos le impedía ver por dónde iba. Debía pasar a ciegas en las esquinas, rogando que los automóviles la vieran, porque ella sólo podía escucharlos. Hacía esta caminata cada mes, lloviera o tronase, con la escarcha de las mañanas de invierno o con el atosigante calor del verano. Todos los meses. Sin faltar ninguno. Excepto aquella vez en que su hermana, al borde de la muerte por constipación, le rogó cuidara de su familia en lo que hiciera falta, mientras la Vírgen del Carmen tenía a bien hacerle el milagro de su sanación. Sólo entonces dejó en manos de aquel pintorcillo que intentaba robarle el corazón a su hija, la tarea de visitar la tumba de su madre y depositar, en el triste jarrón de barro, el ramo de crisantemos que tanto le gustaban.

La promesa había caído en sus hombros y si se remontaba a la génesis de ella, no había tal. La niñita de trenzas rubias no entendía porqué todos lloraban alrededor de la cama de su madre, quien, con su acento de Colonia, le rogaba entre resuellos que no olvidara su nombre ni su idioma, que no olvidara cuidar a su hermanito, que se empinaba apenas al borde de la cama y que miraba encantado los grandes cirios que velaban a la moribunda. Ese recuerdo le acompañaría toda la vida y la movería mes a mes para urgar en todo el pueblo, hasta encontrar el ramo de las flores preferidas de su madre. Tampoco recordaba quién le dijo que era así. Sólo lo sabía. Sólo lo sabía y las buscaba con ahínco, prisionera de un compromiso que cayó en una espalda tan joven y tan inocente.

Al llegar al cementerio, saludó al panteonero. El hombre se limpió las manos con sus pantalones y le estrecha la suya con cariño. La acompañó, con una suave charla, a través de sus dominios, hasta dejarla al lado de la tumba que había venido a visitar. La miró nuevamente. Le ofreció su ayuda en lo que se le pudiera ofrecer y se retiró silencioso, dejándola cumplir su cometido con libertad. Ella miró la lápida de madera y leyó en voz baja el nombre de su madre. Acomodó el jarroncito. Buscó agua en un tarro de latón. Depositó con sumo esmero los crisantemos. Uno por uno. Volvió a acomodar el jarrón. Limpió los restos de hojas muertas y las hierbas que salían porfiadas entremedio de la tierra. Miró la lápida nuevamente. Era el mediodía. Rezó una oración en silencio y de memoria. No habían más recuerdos de la madre, excepto aquella escena en el dormitorio. Los cirios. El hermanito. Las mujeres de la familia en un llanto plañidero. Los rosarios negros. La cinta apretada en su pelo. El funeral. Esta lápida sencilla con el nombre inscrito en letras góticas.

El panteonero la sacó de su ensoñación. Vino alguien a dejarle flores a su madre. No dejó nombre ni tarjeta. Aquí están, dijo. Depositó en sus brazos otro ramo de crisantemos. Le sonrió.  Ofreció un humilde tarro de conservas, que él mismo hundió en el espacio de tierra que había quedado en la sepultura. Lo llenaron con agua. Ella colocó las flores. Él comentó lo hermoso que se veía. Escucharon el río, en la cañada, detrás del cementerio. Escucharon los pájaros. Vieron las nubes. Ella miró la hora en el reloj que había sido de su padre. Se despidieron, con un apretón de manos. Elija la vereda del frente, señora, dijo el panteonero al final. Váyase por la sombrita, que a esta hora pica fuerte el sol. La veo en tres semanas más.

Poleo

Me canso, no he dormido bien. Una pesadez permanente me aletarga. Los sonidos en mi mente me trastornan. La imágenes persistentes de sufrir. Algunos me miran con pena y hablan como si yo no estuviera presente. Mencionan la palabra depresión con demasiada frecuencia, tanta que me provoca ira y dolor al mismo tiempo. Una fuerza escondida en los rincones de mi espíritu me golpea suavecito.

Me niego a seguir en este estado. Espero. Confío. Me aferro y en medio de ese ejercicio, un aroma, una planta, un recuerdo claro. Poleo. La sencilla flor que inundó de color los dibujos de mi infancia, que calmaba los nervios de mi abuela, que era llevada a puñados por doña Selma, la vecina, junto con las grandes fuentes con azúcar y caracoles, cosechados entremedio de los coligües de la huerta, que curaban, según ella, el resfrío persistente de su nieto. Todo junto, infancia, calor de hogar, bocetos de casitas con cañones invernales, soles amarillos y el gran prado intervenido aquí y allá con su color violeta y su aroma entre anís y menta.

Una nueva tonalidad me inunda. Salgo a caminar con mi perro. Escucho sus pasos ruidosos arrastrando piedrecitas en el camino. Me hace reír. Volvemos lento a la casa y en una hermosa tarde que se torna de sol, me sacudo los temores, me olvido por un minuto del dolor, tomo distancia, busco perspectivas, acaricio mis piernas cansadas por la caminata y por las noches de mal dormir, descubro, con alegría, que entremedio del prado que crece, trastornado por tanta lluvia y sol, emerge, valiente, una plantita de poleo.

Tu Dormitorio

Anoche entré a hurtadillas a tu dormitorio. La luz estaba apagada, la ventana, con la cortina cerrada. Oscuro y mínimo, aún tenía tu olor pegado a las paredes, arropado entre las colchas de la cama, adherido en el piso de madera, en los intersticios del techo, en mi nariz, en mis memorias.

Te añoré, mientras prendía la luz con sigilo, con la involuntaria sensación de no despertarte, pero ya te has ido y no volverás. Me senté lentamente en la cama, como lo hacía antes, guardando el espacio que quedaba de tu cuerpo y te hablé a través de mis recuerdos.

Miré tus zapatos, ordenados en filas. Tus gruesas faldas de lanilla, el abrigo color canela y las agujas colgando de coloridos alfileteros, la máquina de coser, dormida, los patrones enrrollados como periódicos viejos, las latas de galletas y chocolates. Miré el espejo, manchado con la pátina de los años y me pareció verte, peinando tus cabellos, aplicando crema a tu cara, buscando una imagen que se ha ido, maldiciendo el paso de los años, esperanzada en los que iban a venir.

La habitación aún tenía tu olor, lavanda seca, jabón de tocador, sal de mar, colonia inglesa. Los desmenucé a propósito para no extrañarte, para no llorarte. Espero que estás bien. Espero que nos recuerdas. Apagué la luz. Cerré la puerta.

Tus Manos

Dejo caer esta lluvia blanca y fina sobre la mezcla untosa. Junto todo con delicadeza, mientras mis oídos se colman de tonadas y risas. Mis recuerdos me evaden lentamente a un tiempo anterior donde todo era mullido y suave. Te extraño.

Hundo mis manos en la mezcla y siento su tibieza. Es oleosa y suave, es perfumada de memorias y de sabias tradiciones. Amaso con fuerza, juntando los pequeños pedazos en una sola bola blanca y respiro nuevamente los olores de mi infancia. La calidez y el olor de la madera. Las cáscaras de naranja puestas al borde del cañón de la cocina. Busco la antigua botella pisquera que ha servido, desde que tengo memoria, para este menester y con paciencia y con el recuerdo de los años, corto y estiro delgados discos de masa blanca. Te recuerdo.

Se va llenando el paño de cocina, poco a poco, con las formas triangulares ya llenas. Se prepara el aceite al otro lado de la cocina, en la gran olla negra. Miro de pronto y te veo sentada en la esquina de la mesa, cavilando en tus propios pensamientos, hilvanando eternas costuras, observando en silencio la obra de nuestro empeño, representado en esta tradición familiar. Miro mis manos y por segundos que pasan sin prisa, veo las tuyas dibujadas en las mías.  Te extraño.

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Du bleiben immer in meinem Herzen

Imagen031Estarás conmigo en mi corazón, aunque los recuerdos ya no vayan acompañados por ti. Porque mi vida sigue girando y lo que queda es sólo la memoria.  Memoria de los años buenos, memoria del día a día constante, memoria de lo que no dijimos, memoria de lo que siempre mencionamos. Memoria de abrazos, de estar juntas tomadas de las manos. Recuerdos y nada más que recuerdos. Lo tangible se pierde entre ellos. Ahora, eres sólo una presencia. Du bleiben immer in meinem Herzen. Immer.

Náufragos

No puedo más del dolor de cabeza, pienso, mientras el bus avanza por campos infinitos y el sol hace su aparición lentamente. Es temprano, dice la mujer sentada a mi lado. Me pregunto, con tristeza, si lo es realmente.

Ayer se descompensó, no hubo forma de moverla y la respiración se le cortaba por segundos eternos. La ambulancia llegó tarde y el chofer se bajó, apagando su cigarrillo en la acera, maldijo que el portón fuera tan estrecho y forzó la camilla para entrar. La pusieron arriba, tapada por una manta gris con las letras de identificación del hospital y partieron ambas, madre e hija, a este viaje incierto, de los pocos que habían hecho juntas jamás.

En cada parada, la vida de las personas me llena de constante información que no necesito. Sólo necesito que este dolor se vaya, que lo que creo que sucederá no pase realmente. Me desconcentra además, el pedal del freno y la chicharra molestosa indicando que se ha excedido el límite de velocidad, me abstrae de mis memorias, de cuando todo estaba en calma, cuando los olores eran sólo eso, cuando los recuerdos servían sólo para encontrar la alegría, cuando lo cierto era real y tangible, cuando nada dependía de mí.

En el pequeño hospital, luego de tomar signos vitales y aplicar un sedante, son guiadas a una salita de espera. Nadie repara en ellas, nadie parece verlas, la madre apenas respira, la hija se ve cansada, sobrepasada, atosigada por miles de dudas. Pasan por su lado una y otra vez,  vestidos de blanco riguroso, como crestas de olas en un mar perdido, sólo les mecen de tanto en tanto, pero nadie atiende, nadie resuelve , nadie repara en ellas.

Me duele mi corazón, como si el dolor de mi cabeza hubiera descendido por alguna arteria hasta llenarme de él. Las lágrimas aparecen porfiadas a cada momento y me pongo mis lentes de sol antes de bajarme en la parada, una cuadra antes del hospital. Sé que están ahi. Todo sucede tan lentamente, es como si una fuerza ajena detuviera mi avance. Las encuentro aún en la salita, tomadas de la mano, como testigos de un naufragio. Todo parece caerse frente a mí, mis certezas, mis esperanzas, mis sueños, mis recuerdos y todo lo que soy. Las abrazo con calma y juntas, en esta nave holgada de la vida, nos abrimos espacio, sacamos la cabeza y respiramos hondo. Aparece la  existencia frente a nosotros, la innegable realidad. Nos tomamos de las manos todas.

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La Máquina de Coser

El patrón Burda parecía el diseño de una autopista del futuro, con innumerables líneas, cortes y desviaciones. Delgados puentes y secciones de túneles, en un abigarrado concierto de colores y tipos de punteado. Era tan fácil confundirse y pasar a otro «camino» pero ella sabía de memoria los patrones. Había aprendido a leerlos con la calma que le entregó Gerda, su primera clienta, quien confió en su talento, se conmovió con su historia y su fuerza de carácter y, al cabo de los años, se convirtió en su principal seguidora y amiga. Juntas, seleccionaron, del viejo catálogo, la máquina de coser que le iba a acompañar por el resto de su vida y que hoy mora escondida en su habitación, cubierta por viejas frazadas y envuelta en papel periódico, libre del polvo de la casa, lejos de la humedad del invierno que lentamente va tomando posesión de su existir.

La vieron y decidieron que era la indicada, con la misma certeza que seleccionaban el modelo de la revista y lo traspasaban del patrón a un papel color manila, pasando aquella ruleta de puntas aguzadas, como pequeñas agujas en circunferencia, que lento a cada movimiento, dejaba plasmada la figura para el molde. Había que seguir la consigna de la figura, había que tener la pericia de extender el molde buscando la talla, pero todo eso lo sabían de sobra y se deleitaban viendo la moda, modificando sus modelos y sonriendo satisfechas después de tomar el té de las cinco de la tarde, antes que se dirigiera de vuelta a su hogar.

Con el tiempo, dejó de asistir a las casas de sus clientas. Cada cosa se iba haciendo más indispensable y cada día llegaban costuras por encargo. El olor de la tela al ser planchada antes de la entrega, el clack, clack de la máquina, que parecía una pequeña locomotora, llenaba el silencio de la casa. El sol inundaba la habitación y, a veces, el viento se colaba entre los vidrios, que habían perdido, hacía mucho, la masilla que los mantenía sujetos a los marcos de la ventana.

La máquina de coser ocupaba sus pensamientos, sus horas de soledad como una perfecta compañía. Permitía sostenerla y además, cuando llegaron las nietas, regalarlas con confecciones diversas. Era la forma de luchar por la vida, era la forma de vivir el día a día, sin recuerdos amargos, ni sensaciones de abandono. Sólo el clack, clack de la máquina le hacía olvidar.

El sol se colaba por la ventana y el pedal de la máquina de coser se mantenía en su sitio, cubierto por una pequeña alfombra color marrón, mientras pasaba el hilo de la costura por la compleja serie de engranajes y ojales dispuestos. El pequeño carrete de acero, la aguja, el tubo donde iba engarzado, todo tenía una razón y un propósito claro, mientras iban brotando los pijamas de franela, las sábanas con vuelos blancos, las pequeñas cortinas para la cocina, las colchas de colores y en medio del verano, los gigantescos colchones de lana de oveja, suaves y mullidos y los plumones.

La máquina de coser llenaba el espacio reservado para el olvido y la esperanza. Avanzaban las horas, como avanzaba la tela, por el delicado pedal que hacía entrar y salir la aguja a la velocidad de la luz, cada clack, clack, clack era el sonido del metrónomo de su día a día, indicándole que el tiempo avanzaba, que el destino se iba cumpliendo y que su existir tenía un propósito claro, una razón para levantarse en las mañanas, una satisfacción que llevar a la cama cada noche, cuando olía sus sábanas blancas, almidonadas y guardadas entre delicados granos de arroz y lavanda, cada una de ellas cosidas con precisión y audacia, con sus vuelos en richelieu. El suave sopor de las almohadas y la tibieza de la colcha a cuadros, llenos cada uno con los sueños y las memorias.

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Tangos, Milongas y Boleros

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Tangos, milongas y boleros anuncia el programa de la radio. Cada domingo antes del mediodía, viaje garantizado al pasado fantástico y romántico de los ritmos argentinos y las canciones de amor de antaño. Nos acomodamos en nuestras sillas, mientras mi Olguita cocina entretenida el menú para el almuerzo.

Suena Gardel afectado y recuerda con tristeza los viejos discos de pasta y las vitrolas de su niñez, cuando, criada de la mano de sus tías, sufría y amaba al Gorrión. Bailaba milongas en las fiestas juveniles, acompañada por su hermano Arturo, quién se daba maña para asistir a todos los malones y convites de la época. Iban divertidas, expectantes, con guantes y taco alto, con vestidos de organdí y gasa, diseñados, cortados y cosidos por ella misma. Elsa, su prima, le rogaba que le hiciera uno también y con aquel primor de vestido, extraído de la revista Burda, conquistó a Rafael, quien se convirtió en su marido y su viudo, tiempo después.

Eran otros tiempos, comenta mi Olguita, mientras revuelve la sopa con cuidado y le echa algún que otro condimento. La sal venía por sacos de libra, así como el café de grano y el azúcar rubia. Sacos hechos de yute, fuertes y ásperos, que su papá usaba para limpiar los caballos. Era dura la vida en el campo, dice nuevamente, mientras suena el tango, dramático y sentimental. Era dura la vida en ese campo. Su madre, escapada del barco de los colonos alemanes, no identificada en ningún registro ni libro, porque las mujeres no contaban en esa fecha, huyó de ser casada con un teutón gigante y con manos de lechero y sucumbió a la vista de este chileno bruto, pero simpático y buen amante que le dio felicidad por un rato y una razón para vivir.  Ella no pudo, sin embargo, sobrevivir a la tos convulsiva y les había dejado muy pronto. Criados los hermanos en la barbarie y el abandono, trabajaban como braceros cuando era necesario, cortando trigo con hoces  o aporcando papas con azadones y palas a pleno sol veraniego.

Eran otros tiempos, donde decenas de peones por campo, en la cosecha, avanzaban como un enjambre de langostas, desde el primer rayo de sol de la mañana, cortando, cortando, cortando hasta llegar la sombra del atardecer. Había que darles de comer, contaba mi Olguita, mientras pica los vegetales en pequeños cubos para el segundo plato. Bateas y bateas con  el pan fresco para los jornaleros, peroles y peroles con cazuela, jarras con chicha y vino blanco  y una que otra con agua, más que todo para que remojen sus gaznates, pegajosos con el polvo y el sudor.

Suena la cadencia del bolero y se sumerge mi Olguita en un recuerdo silencioso que la enmudece por un rato. No sabemos si mentalmente ha regresado a la cocina de fogón donde acompañaba a sus tías a hornear el pan y preparar el almuerzo para los trabajadores o si algún pretendiente gallardo y decidido tomó su cintura y la hizo soñar con maravillas al ritmo de esta canción. No lo sabemos ni ella se esfuerza en aclararnos. Revuelve nuevamente la sopa y tararea bajito la canción.

Hoy me decidí a contar tu historia

Hoy me decidí a escribir tu historia, como parte de la mía, para explicarme en el futuro las razones de mi vida y porqué siento este dolor tan grande y este egoísmo infinito, al mirar tus ojos vacíos tratando de recordarme, Soy yo, tu nieta, la que ha vivido como tú nos enseñaste, pero como poder, si tú eres todo. Eres mi fuerza, mi raíz, mi vida entera.

No sabes cómo extraño vernos juntas tomando el té, hablando de cosas sin sentido, mirándonos a los ojos y sintiendo que la vida de ambas tiene una razón. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas las aspirinas para curar mi resaca? ¿Recuerdas las comidas y cada vez que se nos terminaba el azúcar? ¿Recuerdas quién eres? ¿Recuerdas lo que fuiste?

Hasta un punto no te culpo. ¿Cuál es el propósito de seguir recordando si lo hecho ya no se puede deshacer? Si lo que no fue, no lo será nunca. Te dedicaste a nosotras con devoción y porfía, jamás dejaste de ver a mi madre como la niñita que hacía rato había dejado de ser. ¿Fuiste feliz?

Siento que van a quedar para siempre sin respuesta estas preguntas, que estamos congeladas en tu tiempo feliz, donde eras capaz de todo, con esa fuerza magnífica que emanaba de tu ser, que años después la vi repetida hasta la abundancia. Alguna vez te pregunté el por qué, creo que nunca me atreví a indagar tan profundo. Eres tan completa que no tienes defectos para mí. He querido ser como tú siempre. He tratado de escucharte y de quererte más que todos los que te conocen, más que todos los que te han amado.

Mis primeros recuerdos son contigo presente, tus ojos verdes, tu cabello tan fino, sujetado siempre con lo que fuera. Era como una vergüenza, la gringa sin sal, te llamaban. Odiabas tu piel transparente y frágil, tu aspecto distinto, incluso tus ojos. Años después hubiera dado mi vida, por lucir como tú, tal vez ahora no estaría aquí, escribiéndote…. Pero esa es otra historia, que más adelante te cuento.

Me miras con tus ojos vacíos y siento que mi vida se ahoga en un recuerdo sin tiempo, que tú tratas de buscar con paciencia infinita, como buscando los hilvanes perdidos de tus costuras. ¿Donde estás ahora? ¿Qué te hace aferrarte a esta vida? ¿Estamos condenados a perder lo que más amamos, precisamente por amarlo tanto?. Siempre fue notable la precisión de tus recuerdos. Empezaste a anotar detalles en tus pequeñas libretas o en las que yo te regalaba, hechas con restos de mis cuadernos, que atesorabas entre tus recuerdos.

Tus fotos, ¿dónde están tus fotos? “Son recuerdos vacíos”, alguien me dijo una vez, «congelados en un minuto del tiempo que ya no vuelve, que te esclaviza y te tortura, porque ya no somos los mismos».

Olguita querida, me he vuelto una maniática del tiempo, me he vuelto gris y desesperanzada en este punto, desde que él me pidió que regresara. Tú siempre lo quisiste tanto. Intuyo que hasta el día de hoy sueñas que aparezca con su porte de príncipe, sus ojos alegres y sus fantásticos chocolates, que tú guardabas bajo tu almohada y te comías calladita, saboreando.

¿Cómo podemos empezar? ¿Por dónde? Los primeros recuerdos que tengo de ti son acompañando a mi madre en todo. Eras una constante. Te recuerdo doblando las sábanas, esas tan blancas y tan fuertes que tú misma cosías, con esa tela alba y perfumada por el sol y el jabón; que colgaban infinitas en el cordel. ¿Recuerdas nuestra casa?. Cuántas veces maldecimos vivir en ella, pero qué falta nos hace su espacio. Te imagino incansable, limpiando, lavando, inventando una nueva tarea para acortar el día, para darle un sentido, para no pensar, para olvidar, para vivir.

Te extraño ahora, incluso frente a ti. Extraño nuestras conversaciones, tu risa contenida, nuestros recuerdos, nuestro hogar. El calor, el sabor de tu comida, la dulzura de tus abrazos. Te extraño como si ya te hubieras ido, y no es así. Somos egoístas los seres humanos, Olguita, lo sé. Lo vivo en carne propia cada día, no puedo aceptar que ya no eres la misma, no puedo concebir que no estás más conmigo. ¿Nos preparas, tal vez? Aprietas mi mano y me pregunto si sientes que estamos conectadas. Me pregunto si sabes que voy a contar tu historia.

N de la R: Esta entrada la escribí hace mucho tiempo atrás, cuando mi querida abuela Olga Palma Müller aún estaba con nosotros y empezaba su lenta despedida de quienes fueron lo más importante en su vida. Un año después, en una fecha como hoy,  falleció a los 93 años. Descansa en la tumba que era de su madre, en el cementerio del pueblo donde ella y yo nacimos. Aún la extraño y recuerdo sus palabras, sus historias y su vida, parte de la que, con todo mi cariño, he compartido con ustedes, como un homenaje a ella, en esta bitácora.  Te quiero mucho Olguita.