La Hija del Pintor

Todo pasó muy rápido y tan suavemente. De un día para otro, este visitante se hizo permanente y cuando le comunicaron dichosos que iban a casarse, ella se dio cuenta que no había tomado en cuenta nada de lo que le había dicho don Bartolomé. La gata se le enroscó coqueta entre sus piernas, mientras, por primera vez en mucho tiempo, sintió el abatimiento en sus huesos. Nada de esto estaba planeado. Ella quería algo distinto. Las clases de francés se habían ido al demonio por la sonrisa franca y las manos vacías de este joven desconocido, que ahora venía a declarar, tan fresco, que se casaba con la única hija que tenía, aquella que le había costado sangre, sudor y lágrimas mantener a su lado y aunque le recordaba un pasado infame y sin sentido, era la niña de sus ojos, su único corazón. Ahora, se iba con este que no tenía donde echar sus huesos, ni una cama, ni una casa, ni un buen trabajo. ¡La jodienda, carajo!. Era como una maldición.

Así me contaba mi abuela de la penosa tarde cuando se enteró que mi madre se casaba con papá. Era tan difícil esperar algo de este joven, un pintor de brocha gorda, hijo del rigor, que no había terminado la enseñanza superior y que seguro era un bruto intransigente, como habían muchos en esos tiempos tórridos de la nación, pero el hombre era amable, con una voluntad infranqueable, sabio desde la cuna, con un  corazón grande y generoso, que muchas veces tuvo que amarrar con los cabos de la cordura, para no dejarse llevar por artimañas y falsos desconsuelos. Laborioso y feliz. Ese era realmente el pintor.

Creció entremedio de siete hermanos, a pié pelado, entre la lluvia y la escarcha de los inviernos pobres de su niñez, entre los caballos y los aperos del viejo carretón del padre, entre el jardín luminoso y la huerta fecunda de su madre, entre gritos de niños, juegos de pelota, caminatas en el campo, boga en el río y luz y sombra en los atardeceres del estío. Heredero de una existencia vulgar, se rebeló a ella y empezó a estudiar. Lo hizo mientras pudo y nunca dejó de lado la lectura, incluso mientras se encaramaba, con la agilidad de un trapecista, a los techos más obtusos que el diseño alemán de la región, en su opulencia, pudo concebir. Incluso ahi sacaba el periódico del día y le robaba minutos a su jornada, para enterarse del acontecer nacional.

Así era papá. Teñido con pequeños puntos de pintura, el olor de su piel tenía de sudor, alquitrán, solventes y cueros de cordero y le recuerdo avanzando por la cocina de dos zancadas para lavarse sus manos cansadas, que tenían aún energía para tomar pinceles y ayudar con los trabajos de la escuela, armándose de paciencia incluso pasada la medianoche, con los llantos y las súplicas de «ya basta papá, que no quiero saber cuánto es 8*7»

Libros. Siempre dijo libros. Nunca dijo nada más que libros y en la adolescencia desbocada se extrañaba el abrazo oportuno, el «te quiero hija» o la explicación intransigente, con el imperativo categórico acostumbrado en el crecer de la generación. Así no era el pintor. Descubría en cada color una visión nueva, una tonalidad distinta. Pintaba escuchando música clásica, en la vieja radio a pilas, mientras se quebraba la cabeza tratando de entender cuatro alocadas hijas, mantener el presupuesto familiar y el equilibrio arriba del tejado.

Yo era la peor de todas y entre discusiones dramáticas, extrañaba un padre como dictaba la norma, no este ser etéreo y distante que olía a solventes y trabajo, que no se comunicaba y que no daba ninguna respuesta concisa, sólo tenía a bien alcanzar un texto y decir como quien le hablaba al aire, búscalo por ti misma. Con la vida aprendí el valor de ese silencio. El sacrificio intrínsico de aceptar primero para sí y luego para su prole que él no tenía todas las respuestas, que no tenía toda la sabiduría y menos aún,  que no tenía todos los colores para pintar de primavera nuestros inviernos grises.

Esta que está aquí es producto de esos colores. Escasos tal vez, pero luminosos y sinceros. Brillantes y constantes. Esta que está aquí decidió, producto de la humildad y la sabiduría del pintor, que llegó con su sonrisa y sus manos vacías, llenar el mundo entero de palabras como estas:  Te quiero mucho papá.

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