Mi Marido

Cuando nos casamos, Juan Ignacio era un hombre saludable y fuerte. Nunca pensamos, siendo tan jóvenes, la tragedia que iba a ser nuestro matrimonio. Él era muy deportista, un excelente padre, mi mejor amigo. Un día, después de una práctica, se quejó de dolor de espalda. Tenía 28 años. Llevábamos 7 de casados. Pensamos que era lumbago, tomó unos analgésicos y reposó el fin de semana. Pero el dolor no cedió.

Fuimos al médico y después de un sinfin de exámenes que nos parecieron innecesarios, y luego de haber sido derivado a otro médico, nos enfrentamos a la cruda realidad. Juan Ignacio tenía leucemia.   Y muy avanzada.

Era como estar viviendo una vida que no era la nuestra, que no éramos nosotros los que recibíamos ese diagnóstico. Juan Ignacio estaba indignado, amenazó con demandar a la clínica, pero luego, mucho tiempo después, una psicóloga nos diría que la primera parte de enfrentar la muerte es negarse a ella.

Fueron largos años que luchamos, fueron muchos los médicos, especialistas, clínicas, enfermeras, procedimientos y demases que conocimos en esos 10 años que Juan Ignacio estuvo con nosotros después del día del diagnóstico.

Me acostumbré lentamente a la nueva situación y cada vez que empeoraba y algo nuevo se añadía a nuestra rutina, era como si más peso fuera añadido a mi espalda. Me acostumbré a vivir de este dolor, y de alimentar con él mi rabia y frustración por no poder hacer nada, por no poder ni siquiera alivianar la pena. Pasamos momentos muy amargos, fuimos injustos el uno con el otro, fuimos crueles, lastimamos. También tuvimos nuestras pequeñas victorias, nuestros pequeños minutos de olvido, porque ya no puedes llamar felicidad a nada. Ya no puedes decir dicha sin pensar en que no es la palabra indicada, sino que hay otras, más cercanas: dolor, angustia, frustración, muerte.

Juan Ignacio se nutría de mi empeño y yo de su valentía. Nos amamos más que nunca en ese tiempo. Eramos como dos fugitivos, que gozábamos de cada minuto de cobijo fuera del alcance de nuestros perseguidores. Pero sabíamos que estaban ahi. Era de todo, lo más frustrante, lo que más hería. La certeza de lo inevitable, como el tic tac de un reloj, que no se va, que persite, que invade y que llena. 

Teníamos sueños recurrentes, donde nada de esto estaba sucediendo, donde la amargura era reemplazada por felicidad, de esa verdadera, de aquella que nos tocó mágicamente el día que nos conocimos y decidimos ser uno.

Fue terrible, buscábamos consuelo pero no lo hayábamos, buscábamos alivio pero era tan escaso el confort que podíamos encontrar que, un dia, sin darnos cuenta, nos dimos por vencidos y dejamos de oponer resistencia a la verdad.

Juan Ignacio empeoraba y las sesiones se hacían cada vez más dolorosas, invasivas, crueles, despiadadas, minando sus pocas energías, que con tanto sacrificio lográbamos juntar, para arrebatarlas en unos pocos minutos.  Quisimos escapar, pensábamos que nos estabamos volviendo locos. el dolor de mi alma era aumentado hasta el infinito viéndolo sufrir. Estabamos devastados.

Una mañana Juan Ignacio no tuvo fuerza para salir de la cama. Me abrazó, como hacía mucho no me abrazaba y por primera vez en largo tiempo, sentí su aroma claramente. Era como si el tiempo se hubiera congelado y fuéramos otra vez los mismos, antes de la enfermedad. Aspiré profundamente y esa bocanada me llenó de una felicidad que hacía mucho no sentía. Mis pulmones, mi corazón, mi alma entera estaban llenos del aroma del hombre que era mi compañero, mi mejor amigo, mi amor.

Miré sus ojos claros y una tibia sonrisa le llenaba la cara. Le dije, ¿amor? y ya no estaba. Me pregunté, ¿estás aquí, guardadito en mi? Y su voz clara vino a mis recuerdos, la primera vez que me dijo te amo.

Hace 5 años de ese tiempo. Y aún siento tu olor en mí, aún llenan mis pulmones las bocanadas de tu suspiro. Ahora puedo contestar la pregunta y decir claramente, si aquí estás, guardadito en mí.

42-16591565

Anuncio publicitario