En el Camino

La mañana estaba brumosa, lo recuerdo bien. Todavía pesaban los sucesos de la noche anterior. Era como si un velo negro si hubiera instalado sobre nosotros. No teníamos ninguna filiación con esa gente, pero por alguna razón su dolor era tan espeso, tan definitivo, que no logramos desembarazarnos de él por muchas semanas. Fue tanto lo que afectó a la moral de la Compañía de Teatro Espectacular, que don Martínez decidió emprender rumbo al norte, bien al norte, lejos de la lluvia cantarina, lejos de la escarcha, lejos de los ríos, lejos de toda esta tristeza que se cernía sobre nuestras cabezas.

Jovita dice que hay un Dios en el cielo que planea todas las cosas. Yo no estoy muy de acuerdo, mírenme a mí no más, pero sí creo que hay un orden para todo. No hay invierno sin verano, no hay día sin noche y no iban a pasar las cosas que pasaron, si es que no hubiera ocurrido lo que sucedió, en aquel pueblo perdido. Era preciso que estuviéramos allí.

Madame Edith no volvió a ser la misma después de ese día. Se indisponía a cada rato y se hizo indispensable parar de tanto en tanto para que pudiera medicarse. La vieja se caía a pedazos. Ahora, la escuchaba, mientras dormía, hablar de Henry. Decirle que no había sido necesario. Que huyera. Que no escuchara su corazón envenenado y cosas por el estilo. Hablaba mucho en francés también, pero como jamás ha tenido a bien enseñarme nada, nunca he podido entender qué diablos es lo que dice. Yo creo que nos insulta, pero esa es mi impresión y no tiene nada que ver con los sucesos que estoy contando.

A medida que nos dirigíamos al norte, íbamos perdiendo a alguien. El gran Sergio Rodríguez fue el primero. En un bar de mala muerte, contó la historia de los disparos, como si él mismo hubiera estado en la placita, en circunstancias que a esa hora bebía como un marinero, en la esquina opuesta del camerino, donde estuvo Madame Edith hablando con el que ahora sé que se llama Henry. Alguien le dijo que guardara silencio y él, achispado por el alcohol, trató de jalar el mantel inmundo de la mesa donde estaba aquel que le hizo callar, con un pase de prestigitador y botó todos los tragos. No tenía un veinte en los bolsillos y lo molieron a golpes. Lo buscamos en callejones, establos y en la periferia de ese pueblo, pero no hubo rastro de él.  Tomasito esbozó una sonrisa cínica, que me dió escalofríos. Cuando llegamos a la capital, fue su turno de abandonar la compañía, pero antes pasó lo de la Meche. Sí. Meche.

Hace calor y el polvo se mete por todas partes. El crujir de los techos de zinc es la música de esta hora del día. Jovita prepara el almuerzo y me mira con pena, como siempre lo ha hecho. Me dice que no debo recordar a Meche. Sabe que cuando me pongo melancólica es porque recuerdo a Meche, pero no voy a hablar sobre ella. Prometí no hacerlo e intentaré cumplir mi promesa.

Madame Edith protestó por 1150 kilómetros, en cada parada y en cada función. El cambio del paisaje no hizo más que avinagrarle el carácter y traerle más recuerdos de glorias pasadas. Cuando nos topamos con este teatro, no quiso moverse más. Caminó haciendo aspavientos, arrastrando su bata de seda apolillada y remendada, se instaló en el proscenio y dirigió un monólogo fantástico, con la fuerza, la clase y el talento que sólo don Martínez había visto. Quedamos hipnotizados, pero su tos espantosa nos hizo volver a la realidad y el gesto piadoso de Jovita de pasarle un vaso de agua y la escupidera, la consignó al lugar que la vida le había deparado y que ella se esforzaba en evadir. 

Nos quedamos, dijo don Martínez. Y desde hace casi un año que estamos aquí. Matiné, vermouth y noche. Todos los jueves y sábados. Siempre las mismas funciones, siempre los mismos recuerdos. Nos caemos a pedazos y nos levantamos, como los hombres del salitre. Como el vestuario, que ya no se muele con la humedad, pero sucumbe irremediablemente al paso del tiempo y la pátina que deja el agua dura de este peladero. Supe que Tomasito está en una compañía de otros como él, que quieren ser mujeres y no pueden. Tal vez tenga en su memoria lo que pasó con la Meche, pero ¡qué porfiada soy!, dije que no voy a recordarla y sigo haciéndolo. Jovita me devuelve de un porrazo a la realidad, cuando me dice que don Martínez está tosiendo sangre.

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Invierno

«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.

La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz  te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.

¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.

Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…

La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña  como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.

De Puntillas

Recuerdo todavía los antiguos interruptores de la luz y la apariencia tétrica de la escalera. Era vieja, como todo en la casa, pero por alguna razón fascinante, en nuestras mentes de niñas, era todo lo contrario. El pasillo era ancho y el piso de tablas de laurel. Crujía. Crujía como las hojas del otoño, crujía como tan pocas cosas en medio de la humedad de los inviernos de esa época. La escalera estaba justo frente a nuestras miradas y era la voz de mi abuela la que nos detenía de subir. Imaginábamos princesas encerradas por malvados y dementes, imaginábamos tesoros, antiguas maletas cargadas de reliquias de un pasado de fantasía, imaginábamos tantas cosas que nos delataba el sonido de los peldaños y nuestras risas nerviosas, en cada intentona.

Esa noche, no habían más decisiones que tomar. Tu traje y tus zapatos de suela, atuendo apropiado para la ocasión de la que habías escapado, eran el único escollo que nos separaba de mi cama, en el altillo. Eso y la escalera.  Te dije bajito que contaras. El cuarto escalón rechinaba a la izquierda, el séptimo había que salvarlo sin pisar, el décimotercer crujía a la derecha, no lo olvides, susurré mientras me besabas, apretujándome contra el pasillo. Quita tus zapatos, te pedí mientras me descalzaba y caminaba a oscuras por el espacio que nos separaba de la escalera. ¿Duermes arriba? me preguntas, todavía achispado por las copas y te callo sumergiendo mi lengua entre tus labios, succionando tu saliva y escuchando tu corazón, en el silencio de esta noche oscura, pero asombrosa, alucinante, apasionada.

Camina por este lado, susurro, pero no llegas a oirme. Vienen a mis memorias los recuerdos de mi niñez, raudas en el triciclo, tratando de alcanzar los interruptores de la pared y bajando la palanca del transformador, ya fuera de circulación. ¿Qué dijiste?, me interrumpes y chocamos justo al determe frente a la escalera. Recuerda, digo,  el cuarto, el séptimo y el décimotercer, cuenta, que mis padres duermen del otro lado del pasillo.

Crujió, crujió, crujió, como las hojas del otoño, con la reverberación del eco suspendido en mi respiración, crujió la maldita escalera desde el inicio hasta llegar al final y no sabía si reírme a todo pulmón o ponerme a llorar de desesperación y de hambre de no poder tenerte, por el maldito sonido de la casa vieja, haciendo sentidas conjeturas por este visitante inesperado y por esta falta de respeto a la vetustez de sus rincones, a esta hora de la noche.

Ya estamos aquí, me dices afiebrado y tus zapatos caen de golpe al suelo. Nos petrificamos. Ligeros vahos exhalan tímidos por nuestra nariz, mientras somos todo oídos. La casa está en calma, se escucha sólo un perro a lo lejos y el zumbido del cable del alumbrado, como una abeja laboriosa. Respiramos con dificultad, pero esta calentura es más porfiada que todas las fiebres del planeta y me desnudo con rapidez para envolverme entre tus brazos, para oler tu cuello y mirarme en el mapa de la tierra a la que le tienes devoción. Se acomoda la escalera, el pasillo, la casa entera mientras los resortes desvencijados de mi cama tratan de contener la pasión que nos perturba, que nos quita el aliento y nos hace transpirar cuando afuera se escucha claramente cómo avanza la escarcha.

Caen de improviso los tablones de madera que soportan la cama y allí el gran caserón genera un eco atroz, grave, reproducido y amplificado miles de veces por cada eco, en cada habitación, en el silencio de esta noche. Pensamos con rapidez y no hay escapatoria. Bajar la escalera en este momento sería un suicidio. Me vuelven mis fantasías de niña y me veo encerrada en esta prisión, sin posibilidad de escape y para colmo con un príncipe desnudo y culpable que no aliviana para nada las cosas. Como ratas, como viles ratas nos acurrucamos en la esquina de la cama y apagamos la luz. Escuchamos, conteniendo el aliento y sólo la escalera bufa interrumpida en su sueño, acomodándose nuevamente en su digna posición, mientras la casona toda cruje por los embates del frío.

Te despido la mañana siguiente, cuando los ruidos no son tan graves, no existe el eco y pareciera que a la escalera le gustase ser invadida por pasos apurados y manos sudorosas que aprietan el pasamanos con premura. Nos besamos, te observo en tu partida y me queda una sola mezcolanza, la carrera loca de mi niñez, apretando los interruptores, las risas contenidas y el corazón latiendo a mil por hora, todo eso junto y amalgamado. Me dirijo a mi habitación. Cuento los peldaños nuevamente, esta vez, sólo por jugar.

N de la R: Fotografía gentileza de http://luxurbex.blogspot.com

Visiones

La mañana amanece blanca, la escarcha cubre todo. Pastos, tierra, árboles, incluso las telas de las arañas son sorprendidas impúnemente y destacan en los cercos como banderas al viento.

Él revisa nervioso el gallinero, el establo y los galpones. Es la primera helada de la temporada y se cerciora de los daños. Deben estar preparados, el invierno se viene a pasos agigantados. Esta es la prueba irrefutable que el frío será quien comande la estación. Manda a reforzar los cierros, cubrir las paredes aquí y allá, atrincar los fardos de pasto y los sacos de trigo en el granero, mientras la mañana va avanzando lentamente, como si se negara a salir. El sol empieza tímido a iluminar, un poco primero, más, a medida que las horas avanzan.  A nadie le gusta la helada. Sufre la tierra, los hombres, los animales. Es preferible el aguacero, ruidoso, férreo, amenazante, que deja todo ensopado a su paso, pero no aletarga, no cristaliza los sentidos. Sufre la menta y el poleo. Sufren las gallinas, que se niegan a comer los granos de trigo que les arrojan las mozas, junto con las migas del pan del desayuno.

Los pequeños se acercan corriendo, sus manitas rojas de frío, sus bocas llenas de pan fresco y crujiente. Algunos con graciosos bigotes de leche. Persiguen a las gallinas, mientras las mujeres empiezan a colgar el lavado en los cordeles de alambre, a lo largo del patio. Penden de pinzas de madera blancas sábanas que exhalan un vaho irreal por el contraste de la temperatura. Lucen como tétricos fantasmas, en medio de una niebla que se queda atascada entre los rayos del sol, que, tímidamente, empiezan a llenar el espacio.

Se queda suspendido mirando las sábanas y su imagen de sueño. Por un segundo, todo lo demás se borra de un plumazo y sólo queda la niebla, saliendo de todas partes, envolviéndole.

De entre sus sueños, aparecen imágenes difusas primero, que se tornan en una visión macisa y clara. La figura perdida de un hombre se acerca peligrosa y desafiante al borde del puente. Su cara luce agobiada, sus ojos  destellan furia y sinrazón. La niebla le envuelve, el frío le hace tiritar. Su chaqueta cae sin gracia al suelo, mientras atraviesa la frágil baranda, para enfrentar su vista con la imagen irreal de las aguas del río, que corre irreverente y ruidoso por la cañada, arrastrando troncos y ramas. La rabia que le llena su corazón no le deja pensar con claridad. El rifle está a un lado de su chaqueta, inerte y sin tiros. Mira fíjamente y, entre la neblina, su cara reluce como la faz de la luna. La niebla envuelve todo, el frío congela el momento, se endurece la escarcha, sin ruido, haciendo resfalosa la superficie gastada de las tablas del puente. Mira y trata de encontrar familiaridad en esa cara, pero de pronto, el cuerpo se precipita lenta y dramáticamente por el borde del puente, en medio de la noche, en medio de la escarcha, envuelto por la niebla.

Pasan los niños corriendo por entre sus piernas y le traen de vuelta. Mira sus caritas sonriendo, escucha sus risas musicales y contagiosas. Repara por última vez en las sábanas colgando del cordel  y el vaho irreal del contraste de temperatura. Del poniente, la sombra de un hombre a caballo le devuelva a esta realidad.

praderas