Furia

Apuntó el cañón de la escopeta justo a su cabeza, mientras las venas del cuello saltaban impacientes y violentas. Gaspar estaba descolocado, frenético. Thomas gritaba aterrorizado una y otra vez que bajara el arma. Gaspar se burlaba cruelmente y le preguntaba si todo se veía más real. ¿Quién es el que tiene el control ahora, hijo de la gran puta? gritaba a todo pulmón.

Aquel día, en el aeropuerto, un mes y medio antes, no pensamos jamás que este chico de proporciones descomunales, pero un chico al fin y al cabo, se iba a transformar tan radicalmente. Su cara cansada y redonda, sus expresiones de asombro. Sus graciosos comentarios. Su acento duro y la persistente fijación por acariciar el cuchillo de caza, que extrajo de su mochila apenas salió del terminal y se subió a la camioneta.

Thomas esperaba poner en práctica un ejercicio de redención y de ayuda. Ayuda a Irma, aquella madre ejemplar y abnegada que había conocido en el camino de Santiago de Compostela, tratando de sacar a flote a Darlene, su hija mayor y mediohermana de Gaspar, para arrancarla de una nebulosa de heroína y prostitución. Círculo vicioso cerrado y cruel que ni la caminata santa con el mismo apóstol habría logrado romper. Thomas, por su parte, quería redimir la desastroza relación con su hija, que le odiaba cordialmente y castigaba sus intentos de comunicación con largos silencios y berrinches, con acusaciones de abandono y con la negación absoluta a cada una de sus ideas.

La idea no parecía tan descabellada y tomamos parte con voluntad y alegría. Gaspar se convirtió, como me di cuenta más tarde, en un ángel. Todos buscamos rendención, todos buscamos reparar algo irreparable a través de su figura. Thomas, Ronald, Mauricio y yo. Todos juntos cometimos el mismo error y en el camino por ayudarlo, terminamos hundiéndole más.

Estaba todo organizado para su entrenamiento en «la vida real». La casa en mitad del campo, sin luz eléctrica, parte vital de la sanación de Thomas de los tumbos y cicatrices de su vida anterior, ofrecía un panorama maravilloso, cada mañana de ese verano cruel. La figura de los volcanes se recortaba perfecta contra el horizonte. Chucaos despertaban junto con nosotros y la gata depositaba su víctima de la noche, convenientemente descabezada, para aspirar orgullosa a su desayuno. Pero todo anduvo mal desde el inicio. Apenas Gaspar llegó, la humareda de los incendios forestales hizo irrespirable el ambiente. Su cansancio, por el viaje de dieciséis horas, se tradujo en una excusa permanente para levantarse rayando el mediodía. Acusaba de alergias a diferentes elementos, inventados y reales. Quería fiesta y diversión. Prostitutas y alcohol, exageraba. Nos miraba extrañado cuando le hablábamos de proyectar la huerta, cortar leña o colaborar en la nueva construcción. Debí parar todo entonces, pero el entusiasmo de Thomas era mayúsculo. Una sonrisa iluminaba su cara, cada día. Las bromas, las caminatas juntos, las latas de cerveza después del almuerzo. Cuando dijo que tenían tanto en común, que el chico bien podría ser su hijo, un escalofrío recorrió mi espalda, pero yo había aprendido a dejar hacer. Tomé palco cómodamente y me senté a esperar que todo cayera por su propio peso. Jamás imaginé lo que iba a venir.

Ronald, juez retirado y entusiasta de los veleros, se ofreció gentilmente a enseñar a Gaspar los rudimentos necesarios para ser un hombre de bien. Aprender la Constitución y las leyes, entender que el crimen no paga, como pregonaba con fuerza el joven, a raíz de la exitosa operación de Rick, padre de su hermana y personaje gravitante en su temprana juventud. Ron se daría cuenta que todo había comenzado un día de otoño, en su corte, muchos años atrás, pero eso fue después, cuando ya habíamos perdido al chico.

La esposa de Mauricio notó inmediatamente que algo no andaba bien. Años de vivir en lugares inhóspitos, agitados por guerras y desastres, le daban un sexto sentido rotundamente infalible. Miraba aterrorizada el tatuaje grotesco que Gaspar mostraba pomposo. Me llamó aparte y me dijo si estábamos seguros de lo que hacíamos. La miré fíjamente, en la profundidad de sus ojos, del mismo color del Lago Maggiore, lugar donde ella nació y le dije francamente que no.

Eran tantas las ideas y las buenas intenciones. Como abogué muchas veces, el principio era bueno. No esperamos jamás que algo así sucediera. Cuando recuerdo la voz de Gaspar y sus ojos desorbitados, todo encaja perfecto. Su adicción a las drogas, que supo ocultar de manera impecable, sus historias macabras, que pensamos eran sólo bravatas, toman forma sólida en mis conclusiones y si no es por la llamada de su madre, hoy no estaría contando esta historia.

El móvil de Thomas empezó a sonar y vibrar desesperado, mientras Gaspar seguía apuntando. De tanto vibrar, cayó al suelo y el chico vió claramente en el visor: Irma. Repicó de nuevo y él, como un actor consagrado, se serenó, cambió el tono de la voz, bajó el arma y se dispuso a hablar con su madre. En un amago de bondad, palmeaba la espalda de Thomas, mientras decía que estaba todo de maravilla. Tomó el arma con la otra mano y le quitó la munición, dejándola abierta encima de la mesa. Sonreía como un ángel.

En las próximas horas, empacó sus cosas, se bebió dos botellas de vodka de un tirón y tomó el avión de vuelta a su hogar. Ya le habíamos contado todo a Irma. Respiramos aliviados, pero dos semanas después ella volvió a llamar. En su turno de la noche, había reconocido el tatuaje de su hijo en el cadáver de un joven delincuente, muerto en una balacera.

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Confesión

Villa de la Concordia, junio 23 de 1915

Querida Marie: 

Hoy he cometido un crimen, un crimen atroz y artero que no me llena de orgullo, pero no me remuerde para nada. Tal vez soy una bestia, como tantas veces lo dijiste y me negué a aceptarlo.

La vida que te he dado ha estado llena de lujos y comodidades, sin embargo no fue nunca suficiente para ti. Hubiera deseado que me amaras, pero nunca pude ver esa luz en tus ojos. Me esforzé y sólo Dios sabe cuánto. En este pueblo miserable somos gente distinguida, somos ricos, tenemos cuanto anhelamos y en el lejano Saint Etienne eramos nadie. Tus padres lo sabían y por eso te mandaban al convento, a encerrarte de por vida, para que no les vieras desmoronarse y ser arrojados a la calle como perros. Yo te rescaté de ese destino, te convertí en mi esposa y te di lo mejor de mí, pero jamás fue suficiente. Jamás.

Tu traición me dolió hondamente. Tus escapatorias constantes y tu mirada arrobada por ese pomposo malnacido español, me avinagraron la sangre desde que te vi pasear de su brazo, castamente, por la alameda, contorneándote como una cualquiera. Te odié entonces y a él le odio con mi vida y es por eso que he hecho lo que he hecho. Este crimen es tu culpa y la suya. Es la única salida que tuve para limpiar mi honor y podrirles la vida, como tú lo hiciste conmigo, ya desde la noche de nuestra boda y durante estos siete años. Nunca fui lo suficientemente bueno para ti. Aunque no tenías ni un mendrugo y eras pobre como rata cuando te conocí, jamás lograste aceptarme como igual. Siempre fuiste la hija consentida del Barón y yo el pobre hijo de un labriego, ignorante y ordinario, borracho y detestable. Eso me gritaste a la cara en nuestra noche de bodas y aún entonces no perdí la esperanza de estar a tu altura, hasta que me di por vencido y terminé odiandote, como se odia a una cualquiera.

Te dije claramente, ese día en el comedor, que no podrías escapar de mí y ahora te hago cómplice de mi delito. Eres la única que sabrá porqué la muchacha falleció, víctima inocente de tu pecado. Eres tú la culpable y eres tú quien debe cargar con este peso, como cargará el español bastardo el remordimiento de haber cagado a su mejor amigo. Por eso la he elegido a ella. Por eso ella murió, por tu culpa y la suya, de nadie más.

He arreglado mis asuntos de modo tal que sólo te quedes con la casa. Una pensión mínima te llegará cada mes y ya he declarado legalmente bastardo al hijo que cargas contigo. Espero muera antes de ver la luz del día, pero espero que tú envejezcas Marie recordando estas palabras. Ha sido todo por tu causa. Una inocente ha muerto esta noche y por tu culpa. He de cagarles la vida desde donde esté y espero que el diablo se los lleve a ambos, hundidos en un mar de rencores, culpa y amargura.

Dejo la escopeta y el tiro con que despaché a la mujer del pelirrojo bruto, amigo del español, en el cajón de mi ropero. No tengas cuidado que no tiene más munición. En la fuente del jardín he dejado algo de dinero para que le pagues a la servidumbre y les despaches. No quiero a nadie alrededor tuyo. Nadie se acercará nunca más a ti. Me marcho Marie y sé que no volveremos a vernos

 

El resto de la carta es ilegible, sólo se ve la firma, Henry Blanc, dice el joven arquitecto, mirando a lo profundo de sus ojos. Ahora me siento mejor, dice ella en un suspiro. Vámonos de aquí.