El Espejo

En el portal, Beatriz intenta recobrar un poco de compostura. Al alejarse de la voluptuosa envoltura, nota como el corazón le da un puñetazo en pleno esternón. Busca su llavero. Lo encuentra, al lado del cepillo, con las mismas iniciales grabadas en el centro de un corazón de metal. Introduce la llave en la cerradura. No encaja. Prueba una y otra vez. Sin éxito. Levanta los ojos hacia la cara del desconocido, se tropieza con una mirada brillante y salvaje, ligeramente burlona. Cuando siente unos dedos deslizarse por debajo del vestido, mientras otros se cuelan por el escote, sus manos aferradas, una a las llaves y la otra al bolso, se ablandan, liberándose de su carga, ávidas por descubrir una sensualidad que le es ajena. Susana, suspira el hombre, en un bufido contenido por el cinturón que le cincha la panza. Susana, insiste, mientras los dedos del escote descienden hasta su bolsillo y en un gesto inesperado, abre.

Despierta en su cama, las llaves sobre la mesita de noche, el libro sobre el almohadón. El vestido impúdico, rajado por la caída, yace en el suelo. El moretón en las rodillas y el codo. Los tacones tirados sin vergüenza en el pasillo. Resiente un dolor en la base de su espalda. Respira y un aroma que no es el suyo invade su espacio. Diego le llama. Salimos a comer. No olvides las entradas. Las dejé en el recibidor.

Se dirige al baño. Abre los grifos y llena la tina. El olor la persigue. Suena el teléfono. Susana, siente una respiración entrecortada al otro lado de la línea. ¿Qué haces? La voz la perturba. Cuelga. Insiste el repiqueteo. Desconecta el aparato. Se sumerge en el agua. Se sumerge en el recuerdo de la caída del espejo. El gran y aparatoso espejo de su abuela, que moraba solitario en el ático, tapado con restos de telas, ropas y reinando en el caos del lugar. Se quebró en mil pedazos, cuando su puño apretado descargó su rabia contra la imagen. Era una vergüenza lo que había sucedido. Una vergüenza. Escuchaba los murmullos de todos. La comidilla del barrio. La inocua presencia de sus padres. Todo desapareció a la vista infame del tipo que la había manoseado, en la entrada de la casa, como si fuera una cualquiera. Todos los vieron. Nadie hizo nada. Ella corrió al ático y se encerró allí, por horas infinitas, hasta que reparó en su semblante reflejado en el espejo. De un puñetazo, lo rompió y mientras caía dramático y pesado, los fragmentos le mostraban su cara, cubierta de lágrimas. En algunos reía, en otros se veía serena; en otros, desolada.

Saca la cabeza del agua y se cubre con la toalla. Busca un vestido escotado. Conecta el teléfono otra vez. La línea trae una llamada. Susana, ¿estás ahí?. Te necesito ahora. Amarra su pelo, se ubica en los tacones. Se pintarrajea los labios. Llama a un taxi. El tipo la saluda por su nombre. No queda nada de Beatriz. Susana hace su entrada a la escena, con desenfado, con premura. Aprieta las llaves entre sus manos, antes de cerrar. Se acomoda los calzones descaradamente y recuerda el espejo una vez más. Diego no sospecha nada. Siempre ha jurado que es la hermana casquivana y gemela. Nunca sabrá que son una sola persona.