La Verdad

El olor a aguardiente de Madame Edith inunda todo su cuarto. Ahí están los arcones llenos de ropa. Las botellas escondidas debajo de la cama. El cartón de cigarrillos. Dieciséis ceniceros repartidos aquí y allá. Pedro Torres Apaza, nuestro actor principal, me ha ayudado a cargar al atado de huesos en el que se ha convertido la vieja. Le coloca una estampita de la Virgen de Andacollo en la frente, por si la Chinita se decide a hacer el milagro de traerla de vuelta. Le habla en la lengua de sus ancestros, mientras yo intento escuchar qué rayos balbucea doña Edith.  Despejo su cama. El olor a pis y ceniza nos aturde. La veo en su real dimensión y caigo en cuenta que Jovita tenía toda la razón cuando decía que había perdido la decencia. Que la clase y el garbo estaban en sus fantasías y que la verdadera doña Edith no era más que otra pobre, atacada por las ratas y el olvido, por el hambre y el frío. Como todos los demás. 

Le aprieta la mano a Pedro. Le habla en francés, le habla en esperanto. Cuando no escucha la respuesta que quiere, abre sus ojos azul índigo y cientos de líneas profundas se convierten en una superficie lisa. Dime dónde está mi hijo, inquiere. Dime dónde está. Respira con dificultad. Pedro busca con desesperación la estampita de la Virgen. La Chinita no tiene nada que hacer aquí, me confiesa en susurros. Ya se nos va la señora, por Dios bendito, me dice con la caballerosidad y el cantito de los serranos. Ya se nos va.

Me quedo en la habitación, acobardada, de un acto fuera de mi voluntad. Paso la vista una vez más por el cuarto. Intento no respirar la nicotina que se ha hecho cargo del ambiente. Intento no mirar los calzones amarillentos ni las bolas de naftalina que cuelgan de uno de sus arcones. Leo con dificultad el cartel que pende de la tapa de una maleta. Alcanzo a juntar las letras donde dice Lima. Escucho la respiración de la Madame. Su pecho silva, sus fosas nasales laten. Caigo en cuenta que no es tisis lo que tiene esta vieja. Las colillas regadas, los cartones apretujados debajo de la cama. Todo ha sido una mentira.

Miro el reloj que está en la cabecera y sólo faltan dos horas para la función. Escucho con claridad el tic tic acompasado y lentamente meto mis manos en el cajón del velador. Los papeles amarillos crujen al contacto con mis dedos. Madame sigue en el estado en que la dejamos. Un sueño aplastante y ciego. Estira las manos al aire. Leo con calma, juntando con dificultad las palabras. Chambord. Barco. Lima.

– No vas a entender nada, enana estúpida- me dice clavando sus ojos en los míos. No vas a entender nada, porque nadie sabe la verdad. La vida no es blanco o negro. Hay matices y en los matices nos extraviamos. Escucha con atención, que lo que voy a hacer es darte una lección de vida.

El arte de la representación es algo que está en mi sangre. Actores callejeros llenan mi árbol genealógico desde donde tengo memoria y más allá. Tú no sabes de esas cosas, porque en esta América falsa, lo que quieren es fantasía y la fantasía, enana estúpida, se logra sólo a través de la mentira. Así está formado este continente. Sobre un saco de mentiras.

Chambord tiene el castillo más fascinante que se haya creado jamás. Ocho torres inmensas, cuatrocientas habitaciones y treinta kilómetros de bosque. Leonardo da Vinci diseñó sus planos y Alain Leclere dirigió la compañía donde yo me inicié. Él es el padre de mi hijo y Henry Blanc sabe dónde está. Jamás esperé encontrar a Henry, como jamás esperé saber nada de Antoine, mi retoño. Alain movió a la compañía hasta Lima, en un arrebato comparado con la fiebre que atacó a otras compañías y que les hizo marchar a lugares muy distantes en el globo, buscando el mismo sueño. Los conocí a todos en el barco. Un barco multicolor, con variadas lenguas, diversas historias, genuinos personajes, una sola bandera. El maestro Xin Yuga, nos elevó a la categoría de performistas, a través de las pipas de opio. Él me regaló las batas de seda y me hizo desembarcar en estas tierras, rumbo al mar. Tenía una visión. Una visión maravillosa. Dejó esta vida apenas alcanzamos el océano. Xin Yuga le entregó mi hijo a Alain. Xin Yuga me regaló el maquillaje que ha cubierto mis cicatrices durante estos años. Xin Yuga me dejó un vacío en el alma, enana estúpida, que es imposible de llenar. Sólo con las luces del teatro me transporto a la otra dimensión. A aquella donde está Xin.  Tú no puedes entenderlo porque tu vida ha sido insípida. No sabes nada. Buscas nerviosa en mis papeles, pero no sabes qué buscar. Xin Yuga me enseñó qué buscar. Perdí mi alma el día que se fue y son las luces del teatro las que me la traen de vuelta, a ratos.

Henry sabía dónde estaba Alain, porque siguieron el viaje. Se emborrachan juntos, mientras la esposa de Henry se moría de frustración en la cabina que compraron, empeñándolo todo. Cree que no lo sospecho, pero lo supe todo. Xin Yuga me enseñó a ver más allá de lo evidente, con sus manos nudosas, sus modales de felino, su parsimonia y sus besos, camuflados por bocanadas de opio, explorando mi carne, penetrando mis pensamientos y mi voz. Perdí al padre y al hijo, pero gané al maestro. Hasta que me abandonó y en su abandono, perdí todo.  Descubrí, sin embargo, la tentación de la mentira y cómo cura el dolor del corazón. Cómo perturba a las almas y con cuánta fascinación las personas ignorantes la atesoran.

Ver a Henry me trajo el recuerdo de tiempos que ya había conseguido convertir en partes de mi fantasía. Ver su odio y su rabia, escuchar su confesión absurda, ver su éxito convertido en derrota, me recordó mi propio dolor y mi propia vida, aquella que he ocultado entre personajes de obras teatrales. Qué sabes tú, chiquilla estúpida, qué es el dolor. Aquel que traspasa, que carcome el alma. Aquel. Esa sombra silente que se acuesta en tu cama, comparte tu almohada y no te deja jamás. Un estado permanente que no se pasa con nada. Mírame. No se pasa con nada.

Intenta levantarse. Intenta agarrar mis manos. Un paroxismo de tos la descompone. El olor a aguardiente y pis inunda todo. Quiero vomitar. Faltan cuarenta minutos para que empiece la función. Miro los arcones. Recuerdo a Tomasito y su compañía de Kathoey. No sé por qué recuerdo a Meche. Madame Edith se pasa la mano con furia por la cara y una cicatriz espantosa le surca la mejilla, sin pintura. Esa sombra silente, insiste. Esa sombra.

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La Partida

Tuvo mucho tiempo para pensarlo. Casi demasiado. Registró sus bolsillos en un gesto involuntario y recordó. Las últimas monedas las había depositado en las manitos de Emilio y aún le partía el corazón su carita confundida. Es necesario este dolor, es necesaria esta partida, se repitió en el trayecto hasta el puerto. Se quedó el día entero mirando los barcos. Logró una comida caliente, ayudando a la tripulación de una vieja barcaza a deshacerse de su carga. Vió como el día iba avanzando. Escuchó historias. Repitió frases. Memorizó descripciones. Guardó en su mente cada instante de este día. Hasta que la bruma se dejó caer.

Nunca había recordado sus sueños. Pensaba no poder recordarlos nunca. No esperaba nada de este viaje. Un sentimiento de profunda desazón le invadió. Se rindió sin haber empezado. La carita de Emilio vino nuevamente a su cabeza. Avanzó por la orilla. Se metió en el agua. Nadó algunos metros. La bahía estaba cubierta de neblina. Los barcos se mecían en fantasmales imagenes, flameando sus velas, azotando sus cabos. Buscó con cuidado el mascarón. Le costaba el braceo. Anhelaba un cigarrillo. La carita de Emilio se le repetía en cada reflejo, en cada gota de agua que golpeaba su cara.

Allí estaba el barco y el hombre le ayudó a subir. Le advirtió que no podía hacer ningún movimiento. Que no podía decir nada. Que era su pobre pellejo el que estaba en juego. No habría clemencia si lo descubrían. No lo conocía, le dijo. Le dijo también que habían ratas enormes y si tenía suerte, podría comer alguna vez. Que se olvidara de hablar, que se olvidara de que era un ser humano. Que se olvidara de todo.

La bruma espesó. La bahía apenas se divisaba desde lo alto de la colina. Esteban Santa María había sellado su destino. Se acomodó como pudo en el escaso hueco entre los barriles con agua y las vigas de suplemento. Iban a pasar cuarenta días con sus noches. Noches que iban a ser días. Días que iban a ser noches. Apretó las tripas y el corazón. Zarpaban al despuntar el alba. Estaba preparado.

Fotografía gentileza de Anne Fatosme.  http://annefatosme.wordpress.com

Invierno

«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.

La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz  te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.

¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.

Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…

La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña  como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.

Fotografías

Está bien aquí, pregunta el chico, colorado por el esfuerzo de trasladar la pesada fotografía, por tercera vez, de una pared a la otra. Sí, déjala allí por mientras, ya veremos, suspira José Luis, dándose conformidad. No era ahí precisamente, pero el joven le causa lástima por alguna razón. Cree haber visto su cara en otro lado, en alguna situación menos afortunada que esta.

Son muchos los recuerdos que le traen esas fotografías. Siempre que expone, debe hacer raccontos forzados, respondiendo las preguntas de los que gustan de su arte, situándose nuevamente en el momento exacto en que apretó el obturador y logró congelar ese segundo precioso con su lente. Eso es lo más fascinante y lo más difícil de explicar. Muchos le miran atontados y vuelven a preguntar. El cuadro está chueco. ¡¿Debo hacer todo yo mismo?! pregunta para sí y de dos zancadas alcanza la pared. Acomoda la fotografía y se suspende en la delicadeza de los pinos en el fondo. Recuerda con precisión enferma la escena de ese día, veinte años atrás. El hombrecito y el ruido de sus tijeras de podar. El viento arreciando. Punta Arenas. El viaje. El mar.

La rubia que estaba a su lado hacía gorgoritos de saliva y dormía profundamente. La cabeza aún le daba vueltas y tomó precauciones para dirigirse al baño. Todavía veía esas luces sicodélicas. Esos caleidoscopios que le atrapaban en segundos eternos, llevándole cada vez más lejos, la piernas como de lana y las cosquillitas por todos lados. Eran las mezclas. Fue al baño. Tenía la garganta seca, la cabeza en su sitio y una ganas salvajes de tirarse otra línea, de clavarse otra aguja, de un porro. De todo. De nada. Escuchó a lo lejos a sus amigos irse espabilando, empezar el día con palabrotas y con risas. Aletargados, pero enteros, gozando de una libertad que no se había visto en los últimos cuarenta años. Eran libres. Jóvenes y libres. Viajando por el continente, durmiendo aquí y allá, fiesteando, drogándose, decididos a vivir sólo una vez.

Su padre logró ubicarle y con la misma decisión que le había caracterizado desde que se libró de la guerra, le jaló por los pelos y le embarcó. Ya estaba bueno de disipación y libertinaje. Iba a terminar como los muchachitos esos de la plaza de las agujas, demacrado, perdido, cubierto en sus propias heces, hablando incoherencias. Te vas y no me jodas. Te subes al barco y te callas. Vas a trabajar un poco, que eso no le ha hecho mal a nadie, nunca. Nos vemos allá en un mes, le dijo secamente. Se dio la vuelta y desapareció.

La travesía ha preferido olvidarla. Los rostros de la tripulación ha preferido olvidarlos. Los sudores y las pesadillas ha preferido olvidarlas. Los vómitos, la sensación de que hasta pestañar es un dolor, ha preferido olvidarlo. El olor del mar colándose en sus narices y haciéndole sentir más enfermo. Los sonidos del mercante. Algunos otros que, como él, avanzaban como fantasmas en la cubierta, incapaces de cumplir una orden, cayéndose desmayados, causando lástima y trabajos, también ha preferido olvidarlos.

El día de invierno que atracaron en el puerto de Punta Arenas había una ventolera que amenazaba con llevarse la nave al otro lado del estrecho. Se bajó más repuesto que como se había subido, con más peso, con el bamboleo del mar pegado a sus pasos y se adentró en la ciudad más austral del mundo. No le causó mayor impresión. Era una cruza extraña entre Praga y las villas del sur del mediterráneo, con un viento salvaje que arrastraba todo a su paso. Tan fuerte que se llevó, sin que se diera cuenta, todos y cada uno de sus pensamientos. Trabajó como jornal, como mensajero y finalmente como administrativo en la planta que procesaba merluza, de propiedad de un viejo amigo de su padre. Manos faltaban a montones en esas soledades, asi que fue más que bienvenido.

Una tarde de aburrimiento sideral, se encontró con una vieja cámara fotográfica. Recordaba haber visto algo parecido, en su infancia, colgando del cuello de alguno de sus tíos y se decidió a probarla. Sus primeros trabajos fueron francamente patéticos y estuvo a punto de echar el aparato al mar, pero la fascinación de capturar el momento justo era superior a su frustración. Los rollos se demoraban días en llegar, de vuelta a sus manos, convertidos en instantáneas que iban lentamente superando su calidad. Fue entonces que se decidió a visitar los antiguos edificios y adentrarse en esta que era, ahora, su ciudad.

Había pasado mucho tiempo. Miró la imagen con detención y recordó claramente el día en que la había tomado. Su impresión por la historia del viejo ballenero. El homenaje sentido de la comunidad que lo dejó morir en la pobreza. Así había sido todo. Contrastante, disparejo, extremo, distante pero al mismo tiempo sencillo, familiar. Todo en una sola fotografía. Era difícil de explicar. Era un logro plasmarlo y ese era el desafío. Ahí estaba, frente a sus ojos. Miró al chico nuevamente y recordó dónde había visto su cara.

Su Nombre

Su nombre y su destino cambiaron ese día. El fraile se arrellanó contra la roca y se dispuso a escuchar. Ya sabía los detalles desde antes, pero no estaba de más la confesión de un alma martirizada, cuando el arrepentimiento es claro. O al menos eso quería creer.

Joaquín había dado tumbos en su vida. El abandono y la desesperación fueron moneda corriente en los días de su infancia y hasta los quince años. Se hizo hombre demasiado pronto. Perdió la inocencia demasiado pronto. Creció siendo parte de la tripulación de muchos barcos, sin embargo no era el mar su destino. De alguna forma, siempre lo supo y cada vez que zarpaba tenía la certeza que había un lugar en tierra firme a donde él pertenecía. Veía en sueños un promontorio de verde eterno, árboles ordenados en líneas sin final y su caballo andaluz.  Los otros tripulantes reían de sus delirios y nunca dejaron de hacer chanzas a su costa. Pensaban que estaba demente, como muchos que perdían el juicio por tanta inmensidad, por mecerse al viento sin control alguno sobre sus destinos, tal como aquellas tablas que, de vez en cuando, veían flotando, en los atardeceres del océano.

A los quince años, su vida dio un vuelco impensado. En el puerto de Madeira descansaban los hombres, hablando de las fantásticas aventuras de un galeón en Port Royal y de cómo los ingleses estaban escamoteando cada vez las inmensas fortunas que venían de América. Fue la primera vez que oyó hablar de ese lugar. Pronto, sus oídos estaban llenos de nombres de puertos más allá de esta frontera, de relatos pavorosos y de esperanzas ciegas y estúpidas de un gran tesoro debajo de sus pies. Muchos de los hombres con los que había crecido, creyeron francamente en esas historias y desertaron para unirse a otras tripulaciones con destino a la mítica América.  Quedó solo, con un par de negros congoleses que nadie tomaba en cuenta, una criatura tatuada que nadie sabía de donde había venido, pero era el mejor buceador en toda la costa europea y el viejo Lucifer, que había ganado su mote por gritar, en las noches del escorbuto, el nombre del demonio hasta perder el habla. Sólo ellos y el capitán, que no lograba reponerse de su borrachera, por más evidente que se hacía el lío en el que estaban. Ordenó revisar en cada taberna, en cada garito inmundo y en cada muelle buscando desgraciados que estuvieran tanto o más borrachos que él y subirlos en vilo a la nave. El color paduzco de su piel había sido siempre un signo de su avidez por la bebida y su característica más marcada, cuando se emborrachaba, eran sus órdenes sin ton ni son, como los delirios en su cabeza. Sin embargo, se jactaba de tener la mejor perra suerte de todos los puertos del mundo y debía tener razón, porque con ese revoltillo que llevaba al caos más absoluto, nunca habían zozobrado, pero el destino, esta vez,  estaba a favor de Joaquín. Lo sentía en las cosquillas de su estómago y lo confirmó cuando el capitán, a punta de palabrotas, le puso detrás del timón. No vayas a hacer un estropicio, desgraciado, le susurró con su aliento a vinagre y se marchó a dormir. El capitán bebió y durmió el resto del viaje y fue asi como Joaquín se convirtió en contramaestre.

Por tres años siguió con esta tripulación de caricatura hasta que en las aguas de Cabo de Buena Esperanza el capitán finalmente dejó de existir. El olor a ron rancio de su cuerpo sumado al sopor de la jornada, terminaron por colapsar a todos los hombres. Se produjo una desbandada y el barco fue abandonado. Joaquín se unió a una tripulación que volvía a España y fue entonces que se enteró de los detalles del reino de los incas.

Fue allí donde vendí mi alma al diablo, fraile. Decidí no seguir navegando. Tenía callos tan grandes en las manos y mi piel tan curtida, que parecía carne de caballo reseca por el sol. No quería más drizas ni velas, ni obenques ni cabrestantes, ni nada de esa mierda. No más cuentos de monstruos marinos ni de sirenas que le quitaban a uno las bolas y la lengua. Estaba harto. Decidí hacer fortuna en América, como todos los bastardos que se subían a las naves, hechizados por los lingotes de oro que alucinaban en sus mentes. Decidí viajar en ese barco y aquí estamos.

Lo maté fraile, porque era lo que tenía que hacer. No podía soportar seguir en el mar. Se negó a darme el permiso, amenazó con amarrarme a la cofa, porque no habían buenos tripulantes en esas inmensidades, rezongó y le maté. Lo ahorqué y moriré en la horca, lo sé, pero no podía hacer algo distinto. Tomé su nombre.  Fue fácil. El escriba me debía veinte favores y no le costó nada alterar la bitácora de viaje. Por eso, en el manifiesto, soy otro. ¿Cuántos leen, fraile? Tú me has enseñado y supongo que es algo bueno, pero dime ¿cuántos? ¿Cuál era la maldita diferencia, si la nave la comandaba yo? El hombre era un inútil, un señorito sin aptitudes y yo le maté.

¿Sabes, fraile? no me arrepiento de nada. Voy a ser un Señor. Tendré más oro que todos los bastardos juntos que tripulan todos los barcos de la flota. Ya lo verás. No me mires con esa cara que no me arrepiento y sé que es lo que esperabas. Sígueme contando de los de la Asunción, que eso sí me importa.

Velero

Nos habíamos pasado el embarcadero. El camino era sinuoso y el tráfico endemoniado, a esa hora de la tarde. El aire se mezclaba con el mar, el petróleo de los camiones y el hedor de las plantas de proceso. La vista estaba empañada. Parecía que iba a llover.

Retrocediste y logramos entrar. El velero olía a guardado, a océano aposentado demasiado tiempo en las esquinas de sus luces de proa. Golpeaba despacito el agua y sentí que no teníamos nada que hacer allí. Insististe tercamente y entramos. El finlandés del interior parecía la portada de algún reportaje de National Geographic. Su barba puntiaguda, sus ojos profundamente azules, el sweter de lana peinada y las manos gigantescas y llenas de rasmilladuras y cicatrices. Había sido de todo, habló para sí, consciente de nuestra atención, carpintero, estibador, vendedor viajero, parte de una cuadrilla de trabajadores de un parque nacional, que se encargaban de marcar renos en las soledades del invierno, eso y mucho más.

Destapó lentamente una botella de vodka y empinó un trago, como aceitando la antigua maquinaria que hacía las veces de la bomba de su embarcación. Me mostró fotografías de los lugares de su travesía, tratando de explicar porque navegaba sin rumbo ni destino, sólo dejándose mecer por las corrientes y la luna. El oceáno es lo único que me sorprende, dijo con un acento de difícil identificación. Había estado en tantos lugares, había gozado de tantas aventuras y quería seguir navegando.

Afuera llovía con fuerza y las aguas mansas del embarcadero se agitaban probando nuestra resistencia, mientras el vodka iba haciendo su tarea. Achispados todos, caminamos peligrosamente por la cubierta, tú ayudabas a adujar la vela mayor, siguiendo las instrucciones del finlandés y yo miraba absorta los grises pesados que iban cubriendo el horizonte, mientras las luces en el puerto iban apareciendo, en un espectáculo de difícil definición. Reímos. Estábamos empapados. El finlandés ofreció una sopa de almejas y entramos, saboreando anticipados.

¡Este tiempo de mierda! exclamé adentro, tratando de ubicar alguna sección de mi ropa que estuviera seca. El finlandés me miró divertido y empezó otra historia. Una terrible, fría, misteriosa, mientras iba haciendo pausas con los tragos de vodka, revolviendo afanoso la olla de la sopa con una cuchara de madera, de complicados dibujos.

El olor de la crema fresca y los mariscos inundó todo el lugar. El vapor se quedaba sobre nosotros y eso explicaba la maravillosa variedad de plantas de interior, que pululaban en el camarote y el olor a guardado. Este lado del mundo es el mejor para mí. Hay lluvia, dijo, pero no hay frío. El frío es el peor aliado del marinero, insistió meditando sus palabras. La congelación de todo, por una capa espesa y transparente que deja la memoria suspendida. Así dijo y apagó la estufa. Sacó platos de un compartimento y preparó la mesa. Sirvió la sopa. Nos miró con detención.

El invierno que decidí abandonar Finlandia para siempre, fue el más frío que se haya registrado jamás, dijo lentamente, mientras sorbía ruidoso. Todo se congeló. Mi mundo estaba destruido y sólo quería irme lejos. El mar era lo único que me tranquilizaba. Había decidido unirme a la tripulación de un mercante, pero íbamos aplazando la salida cada día. La bahía estaba petrificada y la desolación era inmensa. Era como si un manto de tristeza sideral se hubiera ensañado con nosotros. Caminé por dos días, grabando las imágenes del frío en mi mente, hasta que lo ví. Atrapado, como yo; congelado, como yo; perdido, como yo. Tomé nota de la ubicación, revisé el casco y me enteré de quienes lo tripulaban. La última vez que estuve en esa bahía fue para componer esta embarcación. Ahora estamos aquí y somos buenos amigos, sonrió. Yo le he rescatado y ella a mí.

Fotografia gentileza de Anne Fatosme http://annefatosme.wordpress.com/

Entre las Nubes

«El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande». *

Tuve que interrumpir mi lectura, mientras el sol me pegaba de frente y la magia de los acontecimientos me despertaba con la imagen nítida y colorida de los globos aerostáticos elevándose lentamente en la planicie, en el camino a Lucerna, coincidiendo magistralmente, como si todo estuviera ya planeado.

Miré con detención, mientras los globos seguían subiendo. En sus carlingas de mimbre se refugiaban pequeñas personas. Veía parejas en la plenitud de su amor, eligiendo este viaje para contraer matrimonio. Era la moda este año, en un verano plácido y soleado. Lo mejor de la región.

Ibamos a celebrar nuestro décimo tercer aniversario. La complicidad rebelde de los primeros años había cedido a un apacible estado de adivinación, donde con sólo ver los gestos del otro, podíamos predecir incluso el tiempo y la temperatura de nuestros corazones. Habíamos dejado atrás las conjeturas respecto a la felicidad y nos habíamos conformado con una especie de calma chicha que no tenía nada de despreciable y a veces sabía igual.

Acostumbrados, más que otra cosa, a las manías de cada uno, se hacía suave el surcar esta vida elegida y construida por ambos. Los vientos de las pasiones primeras se habían suavizado a medida que avanzaba nuestra existencia. No recordaba las borrascas iniciales y sí saboreaba con pena el anhelo del primer amor. Me faltó el aire en este punto y me miraste como con descuido. Ya conocías mis estados de ánimo, variables como era el viento en esta época del año. 

Escuchaste mis razones sin mucho entusiasmo, mientras contemplabas curioso otro globo que acababa de despegar. Recorriste con cuidado el libro que estaba por terminar y sonreíste. Siempre te pones melancólica cuando lees García Márquez dijiste, y me plantaste un beso sonoro en la frente, mientras tomabas el texto y lo arrojabas al asiento de atrás. 

Sólo ustedes, los de esta tierra, pueden ser tan descariñados y ausentes, argumenté buscando un alegato que realmente no quería. Seguiste conduciendo por la carretera, mientras avanzaba la mañana. Masticaba el amargo sabor de la no respuesta, pero me conocías bien. Entre los campos se levantaba la polvareda del verano, anunciando una cosecha abundante. Siempre tu alma ha sido la de un campesino, por eso me has tenido tanta paciencia, suspiré con pena, tratando de alcanzar mi libro.

Recordé la primera vez que te vi. El sol iluminando tu chaqueta color lúcuma, en un verano perdido, en un tiempo tan anterior a este. Soplaba el viento ese día, lo recuerdo bien, porque un remolino de tierra te alcanzó, mientras volvías a tu auto y me miraste perdido en la ventolera. Pensé no alcanzarte nunca, pero aquí estábamos, trece años después de entonces y me sentía desgraciada al constatar que ya no era lo mismo.

La esencia del amor no era más que eso, pude comprobar a la vuelta de los años y cuando todo se me venía en contra. Era difícil ser inmigrante en mi propio hogar. Ver tus muecas de desaprobación cada vez que equivocaba los tiempos verbales o terminaba hablando algo tristemente fuera de contexto, en un idioma completamente ajeno. Me refugié en los libros con porfía y aceptaste que las cosas eran de ese modo. Creo que nunca habías dejado de amarme. Yo no estaba segura si aún podría usar esa frase con propiedad.

Paraste de pronto y diste la vuelta en U. Sin pensarlo siquiera, estábamos en la planicie de los globos. Bajaste corriendo, mientras el viento agitaba tus cabellos. Cogí mis lentes de sol y me bajé entre sorprendida, molesta y fascinada. Me subiste en tus brazos a la carlinga y acto seguido el sonido de la flama de gas era lo único que nos acompañaba. Te miré fijamente. Busqué con desesperación al que había visto entre la ventolera, en un lugar tan distante, en un tiempo tan anterior. Ahí estaba. Riendo francamente, apartando sus cabellos con el mismo ademán de entonces.  Ahí estaba. Conmigo. Entre las nubes. Arrojaste con un gesto teatral mi libro por la borda y me abrazaste. El sol nos iluminaba. El viaje por un cielo tan azul nos encandiló la mente. Creo que no habíamos gozado tanto con un aniversario. Guardé los minutos celosamente en mi memoria. Sin mirar, asentiste con tu cabeza. Tú hacías lo mismo.

* De «El Amor en los Tiempos del Cólera», Gabriel García Márquez.

 

The Third The Seventh – by Alex Roman HD by chrieseli

El Ingenio

La turbina había apagado sus estertores demenciales de un solo golpe. Al mismo tiempo, Erwin Andler, natural de Limbach-Oberfrohna, había decidido no seguir existiendo.

Por muchos años, fue el único que llevó la luz al pueblo donde eligió vivir, desde la mañana de primavera de mil novecientos treinta y cuatro, cuando arribó por decisión propia y sin un cinco en los bolsillos. El hombre se las arregló para convencer, lentamente y con vehemencia, a la minoría alemana que habitaba en estas soledades, a usar la luz eléctrica. Todos le miraron con asombro y con dejos innegables de incredulidad, pero su energía era tan incansable y su discurso tan irrefutable que le dejaron hacer todo cuanto quiso para asegurarles un alumbrado eficiente, limpio y silencioso, como se acostumbró a discursear en cada campo donde fue recibido.

La idea se transformó en moda al cabo de pocos meses y quien había llegado con los bolsillos pelados, se arrellanaba ahora contra un sillón de terciopelo en la mejor habitación del Hotel Unión. Fiel a su austeridad teutona, ahorró rayando en la mezquindad y logró comprar una propiedad con vista al río. En aquellos años a nadie se le hubiera ocurrido que el terreno tendría un valor incalculable, sólo les parecía absurdo que alguien quisiera construir una casa donde, por las noches de verano, se llenaba de zancudos y sanguijuelas y en las de invierno, subía una neblina espesa y húmeda que amenazaba con ensopar hasta los pensamientos. Sin embargo, no flaqueó y cuando logró erigir su morada, las dimensiones de la construcción permitían gozar de la panorámica de la rivera, echar por tierra la humedad y las alimañas y tener una vivienda despejada, amplia, con corredores en ambos pisos, techos pentagonales y cada habitación completamente iluminada por la turbina a vapor que importó directamente desde Europa, y que le costó cuatro días de bueyes y maldiciones montar al lado oeste, justo donde el río formaba un remolino y existía un socavón parecido a una gruta.

Andler compraba tanta madera para hacer funcionar su ingenio, que todos pensaban que más que una turbina, tenía una caldera que alimentaba los fuegos del infierno. Sonreía ante estas especulaciones y su naturaleza reservada avivaba más la imaginación de las personas; sin embargo, su clientela crecía y crecía.

Rollos de alambre negro, cubiertos de tela de fieltro y alquitrán se apilaban en su galpón y grandes cajones de madera contenían los curiosos tapones de loza, que iban como brotecitos por el cableado, rompiendo la monotonía del negro. Todos querían disfrutar de esta decoración, aprender, como lo hacía el alemán, a pasar el mínimo hilo de cobre entremedio de los grandes rodillos de porcelana blanca que formaban el mecanismo del transformador, que bajaba la palanca de la tensión, cayendo en corte si se producía alguna sobrecarga de energía. Con maestría, acomodaba todo en un segundo y anotaba en la papeleta, con su lápiz de madera número dos, aguzado como un punzón, la fecha y la hora del arreglo. Al reverso, anotaba los datos del contador y establecía el consumo de energía de la casa.

El Regidor fue una tarde a hablar con Erwin Andler, a solicitarle, a rogarle, a implorarle que acomodara tanta maravilla que gozaba en su hogar y que tuviera a bien proveer el alumbrado público del pueblo. Estaba seguro que su inteligencia era bastante y que sabría resolver el problema. Los recursos de la comuna estaban en sus manos, no eran muchos, claro está, pero contaba con ellos, no faltaba más.

Eso iluminó literalmente la vida del alemán. Estudió día y noche, mandó telegramas e importó libros especialmente para llevar a cabo esta tarea. Prescindió de su turbina, desvió la energía que producía, en pos de este proyecto al que se dedicó en cuerpo y alma. Descuidó su trabajo, su hogar y hasta su higiene personal y cuando subió la palanca del gigantesco transformador, ubicado en lo alto de un poste del telégrafo, no cabía en su propia dicha.

Desde varios kilómetros se escuchaban los estertores de la turbina, día y noche, alimentando el fantástico ingenio que proveía de luz eléctrica a las calles del poblado. La modernidad que tanto pregonó, se veía cada noche, cuando las tinieblas se perdían y los amarillos de los focos formaban un globo sin bordes, donde los insectos nocturnos giraban lentamente, formando parte de la bola incandescente de los nuevos tiempos.

Erwin Andler no tuvo nada que ver en la decisión de apagar la maquinaria, pero sí decidió olvidarse de todo cuando se enteró. Cerró su casa esa mañana despejada de marzo y dejó precisas instrucciones de desarmarla parte por parte y trasladarla por el río, hasta la barra y de allí, por tierra, hasta el fundo de su gran amigo Heinz. El tiempo de las máquinas a vapor había quedado atrás y a sus ochenta y dos años le costaba trabajo imaginarse empinado en los postes del telégrafo, bajando y subiendo la gigantesca palanca del transformador, cada vez que había un desperfecto. El Regidor era otro y un nuevo contrato de suministro se había establecido con la compañía hidroeléctrica que interconectaba todo el país. Francamente, le importaba un reverendo cuerno, porque estaba muy al corriente de los avances tecnológicos y de su estado físico. Sabía que debía dar un paso al costado, pero mirando en retrospectiva, no era vida sin los estertores, el calor, la sonajera, el palpitar incesante de su máquinaria y la fresca bendición del río. Era una ecuación perfecta. Verla apagarse, era apagar su propia existencia. Estaban unidos. Eran un solo corazón.

Viajaron juntos, sin saberlo, años después. La turbina, rescatada de una vida inútil, guardada en un galpón, iba de vuelta a su ciudad de origen, como vivo espectáculo de un tiempo que ya se había quedado muy atrás y las cenizas de Erwin Andler, en el compartimiento de carga, junto con los retratos de su familia y sus muebles de colección, a la casa de la bisnieta, en la Sajonia natal. 

Nacimiento

Modigliani pendía de la pared y le miraba con los ojos idos. Era la pintura más cara que existía a la redonda, pero nadie lo sabía, ni siquiera ella. Alguien la tomó después y se la llevó lejos, de vuelta, cruzando el mar, este mar inconmensurable que se escapaba ahora de su interior. El olor era penetrante y la mancha blanquecina que quedó en la alfombra, iba a ser confundida con lluvia.

Ese día había hecho calor. Mucho calor. Era pleno verano y quedaba poco de las magnolias. Las manzanas que otrora habían llenado el ático con su olor, estaban esperándole en grandes canastas, en la cocina. Después que Henry se fue, sólo eso cambió. Siguió viendo en secreto a Esteban y logró deshacerse lentamente del pavor de una vida bajo la sombra del terror. La culpa, sin embargo, ensombrecía todo, incluso su profundo amor por la criatura, que acababa de anunciar que iba a venir al mundo.

Se paseó lentamente, acortando los pasos, tratando de no pensar en nada, pero las voces del pasado vinieron en ráfagas imparables, como el aire caliente que entraba por el gran ventanal. Parecía que las puertas del infierno estaban abiertas y todo se secaba con el álito del día que moría a pausas y en dramáticos naranjas, oro y bermellón en el cielo. Estaba agotada, pero siguió caminando, sin una razón clara, sin un motivo. Arrastraba los pies sobre la alfombra y secaba el sudor con su mano izquierda, mientras con la derecha acariciaba su panza en movimientos circulares y ascendentes. Trató de pensar, pero no pudo. Trató de zafarse del dolor, pero cada latigazo era peor que el anterior, sólo caminar le calmaba en parte.

Recordó el carruaje donde viajaba aquella tarde desde Saint Etienne a Paris y cómo ese joven galante, montado en su caballo negro, les detuvo, le hizo descender y le preguntó si quería ser su esposa. Recordó el viaje de locura cruzando en mar, de Calais a Valparaíso y de ahí en carreta hasta esta villa, en mitad de la nada. Sintió nuevamente el olor de la semilla de los tilos de la Alameda, en el otoño pasado, cuando su vida cambió para siempre. Recordó el olor del tabaco, el sabor del jerez, la sal de su piel, la lluvia golpeando con fuerza el tejado y la gotas resbalando lentamente por la ventana del dormitorio de Esteban, después de que hicieron el amor. No existió otra pasión más grande en su vida que la que iba con su nombre.

La criatura se movió, gozando de un espacio y libertad desconocido hasta entonces y este simple ejercicio hizo que Marie se retorciera de dolor. Iba a necesitar un médico, pero el único que existía estaba a veinte kilómetros de distancia, saboreando una sopa de pollo tibia y ensalada de maíz, lechugas y avellanas. Trató de llamar a alguien, pero en los setecientos metros cuadrados de la casa, no había nadie más que ella.

Siguió caminando por el pasillo, como lo había hecho durante estos últimos siete años, como una fiera enjaulada, como un ángel caído, como un alma en pena, como un espíritu enamorado, aterrorizada, oprimida y ahora doblándose de dolor por este milagro impensado en su vida. Trató de concentrarse en un recuerdo y con su mente llamar a Esteban, pero él estaba muy lejos de allí. Cayó en cuenta que, tal como le decía su empleada todos los días, los hombres no servían para nada más que para darle a uno trabajos y preocupaciones. Jamás resuelven nada doñita y cuando uno les necesita, nunca están. Sonrió, pero la mueca de dolor pudo más y se quedó en su cara.

Recordó, de pronto, las voces de la lavandera y de la chica que ayudaba a hacer la limpieza, hablaban de Amelia, la matrona de la casa de putas y de sus dotes como partera, de cómo procedía ayudada con hierbas y emplastos, cómo terminaba con embarazos sin dejar rastros ni quejas, cómo bajaba fiebres y curaba pringaduras con dos rezos y una cataplasma, además de una oración a la Vírgen María, que también es mujer y sabe de dolores y desventuras. «Amelia», le sonaba el nombre. Trató de recordar y en un chispazo de inspiración, la voz de Esteban se le vino a la cabeza:  lo que necesites, si estás en peligro o requieres de ayuda, puedes confiar en ella, tienes mi palabra que nada te pasará.

Se las arregló para llegar hasta su puerta, jadeando de dolor, pegada la ropa de sudor y cada vez más cerca del momento de dar a luz. Golpeó su puerta con pudor, con esperanza y con desesperación. Miró sus manos grandes de campesina, coloradas y de dedos gruesos. Auscultó en lo profundo de sus ojos marrones y vio una bondad descomunal en ellos. La miró fijamente y su imagen entera quedó grabada en la memoria. Cuando el dolor la sobrepasó y cayó en cuenta que no sería capaz de seguir en esta vida, le pidió sencillamente a Amelia que se hiciera cargo del pequeño, le rogó que les dejara un minuto a solas, antes de partir y exhalando un suspiro débil, besó a la criatura con todo el amor que nunca iba a poder darle. Su cuerpo quedó plasmado en el jergón inmundo que estaba más cerca de la puerta por donde ella entró y ante la vista de este cuadro desgarrador, Amelia tomó al niño y, de rodillas,  pidió perdón.

Gemelos

En el año del Señor de mil setecientos diecinueve escribo estas líneas, con un pedazo de carbón aguzado que estaba debajo del jergón, cubriendo el camastro. Estoy preso. Me conocen como Joaquín Ruiz de Santa Cruz, pero nací con otro nombre. Mi madre me abandonó en los barcos cuando tenía apenas ocho años y aprendí demasiadas cosas entre tantos viajes. La noticia de los tesoros de América hizo perder la razón a varios, desde el comienzo y bajamos por los caminos olvidados de los indios amazonas hasta llegar a este reino, que aún es oro y riquezas por doquier. Un favor bien hecho, traducido en el cuerpo muerto de un pobre diablo, me hizo tener mi nuevo nombre. Aún recuerdo al fraile loco que viajó con nosotros, arrastrando un arcón oxidado, cargado de quién sabe qué cosas. Se abrazaba a la pieza con devoción, mientras sus ojos se tornaban en blanco por alucinaciones de mapas de tesoros y visiones demoníacas. Le abandonamos en el primer puerto que vimos, pero su imagen me persigue hasta hoy, en esta celda lóbrega, donde espero para ser colgado.

Las calles de Cuzco me atrajeron apenas las vi, como los ojos marrones de Aurelia, sus caderas redondeadas y sus manos de terciopelo. Poco me importó que estuviera casada. Su voz me martillaba en las noches y luego de maquinaciones y jugarretas, logré hacerme de una fortuna como la que jamás hubiera visto nadie en el lugar donde nací. Piezas de ocho colgaban de mi cuello y mis zapatos eran del cuero más fino, amansado con los dientes de varios indios que estaban a mi servicio, por encargo y gracia de su Majestad, quien es ahora el que me envía a la horca. Cierro los ojos y recuerdo claramente los olores de la cocinerías, las calles empedradas y las rocas cuadradas de los callejones donde, por las noches, ataqué mozas a mansalva y les hice chillar de placer, mientras mis rodillas se volvían de algodón y un líquido caliente me recorría la espalda. Aurelia me recibió en su cama varias veces y varias tantas me colé de sorpresa, escapando como un chico por los balcones llenos de flores, a la vista de sus sirvientes, que existían en un trance infinito, sin emitir jamás un sonido, ni siquiera cuando su amo dejó de respirar por el filo de mi acero. Pero esa no es la razón por la que estoy aquí. Esto es una total injusticia.

Acabo de levantar la roca. El olor a encierro se me cuela por los poros. Busco el último vestigio de Joaquín Ruiz de Santa Cruz, señor de la hacienda La Magdalena de Cuzco. Cometió diversos crímenes y los registros de la historia lo indican como bandido, asesino y bastardo. Apareció, por primera vez, en el manifiesto de un barco que tuve la suerte de leer, antes de que el tiempo hiciera presa de sus hojas y las convirtiera en un polvillo irrespirable. Entonces, asesinó al capitán y tomó su nombre y su cargo. Producto de los amores prohibidos con doña Aurelia de Rivera y Godoy estuvo al borde de la horca, pero misteriosamente el marido agraviado apareció en un estanque, con marcas de una espada toledana que nadie se atrevió a identificar. 

Su Majestad premió a don Joaquín en variadas ocasiones, aumentando su fortuna a niveles nunca vistos en hidalgos de poca monta. Estuvo en la Corte varias veces, tuvo su propia flotilla de barcos que comerciaban sólo con el puerto de Cartagena, amén de las maquinaciones oscuras y sangrientas  que efectuó para quedarse con la ruta y había terminado sus días por un edicto real que lo declaraba impostor del nombre que creó como suyo. Su fin llegó un día de mayo, al amanecer, cuando el verdugo, convenientemente pagado por la víctima, hizo un lazo apretado que le llevó la respiración y la vida en pocos minutos, quitándole a la turba el placer de verle balancearse por horas. Cuentan que doña Aurelia estuvo allí, como estuve yo hace  poco, admirando el viejo árbol de huayruro que soportó el peso de tantos hombres colgados. Vi su rostro como vi el mío, en el espejo, esta mañana y terminé de creer que somos muy parecidos. El único retrato de don Joaquín colgó gracioso en la casa de doña Aurelia, como la afrenta última al marido agraviado y la prueba irrefutable de la conducta licenciosa que les hundió a ambos y que llegó a mi conocimiento por azar y una sola vez. Levanto la piedra nuevamente y veo con claridad el pedazo de carbón que usó en su última misiva. En un segundo único, escucho su respiración entrecortada por la humedad del cuarto y me doy cuenta que es él quien me ha guiado. He seguido su camino no para reivindicarle, sino sólo para conocerle y darme cuenta, en este viaje, que hemos sido como hermanos…

El Cheuto

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Jean Nicolas Doublet o más conocido como el Cheuto, había nacido en el océano, en la travesía entre Cherbourg y Valparaíso, un día de mayo de un año que él mismo prefiere olvidar. Viajaba en primera clase, junto con su familia entera. Quince adultos y un enjambre de chiquillos, que se divertían haciendo pis en la popa del barco, cuando el viento arreciaba a sotavento. Los baúles de su equipaje iban firmemente custodiados y la casona del comodoro inglés que les recibió en el puerto de su destino, se vino abajo, en el terremoto más grande que la imaginación pudo concebir, apenas seis meses después que se hubieron instalado. Ahí empezó la diáspora de su familia. Ahí fue que lentamente perdió su idioma y sus costumbres y fue ahí mismo cuando Jean Nicolas empezó a convertirse en el Cheuto.

La vida dio varias vueltas, que Jean Nicolas se negaba a recordar, aunque con los tragos calentando su gaznate, algunos asomaban porfiados. Su matrimonio en Valparaíso y sus dos hijos mayores, corriendo en los jardines de la casa de sus suegros, importadores de productos finos, que cayeron en desgracia cuando contrabandistas sin escrúpulos mancillaron sus cargas de cognac. No valieron ni las influencias ni los ruegos. Los cagaron, chillaba el Cheuto, ebrio ya y transformado.

Crecieron los cuatro hijos, entre malabarismos para pagar las cuentas, mantener las apariencias y el honor. Jean Nicolas ejerció por varios años como profesor en las casas de sus amigos más acomodados, una nueva elite que se esforzaba por ser educada y fina. Enseñaba francés a los ingleses, inglés a los franceses. Economía y finanzas a los judíos. Matemáticas y física, sólo por si acaso, a un grupo de alemanes mal hablados, que le despreciaban con toda su alma, por razones netamente políticas. 

La fortuna que le quedaba se iba licuando de a poco, mientras su mujer bordaba por encargo y sus hijos iban a la universidad,  pero la debacle se hizo inminente cuando Jean Nicolás hijo, brillante, buen mozo y todo un caballero, fue acuchillado una noche de tormenta, en un callejón del puerto y mientras sus pertenencias iban desapareciendo, con la rapidez de la rapiña de los ladrones, su rostro se iba tornando cada vez más lívido. Si hubiese contado con asistencia, dijo el médico, hubiera sobrevivido, pero lo dejaron desangrarse en medio de un charco de agua putrefacta, mientras los perros del barrio iban meando sobre su cuerpo moribundo, olisqueando sus pantalones, como lo hacían con los borrachos.

Todo se destrozó de un golpe. Como un ligero y fino cristal, el alma simple de Jean Nicolas no pudo soportar tal escena y luego de la tercera jornada de embriaguez, tomó un atado con sus pertenencias y abandonó la ciudad. Nunca más supieron nada de él. Vagó por el país, tratando de mantener una vida ordenada, pero fue imposible. Tomaba para olvidar el dolor y las caras de espanto de sus familiares cuando le vieron partir. Mal alimentado y deprimido, siguió bebiendo hasta que se le hizo una costumbre. Su espíritu se fue degradando y poco y nada quedó del diligente profesor francés, que debatía a los clásicos griegos con la propiedad de un sabio. Fue entonces que nació el Cheuto.

Lo conocí en la casa de Amelia, cuando ya llevaba mucho camino recorrido y estaba rozando el delirium tremens. Sus cicatrices de peleas y golpizas, le hacían ver como un perro callejero, abandonado desde siempre. Lo recibieron a instancias de mi padre, que le pareció que podría ser de utilidad. Algo en sus ojos le dijo que no siempre había sido vil y mal hablado y en muchas noches de lluvia, el Cheuto le fue contando pedacitos de su historia. Cuando mi padre pudo armar el cuadro completo, tomó contacto con sus familiares, pero había incluso una tumba sin cuerpo con su nombre, en el cementerio general de Valparaíso. Su esposa se tomó la molestia del homenaje para olvidarle totalmente. ¡Yo no tengo nombre!, gritaba en su borrachera y sólo Amelia era capaz de lograr que se fuera en paz a dormir. Cuando ella murió, guardó un día de sobriedad en su memoria. Después, no lo vimos nunca más.

Voy Cruzando el Río

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La rudeza del camino provocaba internos estertores en el motor del vehículo. Llevaba en la ruta más de quince horas, con la sola parada para proveerse de combustible. Era un modelo antiguo, pero confortable, con asientos de cuero, mullidos, de color bermellón. El cielo estaba despejado y el aire del mar golpeaba el parabrisas. El paisaje era siempre el mismo, de un verde esmeralda profundo, planos los prados, apenas asomando el mar por entre los roqueríos.

El traqueteo seguía y  le impedía concentrarse en sintonizar la radio. La verdad es que ninguna estación se escuchaba en esas latitudes, pero la esperanza y el empeño eran lo que más le caracterizaban. Hizo una parada en una pequeña granja, enclavada en una colina prominente y consultó si podían venderle algo de comer. Contó su historia a la carrera y los campesinos le dieron una sopa de gallina, pan fresco y una escudilla con agua corriente para quitarse el tinte de sus manos y de su cara, que se mezclaba con el sudor pegajoso que siempre le invadía, cuando cruzaba palabras con extraños.

Antes de arrancar el motor y después de agradecerle a la familia por su tiempo y su discreción, notó una mancha oscura debajo del vehículo. Trató de cubrirla con tierra, pero estaba justo debajo. La turba crecía apenas por ahi. Contaba con algo de suerte. Intentó avisarle al campesino, pero la premura de su viaje era más importante. Confió que el hombre se daría cuenta y borraría ese círculo imperfecto, molestoso y delator.

El traqueteo le seguía acompañando incesante y seco. Estaba por volverle loco. Recordaba todos los hechos acaecidos en las últimas veinticuatro horas con una precisión enfermiza. No había dormido nada. De pronto, en una bifurcación, tuvo que consultar el mapa que llevaba, doblado en miles de pliegues, en la guantera. No recordaba ese cruce. Debía llegar a un río, luego unos veinticinco kilómetros por otro camino del infierno, hasta alcanzar su destino. Ese cruce no estaba en su ruta. En alguna parte se había perdido.

Desde mucho antes que su padre fuera de su edad, la nación ya se debatía en este conflicto, siempre con escaramuzas aquí y allá, con más o menos vencedores y vencidos. Siempre escapando de la policía y su brutalidad, siempre reforzando el amor incondicional a la patria y los ideales de esta isla esmeralda, nacida libre desde su concepción en el mismo mar. Con más suerte que otra cosa, había logrado salvar su pellejo intacto. Sus amigos y compañeros de armas se habían ido uno tras el otro, en una seguidilla que se le enredaba por detalles similares, como si fuera la visión de un caleidoscopio. La palabra empeñada era, sin embargo, la moneda corriente en esta vastedad de odio, violencia y sangre. Debía seguir su camino, como Sean se lo había indicado, tantas veces. Lo sabía de memoria, amparado en el relato de su mejor amigo y era por eso que sabía ciertamente que este cruce no debía estar.

Dio una vuelta en U, recordando la cara de Sean. Sus ademanes torpes. Su sonrisa de dientes torcidos. Sus ojos que cambiaban de verde a azul, de azul a verde, como esta isla. Sus relatos, cargados de dramatismo, sus cicatrices, de diferente procedencia y su odio sin tregua a los ingleses. Recordó el minuto exacto cuando le dispararon. Le hablaba entrecortado, rogándole que cumpliera su palabra. No tenía noción cuántas horas estuvo arrodillado junto a su cuerpo, esperando que abriera los ojos y se riera en sus narices, como lo hizo muchas veces, en el pasado. Mientras agonizaba le dijo si ves el río, crúzalo a pié y le rogó nuevamente que cumpliera su promesa, antes que la sangre abandonara por completo su cuerpo inerte y frío. En esa visión, avistó el cauce. Una sonrisa, la primera en toda la jornada, le dio a su semblante un aspecto cansado. Sus ojos caían de sueño. Su mente se perdía en todas direcciones. Lo único que le mantenía alerta era el ruido incesante que venía de la cajuela del automóvil. Paró un segundo, abrió la portezuela y acomodó la bolsa. Cuando arrancó, una mancha irregular y oscura quedó grabada en el camino.

Avanzó por unos dos kilómetros y la extraña sensación de ser vigilado le invadió por completo. Aceleró a fondo, pero el vehículo no estaba diseñado para este camino tan irregular y angosto. Una ráfaga perló su frente y traspasó el parabrisas. La voz de Sean le sonó muy cerca de su oído, ten cuidado, cumple tu palabra.  Su cuerpo inerte reposó dramático sobre el volante y este guió al automóvil cuesta abajo, sin chocar, hasta detenerse pesado y exánime contra un viejo árbol, ya falto de combustible.

La policía inglesa tomó fotografías del lugar.  Estaba un periodista de un diario sensacionalista y en la confusión de los hechos, diseñó el titular de la portada, mientras la policía ubicaba el segundo cuerpo en la cajuela, para mover el auto con propiedad. Hayan dos terroristas baleados adentro de un Hillman 59.

The Devil s Own – Launching The Boat by chrieseli

N de la R: Soundtrack de la película The Devil’s Own (en español, Enemigo Intimo o la Sombra del Diablo) protagonizada por Brad Pitt y Harrison Ford.

Emilio

Ninocazando1957

Su madre se volteó con furia y no hubo forma de que el hombre pudiera sacarle una sonrisa o  un beso. Bufó como una bestia dolida y siguió torcida para no verle partir. Él cargaba un saco de lona con algunas pertenencias y las pocas monedas que le quedaban en sus bolsillos, las dejó en sus manitas coloradas. Es el último recuerdo que Emilio tiene de su padre.

Aún puede ver sus manos pequeñas, llenas con los círculos de cobre opacos, las lágrimas asomando de los ojos de sus hermanos y él sin entender por qué su padre los dejaba.

Durante años, la voz de su madre le martilló constante que el padre había sido un desgraciado, un bandido y un mal nacido que nunca les recordó. Que se había ido muy lejos y que tenía otra familia que mantener. Que los había olvidado completamente y que no valía la pena ni siquiera su memoria. Sin embargo, no pasaban aprietos. De alguna parte mágica, ella sacaba para el sustento diario. Nunca fueron ricos, pero en las peores épocas, cuando la gente moría de hambre en Barcelona, ellos tuvieron siempre qué comer. Incluso hubo dinero para un médico, cuando su hermano Ernesto se accidentó  y casi perdió el brazo. Su madre estaba siempre en casa, cosiendo y haciendo morcillas y quesos que podía vender, pero él no era idiota, sabía que el dinero venía de alguna parte y era más del que ella producía.

Pronto, apareció don Sancho, con sus ojos inyectados y su sonrisa torcida. Le hizo un hijo a su madre que murió después de nacer  y luego, desapareció. No hubieron más palabras para mencionar al hombre, sin embargo, el dinero seguía llegando. Puntualmente, cada fin de mes, su madre se ausentaba por algunas horas y volvía con los brazos cargados de provisiones. Ayúdenme chavales, les gritaba desde lejos, porque sus piernas llenas de várices, le impedían seguir caminando. Compraba sin prudencia y más de lo que eran capaces de consumir. Demasiadas cosas terminaban en la basura o con los puercos, porque su madre se negaba a dejar ese hábito enfermo. Muchas veces quisieron convencerle de ayudarla a manejar esos valores, pero ella se negaba tercamente. Su hermano Esteban quizo estudiar, pero ella no lo permitió y se marchó un buen día de verano, como lo había hecho el padre mucho antes y nunca más se supo de él.

Ernesto también se fue un día, con los ojos inyectados como don Sancho. Bebía más de lo prudente y su estómago se le revolvía por las noches, en eternas sonajeras que no dejaban a nadie en paz. Después de su accidente, encontró trabajo en los muelles y sólo se dedicaba a la bebida. Algunos le vieron subirse a un barco y desaparecer con la marea de la tarde.

De pronto, Emilio se dió cuenta de su soledad. Todo lo que poseía era la escopeta, regalo del abuelo paterno a su hermano mayor y que este olvidó debajo de la cama, cuando se fue. Todo con lo que podía contar era un profundo rencor por el padre que se había ido, pero no podía sentirse cómodo en ese sentimiento. Había escuchado a su madre, en una cantinela enferma, día tras día, mes tras mes, durante todos estos años y lo que más le importaba era que aún no lograba una satisfacción del origen del dinero.

Ella empezó a comportarse extraño una mañana y ya no pudo moverse a la siguiente. Sus piernas habían sido tomadas por asalto por aquellas culebras color púrpura  y de tan hinchadas, no podía ni tocarlas. Se tumbó en su cama y siguió escupiendo el odio como había sido su costumbre. Un buen día murió, tal vez envenenada por sus propios fluidos. Nunca quizo ver un médico, por su porfía de toda la vida y porque el dinero desapareció al mismo tiempo que ella perdió la movilidad y no fue hasta que su tía Encarna lo encontró un día, y le entregó  una ruma de cartas selladas, que pudo entender la verdad.

Emilio las abrió una por una y recordó todos los pasajes de su niñez. Todos los trabajos y los pesares, las lágrimas y el dolor. Los motes de abandonado que hubo de soportar en la escuela y la constante incertidumbre de no saber porqué aquel que tanto cariño les había prodigado, les había dejado atrás. Leyó con cuidado y muchas frases le quedaron grandes, porque escuchaba de fondo la voz odiosa de la madre. Un sentimiento como la brea le inundó. Contó los billetes uno por uno. Revisó las fechas de las cartas otra vez. Miró la vieja escopeta y decidió enterrarla en el patio justo donde estaba la tumba de su madre. Preguntó a su tía Encarna hacía cuánto que esos sobres llegaban y ella dijo al irse tu padre, unos tres meses después, y nunca ha faltado ninguno. Todos los ha recibido ella, todos y cada uno, excepto los que tienes en tus manos. Preguntó también dónde quedaba el puerto principal del país del remitente y ella le contestó.

Dos días después, Emilio compraba un pasaje a Valparaíso. Estaba decidido a terminar esta locura, sacarse esta brea oscura que rondaba su corazón. Estaba decidido a matar a su padre.

Expedición al Estrecho

Mi nombre es José María y soy de Gijón. Fui criado en un hospicio y a los quince años me hice a la mar. El hidalgo me pidió que le acompañe en esta expedición, porque soy el único que sabe leer y escribir. Él dice que puede, pero yo sé que miente, como sé que miente cuando dice que sabe dónde estamos.

Llevamos meses en este viaje de locura y no hemos visto nada que brille excepto las estrellas del firmamento, en las noches de luna llena. Si no encontramos oro en esta empresa, vamos a contar con varios problemas. Los hombres no duermen por los ruidos que vienen de la playa y alucinan ninfas desnudas saliendo relucientes de los troncos que flotan, en medio del mar. En el día, todos andan como sonámbulos cometiendo disparates.

Mi misión es llevar el registro del barco y dibujar las cartas de navegación y veo que hemos dado tumbos. No hemos encontrado nada y todo lo que nos contaron los indios, antes de zarpar, han sido un montón de mentiras. El paisaje es vasto y desolado, de un verde eterno y húmedo que nos chala los pensamientos y no deja que el hidalgo proceda como debiera. Rehúsa ir a tierra por  miedo a los fuegos que vemos en las noches. Navegamos por extraños fiordos, donde parece que todo se hubiera desmembrado, producto de alguna hechicería. Es tierra de árboles, laurel, ciprés y arrayán y otras muchas pasturas que son vistas en nuestra España y la hierba como avena. Alucinamos.

Salimos de un pequeño puerto y seguimos nuestro viaje y llegamos en el día de Nuestra Señora de la Concepción, el nueve de diciembre del año de mil quinientos cincuenta y tres. Arribamos al estrecho de Magallanes y estuvimos allí dos días. Cuando aclaró el cielo, se vio la boca del estrecho que tiene tres leguas de ancho, dos isletas pequeñas en medio y al lado del norte tiene unos farellones que parecen velas. A la banda del sur, tiene una isla a manera de campana, y así le hemos llamado. Es monte y se ve poblada. Anoto todos estos detalles cuidadosomente en mis libros y confecciono las cartas como me ha encomendado el hidalgo.

En una isla, antes de tocar esta región, vimos unos ranchos pequeños y al parecer eran de gente pobre, sus casas cubiertas con cortezas de árboles y con cueros  de animales. Hallamos una canoa hecha de tres tablas muy bien cosida, de veinticuatro o veinticinco pies y por las costuras tenían echado un betún que ellos hacen. Avanzan desnudos, untados los cuerpos de aceite de lobos marinos y trasquilados. Toda la costa de la banda del sur es monte  con grandes y altos peñascos. Está en altura de cincuenta y un grado y medio. Voy tomando los datos que me dan las estrellas.  Nos volvemos locos. Un accidente acontece en nuestra nave. No hay oro, murmuramos. Salimos a recorrer los montes a pié. Buscamos agua y comida. Buscamos espíritus y paisajes habitados. Sólo mar y vastedad. Sólo costas peladas y vientos que nos razgan los vestidos. El hidalgo dice que sabe dónde estamos. Yo sé que miente.

Esa noche, en las fogatas, los indios se tiñen de rojo y emiten sonidos de locura. Les vemos avanzar por la playa en danzas. Crecen sus cuerpos como por arte de magia.  Las pisadas que avistamos la mañana siguiente nos quitan definitivamente la razón. Patagones, les llamamos. Sus cuerpos, marcados en la arena, ahuyentan nuestro valor. Le pedimos al hidalgo que volvamos. Me pide en privado que lea mi crónica con calma y que le muestre los mapas que he ido dibujando. Se ve sereno, pero yo sé que finge. Está tan asustado como nosotros. Don Pedro le ha solicitado esta empresa y no sabemos si él aún existe, acosado como estaba por los otros salvajes de más al norte. Su Majestad ha de premiar nuestro esfuerzo, dice para componer el ánimo de la tripulación, pero nadie hace razón de sus palabras.

Otra noche de locura. Más gritos en la vastedad de este universo. Todo verde y desolado, ni los pájaros parecen vivos. Sólo el mar azota nuestro buque, llevándose nuestro sueño. Les vemos de nuevo, protegidos por tintas de colores, desnudos los hombres, mostrando sus sexos a los cuatro vientos. Son gigantes, bárbaros, eternos, poderosos. Se llevan nuestras voces. Patagones les hemos llamado.  En esta inmensidad donde los fuegos no se apagan nunca, donde don Hernando decidió decir Pacífico al oceáno, no hemos encontrado la paz. Patagones, les llamamos. Son bestias, son hombres, son seres mágicos y malditos, destinados a vivir en estas soledades. Sus huellas nos alteran. Sus colores nos llenan el alma de pavor.

Anoto todo con cuidado en mi diario. Las monjas del hospicio siempre me aconsejaron llevar un diario. Anota bien, hijo querido, que nunca vas a saber quién puede beneficiarse de tus recuerdos. El hidalgo don Francisco me pide que no lleve registro de nuestras visiones, pero yo no le hago caso. Él mismo comenta las suyas a la tripulación de cubierta. Patagones, les llama con certeza. Tierra de todos ellos. Nunca hemos de llegar a conquistarla, dice de pronto una mañana. Patagonia es la frontera de este reino de locura, sostiene afiebrado. Perderá sus dientes en el viaje de vuelta. Mostrará mis notas a don Pedro y él me premiará con dos mercedes de tierra. Todo lo que he visto, no he de contárselo nunca a nadie.  

Puerto Eden

Natasha

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Era la reunión más importante. Si cerraba este trato, podría deshacerse por fin de este fastidioso «competidor» como le llamaban. ¿A quién querían engañar? No había competencia para él. Era el único. La editorial más grande del país le pertenecía. Las revistas de opinión de mayor circulación le pertenecían. Él elegía lo que la nación entera podía o no saber. Era intoxicante, maravilloso. Un éxito completo. 

Aquí estaba, en esta mesa de caoba, como tantas otras veces, con su cara de póker, balanceando su pluma Mont Blanc, atento a cada movimiento, a cada respiración de su adversario. Este trato era tan importante. Siendo apenas un chico, pasó por afuera de la compañía y quedó maravillado con su escaparate. Fue su motivación para dedicarse al negocio. Ahora, estaba a punto de comprarla, con todo lo que eso significaba. El llamado «zar de las comunicaciones» estaba de rodillas, frente a él.

El teléfono suena insistentemente. La voz del otro lado de la línea se escucha alterada, histérica. Por favor, Fraulein, dígale a mi marido que es vital que atienda mi llamada. Estoy desesperada. El señor Franz no puede atenderle señora, le ruego que me diga en qué puedo ayudarle. ¡No! Franz y sólo él. No acepto su ayuda. Entiéndame. Sólo Franz.

«Su esposa en la línea. Insiste en hablarle. Dice que es una emergencia». Son las frases en el papel color lúcuma que la secretaria, discretamente ha dejado sobre la carpeta con los documentos para firmar. Sólo falta un detalle y estará todo listo. No puedo ahora. Dice que es importante, insiste la secretaria. ¿¿Pero ahora??. Está bien, déme con ella, por favor.

La imagen que tenía de ella era de cuando la vió por primera vez, con su abrigo de piel de marta , su hermoso sombrero y su figura. Oh, Natasha… En ese instante supo que debía casarse con ella inmediatamente. El hecho que ya estuviera casado, no fue mayor problema. La convirtió en su esposa, aunque muchos le advirtieron que ya había mandado a la banca rota a dos maridos antes. Nada le importó.

Su apostura de princesa, sus piernas interminables, su voz arrulladora,  su fantástico buen humor, su clase distinguida y la pasión enfermiza que les envolvía por las noches, silenciaron todo rumor. Era la mujer ideal para esta etapa de su vida. Consentía cada una de sus chaladuras, porque ella le sabía adornar con todo lo que a él le faltaba. Fantástica anfitriona, se codeaba con los más importantes personajes, como si los hubiera conocido de toda la vida. Era simplemente perfecta.

Mientras esperaba la conexión, recordaba su aroma, su risa  y todas sus excentricidades….. ¿¿Franz?? Ohh, Franz, por fin. Eres tú. Ven, ven ahora mismo. Un animal salvaje se ha escapado del circo y está aquí, en nuestra casa. ¡Tienes que venir!. No puedo querida, ya sabes, es la reunión más importante, estoy a punto de cerrar…. ¡No, Franz, debes venir!. Estoy en peligro, por favor. Llama a la gente del circo, querida. No quieren venir, Franz, tienen miedo. Llama a la policía, mi vida. No, Franz, ya los llamé, no quieren ayudarme. Tú eres el único Franz, por favor. Te lo ruego, debes venir.

Él respira profundo, mientras escucha sólo el tono muerto de la línea telefónica. El negocio de su vida, a punto de cerrarse, la mujer de su vida, en peligro, pero tal vez… Fraulein, por favor, mi avión.

El viaje sólo ha tardado media hora, pero el sudor baña su camisa y ha sido preciso que la cambie en el pequeño aeródromo. Está espectante. Avanza raudo por la ciudad, en su nuevo Bentley, bordeando el hermoso lago, hasta llegar a su villa. No hay nadie alrededor, no se escucha un suspiro. Ni el jardinero ni la empleada. Ningún vecino. Ni siquiera un auto estacionado. Ingresa lentamente, no hay rastros de violencia ni nada inusual. Sube a las habitaciones. Nada. Va al gran comedor. Nada. Camina por el pasillo alfombrado, buscando algo que esté fuera de su lugar. Ya ha olvidado el gran negocio.

Escucha ruidos en la cochera. Avanza lentamente, premunido sólo de su valor. Traspira nervioso. Aguza el oído. Abre la puerta con cuidado. Un Jaguar último modelo ocupa el lugar de su antiguo Rolls. Natasha está sobre el capó, cubierta sólo por un  abrigo de piel, nuevo. Su mano derecha imita la garra de un felino. Grrrrrrrrrrr, dice ella, saludando.

Castrojeriz

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Largos días en el camino, largas horas consigo mismo, descubriendo un paisaje y un hombre nuevo en cada paso. Avanzaba con confianza, pero con dificultad. La niebla le hacía frente cada mañana y los rayos del sol del mediodía le impedían dominar la visión maravillosa de Castrojeriz.

En las noches, sus piernas se llenaban de calambres y cambiaba prolijamente las vendas de sus pies, sentado en las afueras de los albergues, surgidos entre toda la masa transhumante y perdida que buscaba encontrar la sal de la vida en esta ruta, que muchos creían milagrosa y sanadora. Estuvo sentado aquella noche más tiempo de lo habitual, contemplando la campiña, aspirando los olores que parecían tener vida propia en un tiempo anterior a este, cuando todo era piedra y mineral, cuando todo era camino y fe. El sabor del vino se le pegaba al paladar y los pedazos de la hogaza eran compartidos por todos los que buscaban, esa noche, encontrar algo distinto para llenar sus vidas.

El soplo del aire del oeste le trajo un recuerdo palpable, vivo, descarnado. El aroma del hogar, la voz de su padre, las largas carcajadas, las conversaciones sin prisa ni destino. Los abrazos sinceros. Todo lo trajo el viento en un segundo nada más, haciéndole olvidar las vendas para sus pies y dejando caer la bota  a un costado de su silla. Estaba ahi, junto a él, diciéndole que estaba orgulloso, que jamás habría hecho algo semejante y que su alma se embellecía a cada uno de sus pasos. De pronto se fue. Tal como había llegado, se fue.

La mañana siguiente se presentó extraña, cerrada, brumosa, difícil, melancólica. Las cabras que pastaban a los alrededores se negaban a avanzar más lejos y se quedaban mirando a los peregrinos que, de tanto en tanto, aparecían, enérgicos algunos, cansados y abatidos otros. La niebla cubría las montañas, el aire se hacía difícil de respirar y las humildes chimeneas de piedra exhalaban un vaho blanquecino que se perdía en el cielo. Caminó por varias horas, sintiendo un peso superior a su mochila y sus pesares cotidianos. Caminó un calvario extraño y sin dolor, pero con una profunda nostalgia. Escenas familiares se le aparecían de cuando en cuando, como crueles latigazos en la fragilidad de su memoria, llevándole a hechos pasados, ya inútiles de recordar. Las risas de sus días de infancia enjugaban sus recuerdos y le traían los sabores del ayer, mientras, a cada paso, la carga de sus memorias le hacía trastabillar.

Al fondo del escenario y en la loma, precedido de la piedra angular con el símbolo de los caminantes, la iglesia de Castrojeriz se alzaba protectora y salva. Se acercó, mientras el sol empezaba tímido a salir. Entró confiado a la iglesia y se quitó su pesada mochila. Calzó sus sandalias y se acercó al altar para refrescar su cara, sus recuerdos y su alma con el agua bendita de la fuente. Al  cabo de un rato, la iglesia se fue llenando de feligreses, cubiertos por mantillas negras las mujeres, ancianos de barbas canas y sin dientes. Él se acomodó al final de la nave central y escuchó con respeto y atención, mientras el sol inundaba los campos y la paz llenaba sus pensamientos.

Avanzó otros veinte kilómetros esa tarde y ,al llegar al poblado, consultó por un teléfono. Discó el antiguo número de la casa de veraneo de su familia y el mayordomo, consternado, le avisó del deceso de su padre. Había muerto en paz, dijo, una mañana sin nubes ni viento, pensando en su sonrisa amplia, su travesía y su voluntad. Sus últimas palabras fueron para desearle un buen viaje. Estoy orgulloso de ti, dijo entre sueños, como si lo estuviera viendo, mientras él estaba al otro lado del mar, caminando en una mañana brumosa. Era como si hubieran podido verse, como si hubieran podido alcanzarse.

El rumor de las voces en la misa aún le llenaba los oídos, el dolor de sus piernas aún le acompañaba, pero el peso de su alma se había marchado. Otros días más de travesía y habría llegado al final de este viaje, pero aquel viento del oeste estaría mucho tiempo presente en sus memorias,  hasta que una noche de lluvia, mirando el fuego, me lo contó en susurros, para no olvidar que había pasado.

Donde Fueras

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Se prometió no dormir, pero el aire escaso de la cabina le cerraba los ojos de cuando en cuando. La revista del Reader´s Digest estaba manoseada y doblada en todas las formas posibles. Había sido una buena compañera en este viaje; había logrado por minutos evadirla del nerviosismo y de lo incierto y bizarro de esta travesía.

Se veían las montañas cubiertas de nieve y las gruesas nubes grises recorriendo el cielo a toda velocidad, amenazantes. Los hombres de negocios acomodaban sus periódicos, mientras la azafata repartía café con leche y croissants. Consultaban sus agendas e intentaban concentrarse en la próxima reunión. Pudo descansar en la comodidad de los dos asientos mullidos de la clase ejecutiva a la que, por alguna extraña razón, pudo acceder. La cabina iba casi vacía y en silencio. Sólo las hojas de los periódicos hacían su entrada en la acústica cerrada, de tanto en tanto. El carrito con golosinas pasaba de un extremo a otro del pasillo, elegante y discreto.

Nadie le dirigió la palabra y al minuto de descender, era tan irrelevante su imagen y tan extraña, que parecía que todos evitaban verla.

La suave manga que se pegó al avión descendía en un corredor largo, iluminado suavemente, provisto de una alfombra color crema que se perdía en el recoveco del pasillo. Avanzaron todos, como sumidos en un trance perfecto; los ejecutivos, con sus maletines y abrigos en el brazo.

Con su mochilita y su delgada chaqueta de mezclilla estaba completamente fuera de toda la decoración circundante, incluso entrando en la penumbra del pasillo, iluminado sólo por los avisos fluorescentes de RADO, Victorinox, Lindt y algunos otros que escapaban de su comprensión, con diseños elegantes y luces estudiadas cuidadosamente para captar la atención, pero no molestar la vista. Avanzó en silencio, tratando de pasar desapercibida, pero no era necesario. Todos parecían ignorarla y las señas del pasillo estaban en todos los lenguajes del globo, menos en el suyo. No tenía la menor idea a dónde ir, ni qué hacer.  El viejo adagio de «donde fueras, haz lo que vieres» llenaba su cabeza, impidiéndole pensar con claridad. La falta de sueño, el nerviosismo y la impericia eran factores determinantes, pero se negaba a aceptarlos. Sólo se confundía más y más intentando descifrar los letreros.

Al final del pasillo, un grupo de orientales, ruidosos y alegres, con cámaras fotográficas al cuello, la alejaron por varios segundos de la frase que golpeaba su cabeza y de la persistente intención de entender los carteles. Se dirigió, sin darse cuenta, arrastrada por la masa ruidosa, a Policía Internacional.

Luego de una larga fila, mostró su pasaporte tímidamente. Había ensayado un discurso en caso que cuestionaran su entrada, pero el oficial pareció no reparar en ella, sólo revisó apurado el documento y estampó un timbre en la primera página que logró conseguir.

Siguió avanzando, mecida por la masa humana de turistas orientales que se empeñan en correr por los pasillos, como si sus vidas dependieran de eso. Llegó por accidente al sector donde aparecía el equipaje y maldijo su mala decisión de elegir el color negro. Todas eran negras. Maletas, bolsos, todos giraban en interminables vueltas sin que lograra ubicar lo suyo, que probablemente había pasado veinte veces frente a sus ojos .

Al fin, cuando las últimas quedaban en el tiovivo, la  retiró con dificultad. Era tan pesada, aparatosa e inmanejable. Caminó incómoda por el pasillo atrastrando la mole con sus objetos personales. La ardilla de peluche resfaló de su mochila y le hizo detenerse un minuto, el tiempo suficiente para que, de las puertas automáticas, surgiera la figura inconfundible del que la esperaba. La sonrisa iluminó su cara. Su traje, sus manos cruzadas, su camisa dolor damasco. Todo se grabó en su memoria, junto con el latido desbocado de su corazón y permanecería ahi por los años venideros. El rumor de los pasajeros intentando salir del aeropuerto le sacó de su ensoñación. 

Las puertas se abrían y se cerraban mostrándolo a intervalos, como en una vieja película. Está ahi. El resto del viaje no importa. La maleta no importa. El cansancio no importa. Está ahí. 

La Mujer de Colonia

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Margarite Gerda Ethel Müller llegó a esta tierra, a bordo de un barco sin nombre en su idioma y no figuró jamás en ningún registro; ni de salida de su natal Colonia ni de entrada a esta bahía putrefacta y sinuosa conocida como Cuatro Diablos en la lengua de los aborígenes, seres tratados como leprosos y mendigos, en un abuso constante y sostenido que sorprendió y asqueó a todos los pasajeros de la nave en la que arribó. Habían llegado envueltos en sus ensoñaciones, perdidos en el tiempo y el espacio, por culpa de este viaje interminable que les había templado su valor hasta más allá de lo posible. Margarite había visto morir niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos durante la travesía y había tenido que cubrir sus caras con paños empapados en formol, para que los sufrimientos del escorbuto no traspasaran los oídos de los que aún permanecían sanos, haciendo sus sueños presa para siempre de estos quejidos de ultratumba.

El agua escaseó desde el principio del viaje y con el rostro lívido y blanca como un fantasma, exánime y hedionda a sudor ajeno y encierro, bajó del barco, junto con su familia, a este barrial inmundo en el final de la Tierra. Tan lejos de su patria se encontraban, pero era esto o morir. Su padre nunca se percató que la ley de colonización privilegiaba sólo a los hombres y a los niños. Las mujeres no contaban, ni en los repartos de bienes y tierras, ni en los manifiestos de la compañía naviera, donde eran anotadas minuciosamente las pertenencias, pero no las componentes de la familia. Sólo el nombre del patriarca aparecerá en los registros, casado y con tres hijas, de las que no se hallará más huella. Con el tiempo y los sucesos de la vida, su recuerdo se perderá de la memoria colectiva de la familia hasta que gracias al sueño recurrente de otra mujer, muchos años después, se podrá dar con él.

Partieron en otro viaje de locura, apenas llegaron,  montados en carretas tiradas por bueyes, por los caminos oscuros y cenagosos de este país. Decía el padre que así harían fortuna. Todas ellas contaban con conocimientos de enfermería, que de poco habían servido en su pueblo de origen. Sin la conexión indicada, se terminaba trabajando por dos marcos en un hospicio, curando a los moribundos de las peores pestes que asolaban Europa, para, al final, contagiarse e ir a parar a una tumba sin nombre. Todos juntos en un revoltijo de huesos y almas, que seguramente no conducía a ninguna parte.

En mitad de la travesía, hicieron alto en un pueblucho perdido, detrás de una cañada, atravesada por un río correntoso y cuyas aguas hicieron enmudecer a las jovencitas, que no habían visto tanta profundidad desde que se subieron al barco. Un primo lejano del padre hacía dinero en estas latitudes y era la parada obligatoria, por si alguno de los hijos del pariente decidía desposarse con una de ellas.

Entraron como atracciones de feria, por el camino polvoriento y angosto. Siguieron más allá del pueblo por otros cuarenta kilómetros, hasta bien entrada la noche, cuando avistaron pequeñas luces y escucharon los ladridos de lo que parecía una gran jauría. Fueron recibidas fríamente, sin intercambio de palabras. Simplemente un lugar para dormir, agua para su aseo personal y buenas noches. La mañana siguiente, el desayuno fue motivo de lágrimas y recuerdos de la patria lejana. Espléndidos kuchenes y panes hechos por los dueños de casa, prueba irrefutable que todo era posible, incluso en estas soledades.  Simplemente había que trabajar para ello, mañana, tarde y noche, como sólo el pueblo alemán era capaz de hacerlo.

Franz Gebauer les miró con interés y consultó cuál de ellas era la mayor. Margarite se puso de pié y recitó su nombre y su edad, tal como su padre le había instruido, generando un revuelo en la mesa, donde otros tres jóvenes compartían con la familia. Franz le miró nuevamente y guardó silencio. Nadie consultó nada más y siguieron hablando sólo los mayores. Para la tarde,  Margarite ya estaba prometida en matrimonio, sin haber intercambiado una sílaba con el pomposo pretendiente, que había ofrecido dos vaquillas y tres quintales de trigo para celebrar la unión lo más pronto posible.

Margarite tuvo entonces una conversación con su madre, acerca de los deberes de las esposas y de cómo someterse a los deseos del marido sin chistar. De la importancia de procrear tantos hijos como Dios le enviara, conservar su idioma a toda costa y trabajar como bruta para acrecentar la hacienda familiar. No se concebía el amor como un sentimiento romántico, sino práctico. El mero referente a la procreación hizo que Margarite temblara a la vista futura de ser poseída por este Franz gigante, de manos coloradas de lechero, llenas de grietas y pliegues, con sus labios escasos y sus pelos amarillos, que olía a jabón de lejía por todas partes. Sufrió una fiebre repentina y todos pensaron que el fantasma del escorbuto se había alojado en ella y aparecía justo ahora. Paños fríos y jugos de limón le hicieron reblandecer su estómago, sus huesos y su conciencia pero no fueron suficientes para curar este violento ataque de negación contra la realidad aplastante que le esperaba. Miraba a Franz desde la ventana de su lecho de enferma y le repugnaba su sola imagen. Sus padres se mostraron inflexibles y decididos. Ella comprendió que no era posible ninguna razón y armándose de valor alimentado por su miedo, decidió ser proscrita de su familia antes que esclava de este sujeto cruel y con el mismo carisma de un buey.

Escapó la noche antes de la celebración del matrimonio. Armó un atadito con sus pertenencias y corrió por el camino. Su vida dependía de ello. Podía sentir los pasos de los mastines, ver las caras de sus padres condenándola, pero nada le importó. Alcanzó de pronto una pequeña caravana. María Isabel Rubilar le consultó de dónde era, en un correcto alemán. Margarite se apuró en contar su historia, pero su acento del sur era tan marcado y su excitación tan viva que María Isabel no entendió nada más que esta pobre mujer estaba aterrada y que alguien debía ayudarle. La llevó al internado, donde trabajaba. Las monjas suizas lograron calmarle y finalmente, comprender su historia. Con profunda piedad, le dieron alojo en la Comunidad y pronto Margarite consiguió un puesto en el pequeño hospital.

Ambas mujeres se hicieron amigas, cómplices en esta fatalidad, mientras la primera epidemia de tos convulsiva hacía su aparición. Margarite curó a nacionales, aborígenes, alemanes y cuanto ser viviente llegó, trabajando sin descanso. Temía ser reconocida y usaba la cofia de rigor bien pegada a su frente. No fue suficiente, sin embargo, para evitar que Alamiro Del Palmar, primo hermano de Constantino, le echara el ojo un buen día y a fuerza de insistencia, mucha mímica y un encanto innato, la hiciera su mujer. Este chileno bruto, pero simpático, había conquistado su corazón. Tres hijos vendrían al mundo. Dos epidemias más de tos convulsiva atacarían al poblado. Margarite no pudo sobrevivir la última. Dejó a sus hijos abandonados y se llevó el secreto de María Isabel consigo. El recuerdo moró perdido entre las telas de un ropero, hasta que fue encontrado en un sueño y por accidente, ochenta años después.

Didgeridoo Concert

El amplio vestíbulo de la estación de trenes se llena de transeúntes a medida que el gran reloj va marcando los minutos. Uno tras otro los convoyes arrivan, cubriendo el lugar con su carga sonora y colorida. Rápidos y sin mirar atrás, los pasajeros colman el espacio, lo cruzan y se van por aquellas puertas gigantescas que parecen abducirlos a la ciudad.

Entremedio de la muchedumbre que intenta hacerse un lugar, se escucha con dificultad un sonido gutural. Extraído de la tierra misma, monótono y perturbador, va tomando su posición en la maraña de sonidos que inunda la estación. Retumba, penetra, golpea y sigue avanzando entre la estructura misma, para lograr ubicarse en el inconsciente de las personas. Como un analgésico de toscas notas, como una flauta gigantesca y primitiva, avanza el sonido llenando los espacios más recónditos del lugar. Suenan las campanas de la catedral y complementan el ruido sedante, pegajoso y primigenio que persiste en el ambiente.

Avanzan, como un ola humana que se va renovando a la llegada de cada convoy. Avanza también este sonido áspero e inquietante hasta adentrarse en cada piedra y ventanal de la estación. Suenan nuevamente las campanas. Atrona el didgeridoo, ronco, hosco, profundo, por gracia de los pulmones del joven que se muestra completamente extasiado con su propio sonido. No le importa que el suelo es duro y frío. Sopla en un trance otorgado sólo por este instrumento, que le hace alejarse miles de millas de este lugar, olvidar a la gente y el entorno y no darse cuenta siquiera de las monedas que caen ruidosas a su sombrero. Añora praderas rojizas y secas, árboles de eucaliptus que nunca ha visto y finalmente la unión con la naturaleza originaria y absoluta que le confiere el derecho de insuflar el didgeridoo. Ha tocado en muchos lugares, en las calles, en bares, en pequeñas galerías e incluso en las iglesias, pero no hay comparación con esta acústica surrealista,  aumentada hasta el infinito por el rumor de la carga que trae cada convoy y la actividad misma de la estación. Le place estar aquí y llega, cada día, muy temprano. Se retira antes del atardecer, como un hombre prehistórico, ansioso de no perder la luz del sol antes de llegar a su morada.

Sigue con la monotonía de su tema, exhalando con dificultad, a veces, con pasión otras. Se detienen algunos para observarle, pero él no les ve. Sigue profundamente hipnotizado con su propio prodigio, con su propio descubrimiento, con su propio ser. Sigue tocando, en un viaje sin rumbo ni destino; siguen los pasajeros de los trenes viaje hacia otras realidades.

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Los Buongiorno

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El Hotel International Au Lac, ubicado en la mejor rivera del lago, parece un castillo medieval perdido en este pueblo veraniego, ruidoso y tórrido. Avanza la joven pareja por las calles que exudan la escasa humedad del ambiente y reflejan el calor del mediodía. Las aguas minerales, que se entibian antes de terminar de beberse, no han colaborado demasiado en esta jornada, donde la radio anuncia alegre que se esperan temperaturas infernales para uno de los días más hermosos del verano.

Siguen caminando por las calles empedradas, intentando buscar sombra y un lugar donde remojarse. Han viajado por largas horas y la felicidad que les embarga por estar juntos se deshace entremedio de sus dedos, agotados, cansados, perdidos entre el sudor y el gentío. El lago se abre maravilloso y fresco, las aguas darían el solaz perfecto al día caluroso, pero no es fácil acceder. En este pueblo, largo tiempo invadido por el turismo y las construcciones, no hay accesos al agua prodigiosa que ellos esperan aproximar.

Finalmente, aceptan que  lo fantástico del viaje natural se ha perdido por esta vez e ingresan lentamente al hotel. Registran sus nombres y un viejo botones les ayudará con sus maletas. ¿Recién casados? preguntan en la recepción y ellos divertidos, asienten. ¡ Una champaña, per favore! grita afectado y cómico. De parte del hotel, felicidades y un descuento especial por su alojamiento, signore. Muchas, muchas felicidades y bienvenidos.

Ríen en complicidad, se ubican en su habitación, toman una ducha, bajan a a la terraza y la vista inmejorable del lago les llama nuevamente, así como el calor de la tarde les golpea de lleno en sus cabezas. Un sorbet de limón, por favor, indican al garzón. Amable y servicial, vuelve en cosa de minutos y se queda a la sombra de un olivo esperando por más solicitudes de la joven pareja.

La cena se sirve a partir de las ocho, les indican en la recepción nuevamente, una vez que la tarde ha llegado y el calor ha descendido. Ellos accederán a la gran terraza. Ella, apenas abrigada con una mantilla de seda y un vestido largo y veraniego que le contornea su figura.  El menú es amplio, la vista maravillosa. La ciudad entera se puebla de tenues luces y se escuchan apenas los ruidos de la calle. Las embarcaciones en el lago han tomado la rivera y se guardan silenciosas hasta el nuevo día. De pronto, cae en cuenta la joven pareja que a su alrededor no hay nadie de su generación. Rodeados por doquier por antiguos y rancios personajes, la dama inglesa de la mesa de la izquierda, cubierta de joyas en sus diez dedos, gritándole sin descanso al viejo lord que intenta cabecear entre plato y plato. Los octogenarios yanquis, parloteando al fondo. El anciano francés y su hermana, prisioneros del tiempo y las enfermedades reumáticas, y varios otros por el estilo. Un promedio de edad de 80 años les rodea, sin que se lo hayan propuesto. El aire del atardecer aparece repentino,  curioso y frágil, refrescando el ambiente y despertando por breves segundos al pobre lord.

Viene el primer buffet con ensaladas y un enjambre de diligentes garzones  cubrirá su mesa, atosigándoles. Gallardos, bronceados, atléticos, italianos todos, con su dulce acento y su masculina presencia por doquier, como un ejército de abejorros peleando por la única flor fresca en este bosque fosilizado. Signora, sírvase signora. Más ensaladas, más vino, otra servilleta, ¿está bien esta luz? Signora, apagamos la vela si le ha molestado. Otro plato per favore para ella. Uno tras otro los garzones se dan maña para acercarse a su mesa, colmarla de atenciones, ignorar a su acompañante y a toda la concurrencia del comedor. Viene otro buffet y nuevamente el enjambre sobrevolando, luego los postres y por último y como si fuera poco, el maître se acerca y le ofrece una nueva atención.

Arrivederci signora, dicen ellos, uno a uno y en fila, como una línea de espadachines gallardos con ojos libidinosos, cuando se retiran finalmente de la terraza y del comedor. Avanzan exhaustos por esta muestra excesiva de amabilidad. Tanto signora esto, signora lo otro, ha acabado por colmarles. De pronto, una idea, la piscina del hotel, gigante, fresca y discreta, está abandonada a esa hora de la noche. Se dirigen sigilosos y se zambullen en silencio, disfrutando el agua aún tibia y la maravillosa luna que les alumbra juguetona. Nadan, dan vueltas, se abrazan,  pero de pronto, de la nulidad del silencio, signora, signora ¿una toalla?….

La mañana siguiente, antes del desayuno y  ya en el pasillo del hotel, los amables buongiorno colmarán sus paciencias. Intrusos y cargantes, aparecen de todas partes, llenándola de gentilezas y sonrisas coquetas. La leche, el café, el yogurt, la tostada, el panecillo, todo seleccionado para ella, todos saludando amables y sonrientes, todos rodeándoles agotadores finalmente de tanto y tanto buongiorno.

Se retiran del hotel esa tarde y el joven consultará qué clase de clientes normalmente acuden al hotel. El gerente se acercará y le comentará discreto que el público del establecimiento no es gente de su edad, sino todo lo contrario. Van y vienen en el año y muchos tienen sus habitaciones especiales y tomadas con mucha antelación. Eso explica muchas cosas, concluye el joven, mientras se acerca nuevamente el ejército solícito para cargar el mínimo equipaje y consultarle a la signora si había sido todo de su agrado. ¿Qué puedo decir? Sonríe ella divertida, ¿qué puedo decir?