El Faro

Quinientos veinticinco días en esta roca del demonio le habían demostrado tantas cosas sobre sí mismo, que estaba por creer que era otra persona. Había aceptado este trabajo como hubiera aceptado cualquier otro, dada las circunstancias y no había reparado en lo difícil que iba a ser solamente sobrevivir.

La roca se alzaba en medio del mar, cubierta por el océano y la suave bruma que producía la rompiente de las olas. Se mantenía allí por alguna razón misteriosa y se había quedado esperando que la tierra la alcance, como una dama orgullosa . Su trazo irregular le confería diversas formas a la imaginación de los lugareños, que le llenaban de poderes sobrenaturales. Detenía el mar, decían, con la fuerza de la tierra alzándose insolente frente a este océano vasto y atemorizante. Esa era Tilly. La miraban con arrobo desde la playa y muchas historias se contaban en su nombre.

«Debes llegar a lo alto de esa roca y permanecer ahi por cuatro días instalando el campamento. Una vez que ese tiempo pase, llegarán a relevarte y empezarán la construcción». Esa había sido la orden que cambiaría el resto de su vida, que le enseñaría lo frágil pero innegable que era el espíritu humano.

El delgado botecito se mece sobre las olas, como una pequeña cáscara de nuez. Los hombres se muestran recios, pero están aterrados. Tilly está cubierta de espuma y las olas que la envuelven sobrepasan su planicie. Se ve amenazadora y gigantesca. Se imaginan miles de terrores al llegar a sus acantilados resbalosos y verdes. Usan ganchos para adherirse a la roca, pero el mar es furioso y cruel. Les golpea a intervalos tan seguidos que les impide respirar. Están empapados. Faltan los mismos cuatro días que hace dos horas atrás.

Los recuerdos siguientes están ligados a la sal en su boca y la sensación de no haber estado seco jamás. Mira atemorizado como el sol se va escondiendo en el horizonte. Mira a su alrededor y sólo ve agua y la superficie porosa de la roca. Intentan llegar al único sector que parece más seco para pasar la noche.

Mira la luz del amanecer y respira contrayendo sus pulmones, tratando de evacuar toda el agua que ha recibido esta noche maldita. Perdieron sus carpas, perdieron parte de sus provisiones. La fuerza del mar les obliga a bajar sus cabezas y cuestionarse miles de veces en el día si vale la pena doblegar esta mole.

Siguen así por otros días que parecen no avanzar ni dejarles cumplir su cometido. De pronto, entre la bruma, divisan un mástil. Las olas golpean fuerte y la imagen se pierde por momentos. Dudan que logre alcanzarlos. Miran espectantes y nerviosos. Están hambrientos. Necesitan abandonar este purgatorio ahora.

Se esfuerza la embarcación, sube y baja acercándose peligrosamente a los remolinos al pie de la gran roca. Tilly no le dejará pasar. Enronquecen los hombres dando instrucciones a los del barco. Arrecia el océano, se pierde la luz del día. Desaparece el bote nuevamente. Se desesperan los hombres, quieren irse. Esto es peor que el infierno. No logran ver el barco. Por milagro uno de ellos avista un grupo escalando la pared de la roca. Tilly ha sido amable esta vez.

Se deslizan por la pendiente, dejando a sus relevos instalados tras ellos. Se pierden en el océano que los traga sin piedad. Salen a flote, vuelven a sumergirse. Alcanzan el barco. Son afortunados. Un café caliente y las instrucciones del capataz. Deben regresar a tierra y luego a la roca nuevamente. Así en intervalos de cuatro días hasta que hayan construido el refugio y luego las bases del faro.

Creyó volverse loco. Creyó convertirse en una criatura marina. Creyó que Tilly le hablaba y le obligaba a quedarse, a hacerse parte de su superficie, a sumergirse en sus remolinos, a perecer en sus contornos. Así por quinientos veinticinco días, con sus noches oscuras, con su bruma cubriéndolo todo, con esperanzas, con terror, con dolor, con muerte y con la silente sensación de la conquista que se acrecentaba cada día. La ansiedad de poder abandonar este lugar para siempre era el motor para todos ellos. Les obligaba a levantarse, a moverse y seguir construyendo, taladrando la roca, afianzando las bases, doblegándola. 

Al poner la última piedra, sin embargo, miró a su alrededor y comprendió que iba a echar de menos este lugar. Se ofreció como voluntario para cuidar el faro. Estaba obsesionado, no iba a ser capaz de vivir en ninguna otra parte de la tierra. Tilly le había conquistado. Ahora le pertenecía.

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El Navegante

Se jacta de haber visitado más de noventa países y de haber estado literalmente en los siete mares. El sol, el viento y el horizonte son sus guías, sus compañeros, su afán.

Lleva años en esta vida que no buscó y que llegó por accidente a su puerta la vez que le invitaron a echarse a la mar.

Se sumergió en aguas traicioneras pero claras, buscando tesoros escondidos por siglos en los mares de su patria.

Estuvo en el peor mar de Europa rescatando los rastros de la industria que bombea los destinos del mundo entero, contemplando aquellas arterias gigantescas que alimentaban el corazón de la nación y exactamente en el mismo punto donde los vikingos mucho tiempo antes, desembarcaron para aterrorizar a ese pueblo por 100 años.

Navegó las aguas idílicas donde el Capitán Cook fue asesinado arteramente y encontró algo de paz y un puerto seguro bajo sus puestas de sol.

Se encontró con rufianes y piratas, con hermosas doncellas que nadaban desnudas ofreciéndole sus pulmones llenos de aire para seguir en las profundidades.

Se dirigió luego a las playas perdidas de los mayas, donde el oro brotaba desde la panza del mismo mar, y también encontró lacras, bellezas y amistad.

El Navegante gusta de la buena mesa y del viento franco entrando por su ventana. Respira a bocanadas, sin pausa ni tregua, porque está hecho de este mismo aire.

Viaja como escapando, escapa como viajando y en el transcurso de este ejercicio alucinante y divertido, ha caído en cuenta algunas veces que no ha sido tan agradable la vida como él pudo imaginar. Quedan cicatrices de las rutas recorridas, que el Navegante se niega a hurgar o siquiera recordar. Sabe que están ahí porque duelen de vez en cuando, a veces ni se sienten, pero a veces le parten su alma simple y decidida.

Ha enfrentado temporales, travesías sin sentido, sin destino ni fin y siempre con su sonrisa enhiesta como la mejor espada para defenderse del infortunio y la maldad. Pero para el dolor de su corazón no hay sonrisa ni espada que valgan y los recuerdos oscuros de una vida en tierra y una familia perdida le ensombrecen su alma.

Estar cerca del Navegante es oler el mar, es sentir la brisa y disfrutar el sol del verano sin término que ha sido su vida. Es escuchar infinitamente historias de viajes y aventuras, términos marineros y miles de acentos diferentes en su sola voz. Es también ver el miedo a no poder seguir al viento, cuando se siente atrapado, la incontenible furia de la tormenta cuando pierde la paciencia y el suave vaivén del mar cuando ama.

Nadie se cansa de él, pero él inevitablemente se cansará de todos, porque su espíritu está hecho de las mismas tempestades que quiere evitar, de las mismas ventiscas que han hecho avanzar su nave y del viento mismo que lo guía sin compás ni cartas a un destino que no ha elegido, porque invariablemente, todo en la vida del Navegante ha sido por azar.