Rueda de la Fortuna

Me duele, dijo la niñita, tratando de quitar el brazo. Irma no dijo nada, ni hizo una mueca. Nada alteró su semblante. Volvió a clavar la aguja y el chillido de la paciente no le importó. Extrajo la sangre, aplicó el algodón con movimientos automáticos y se fue. Los ojos de la pequeña estaban llenos de lágrimas.

Hacía veinte años que trabajaba como enfermera. Estudió sin muchas ganas y sólo porque era, de todas las magras alternativas, la que le iba a reportar mejores ganancias. Aprendió los procedimientos con rigurosidad y perfección, practicando con naranjas y muñecos, memorizando sístoles y diástoles, cuadros infecciosos y una serie de información que se dio cuenta con el tiempo y la experiencia, que se repetía hasta el infinito y era muy sencilla de inferir. El dolor ajeno le conmovía hondamente y trataba de sobrellevarlo con filosofía. Al principio, no creyó dejar de sentir jamás este remordimiento cruel, cada vez que veía caras de dolor. Ahora, cuando se remontaba a ese tiempo, no podía poner reversa. Ya no sentía nada.

Su vida personal estaba cargada de un dolor distinto, una forma de sufrir diferente que no le dejaba impávida sino muy por el contrario. Habían sido una suerte de tumbo tras tumbo sus dos matrimonios y sus dos hijos. Trató de dedicarles el mayor tiempo dentro de su demandante horario, pero siempre sentía que había sido irresponsable. Darlene, su hija con Rick, estaba perdida en la drogas y se prostituía para satisfacer el vicio. Gaspar, el niño de su corazón, fruto de su segundo matrimonio, iba por un precipicio de violencia, pandillas y tráfico que ella no podía evitar. Se sentía incapaz. Era demasiado aplastante la realidad y no lograba dar con el momento exacto en que todo se tornó de revés y sus esperanzas y sueños se convirtieron en esto.

El dolor ajeno ya no le conmovía y tal vez, como sus hijos le acusaban, tampoco parecía conmoverle el de ellos. Era un ser sin emociones, sin sentimientos, que avanzaba por la vida, tratando de curar el sufrimiento de extraños, sin reparar en el propio. Eso parecía.

Siempre, en las peores situaciones, sobre todo en la sala de Emergencias, trataba de mantener su mente despejada y evadirse en un recuerdo amable, generalmente de vivencias sencillas. Había recordado la feria de atracciones otra vez esta semana. En aquel entonces Darlene, de once años , rogó hasta el cansancio poder subirse a la rueda de la fortuna. Irma consiguió el permiso, con el juramento que si algo le sucedía a la niña, era su entera y absoluta responsabilidad. Subieron juntas y el panorama de la ciudad acalló los gritos de ambas. Las luces multicolores, el atardecer anaranjado y púrpura. La música. Los rostros extasiados de los otros ocupantes de la rueda y aquella pareja que se mostraba inmensamente feliz. Irma les envidió con infinita pena. Su matrimonio con Rick había acabado de una forma brutal e inesperada. Su corazón estaba profundamente dolido, más cuando su hija decidió irse a vivir con él.

Mira por la ventana, mientras revisa en las fichas pegadas a la tablilla, si quedan más pacientes que atender. Le toca el turno de la noche, acompañada del anestesista que resuelve crucigramas para no dormirse.  Piensa nuevamente en Darlene y en la rueda de la fortuna. Cómo la vida de su hija giraba ahora a un ritmo que nadie controlaba, ni siquiera ella misma. Vuelve a observar por la ventana y a lo lejos distingue las luces de una feria. Sonríe con tristeza. Una larga noche le espera. Aún recuerda el quejido de la niña que ha pinchado para sacar la muestra. Por alguna razón extraña, recuerda los quejidos de dolor de sus dos hijos. Gaspar ha discutido con ella esta mañana. Espera poder hacer las paces al día siguiente. Nada la descompone más que discutir con él. Es cruel y arrebatado, como es su padre. Cruel, muy cruel.

Este turno es el más tedioso de todos. Vuelve a observar las luces de la feria. Se ubica imaginariamente en la rueda de la fortuna y siente el viento en su cara, el paso inegable del tiempo, traducido en la lenta vuelta del mecanismo, escucha el rechinar de los engranajes del gigantesco aparato. Las risas de los otros. Mira su reloj. Está recién empezando. Revisa la batería de su teléfono móvil. Lo ubica en su bolsillo y lo deja en sólo vibrar. Avanza por el pasillo y cierra la puerta tras de sí. El anestesista abre el periódico y la bolsa de galletas saladas. Ha traído un concierto, le comenta, mientras se limpia la boca con una servilleta. Ella no le escucha. Aún ve a lo lejos las luces de la feria.

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Allá arriba

Nada había dado resultado. Ni las friegas de romero y sal de mar en aquella terma perdida entre las montañas, ni las inyecciones de oro puro en sus cansadas y deformes coyunturas, ni el trocito de la cruz que había llegado misterioso y sin remitente, envuelto en un paño bordado por monjas, desde algún lugar ignoto.  Nada había detenido el dolor ni la tragedia. Nada, ni siquiera su sonrisa.

Félix estaba al lado de su cama, a pesar de las prohibiciones del médico y las enfermeras. Sabían que le pasaba cigarrillos a escondidas y que Brigitte los fumaba en silencio, disfrutando la mortal bocanada. Sólo era una pitada. El resto del delgado cilindro mentolado se perdía en la taza del W.C. Era la única forma de aguantar el dolor, decía ella. El único placer que le iba quedando. Atrás estaban los viajes en primera clase, las joyas, los perfumes franceses, las cenas fastuosas, los amigos. Todo se había congelado en un tiempo más allá de este tiempo, porque Brigitte sabía que estaba muriendo. Lentamente y con dolor. Exactamente como ella siempre había temido. Ningún calmante era suficiente y sólo la suave pitada entre sus labios secos le abstraía de los extraños fantasmas que moraban en el hospital.

Él la acompañaba, como juró hacerlo aquel día de verano cuando contrajeron  matrimonio. Sólo se iba a ratos, porque las arcas familiares fueron mermando y tuvo que empezar lentamente a echar mano de las pinturas, primero, luego de los ahorros y finalmente de las joyas de Brigitte. Una a una fueron desapareciendo, de manos de usureros y prestamistas, que se mostraban tan solícitos y amables. Incluso le daban una palmadita en la espalda a la salida. Félix se juraba a si mismo que regresaría por lo empeñado, porque ella no iba a ser capaz de entender este desprendimiento, pero en su interior, sabía de sobra que no era posible.

El cirujano no pudo continuar la operación, le dijeron a la entrada del hospital, con las mismas caras inexpresivas que ya se había acostumbrado a ver. El tumor es demasiado grande, dijo el médico, la enfermedad ha avanzado muy rápidamente. Félix le miró intrigado y, absorto en sus pensamientos, sólo atinó a preguntar ¿cuántos años tienes, hijo? Me dices con tanta soltura que mi esposa va a morir de un momento a otro, pensaba que eras algo mayor.

Empecemos con el tratamiento de morfina, ordenó el facultativo al día siguiente. Con las ampollas entre sus manos, Brigitte bromeaba sobre sus sueños. Esta sustancia es tan finita, reía, pero su semblante cambiaba cuando debían inyectarla. Félix se la imaginaba desde afuera y no podía hacer nada más que estrujar la fotografía que guardaba consigo, en el bolsillo de su camisa. Era la estampita de la Virgen de Pompeya. Brigitte se la había regalado en uno de sus viajes. No la sueltes nunca, viejo, insistió entonces, misteriosa.  No la dejes nunca de lado, que te protegerá cuando estés lejos y yo no pueda alcanzarte.

Ingresa a la habitación, en silencio, después de la inyección. Brigitte le mira perpleja. Me trajiste mi cigarrillo, pregunta. Quiero salir de aquí. No me dejes morir encerrada. Ellos se darán cuenta de todo, qué vergüenza, Félix. No los dejes. Sácame de aquí te lo ruego, que no se enteren de nada.

¿Qué quieres que haga mujer? ¿Dónde quieres ir? Arriba, Félix, al cielo. Quiero sentir el viento en mis oídos, quiero ver el cielo azul, como la primera vez que salimos a volar juntos. ¿Tienes todavía el foulard que te regalé, verdad? Vámonos. Que no se enteren. Prefiero irme en silencio, arriba sin aire, que acá rodeada de gente, que me mira como a una atracción de circo. Sácame de aquí te lo suplico, tú sabes cómo. Siempre has sabido cómo.

El suave aeroplano está arriba de las nubes. El ruido es molestoso. Félix y Brigitte casi no pueden escucharse. Sólo se toman de las manos. Entra el viento por la ventanilla del copiloto. No te vayas, querida mía, susurra Félix en su oído ya sin vida. No te vayas.

entre nubes