La Verdad

El olor a aguardiente de Madame Edith inunda todo su cuarto. Ahí están los arcones llenos de ropa. Las botellas escondidas debajo de la cama. El cartón de cigarrillos. Dieciséis ceniceros repartidos aquí y allá. Pedro Torres Apaza, nuestro actor principal, me ha ayudado a cargar al atado de huesos en el que se ha convertido la vieja. Le coloca una estampita de la Virgen de Andacollo en la frente, por si la Chinita se decide a hacer el milagro de traerla de vuelta. Le habla en la lengua de sus ancestros, mientras yo intento escuchar qué rayos balbucea doña Edith.  Despejo su cama. El olor a pis y ceniza nos aturde. La veo en su real dimensión y caigo en cuenta que Jovita tenía toda la razón cuando decía que había perdido la decencia. Que la clase y el garbo estaban en sus fantasías y que la verdadera doña Edith no era más que otra pobre, atacada por las ratas y el olvido, por el hambre y el frío. Como todos los demás. 

Le aprieta la mano a Pedro. Le habla en francés, le habla en esperanto. Cuando no escucha la respuesta que quiere, abre sus ojos azul índigo y cientos de líneas profundas se convierten en una superficie lisa. Dime dónde está mi hijo, inquiere. Dime dónde está. Respira con dificultad. Pedro busca con desesperación la estampita de la Virgen. La Chinita no tiene nada que hacer aquí, me confiesa en susurros. Ya se nos va la señora, por Dios bendito, me dice con la caballerosidad y el cantito de los serranos. Ya se nos va.

Me quedo en la habitación, acobardada, de un acto fuera de mi voluntad. Paso la vista una vez más por el cuarto. Intento no respirar la nicotina que se ha hecho cargo del ambiente. Intento no mirar los calzones amarillentos ni las bolas de naftalina que cuelgan de uno de sus arcones. Leo con dificultad el cartel que pende de la tapa de una maleta. Alcanzo a juntar las letras donde dice Lima. Escucho la respiración de la Madame. Su pecho silva, sus fosas nasales laten. Caigo en cuenta que no es tisis lo que tiene esta vieja. Las colillas regadas, los cartones apretujados debajo de la cama. Todo ha sido una mentira.

Miro el reloj que está en la cabecera y sólo faltan dos horas para la función. Escucho con claridad el tic tic acompasado y lentamente meto mis manos en el cajón del velador. Los papeles amarillos crujen al contacto con mis dedos. Madame sigue en el estado en que la dejamos. Un sueño aplastante y ciego. Estira las manos al aire. Leo con calma, juntando con dificultad las palabras. Chambord. Barco. Lima.

– No vas a entender nada, enana estúpida- me dice clavando sus ojos en los míos. No vas a entender nada, porque nadie sabe la verdad. La vida no es blanco o negro. Hay matices y en los matices nos extraviamos. Escucha con atención, que lo que voy a hacer es darte una lección de vida.

El arte de la representación es algo que está en mi sangre. Actores callejeros llenan mi árbol genealógico desde donde tengo memoria y más allá. Tú no sabes de esas cosas, porque en esta América falsa, lo que quieren es fantasía y la fantasía, enana estúpida, se logra sólo a través de la mentira. Así está formado este continente. Sobre un saco de mentiras.

Chambord tiene el castillo más fascinante que se haya creado jamás. Ocho torres inmensas, cuatrocientas habitaciones y treinta kilómetros de bosque. Leonardo da Vinci diseñó sus planos y Alain Leclere dirigió la compañía donde yo me inicié. Él es el padre de mi hijo y Henry Blanc sabe dónde está. Jamás esperé encontrar a Henry, como jamás esperé saber nada de Antoine, mi retoño. Alain movió a la compañía hasta Lima, en un arrebato comparado con la fiebre que atacó a otras compañías y que les hizo marchar a lugares muy distantes en el globo, buscando el mismo sueño. Los conocí a todos en el barco. Un barco multicolor, con variadas lenguas, diversas historias, genuinos personajes, una sola bandera. El maestro Xin Yuga, nos elevó a la categoría de performistas, a través de las pipas de opio. Él me regaló las batas de seda y me hizo desembarcar en estas tierras, rumbo al mar. Tenía una visión. Una visión maravillosa. Dejó esta vida apenas alcanzamos el océano. Xin Yuga le entregó mi hijo a Alain. Xin Yuga me regaló el maquillaje que ha cubierto mis cicatrices durante estos años. Xin Yuga me dejó un vacío en el alma, enana estúpida, que es imposible de llenar. Sólo con las luces del teatro me transporto a la otra dimensión. A aquella donde está Xin.  Tú no puedes entenderlo porque tu vida ha sido insípida. No sabes nada. Buscas nerviosa en mis papeles, pero no sabes qué buscar. Xin Yuga me enseñó qué buscar. Perdí mi alma el día que se fue y son las luces del teatro las que me la traen de vuelta, a ratos.

Henry sabía dónde estaba Alain, porque siguieron el viaje. Se emborrachan juntos, mientras la esposa de Henry se moría de frustración en la cabina que compraron, empeñándolo todo. Cree que no lo sospecho, pero lo supe todo. Xin Yuga me enseñó a ver más allá de lo evidente, con sus manos nudosas, sus modales de felino, su parsimonia y sus besos, camuflados por bocanadas de opio, explorando mi carne, penetrando mis pensamientos y mi voz. Perdí al padre y al hijo, pero gané al maestro. Hasta que me abandonó y en su abandono, perdí todo.  Descubrí, sin embargo, la tentación de la mentira y cómo cura el dolor del corazón. Cómo perturba a las almas y con cuánta fascinación las personas ignorantes la atesoran.

Ver a Henry me trajo el recuerdo de tiempos que ya había conseguido convertir en partes de mi fantasía. Ver su odio y su rabia, escuchar su confesión absurda, ver su éxito convertido en derrota, me recordó mi propio dolor y mi propia vida, aquella que he ocultado entre personajes de obras teatrales. Qué sabes tú, chiquilla estúpida, qué es el dolor. Aquel que traspasa, que carcome el alma. Aquel. Esa sombra silente que se acuesta en tu cama, comparte tu almohada y no te deja jamás. Un estado permanente que no se pasa con nada. Mírame. No se pasa con nada.

Intenta levantarse. Intenta agarrar mis manos. Un paroxismo de tos la descompone. El olor a aguardiente y pis inunda todo. Quiero vomitar. Faltan cuarenta minutos para que empiece la función. Miro los arcones. Recuerdo a Tomasito y su compañía de Kathoey. No sé por qué recuerdo a Meche. Madame Edith se pasa la mano con furia por la cara y una cicatriz espantosa le surca la mejilla, sin pintura. Esa sombra silente, insiste. Esa sombra.

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Tuco

A las siete, ya andaba en pie. Rolando roncaba desde las tres de la mañana y no me había dejado dormir, pero estaba acostumbrada. Siempre era lo mismo. Cuando Tuco peleaba, él se acostaba tarde, se quedaba dormido en un santiamén y resoplaba como una locomotora.

Estaba por abrir la librería. El olor del papel, del piso encerado, de los caramelos y las galletas que compraban las niñitas del colegio, eran los aromas de mi evasión. Rolando entraba de vez en cuando a contar la recaudación y se quedaba mirando el periódico, comentando las noticias con su voz cascada e interrumpiendo a la clientela con esa tos nauseabunda que le brotaba del pecho.

Tuco estaba en el patio. Se paseaba a todo lo ancho y cantaba de vez en cuando. Se sabía el preferido y aunque sus plumas mostraban los estragos de la noche anterior, sus pasos cortos y altivos tenían la arrogancia y la finura de los gallos de pelea. Tal vez por eso Rolando lo adoraba. Tenía todo lo que a él le faltaba.

Ambos eran los últimos. Tuco, exponente de un linaje que se remontaba a las cruzas entre mapuchones y el «combatiente español», como le llamaron a las aves llegadas bajo el brazo de aquellos más humildes, que vinieron a probar suerte a esta latitud y se quedaron. De ahi salió. Castellano y colorado, animal de buenas patas, rápido y de resistencia excepcional, comía más que su propio peso de carne magra y apretada, que costaba días ablandar en la olla, para obtener un caldo extrañamente sabroso. Tal era la disposición final de los capones, una vez que había llegado el final de sus días. 

Rolando era la mezcla de generaciones de  prácticas endogámicas, como muchos otros en el pueblo, que de ese modo cuidaban el nombre, la familia y la fortuna. Hipnotizado por el cacareo y las plumas, por las apuestas que subían hasta el cielo, la clandestinidad, el calor y el color de las galleras; por la doctrina santa de proteger a la progenie, reproducida con esmero y a costa de cantidades exorbitantes de dinero, que no provenían de las apuestas y que, para cuando Tuco estaba en la palestra, ni siquiera venían de su bolsillo. Él seguía en este empeño, seguía en esta guerra, que se había convertido en obsesión. Seguía alentando a la pequeña criatura a representar su rabia, su desazón y su orgullo en el ruedo polvoriento que estaba detrás de la casa.

No causaba más que trabajos. En la librería de poco me servía. Espantaba a la clientela con sus comentarios, con la rudeza de sus modales, especialmente cuando llegaban los Flandes y los Ampuero a buscar sus ganancias de la pelea anterior. Rolando vaciaba los cajones con furia y esa tos que le acompañó hasta el último día de su vida, se hacía insoportable y no le dejaba articular palabra. No hacía caso a las súplicas de mis ojos. Todo se lo llevaba la gallera. Tuco y sus parientes estaban consumiendo mi casa por completo y aunque traté de entusiasmarme en la crianza, calentando pollitos de dos semanas en los bolsillos de mi delantal, sacaba la cuenta y simplemente no nos daba para vivir.

Cien veces había visto la escena. El llanto del gallero. La desazón del que perdía. El entusiasmo sin precedentes de aquellos que ganaban. La que nunca vi fue la de un gallo, por más herido que estuviera, que no siguiera peleando hasta el final, porque ese era su propósito. Para eso había nacido y era así como debía morir. Ese honor le confería a los ojos de Rolando una mística especial, una reverencia ciega y una cierta envidia. Él era incapaz de asumir ese sacrificio y solapadamente vivía de mi esfuerzo, desde antes que se perdiera lo que había quedado de la herencia de su padre, dilapidada en apuestas, gallos, ruedos y otras vainas que no quiero recordar.

Tuco camina con parsimonia por el patio. Ha picoteado los rosales y las hortensias. Ha rascado con sus uñas afiladas cada árbol frutal que he podido salvar y se encamina a su gallinero. Descansará ese día y los siguientes, mientras Rolando planea otra velada. Esta vez si que nos va bien, me alienta decidido y bufa al hombre que viene a cobrar los caramelos. Después del almuerzo, me envalentono y decido poner punto final a la locura. Cojo el hacha y me dirijo a la gallera. Miro a los ojos a Tuco y en voz alta, le pido perdón.

La Partida

Tuvo mucho tiempo para pensarlo. Casi demasiado. Registró sus bolsillos en un gesto involuntario y recordó. Las últimas monedas las había depositado en las manitos de Emilio y aún le partía el corazón su carita confundida. Es necesario este dolor, es necesaria esta partida, se repitió en el trayecto hasta el puerto. Se quedó el día entero mirando los barcos. Logró una comida caliente, ayudando a la tripulación de una vieja barcaza a deshacerse de su carga. Vió como el día iba avanzando. Escuchó historias. Repitió frases. Memorizó descripciones. Guardó en su mente cada instante de este día. Hasta que la bruma se dejó caer.

Nunca había recordado sus sueños. Pensaba no poder recordarlos nunca. No esperaba nada de este viaje. Un sentimiento de profunda desazón le invadió. Se rindió sin haber empezado. La carita de Emilio vino nuevamente a su cabeza. Avanzó por la orilla. Se metió en el agua. Nadó algunos metros. La bahía estaba cubierta de neblina. Los barcos se mecían en fantasmales imagenes, flameando sus velas, azotando sus cabos. Buscó con cuidado el mascarón. Le costaba el braceo. Anhelaba un cigarrillo. La carita de Emilio se le repetía en cada reflejo, en cada gota de agua que golpeaba su cara.

Allí estaba el barco y el hombre le ayudó a subir. Le advirtió que no podía hacer ningún movimiento. Que no podía decir nada. Que era su pobre pellejo el que estaba en juego. No habría clemencia si lo descubrían. No lo conocía, le dijo. Le dijo también que habían ratas enormes y si tenía suerte, podría comer alguna vez. Que se olvidara de hablar, que se olvidara de que era un ser humano. Que se olvidara de todo.

La bruma espesó. La bahía apenas se divisaba desde lo alto de la colina. Esteban Santa María había sellado su destino. Se acomodó como pudo en el escaso hueco entre los barriles con agua y las vigas de suplemento. Iban a pasar cuarenta días con sus noches. Noches que iban a ser días. Días que iban a ser noches. Apretó las tripas y el corazón. Zarpaban al despuntar el alba. Estaba preparado.

Fotografía gentileza de Anne Fatosme.  http://annefatosme.wordpress.com

En Busca de la Médica

Aladín y Bautista ensillaron sus caballos. Hacía frío esa mañana de septiembre, pero era imprescindible hacer el viaje. La neumonía no estaba dejando a nadie en pié. Ardían las lámparas de aceite en las cocinas, crepitaba el fuego en las estufas, pero la enfermedad no se iba. Esto tenía que ser un mal de ojo, empezó a susurrar la población. Primero, en la casa de doña Binda, donde se había despachado a un recién nacido y la bisabuela de la familia; luego, donde los padres de Aladín y así se fue extendiendo, como el fuego en las rastras del verano.

Ensilla tu caballo hombre, dijo doña Clementina, acercándose montada en el manco que pertenecía a don Tomás, su marido, atacado por la fiebre hacía doce días con sus noches. Yo también voy con ustedes. Los hombres la miraron sorprendidos, pero no quisieron chillar nada. Bien conocido era el carácter de la doña, de armas tomar, de voz fuerte y ronca, un marimacho decían todos. Esquilaba como el mejor, montaba como todo un arriero y llevaba las riendas del campo ella solita. Don Tomás estaba para puro hacer los honores y los chiquillos reían todos, en las grandes fogatas en medio de la Trapananda, cuando el ganado descansaba y los hombres contaban historias inverosímiles al ritmo sordo del mate amargo, traspasado de boca en boca, como los recuerdos. Allí se burlaban, entre otras cosas, de la voz de infante de don Tomás y de su sexo descomunal. Sus manos de niña y su barba de carnero. Un engendro de la natura ese matrimonio, comentaban todos. Era doña Clementina la que se calzaba las pierneras de chiporro para rodear a los corderos en la señalada. Incluso estando embarazada, se vestía con los ponchos de lana y los calzones abombachados y desde lejos se veía, con sus espaldas cuadradas, sus caderas angostas, sus manos callosas y duras y su pelo amarrado en un moño apretado en lo alto de su nuca. Muchos decían que la habían visto afeitarse el bigote a la luz de la luna llena, para que no le creciera tan duro y tan pronto. Ahora ella y no don Tomás iba a salir a recorrer los caminos para encontrar a la médica.

Mañke Amuillang había salido corriendo de la escuela de los curitas franciscanos para no volver nunca más. María Millán le llamaron el día de su bautismo, en el nombre del padre y del hijo y eso definitivamente rompió la armonía con los espíritus de la tierra y el cielo. Ella había sido consagrada a la sanación, era la mujer cóndor, la inquebrantable, al servicio de su comunidad. María Millán no eran palabras muy claras para el entendimiento de los dioses y mientras no logró sacarse ese mote, no pudo ejercer sus poderes de sanadora. Se le olvidaron porfiadamente todos los emplastos, los cocimientos y los rezos, las supersticiones, los lamentos y las canciones. No podía tocar el kultrún como era debido y se le llenó la mente de niebla. Cuando, por fin, abandonó la misión, una tarde de escarcha en que la luna apuntaba perfecta hacia el firmamento, todo volvió a su memoria, tal como en primavera, la nieve retrocedía para dejar paso al verdor de los campos y a las flores.

Doña Clementina sabía dónde encontrarla. Era probablemente la única que lo sabía. La comunicación entre estas dos mujeres tan dispares había sido un milagro y una constante durante estos últimos quince años. Clementina conoció a Mañke Amuillang en su primer viaje a la Trapananda, cuando Tomás aún no se casaba como Dios mandaba con ella y andaban al lomo de los caballos día y noche, arreando vacas por los montes, en la cerrazón. La médica estaba en cuclillas pariendo una criatura y con sus mismos dientes cortó el cordón umbilical. A lo lejos se veía su choza, otros tres pequeños y un sujeto adusto y de piel oscura que mascaba algo parecido a tabaco.  Clementina se asombró de la visceralidad del acto de parir y se dirigió más que todo a conocerla. Compartieron un trago de agua y una mordida de charqui y esa sola conexión les hizo ser amigas en esta inmensidad, en estas condiciones y cuando arreciaba la tormenta. Clementina parió a su primer hijo en estas lejanías asistida por ella, sin miedo y sin dolor. Siempre me encontrarás, le dijo Mañke Amuillang, en una promesa silente. Siempre.

A la vuelta de la montaña, dijo el viejo arriero que iba escupiendo sus dientes. A la vueltecita está la ruca, pero yo no la he visto ni de subida ni ahora, masculló cansado. Doña Clementina chicoteó su caballo y Aladín y Bautista tuvieron que sujetarse sus sombreros para no perderlos en la carrera, detrás de la mujerona.  Allí estaba Mañke Amuillang, justo donde la había dejado, atizando el fuego, volteando unos ajíes cacho de cabra en una canasta de mimbre y limpiando los mocos de una criatura que no tenía más de dos años. Se saludaron con una venia y un apretón de manos, compartieron el mate amargo y mientras conversaban los hombres afuera, ellas, entremedio del humo del fogón, se contaron los secretos de estos últimos cuatro años.

Mañke Amuillang dio a doña Clementina los emplastos que necesitaba para curar a don Tomás. Le regaló hojas de canelo para hacer una lavativa en toda la casa y eliminar el humor de la enfermedad y le recomendó hacer lo mismo en todas las casas de alrededor. Fregar los pisos y las ventanas, por donde pasaban los espíritus perniciosos dijo, en su español cantado, masticando algo que no se podía identificar. Prometió visitarlos en una luna más. Ahora no era propicio.

Al salir, miró a Aladín de arriba a abajo y le dijo lentamente, usted no llega de vuelta. ¿Por qué doña María? dijo sin darse cuenta. Mañke Amuillang maldijo en su idioma nunca escrito y siempre repetido y se quedó en un taimado mutismo hasta que aclaró: Mañke Amuillang es mi nombre y usted no llega porque es un bruto, sentenció roja de ira. Doña Clementina tuvo que tirar por cuarenta kilómetros el caballo y el cuerpo del pobre hombre. Antes de emprender la vuelta a casa, resbaló por una pendiente y se desnucó. Cuando la médica fue al poblado, la luna siguiente, dio el pésame a la familia de Aladín y al mirarlos a todos a la cara entendió la brutalidad en la que estaban sumidos. No dijo nada más.

Eleodoro Díaz Carrasco

Tuvo que interrumpirlo de su labor. Así pasaba siempre y aunque a veces era incómodo, había que hacerle frente al deber. Eleodoro Díaz Carrasco era el único, en el poblado, que llevaba el registro escrito de todo suceso de importancia.  Matrimonios, nacimientos, inscripción de terrenos, deslindes, herencias, defunciones. Todo era cuidadosamente apuntado en aquellos libros con tapas de cuero, de hojas gruesas y amarillas. Con los dedos ateridos en invierno, muchas veces con sangre de cordero en las uñas o restos de tierra de la huerta, don Eleodoro se hacía el tiempo y la paciencia para llevar este registro que era un honor y una obligación.

Esta vez no era algo distinto y Lindana, su mujer, había partido a la carrera a buscarlo, para que no se perdiera un minuto en la transcripción de los sucesos. Don Camilo Vargas Coliqueo, natural de Lautaro, había llegado siguiendo los caminos, hasta que ya no los hubo; entonces se dejó llevar por su instinto y su deseo de aventura y llegó al valle de California. Juntó como pudo sus animales, armó como todos, al principio, una rancha con cuatro tablas, para luego convertirla en una casa con varias habitaciones y corredor y cuando ya tenía suficientes hijos como para designarlos con todos los dedos de sus manos, una costilla rota le perforó el pulmón. Con esfuerzo y determinación, había logrado llegar hasta su cama para fallecer. Camilo José, su hijo mayor, traía de memoria recitada la voluntad del hombre y la hora exacta del deceso. Después de dictarle a don Eleodoro, se dirigiría a la casa de don Nicolás, para pedir prestadas las herramientas y hacer la urna donde iba a descansar su padre.

Don Eleodoro tomó cuidadoso apunte de todo. Por una carilla y media se extendía la regada voluntad de don Camilo. Agradeció a Camilo José por el esfuerzo y la sinceridad. Apuntó en la sección destinada a las defunciones la hora  y fecha del deceso y le dió un apretón de manos en señal de pésame. Ya pasaría por su casa a acompañar a la familia en el velatorio, prometió.

Se regresó al corral y miró sus dedos chuecos. Las yemas le punzaban por el esfuerzo supremo de dibujar letra a letra cada palabra. Un dolor en las coyunturas, imaginario, le inmovilizaba las extremidades por un rato, siempre después de haber tomado la pluma y plasmado los registros del día en los libros. El viejo cura y sus varillazos en las manos le habían hecho desertar de la escuela cuando aún no cumplía nueve años. El fantasma del ojo, esa temida cartilla del silabario, le persiguió por años, hasta que creyó haberla burlado entre las soledades de la cordillera, entre las noches bajo las estrellas, tomando mate espeso, abrigado por las pierneras de cordero y las mantas de castilla. Pensó sentar cabeza en este valle, al lado del río Encuentro, al poniente del Hito 16, aunque la nieve lo recibió apenas asomó con su cabalgadura. No le importó. Tendría muchos hijos, una casa grande y una cocina abrigada. Habían varios como él, con el mismo empeño, con el mismo sueño.

Su única distinción entre los otros era que había pisado la escuela, sabía tomar un lápiz y reconocía todas las letras del alfabeto. En medio de la precariedad de las circunstancias, en medio de la vastedad del paisaje, Eleodoro Díaz Carrasco era un erudito. La comunidad le rogó humildemente que tuviera a bien escribir los sucesos acontecidos,  porque la memoria se perdía tan de prisa, como cambiaban la nubes en el cielo. Muchos recordaban antiguos escamoteos de dinero, animales, oro y tierras y la sensación impotente de no tener nada con qué demostrar la propiedad. Ahora, en esta nueva colonia, en este nuevo comienzo, todo iba a ser distinto. Era por eso que don Eleodoro se esforzaba tanto y no dejaba de encargar o comprar por sí mismo, las veces que bajaba al pueblo, un libro de tapas de cuero duro, para no quedarse corto de papel.

Esa tarde, después de que Camilo José cumpliera con su deber de informar para la posteridad, de la muerte y última voluntad de su padre, apareció la hija mayor de doña Marina Rosales Casanova. Traía dos noticias, una que su madre había dado a luz al séptimo hijo de la familia, un varoncito robusto que iba a tener por nombre Bernabé y que un caballero del norte, familiar por algún lado de su padre, andaba tomando fotografías de los habitantes del Alto Palena. Por ser don Eleodoro una persona tan principal, el hombre pedía, con todo respeto, un minuto de su tiempo para llevar a cabo esta misión.

Se alborotaron los niños mientras Lindana los vestía con sus ropas de domingo. Don Eleodoro frotó sus manos con aceite tibio de gallina para pasar el dolor imaginario de las coyunturas y trató de olvidar el fantasma del ojo, esperando con paciencia que apareciera el caballero. Había cazuela de pava en la estufa y un cuarto de chancho asándose en la cocina a fogón, para agasajar al convidado.  Se sentó la familia todos juntos y miraron fíjamente, tal como el hombre les indicó. Don Eleodoro vio al ojo en el lente de la cámara y no sonrió.

N de la R: Eleodoro Díaz Carrasco será investido, años más tarde, por el Presidente Ibáñez, representado por el Intendente Marchant, como Juez de Distrito, por su aporte en la organización de la vida civil de los pobladores. Los documentos escritos por don Eleodoro sirvieron como pruebas irrefutables de la colonización chilena en la zona de Palena.
Esta historia fue inspirada por el libro publicado por Bernardita Hurtado Low, «Alto Palena», recopilación de fotografías de la época de la colonización y que tiene la virtud de crear uno de los primeros registros gráficos de la historia de esta parte tan alejada y tan valiosa de mi país. La instántanea que decora esta entrada, es de la familia de don Eleodoro.

La Última Frontera

Mientras era golpeado por veinte oficiales de la patrulla fronteriza, en San Diego, California, Anastasio Hernández Rojas, inmigrante indocumentado, recordó los veinticinco años que llevaba en territorio de Estados Unidos. Recordó con fastidiosa precisión la alberca de miss Elizabeth, sus sobrinos regordetes y los fantásticos lonches que se zampaban cada domingo, mientras él se deslomaba cortando el pasto en el calor estival, pensando en su patria y en su madre, tratando de entender qué carajo hablaban estos gringos y agradeciendo humilde, siempre humilde, la propina que la miss le daba con su español chapuceado «no saber qué hacer sin ti Ani». Claro, porque había sido la miss en persona quien había pagado al Coyote por un jardinero y una mucama, como quien compra en el mercado un kilo de carne y tres naranjas. ¡La condenada!, pero aqui estaba y con lo que ganaba en la semana podía pagar su cuarto, su comida y mandar buenos pesos a su madrecita querida, que se moría de desolación entre el polvo de la mina y el calor del verano en el lejano San Luis de Potosí. No hay agua limpia para los pobres, decía ella en cada llamada y le escuchaba su lengua pastosa arrastrar las palabras al otro lado del teléfono, mientras él se tragaba tres cervezas heladas al hilo y pensaba sin cesar en la alberca de la miss Elizabeth, siempre rebozante y limpiecita.

Cuando la miss se casó con el gringo ese, mister Edward, todo se fue al carajo. Él trajo su propia servidumbre, vestidos de negro riguroso incluso con el calor atosigante de agosto, despidiéndolos a él y a la mucama. Ahí mismito empezó a jugar a las escondidas. La miss lo dejó sin papeles, pero bien recomendado y una recomendación llevó a la otra. Después de ser plomero, pintor, jardinero de medio tiempo, carpintero de casas de perros y muñecas, se convirtió en el señor de las albercas del barrio, siempre con la cara bien tapada por su sombrero de tela gringa, sus mangas abajo y sus movimientos copiados de los zambos. Nadie dudaba que era un mestizo negro, ciudadano legal de la ciudad a la que él había entrado esquivando agujeros de coyotes de a de veras, tragando arena y tierra amarilla, el corazón apretujado entre su saco con cuatro camisas, dos pantalones y el escapulario de la Vírgen de Guadalupe. Viaja liviano, le aconsejaron antes de partir. Viaja liviano, que se arranca mejor de la migra sin tanto equipaje que cargar. Nada más tu alma, le dijeron, nada más tu alma.

La dueña de la mansión, al final de la calle, le habló una vez de las fronteras y de su profundo descontento con todo lo que pasaba. Le consultó si pensaba que era un suicidio cruzar a este lado del río Grande y Anastasio, con la misma humildad que mostró en cada uno de sus trabajos, dijo en un inglés dificultoso y con ritmo de mariachi que qué le iban a hacer si acá estaba la chamba, acá estaba la lana y que muchos como la miss, su primera patrona, hacían vista gorda a la migra, las fronteras y los papeles y que aquí estaba, bendito sea Dios, todavía con fuerzas para seguir.

Los oficiales le aplicaron descargas eléctricas que nublaron todos sus recuerdos. Mientras perdía el conocimiento, vio la cara de sus cinco hijos, escuchó su nombre tres veces y luego no supo más. En el hospital decretaron la muerte cerebral a consecuencia de los golpes. La oficina de la patrulla fronteriza informó que los veinte oficiales respondieron a una agresión. ¡Hacen falta veinte gringos para terminar con un mexicano!, dijo el Coyote esa noche, doblando el diario y arengando a su cargamento. Órale pues, que no hay tantos policías esta noche.

N de la R: Esta historia fue inspirada por un microrrelato de nuestro amigo común Minicarver, quien tuvo la gentileza de permitirme escuchar a este personaje y contar, a la manera de Historias Ciertas, este momento que se repite más o menos igual, todos los días, en la frontera de USA con México.

Los Cuarenta Bramadores

«En el hemisferio sur, entre la latitud 40º y 55º S existen vientos muy fuertes del oeste en mitad del Océano Antártico, único océano que da la vuelta completa a la tierra sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Los vientos en estos lugares tienen el mismo origen que los del hemisferio norte y se originan en las células de Ferrel, pero de media son en torno a un 40% más potentes. Más de la mitad del tiempo sopla con fuerza superior a 25 nudos debido a la concatenación de depresiones originadas en esas latitudes, debidas al encuentro de aire frío de la Antártida con la superficie templada del mar. Al no existir tierras que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan. Más allá de los 50º de latitud Sur el viento es todavía más feroz y frío», leyó con atención el joven ingeniero. Discó el número de teléfono de la fábrica y cerró el trato. Juan Sebastián Elcano, el buque insignia de la Armada en la península ibérica, iba a navegar con su velámen.

En el otoño de 1900, a la vuelta al estrecho, los dos capitanes dejaron sus estómagos entre la cubierta, la cala, el océano y el viento que chillaba en sus oídos, dentro de sus cabezas y que permanecería en sus recuerdos, hasta la fecha de su muerte. Siguieron rumbo al norte, a Valparaíso, luego más allá y en menos de lo que canta un gallo, el paisaje había cambiado completamente. Un color oro y ocre se extendía por donde alcanzaba la vista. Al otro lado, el mar azul intenso estaba en perfecta calma, excepto en los lugares donde la geografía se cortaba a pique por algún capricho de la voluntad del Creador. El olor a amonio era penetrante y los pequeños granos de arena que levantaba el viento, lijaban la cubierta y los palos de mesana sin la menor contemplación, mientras la tripulación se perdía entre los lenocinios de los puertos y los fantasmas de antiguos pirquineros, que habían dejado su alma para extraer el mineral y amenazaban con volver loco a quien se topase con ellos y sus secretos de minas abandonadas, en medio del desierto.

El buque, concluida la faena, quedaba lleno del salitre más rico de toda la costa occidental del mundo, pero había que hacer una última parada en el «Puerto de mi Amor», porque los Cuarenta Bramadores no perdonaban, no dejaban a nadie pasar ileso y no había forma de evitarlos, entre toda la vastedad del mar, que se extendía pasadas las últimas islitas peladas y el polo Sur.

El terrible rugido de los Cuarenta Bramadores reproducía el ruido característico de una sierra cortando madera y no sólo era un ruido, el velámen, los vestidos y todo aquello que flameara a su albedrío terminaba en jirones de pesadumbre que, en la inmensidad de los elementos y la negrura de las noches, traían a los hombres tristezas y supersticiones. Era preciso combatirlo con lo que estuviera a mano, una lucha contra gigantes, pero la fascinación y la codicia de los marineros por llegar a los puertos ingleses con el cargamento, eran suficiente incentivo para hacer esta travesía al menos tres veces en el año.

Los dos capitanes se habían cansado de este viaje esquizofrénico, pero no dejaron a merced del viento a sus iguales. Sabían que era preciso, si se quería llegar con vida al otro lado del estrecho, contar con el velámen de repuesto, además de jarcias y montoneras para vencer a los Cuarenta. Estaba ahi la nueva aventura para ellos. Arrendaron un galpón destartalado  en uno de los cerros mágicos del «Puerto Principal» y con humildad, pero con decisión, iniciaron la fábrica que le daría renombre a sus dotes de artesanos.

Pasaron muchas cosas y pasaron muchos años. El salitre se perdió de la faz de la tierra, los marineros que lo conocieron, murieron tragados por su codicia, sus vicios y sus desventuras, pero la fábrica de los ahora añosos capitanes siguió en pié. El buque escuela Esmeralda, la insignia máxima de la marina nacional, les confió su mayor tesoro, sus velas y aparejos y ellos no le dejaron mal. Hoy siguen llenando el horizonte con sus paños blancos, con la certeza de su arte y con la confianza de quien ha vencido a los Cuarenta Bramadores en su propio territorio.

 

En el Correo

Cuando María Isabel iba al correo, esperaba con ansias sus revistas y libros, y por alguna razón extraña, siempre esperaba algo más. La viuda de Uribe lo sabía, le conocía cada pestañeo, cada suspiro, cada ademán y le acompañaba, en silencio, en su sentir, cuando la veía, nerviosa, abrir los paquetes certificados y no encontrar nada más que lo había ordenado. Conocía su historia como la de todos en el pueblo, pero si algo distinguía a la viuda de Uribe era su discreción, requisito indispensable para trabajar en este puesto, entremedio de las rumas de cartas que llegaban día a día, en los sacos de lona roja, marcados con la insignia del correo, que ella repartía diligente en las casillas y en las manos de aquellos que llegaban con el semblante pálido, las manos enrojecidas y la mirada cabizbaja, preguntando en voz baja si había alguna correspondencia para ellos. Recibía en sus brazos, dotados de fuerza que hacía juego con su corpulento volumen, los paquetes envueltos en papel manila, cubiertos de estampillas y sellos, que venían de todas partes del país y que, con el arribo de los alemanes, llegaban de todo el mundo.

Tanto desearon María Isabel y la viuda de Uribe que algo sucediera, que al final, pasó. Una tarde de invierno, cuando el correo se había retrasado porque los caminos estaban intransitables, a causa de un aguacero que amenazaba con partir el cielo, esperó la joven en la oficinita y sin poner atención a la clásica cantinela de la viuda, redactó algunas líneas para el encargado de educación de la provincia, en su calidad de educadora del internado de las monjas suizas y no reparó en las botas sucias y el olor a tabaco que inundaba la pequeña habitación, hasta que estuvo casi por derribarla de su asiento. Miró molesta y se puso de pié.

El aroma del cigarro se erguía como un nubarrón, amenazante. Luego que la exhalación se disipó, pudo ver la cara de este hombre impertinente y rudo que casi la tumba porque no la había visto. «Constantino Del Palmar, tanto gusto» fue lo único que él atinó a decir, quitándose su sombrero de fieltro empapado. Su cabellos rojos en desorden y sus pequeños rulos saltando como resortes de fantasía, le hicieron olvidar su malestar. La mano gigante, que estrujó la suya, estaba sudada o tal vez ensopada por el temporal y quedó un rato más largo de lo prudente pegada a la de ella. Se miraron a los ojos y se congelaron en ese segundo. Sus labios dulces y perfectos, su cuello de cisne, pensó él. Su pecho gigante y sus cabellos, pensó ella mientras aspiraba con todos sus sentidos. El olor que emanaba de su ser era salvaje y primitivo, algo que la turbada maestra jamás pudo olvidar y siempre buscó en los tiempos venideros. No atinó a decir su nombre y él se despidió apurado, trastabillando por sus espuelas enredadas. La miró con dulzura y vergüenza, se disculpó y volvió a tomar su mano. Una gota de agua resbaló del ala de su sombrero y cayó en los labios de María Isabel. Apartaron sus miradas y él se retiró de la oficina.

Ella se quedó prisionera de sus ensoñaciones, enrojecida de pies a cabeza por una ola incontenible de sopor y se dejó caer en el asiento nuevamente. Sus papeles estaban regados en el suelo. Él no había reparado en ellos y les aplastó con sus botas embarradas. María Isabel los recogió y un sentimiento de profundo desconcierto le embargó y no la abandonaría por semanas. La viuda de Uribe vió toda la escena detrás del mesón, mientras simulaba llenar la planilla del correo certificado y no dudó un segundo en designar a aquellos dos como víctimas innegables de la maldición del amor. Ese mismo que la había llevado a ella a abandonar su carrera en la ópera y venirse a enterrar a este pueblo perdido, detrás del pequeño Romualdo Uribe, empleado, desde que tenía memoria, de la oficina del correo.  Le habló a María Isabel para romper el encantamiento, pero no acusó recibo hasta un largo rato después. El aguacero había amainado y se dirigió caminando de vuelta al internado. Cuando Margarite, su compañera de cuarto, le consultó qué era lo que la había puesto así, ella sólo atinó a decir: Constantino Del Palmar.

Fotografías

Está bien aquí, pregunta el chico, colorado por el esfuerzo de trasladar la pesada fotografía, por tercera vez, de una pared a la otra. Sí, déjala allí por mientras, ya veremos, suspira José Luis, dándose conformidad. No era ahí precisamente, pero el joven le causa lástima por alguna razón. Cree haber visto su cara en otro lado, en alguna situación menos afortunada que esta.

Son muchos los recuerdos que le traen esas fotografías. Siempre que expone, debe hacer raccontos forzados, respondiendo las preguntas de los que gustan de su arte, situándose nuevamente en el momento exacto en que apretó el obturador y logró congelar ese segundo precioso con su lente. Eso es lo más fascinante y lo más difícil de explicar. Muchos le miran atontados y vuelven a preguntar. El cuadro está chueco. ¡¿Debo hacer todo yo mismo?! pregunta para sí y de dos zancadas alcanza la pared. Acomoda la fotografía y se suspende en la delicadeza de los pinos en el fondo. Recuerda con precisión enferma la escena de ese día, veinte años atrás. El hombrecito y el ruido de sus tijeras de podar. El viento arreciando. Punta Arenas. El viaje. El mar.

La rubia que estaba a su lado hacía gorgoritos de saliva y dormía profundamente. La cabeza aún le daba vueltas y tomó precauciones para dirigirse al baño. Todavía veía esas luces sicodélicas. Esos caleidoscopios que le atrapaban en segundos eternos, llevándole cada vez más lejos, la piernas como de lana y las cosquillitas por todos lados. Eran las mezclas. Fue al baño. Tenía la garganta seca, la cabeza en su sitio y una ganas salvajes de tirarse otra línea, de clavarse otra aguja, de un porro. De todo. De nada. Escuchó a lo lejos a sus amigos irse espabilando, empezar el día con palabrotas y con risas. Aletargados, pero enteros, gozando de una libertad que no se había visto en los últimos cuarenta años. Eran libres. Jóvenes y libres. Viajando por el continente, durmiendo aquí y allá, fiesteando, drogándose, decididos a vivir sólo una vez.

Su padre logró ubicarle y con la misma decisión que le había caracterizado desde que se libró de la guerra, le jaló por los pelos y le embarcó. Ya estaba bueno de disipación y libertinaje. Iba a terminar como los muchachitos esos de la plaza de las agujas, demacrado, perdido, cubierto en sus propias heces, hablando incoherencias. Te vas y no me jodas. Te subes al barco y te callas. Vas a trabajar un poco, que eso no le ha hecho mal a nadie, nunca. Nos vemos allá en un mes, le dijo secamente. Se dio la vuelta y desapareció.

La travesía ha preferido olvidarla. Los rostros de la tripulación ha preferido olvidarlos. Los sudores y las pesadillas ha preferido olvidarlas. Los vómitos, la sensación de que hasta pestañar es un dolor, ha preferido olvidarlo. El olor del mar colándose en sus narices y haciéndole sentir más enfermo. Los sonidos del mercante. Algunos otros que, como él, avanzaban como fantasmas en la cubierta, incapaces de cumplir una orden, cayéndose desmayados, causando lástima y trabajos, también ha preferido olvidarlos.

El día de invierno que atracaron en el puerto de Punta Arenas había una ventolera que amenazaba con llevarse la nave al otro lado del estrecho. Se bajó más repuesto que como se había subido, con más peso, con el bamboleo del mar pegado a sus pasos y se adentró en la ciudad más austral del mundo. No le causó mayor impresión. Era una cruza extraña entre Praga y las villas del sur del mediterráneo, con un viento salvaje que arrastraba todo a su paso. Tan fuerte que se llevó, sin que se diera cuenta, todos y cada uno de sus pensamientos. Trabajó como jornal, como mensajero y finalmente como administrativo en la planta que procesaba merluza, de propiedad de un viejo amigo de su padre. Manos faltaban a montones en esas soledades, asi que fue más que bienvenido.

Una tarde de aburrimiento sideral, se encontró con una vieja cámara fotográfica. Recordaba haber visto algo parecido, en su infancia, colgando del cuello de alguno de sus tíos y se decidió a probarla. Sus primeros trabajos fueron francamente patéticos y estuvo a punto de echar el aparato al mar, pero la fascinación de capturar el momento justo era superior a su frustración. Los rollos se demoraban días en llegar, de vuelta a sus manos, convertidos en instantáneas que iban lentamente superando su calidad. Fue entonces que se decidió a visitar los antiguos edificios y adentrarse en esta que era, ahora, su ciudad.

Había pasado mucho tiempo. Miró la imagen con detención y recordó claramente el día en que la había tomado. Su impresión por la historia del viejo ballenero. El homenaje sentido de la comunidad que lo dejó morir en la pobreza. Así había sido todo. Contrastante, disparejo, extremo, distante pero al mismo tiempo sencillo, familiar. Todo en una sola fotografía. Era difícil de explicar. Era un logro plasmarlo y ese era el desafío. Ahí estaba, frente a sus ojos. Miró al chico nuevamente y recordó dónde había visto su cara.

Decepción

Adolf olía a mar. Cuando lo conocí, me asombró su olor a mar, más que su acento o su aspecto pálido y distante. Cuando pienso en Adolf, pienso en el mar.

Así madame Rasmussen describía al valiente capitán. Me impresionó profundamente y mi sensibilidad se colmó del calor de su voz. Mi nombre es Jean Charcot y soy médico, pero más que cualquier otra cosa, soy un aventurero y he llegado hasta las costas de esta isla, situada en el mar antártico, por la historia de un barco ballenero y su tripulación de hombres sin miedo, que viven en la babel de distintas lenguas, que comparten un oficio peligroso y cruel, en estas soledades; pero me he encontrado con esta mujer incomparable, suave y delicada, autoexiliada en estas latitudes por seguir los pasos de quien declara el amor de su vida. Me conmueven sus palabras, la armonía y belleza del lugar que han levantado para ellos, entre la brusquedad de los elementos, lo extremo del clima, los hombres de mar y la labor ruda y osada de perseguir cetáceos por estas gélidas aguas.

Estamos a la víspera de la navidad de 1908 y madame Rasmussen sigue contándome su historia, con su voz de terciopelo, mientras sus manos van tejiendo el diseño noruego del sweter del capitán Adolf Andresen. Estamos dos años en esta isla, me comenta, mientras sirve suavemente el vaso de mistela. ¿Ha tocado usted las aguas del lago interior, doctor?, me consulta de pronto. Son tibias y lo son siempre. Es por eso que a la isla la llamaron Decepción. Qué nombre más gracioso para iniciar una historia de amor, ¿no cree usted?

Llegamos navegando desde Punta Arenas, sigue. Adolf decidió partir cuando quedó al mando de la flota ballenera. No es hombre de quedarse en tierra, ¿sabe?. Es por eso que huele como el mar. Este mar limpio, frío, lleno de delicadas estelas azul acero. Se respira, incluso aquí se respira. Las toninas nos perseguían y yo no cabía en mí de dicha. Adolf es un hombre maravilloso. Una fuente permanente de aventura y de conocimientos. Es libre y ama el mar. ¿Le aburro, doctor? Discúlpeme, pero no es muy usual que pueda hablar de estos temas con nadie más. Los balleneros son buenas personas, gentiles y muy cordiales, pero comprenderá que no puedo ventilar mis sentimientos con ellos. Soy la esposa de su capitán, me deben respeto y a veces, creo que me temen.

Los noruegos son complicadas criaturas del otro lado del mundo, me dice, que han venido siguiendo la voz de Adolf, para atrapar aquellas bestias que surcan los océanos. La compañía ha sido exitosa del todo, pero debemos permanecer en esta isla. Es el mejor fondeadero. Nadie como Adolf para maniobrar la embarcación y entrar suavemente a esta bahía. He cultivado un pequeño jardín y ahora puede ver las rosas que alegran el comedor. Espero que este viaje le traiga lo que busca doctor, suspira, mientras atiza el fuego de la lumbre. Le miro extasiado y respiro no el aire del mar, sino la suave esencia de este hogar.

Madame Rasmussen preparará una cena maravillosa de Navidad, que no envidiará en nada los más fantásticos festines de cualquier otra parte del mundo. Me ha conmovido en grado máximo y cuando deba partir, agradeceré infinitamente la suave dulzura de esta mujer, sus palabras certeras, su cordialidad, su amabilidad y su lealtad sin tregua a la causa de este hombre, barbado y pelirrojo, que cruza el mar antártico en pos de las criaturas más grandes de la tierra.

N de la R: Este relato está basado en hechos reales. En el año 1908, el doctor Jean Baptiste Charcot se dirigió, con su nave el Porquois-Pas? , en su segunda expedición por el continente Antártico. En la isla Decepción conoció a Adolf Amadeus Andresen, comodoro de la flota de la Sociedad Ballenera de Magallanes y a su compañera, la primera mujer blanca viviendo en la Antártica. El nombre de esta dama y las circunstancias de su ida a Decepción, están ocultas por un velo de misterio, hasta el día de hoy. En algunas crónicas se le conoce como Betsie Rasmussen y se dice que vivió en Decepción por espacio de ocho años.
El doctor Charcot quedó gratamente impresionado con la pareja, cuando pasó la navidad en la isla y les dedicó varias páginas en su diario. Es por su inspiración que hoy escribo esta historia.

El Ingenio

La turbina había apagado sus estertores demenciales de un solo golpe. Al mismo tiempo, Erwin Andler, natural de Limbach-Oberfrohna, había decidido no seguir existiendo.

Por muchos años, fue el único que llevó la luz al pueblo donde eligió vivir, desde la mañana de primavera de mil novecientos treinta y cuatro, cuando arribó por decisión propia y sin un cinco en los bolsillos. El hombre se las arregló para convencer, lentamente y con vehemencia, a la minoría alemana que habitaba en estas soledades, a usar la luz eléctrica. Todos le miraron con asombro y con dejos innegables de incredulidad, pero su energía era tan incansable y su discurso tan irrefutable que le dejaron hacer todo cuanto quiso para asegurarles un alumbrado eficiente, limpio y silencioso, como se acostumbró a discursear en cada campo donde fue recibido.

La idea se transformó en moda al cabo de pocos meses y quien había llegado con los bolsillos pelados, se arrellanaba ahora contra un sillón de terciopelo en la mejor habitación del Hotel Unión. Fiel a su austeridad teutona, ahorró rayando en la mezquindad y logró comprar una propiedad con vista al río. En aquellos años a nadie se le hubiera ocurrido que el terreno tendría un valor incalculable, sólo les parecía absurdo que alguien quisiera construir una casa donde, por las noches de verano, se llenaba de zancudos y sanguijuelas y en las de invierno, subía una neblina espesa y húmeda que amenazaba con ensopar hasta los pensamientos. Sin embargo, no flaqueó y cuando logró erigir su morada, las dimensiones de la construcción permitían gozar de la panorámica de la rivera, echar por tierra la humedad y las alimañas y tener una vivienda despejada, amplia, con corredores en ambos pisos, techos pentagonales y cada habitación completamente iluminada por la turbina a vapor que importó directamente desde Europa, y que le costó cuatro días de bueyes y maldiciones montar al lado oeste, justo donde el río formaba un remolino y existía un socavón parecido a una gruta.

Andler compraba tanta madera para hacer funcionar su ingenio, que todos pensaban que más que una turbina, tenía una caldera que alimentaba los fuegos del infierno. Sonreía ante estas especulaciones y su naturaleza reservada avivaba más la imaginación de las personas; sin embargo, su clientela crecía y crecía.

Rollos de alambre negro, cubiertos de tela de fieltro y alquitrán se apilaban en su galpón y grandes cajones de madera contenían los curiosos tapones de loza, que iban como brotecitos por el cableado, rompiendo la monotonía del negro. Todos querían disfrutar de esta decoración, aprender, como lo hacía el alemán, a pasar el mínimo hilo de cobre entremedio de los grandes rodillos de porcelana blanca que formaban el mecanismo del transformador, que bajaba la palanca de la tensión, cayendo en corte si se producía alguna sobrecarga de energía. Con maestría, acomodaba todo en un segundo y anotaba en la papeleta, con su lápiz de madera número dos, aguzado como un punzón, la fecha y la hora del arreglo. Al reverso, anotaba los datos del contador y establecía el consumo de energía de la casa.

El Regidor fue una tarde a hablar con Erwin Andler, a solicitarle, a rogarle, a implorarle que acomodara tanta maravilla que gozaba en su hogar y que tuviera a bien proveer el alumbrado público del pueblo. Estaba seguro que su inteligencia era bastante y que sabría resolver el problema. Los recursos de la comuna estaban en sus manos, no eran muchos, claro está, pero contaba con ellos, no faltaba más.

Eso iluminó literalmente la vida del alemán. Estudió día y noche, mandó telegramas e importó libros especialmente para llevar a cabo esta tarea. Prescindió de su turbina, desvió la energía que producía, en pos de este proyecto al que se dedicó en cuerpo y alma. Descuidó su trabajo, su hogar y hasta su higiene personal y cuando subió la palanca del gigantesco transformador, ubicado en lo alto de un poste del telégrafo, no cabía en su propia dicha.

Desde varios kilómetros se escuchaban los estertores de la turbina, día y noche, alimentando el fantástico ingenio que proveía de luz eléctrica a las calles del poblado. La modernidad que tanto pregonó, se veía cada noche, cuando las tinieblas se perdían y los amarillos de los focos formaban un globo sin bordes, donde los insectos nocturnos giraban lentamente, formando parte de la bola incandescente de los nuevos tiempos.

Erwin Andler no tuvo nada que ver en la decisión de apagar la maquinaria, pero sí decidió olvidarse de todo cuando se enteró. Cerró su casa esa mañana despejada de marzo y dejó precisas instrucciones de desarmarla parte por parte y trasladarla por el río, hasta la barra y de allí, por tierra, hasta el fundo de su gran amigo Heinz. El tiempo de las máquinas a vapor había quedado atrás y a sus ochenta y dos años le costaba trabajo imaginarse empinado en los postes del telégrafo, bajando y subiendo la gigantesca palanca del transformador, cada vez que había un desperfecto. El Regidor era otro y un nuevo contrato de suministro se había establecido con la compañía hidroeléctrica que interconectaba todo el país. Francamente, le importaba un reverendo cuerno, porque estaba muy al corriente de los avances tecnológicos y de su estado físico. Sabía que debía dar un paso al costado, pero mirando en retrospectiva, no era vida sin los estertores, el calor, la sonajera, el palpitar incesante de su máquinaria y la fresca bendición del río. Era una ecuación perfecta. Verla apagarse, era apagar su propia existencia. Estaban unidos. Eran un solo corazón.

Viajaron juntos, sin saberlo, años después. La turbina, rescatada de una vida inútil, guardada en un galpón, iba de vuelta a su ciudad de origen, como vivo espectáculo de un tiempo que ya se había quedado muy atrás y las cenizas de Erwin Andler, en el compartimiento de carga, junto con los retratos de su familia y sus muebles de colección, a la casa de la bisnieta, en la Sajonia natal. 

La Fábrica

Se empinó  la copa de whisky hasta el fondo, de una sola vez. El alcohol le quemó la garganta, pero no lo sintió. La noticia que le acababan de dar era muchísimo más impactante que cualquier otra cosa.

Hassan Dagach había vivido toda la vida en la misma casa. Antes, había pertenecido a su padre y antes, a su abuelo. Oriundos de Nablus, hablaba apenas algunas palabras de la lengua de su tierra. Muchas veces, cuando pequeño, extrañó ser llamado inmigrante, siendo que él había nacido en este lugar, entre estas paredes, entre estas alfombras, entre los olores de las hojas de parra, las berenjenas y el trigo burgol. Esta era su tierra, pensaba, aquí estaban sus recuerdos, su infancia, sus amigos. Sus docenas de primos, que correteaban por los patios y perseguían a las damitas de la familia o se embriagaban juntos, fumando a escondidas la pipa de agua del abuelo Hassan. Él era el tercer Hassan Dagach y guardaba su nombre con orgullo, como le habían enseñado. Su espíritu fastuoso y su inclinación por la riqueza y el juego, vinieron después.

La fábrica de algodón, ubicada a media cuadra de la casa familiar, siempre le produjo respeto. Las grandes bobinas, el ruido ensordecedor, la hilandería, la sección de teñido. La anciana de joroba que pegaba las etiquetas en las grandes piezas de jersey, que todos rumoreaban había sido la amante de su abuelo y que, por la maldición del marido, tenía esa horrible deformación. Las señoritas que llegaban, en las mañanas heladas, como golondrinas, vistiendo sus guardapolvos color celeste, cada una frente a una máquina de coser, cortando y armando camisas el día entero. Era un ruido constante, un movimiento constante, un olor constante. Ese era el ritmo que definía a la fábrica. Un tiempo continuo que no paraba, que parecía que iba a llenar el mundo entero con su latir. Así sentía Hassan este lugar. Un universo paralelo, un ente distinto, con vida propia. Eso era.

Al heredarla, no quiso hacer mayores cambios. Le parecía que funcionaba por voluntad propia. El precio del algodón subía como la espuma y se esforzó en mantener al personal. Todos tenían una historia de lealtad, que por tres generaciones había probado su valor. Muchos eran hijos y nietos de trabajadores. Conocían el oficio porque estaba en sus genes. Algunos fueron gestados entre estas paredes. Hassan no podía hacer otra cosa que mantenerla. Y lo hizo, mientras pudo.

Vivía bien con las ganancias de la fábrica y de la tienda que se le ocurrió construir, creando una línea propia de confecciones que eran vendidas a precios de ganga. Un éxito rotundo. Pronto, entregaba en las tiendas de toda su parentela, a lo largo de este país, tomando contacto con otros familiares que venían a probar suerte, como lo habían hecho sus abuelos, pero no le importaba mayormente su historia. No había caso. Sólo había una cosa que le cautivaba más que sus empresas. Era el Casino.

Las luces titilantes, el ruido de las mesas. El sonido de los tragamonedas y de vez en cuando un espectáculo. Los tragos y comidas con otros jugadores empedernidos como él, que negaban su adicción al juego, como él y negaban el embrujo de las luces, como él. Perdían a manos llenas, en una hermandad enferma y díscola, que se embrutecía bebiendo tanto cuando perdían como cuando ganaban. Hassan esperaba el día sábado para vestirse con sus prendas más elegantes. Había cosechado la ganancia del día de la tienda y escrupulosamente, sólo apostaba eso. A veces, eran varios miles. Entraba y saludaba a todo el mundo. Tenía su mesa reservada, su séquito que le esperaba para vitorearle, cuando ganaba y para palmearle la espalda, cuando iba perdiendo. La magia del casino le absorbía, le trastornaba y le dejaba exánime y disuelto en miles de pensamientos que no tenían asidero ni lógica. Se perdía en los colores, en las formas, en las partidas. Se perdía.

Apura otro trago, mientras el contador le vuelve a explicar la situación. No hay forma de negociar. No hay forma de evitarlo. Estamos en la lista. Sólo tome su dinero y váyase, es mi consejo. Hassan repasa las palabras, examina el documento. Analiza el tema. Consulta a sus parientes y amigos. Varios ya han sido expropiados. El Estado tomaba las fábricas y se las entregaba a los obreros. Eran insignias de la popularidad del gobierno y eran ejemplo de lo que era capaz de hacer por los trabajadores. Muchas habían sucumbido y ahora lucían abandonadas y en franco deterioro. Ese era el destino que le esperaba a la suya, le dijeron. Tomó sus precauciones. Habló con sus empleados. Trató de persuadir, de sobornar a los dirigentes, pero todo fue inútil. Cierre la puerta por fuera, le dijo el presidente del sindicato que tomaba la fábrica esa mañana, que ahora esto es del pueblo. Usted vaya y siga jugándose la plata que le ha sacado, como sangre de las venas, a los trabajadores.

Hassan Dagach siguió el consejo y perdió mucho dinero. Luego, vendrían varias debacles económicas de las que salvó sólo con la ayuda de sus parientes y los pocos amigos que logró juntar. La mañana de ese día jueves, luego de tomarse la copa de whisky de un solo trago, firmó con la compañía inmobiliaria. Compraban lo que había quedado de la fábrica, restos retorcidos dejados por la desidia de los trabajadores, cubiertos de herrumbre por el paso de los años, añejos y corrompidos. Compraban la ubicación, el bien raíz, le dijeron. Vamos a abrir un casino.

 

Sombras en la Plaza de la Concordia

Casi que no alcanza a llegar. Se había averiado su carrito, pero la desesperación y la prisa son siempre ayuda para la inventiva. Corrigió el desperfecto con alambre de cobre y una tira de caucho larga y sinuosa que olía a diablos. Eso no importaba. Ya estaba en la plaza y el espectáculo apenas comenzaba.

Tomó su posición acostumbrada, a la extrema derecha de la gran glorieta, reciente artilugio producido por el Regidor, para darle un aire más festivo a la placita, que estaba aún rodeada por calles de tierra. No se veían muchas compañías teatrales por la región; en realidad, era la primera que se asomaba por estos lares. Normalmente, habían retretas y desfiles y la misma gente haciendo sus quehaceres o paseando. Los niños que estaban por asistir a la función, se peleaban por ser los primeros en la fila y comprar su porción de maní tostado y palomitas de maíz. La concurrencia llegaba lentamente, ataviada con sus mejores galas. Era todo un acontecimiento para un lugar donde jamás pasaba nada. Él recordó que don Esteban había organizado todo, con precisión de relojero y que se dió maña para traer a todos sus amigos y conocidos.

Un joven ojiazul, sentado en el banco de la plaza, justo al lado, le llamó profundamente la atención. Iba vestido pobremente y hablaba solo. Producía un sonido metálico cada vez que caminaba de un lado a otro. Su cara le pareció familiar. Muy familiar.  A lo lejos, pudo ver a la loquita del pueblo, arrastrando su manta, mientras hacía rechinar sus dientes. Sus arrugas pronunciadas por la vida a la interperie, añejaban su expresión. Él la conocía desde antes que perdiera la razón. Nunca fue muy agraciada y lo que le había sucedido, la había tornado en este estado. Sabía que el hermano había sido el de la decisión y sabía del odio acérrimo que ella le profesaba, incluso en la nebulosa de su locura. La miró con atención. Cargaba algo entre sus ropas. Algo que extrañamente, le pareció una escopeta.

Ya estaban todos adentro del pequeño teatro. Ahora, la noche se volvía calma. Sabía que los chicos no iban a aguantar mucho el espectáculo, así que decidió permanecer hasta el final. Estaba muy contento. Nunca había vendido tanto en tan poco rato. Atizó el fuego de su carrito y apretó con un alicates el alambre que sostenía el parche improvisado. Respiró el aire frío de la noche. Se sorprendió de ver a don Henry fumando un cigarrillo. Estaba seguro que el francés tacaño y mal hablado no fumaba. Nunca le había visto hacerlo, pero más le sorprendió verlo apoyado contra la única lumbrera de la plaza, vistiendo un abrigo negro y no en el espectáculo. Sonrió al recordar la razón. Todos sabían que su mujer tenía amores con don Esteban. El pueblo entero les había visto y nadie podía culparla. Henry era una bestia y ella era una dama, hermosa y distinguida. Por alguna razón, lucía en la imaginación mucho mejor del brazo del español ladino y oportunista, pero de buen corazón. Su carrito y el negocio se lo debía enteramente a él.

Empezó a seguir con la miraba los pasos de los tres únicos ocupantes de la plaza en ese momento. La loca se había hecho un ovillo y dormitaba entre las rosas que estaban a la puerta del teatro. El francés fumaba otra vez y oteaba la entrada, mirando su reloj de bolsillo. El joven seguía hablando solo y se acercó a calentar sus manos. La cara era tan parecida a la de don Esteban. Le preguntó si tenía algún parentezco con el hombre, pero la respuesta que le dió lo calló al instante. Luego, notó que ocultaba en la pierna una carabina. Tembló. El chico siguió ahi mismo por un rato y se fue. Ya no se esforzaba por esconder el arma.

Todo sucedió muy rápido. Escuchó primero la ovación. Luego, vió a la gente salir del teatro, en una corriente ordenada y colorinche. Entre risas y conversaciones, todo se fue llenando. El manicero no había perdido de vista ni a la loca, ni al francés ni al joven de los ojos azules. En centésimas de segundo, les vió a los tres, al unísono, sacar sendas escopetas y apuntarlas a la concurrencia. Su voz se congeló. Sus ojos, sin embargo, siguieron espectantes los acontecimientos. Un estampido ronco y atronador llenó el aire y silenció la voces. Todo se inmovilizó. Todo.

Un grito destemplado, que pareció el bramido de un animal herido, despertó los movimientos de todos. La gente empezó a correr, chillando de miedo. Los que habían permanecido en el suelo se levantaron de un salto y corrieron también. Sólo la joven esposa del hermano de la loca permaneció en el piso. Fue el grito del marido el que quebró la noche. Ella se desangraba irremediablemente. Don Esteban se les acercó y la vió desfallecer. Vió la manta reptar por detrás del teatro, al chico de los ojos azules salir despavorido; al francés, acomodar su abrigo y partir caminando.

Don Esteban se acercó al manicero y le preguntó, desencajado, qué había visto. Tuvo que remecerle para que pudiera hablar. Lo mismo pasó cuando llegó la policía. Estaba en shock y no pudo decir mucho. Había sido el único que vió todo desde el comienzo. Años más tarde, rumiando la noche de los hechos, horrorizado, ató todos los cabos y se dio cuenta que habían culpado a quien no debían y que la joven mujer fue muerta por error.

manicero

El Cheuto

mendigo

Jean Nicolas Doublet o más conocido como el Cheuto, había nacido en el océano, en la travesía entre Cherbourg y Valparaíso, un día de mayo de un año que él mismo prefiere olvidar. Viajaba en primera clase, junto con su familia entera. Quince adultos y un enjambre de chiquillos, que se divertían haciendo pis en la popa del barco, cuando el viento arreciaba a sotavento. Los baúles de su equipaje iban firmemente custodiados y la casona del comodoro inglés que les recibió en el puerto de su destino, se vino abajo, en el terremoto más grande que la imaginación pudo concebir, apenas seis meses después que se hubieron instalado. Ahí empezó la diáspora de su familia. Ahí fue que lentamente perdió su idioma y sus costumbres y fue ahí mismo cuando Jean Nicolas empezó a convertirse en el Cheuto.

La vida dio varias vueltas, que Jean Nicolas se negaba a recordar, aunque con los tragos calentando su gaznate, algunos asomaban porfiados. Su matrimonio en Valparaíso y sus dos hijos mayores, corriendo en los jardines de la casa de sus suegros, importadores de productos finos, que cayeron en desgracia cuando contrabandistas sin escrúpulos mancillaron sus cargas de cognac. No valieron ni las influencias ni los ruegos. Los cagaron, chillaba el Cheuto, ebrio ya y transformado.

Crecieron los cuatro hijos, entre malabarismos para pagar las cuentas, mantener las apariencias y el honor. Jean Nicolas ejerció por varios años como profesor en las casas de sus amigos más acomodados, una nueva elite que se esforzaba por ser educada y fina. Enseñaba francés a los ingleses, inglés a los franceses. Economía y finanzas a los judíos. Matemáticas y física, sólo por si acaso, a un grupo de alemanes mal hablados, que le despreciaban con toda su alma, por razones netamente políticas. 

La fortuna que le quedaba se iba licuando de a poco, mientras su mujer bordaba por encargo y sus hijos iban a la universidad,  pero la debacle se hizo inminente cuando Jean Nicolás hijo, brillante, buen mozo y todo un caballero, fue acuchillado una noche de tormenta, en un callejón del puerto y mientras sus pertenencias iban desapareciendo, con la rapidez de la rapiña de los ladrones, su rostro se iba tornando cada vez más lívido. Si hubiese contado con asistencia, dijo el médico, hubiera sobrevivido, pero lo dejaron desangrarse en medio de un charco de agua putrefacta, mientras los perros del barrio iban meando sobre su cuerpo moribundo, olisqueando sus pantalones, como lo hacían con los borrachos.

Todo se destrozó de un golpe. Como un ligero y fino cristal, el alma simple de Jean Nicolas no pudo soportar tal escena y luego de la tercera jornada de embriaguez, tomó un atado con sus pertenencias y abandonó la ciudad. Nunca más supieron nada de él. Vagó por el país, tratando de mantener una vida ordenada, pero fue imposible. Tomaba para olvidar el dolor y las caras de espanto de sus familiares cuando le vieron partir. Mal alimentado y deprimido, siguió bebiendo hasta que se le hizo una costumbre. Su espíritu se fue degradando y poco y nada quedó del diligente profesor francés, que debatía a los clásicos griegos con la propiedad de un sabio. Fue entonces que nació el Cheuto.

Lo conocí en la casa de Amelia, cuando ya llevaba mucho camino recorrido y estaba rozando el delirium tremens. Sus cicatrices de peleas y golpizas, le hacían ver como un perro callejero, abandonado desde siempre. Lo recibieron a instancias de mi padre, que le pareció que podría ser de utilidad. Algo en sus ojos le dijo que no siempre había sido vil y mal hablado y en muchas noches de lluvia, el Cheuto le fue contando pedacitos de su historia. Cuando mi padre pudo armar el cuadro completo, tomó contacto con sus familiares, pero había incluso una tumba sin cuerpo con su nombre, en el cementerio general de Valparaíso. Su esposa se tomó la molestia del homenaje para olvidarle totalmente. ¡Yo no tengo nombre!, gritaba en su borrachera y sólo Amelia era capaz de lograr que se fuera en paz a dormir. Cuando ella murió, guardó un día de sobriedad en su memoria. Después, no lo vimos nunca más.

Don Lico

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Estaba por terminar la jornada y don Lico ya estaba totalmente borracho. Sus ojos se le aguaban en un esfuerzo por enfocar la mirada y terminaba entregando a sus clientes cualquier cosa o simplemente disculpándose por no tener lo que le estaban pidiendo. Debajo del gran mesón habían ordenados trece pequeños vasos de cristal. La botella de aguardiente estaba escondida entre los grandes frascos color ámbar que guardaban el alcohol de quemar y las soluciones de mercurio.

Estaba acostumbrado a esta rutina. Abría temprano y mientras el dependiente levantaba las gruesas cortinas de fierro, él componía su pulso con el primer trago del día. Era el más amargo, el que le llegaba directamente a su estómago, quemando sus tripas y dándole un golpe que parecía de electricidad a todo su cuerpo. Se espabilaba de un plumazo y miraba sus manos atentamente. Ya no se movían.

Transcurría la mañana de buen humor, haciendo bromas con sus compradores, regalando dulces a los niños y vitaminas a las mujeres embarazadas. Prescribía los medicamentos con una precisión envidiable, curaba enfermedades como la tuberculosis y el asma con certeras pócimas preparadas en la transtienda. Los olores de la vieja botica inundaban todo el lugar, arropando a la paciente clientela con la seguridad de la medicina preparada por don Lico. El olor del desinfectante y los distintos químicos que usaba, le daban al lugar un aire celestial. Todos se esmeraban en llegar tempranamente, porque antes del mediodía, el pobre don Lico era sólo un guiñapo humano, completamente borracho e incapaz de controlar sus propios reflejos. En cada pasada, llenaba otro vasito de cristal y a espaldas de la concurrencia, se lo empinaba de un golpe.

Ni él mismo podía explicar cómo había llegado a ese estado. Recordaba claramente una mañana, luego de una regada fiesta en el Hotel Unión. Había sido una proeza levantarse y abrir la botica. Su cabeza le punzaba y su saliva se tornaba en pequeñas motas de algodón que no conseguía tragar, por más agua que tomara. Había sido una de las tantas veces que se había quedado a beber con el francés y su influencia era, sin duda, la más nefasta entre todas las amistades del pueblo. Todo le daba vueltas y no hubiera sido capaz de seguir la jornada, si no hubiera sido por la pequeña copa de aguardiente que se empinó, sólo por si acaso. Guardaba esa botella en la botica por las condiciones medicinales del licor y por si se quedaba corto de desinfectante. No esperó nunca esta maravillosa reacción. La borrachera le abandonó en un santiamén y estuvo del mejor ánimo el día entero. Todo el dolor y la molestia se convirtieron en sólo un mal recuerdo.

Consciente del poder de la experiencia, la vez siguiente hizo exactamente lo mismo. Ya no podía sentir remordimiento por la eterna cantinela de su esposa, instándole a ser sensato en su accionar, ya que se trataba de la salud de muchas personas y no sólo de la suya propia. Ahora, gracias a este ventajoso artilugio, por muy salvaje que hubiera sido la juerga, la mañana siguiente y luego de su pequeña ración, quedaba como nuevo, activo, entero y hasta contento. Así siguió, por días que fueron meses, por meses que fueron años.

El francés se encargaba de irle sonsacando las debilidades de su negocio y las de su vida, mientras  le llenaba la copa todos los jueves, que era el día de su partida de «tele» y era el día en que don Lico iba perdiendo, mano tras mano, su dinero, su farmacia y su vida entera.  Se olvidaba de la decencia y rogaba por más crédito al cantinero del Hotel. El francés sonreía con sorna y de su bolsillo opulento, sacaba fajos de dinero que se los dejaba entre sus manos. Brindemos, mon ami, gritaba como un loco, posando sus pies embarrados arriba de la mesa.

A la semana siguiente, aparecía antes de la hora del cierre, con un documento misterioso y una sonrisa torcida, que causaba pánico en todos aquellos que alguna vez le solicitaron algo de dinero. Arreglaba las cifras, inflaba los intereses y mostraba una firma aguada e imprecisa que parecía era la de don Lico. Se rascaba la cabeza y le espetaba sobre su responsabilidad en esa suma. Así, siempre, después de cada juerga, aparecía un pagaré extraño y trasnochado que le indicaba a don Lico que estaba bien cagado. Pero caballeros son caballeros y deudas son deudas. No podía desconocerla y el francés lo sabía sobradamente. Las ganancias de la botica paraban todas en sus bolsillos, mientras la familia de don Lico se iba desmembrando de a poco, en una agonía que era imposible de sufrir.

Amigos, parientes y vecinos, incluso don Enrique, el otro boticario, le aconsejaban que se alejara de la influencia del francés, que dejara el trago y que se concentrara en salvar su patrimonio. Nadie fue escuchado. El hijo menor de don Lico, su viva imagen, intentó convencerle también y a todos conmovía su figura flaquita intentando ayudar al padre borracho a cruzar la calle y entrar a la casa. El pequeño se había dado cuenta de todo, escondido siempre debajo del mesón donde don Lico guardaba el aguardiente. Escuchó las voces de los clientes, las maquinaciones del francés, las palabrotas de los dependientes cuando no recibían sus salarios y la lenta pero innegable y estrepitosa caída del hombre. Su madre no pudo soportarlo más y con la familia entera, emigraron un buen día. El chico juró regresar todo a su lugar, alguna vez y terminar con tanto abuso, burlas e injusticia. Tuvo que convertirse en una criatura fría y cruel, para lograr vencer el fantasma del francés. Su padre no vivió suficiente para verlo. Una golondrina perdida se había permitido el derecho de hacer nido en la botica. Don Lico quiso moverla de ahi y borracho como estaba, se desnucó al tratar de alcanzar el techo.

Emilio

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Su madre se volteó con furia y no hubo forma de que el hombre pudiera sacarle una sonrisa o  un beso. Bufó como una bestia dolida y siguió torcida para no verle partir. Él cargaba un saco de lona con algunas pertenencias y las pocas monedas que le quedaban en sus bolsillos, las dejó en sus manitas coloradas. Es el último recuerdo que Emilio tiene de su padre.

Aún puede ver sus manos pequeñas, llenas con los círculos de cobre opacos, las lágrimas asomando de los ojos de sus hermanos y él sin entender por qué su padre los dejaba.

Durante años, la voz de su madre le martilló constante que el padre había sido un desgraciado, un bandido y un mal nacido que nunca les recordó. Que se había ido muy lejos y que tenía otra familia que mantener. Que los había olvidado completamente y que no valía la pena ni siquiera su memoria. Sin embargo, no pasaban aprietos. De alguna parte mágica, ella sacaba para el sustento diario. Nunca fueron ricos, pero en las peores épocas, cuando la gente moría de hambre en Barcelona, ellos tuvieron siempre qué comer. Incluso hubo dinero para un médico, cuando su hermano Ernesto se accidentó  y casi perdió el brazo. Su madre estaba siempre en casa, cosiendo y haciendo morcillas y quesos que podía vender, pero él no era idiota, sabía que el dinero venía de alguna parte y era más del que ella producía.

Pronto, apareció don Sancho, con sus ojos inyectados y su sonrisa torcida. Le hizo un hijo a su madre que murió después de nacer  y luego, desapareció. No hubieron más palabras para mencionar al hombre, sin embargo, el dinero seguía llegando. Puntualmente, cada fin de mes, su madre se ausentaba por algunas horas y volvía con los brazos cargados de provisiones. Ayúdenme chavales, les gritaba desde lejos, porque sus piernas llenas de várices, le impedían seguir caminando. Compraba sin prudencia y más de lo que eran capaces de consumir. Demasiadas cosas terminaban en la basura o con los puercos, porque su madre se negaba a dejar ese hábito enfermo. Muchas veces quisieron convencerle de ayudarla a manejar esos valores, pero ella se negaba tercamente. Su hermano Esteban quizo estudiar, pero ella no lo permitió y se marchó un buen día de verano, como lo había hecho el padre mucho antes y nunca más se supo de él.

Ernesto también se fue un día, con los ojos inyectados como don Sancho. Bebía más de lo prudente y su estómago se le revolvía por las noches, en eternas sonajeras que no dejaban a nadie en paz. Después de su accidente, encontró trabajo en los muelles y sólo se dedicaba a la bebida. Algunos le vieron subirse a un barco y desaparecer con la marea de la tarde.

De pronto, Emilio se dió cuenta de su soledad. Todo lo que poseía era la escopeta, regalo del abuelo paterno a su hermano mayor y que este olvidó debajo de la cama, cuando se fue. Todo con lo que podía contar era un profundo rencor por el padre que se había ido, pero no podía sentirse cómodo en ese sentimiento. Había escuchado a su madre, en una cantinela enferma, día tras día, mes tras mes, durante todos estos años y lo que más le importaba era que aún no lograba una satisfacción del origen del dinero.

Ella empezó a comportarse extraño una mañana y ya no pudo moverse a la siguiente. Sus piernas habían sido tomadas por asalto por aquellas culebras color púrpura  y de tan hinchadas, no podía ni tocarlas. Se tumbó en su cama y siguió escupiendo el odio como había sido su costumbre. Un buen día murió, tal vez envenenada por sus propios fluidos. Nunca quizo ver un médico, por su porfía de toda la vida y porque el dinero desapareció al mismo tiempo que ella perdió la movilidad y no fue hasta que su tía Encarna lo encontró un día, y le entregó  una ruma de cartas selladas, que pudo entender la verdad.

Emilio las abrió una por una y recordó todos los pasajes de su niñez. Todos los trabajos y los pesares, las lágrimas y el dolor. Los motes de abandonado que hubo de soportar en la escuela y la constante incertidumbre de no saber porqué aquel que tanto cariño les había prodigado, les había dejado atrás. Leyó con cuidado y muchas frases le quedaron grandes, porque escuchaba de fondo la voz odiosa de la madre. Un sentimiento como la brea le inundó. Contó los billetes uno por uno. Revisó las fechas de las cartas otra vez. Miró la vieja escopeta y decidió enterrarla en el patio justo donde estaba la tumba de su madre. Preguntó a su tía Encarna hacía cuánto que esos sobres llegaban y ella dijo al irse tu padre, unos tres meses después, y nunca ha faltado ninguno. Todos los ha recibido ella, todos y cada uno, excepto los que tienes en tus manos. Preguntó también dónde quedaba el puerto principal del país del remitente y ella le contestó.

Dos días después, Emilio compraba un pasaje a Valparaíso. Estaba decidido a terminar esta locura, sacarse esta brea oscura que rondaba su corazón. Estaba decidido a matar a su padre.

Expedición al Estrecho

Mi nombre es José María y soy de Gijón. Fui criado en un hospicio y a los quince años me hice a la mar. El hidalgo me pidió que le acompañe en esta expedición, porque soy el único que sabe leer y escribir. Él dice que puede, pero yo sé que miente, como sé que miente cuando dice que sabe dónde estamos.

Llevamos meses en este viaje de locura y no hemos visto nada que brille excepto las estrellas del firmamento, en las noches de luna llena. Si no encontramos oro en esta empresa, vamos a contar con varios problemas. Los hombres no duermen por los ruidos que vienen de la playa y alucinan ninfas desnudas saliendo relucientes de los troncos que flotan, en medio del mar. En el día, todos andan como sonámbulos cometiendo disparates.

Mi misión es llevar el registro del barco y dibujar las cartas de navegación y veo que hemos dado tumbos. No hemos encontrado nada y todo lo que nos contaron los indios, antes de zarpar, han sido un montón de mentiras. El paisaje es vasto y desolado, de un verde eterno y húmedo que nos chala los pensamientos y no deja que el hidalgo proceda como debiera. Rehúsa ir a tierra por  miedo a los fuegos que vemos en las noches. Navegamos por extraños fiordos, donde parece que todo se hubiera desmembrado, producto de alguna hechicería. Es tierra de árboles, laurel, ciprés y arrayán y otras muchas pasturas que son vistas en nuestra España y la hierba como avena. Alucinamos.

Salimos de un pequeño puerto y seguimos nuestro viaje y llegamos en el día de Nuestra Señora de la Concepción, el nueve de diciembre del año de mil quinientos cincuenta y tres. Arribamos al estrecho de Magallanes y estuvimos allí dos días. Cuando aclaró el cielo, se vio la boca del estrecho que tiene tres leguas de ancho, dos isletas pequeñas en medio y al lado del norte tiene unos farellones que parecen velas. A la banda del sur, tiene una isla a manera de campana, y así le hemos llamado. Es monte y se ve poblada. Anoto todos estos detalles cuidadosomente en mis libros y confecciono las cartas como me ha encomendado el hidalgo.

En una isla, antes de tocar esta región, vimos unos ranchos pequeños y al parecer eran de gente pobre, sus casas cubiertas con cortezas de árboles y con cueros  de animales. Hallamos una canoa hecha de tres tablas muy bien cosida, de veinticuatro o veinticinco pies y por las costuras tenían echado un betún que ellos hacen. Avanzan desnudos, untados los cuerpos de aceite de lobos marinos y trasquilados. Toda la costa de la banda del sur es monte  con grandes y altos peñascos. Está en altura de cincuenta y un grado y medio. Voy tomando los datos que me dan las estrellas.  Nos volvemos locos. Un accidente acontece en nuestra nave. No hay oro, murmuramos. Salimos a recorrer los montes a pié. Buscamos agua y comida. Buscamos espíritus y paisajes habitados. Sólo mar y vastedad. Sólo costas peladas y vientos que nos razgan los vestidos. El hidalgo dice que sabe dónde estamos. Yo sé que miente.

Esa noche, en las fogatas, los indios se tiñen de rojo y emiten sonidos de locura. Les vemos avanzar por la playa en danzas. Crecen sus cuerpos como por arte de magia.  Las pisadas que avistamos la mañana siguiente nos quitan definitivamente la razón. Patagones, les llamamos. Sus cuerpos, marcados en la arena, ahuyentan nuestro valor. Le pedimos al hidalgo que volvamos. Me pide en privado que lea mi crónica con calma y que le muestre los mapas que he ido dibujando. Se ve sereno, pero yo sé que finge. Está tan asustado como nosotros. Don Pedro le ha solicitado esta empresa y no sabemos si él aún existe, acosado como estaba por los otros salvajes de más al norte. Su Majestad ha de premiar nuestro esfuerzo, dice para componer el ánimo de la tripulación, pero nadie hace razón de sus palabras.

Otra noche de locura. Más gritos en la vastedad de este universo. Todo verde y desolado, ni los pájaros parecen vivos. Sólo el mar azota nuestro buque, llevándose nuestro sueño. Les vemos de nuevo, protegidos por tintas de colores, desnudos los hombres, mostrando sus sexos a los cuatro vientos. Son gigantes, bárbaros, eternos, poderosos. Se llevan nuestras voces. Patagones les hemos llamado.  En esta inmensidad donde los fuegos no se apagan nunca, donde don Hernando decidió decir Pacífico al oceáno, no hemos encontrado la paz. Patagones, les llamamos. Son bestias, son hombres, son seres mágicos y malditos, destinados a vivir en estas soledades. Sus huellas nos alteran. Sus colores nos llenan el alma de pavor.

Anoto todo con cuidado en mi diario. Las monjas del hospicio siempre me aconsejaron llevar un diario. Anota bien, hijo querido, que nunca vas a saber quién puede beneficiarse de tus recuerdos. El hidalgo don Francisco me pide que no lleve registro de nuestras visiones, pero yo no le hago caso. Él mismo comenta las suyas a la tripulación de cubierta. Patagones, les llama con certeza. Tierra de todos ellos. Nunca hemos de llegar a conquistarla, dice de pronto una mañana. Patagonia es la frontera de este reino de locura, sostiene afiebrado. Perderá sus dientes en el viaje de vuelta. Mostrará mis notas a don Pedro y él me premiará con dos mercedes de tierra. Todo lo que he visto, no he de contárselo nunca a nadie.  

Puerto Eden

La Mujer de Colonia

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Margarite Gerda Ethel Müller llegó a esta tierra, a bordo de un barco sin nombre en su idioma y no figuró jamás en ningún registro; ni de salida de su natal Colonia ni de entrada a esta bahía putrefacta y sinuosa conocida como Cuatro Diablos en la lengua de los aborígenes, seres tratados como leprosos y mendigos, en un abuso constante y sostenido que sorprendió y asqueó a todos los pasajeros de la nave en la que arribó. Habían llegado envueltos en sus ensoñaciones, perdidos en el tiempo y el espacio, por culpa de este viaje interminable que les había templado su valor hasta más allá de lo posible. Margarite había visto morir niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos durante la travesía y había tenido que cubrir sus caras con paños empapados en formol, para que los sufrimientos del escorbuto no traspasaran los oídos de los que aún permanecían sanos, haciendo sus sueños presa para siempre de estos quejidos de ultratumba.

El agua escaseó desde el principio del viaje y con el rostro lívido y blanca como un fantasma, exánime y hedionda a sudor ajeno y encierro, bajó del barco, junto con su familia, a este barrial inmundo en el final de la Tierra. Tan lejos de su patria se encontraban, pero era esto o morir. Su padre nunca se percató que la ley de colonización privilegiaba sólo a los hombres y a los niños. Las mujeres no contaban, ni en los repartos de bienes y tierras, ni en los manifiestos de la compañía naviera, donde eran anotadas minuciosamente las pertenencias, pero no las componentes de la familia. Sólo el nombre del patriarca aparecerá en los registros, casado y con tres hijas, de las que no se hallará más huella. Con el tiempo y los sucesos de la vida, su recuerdo se perderá de la memoria colectiva de la familia hasta que gracias al sueño recurrente de otra mujer, muchos años después, se podrá dar con él.

Partieron en otro viaje de locura, apenas llegaron,  montados en carretas tiradas por bueyes, por los caminos oscuros y cenagosos de este país. Decía el padre que así harían fortuna. Todas ellas contaban con conocimientos de enfermería, que de poco habían servido en su pueblo de origen. Sin la conexión indicada, se terminaba trabajando por dos marcos en un hospicio, curando a los moribundos de las peores pestes que asolaban Europa, para, al final, contagiarse e ir a parar a una tumba sin nombre. Todos juntos en un revoltijo de huesos y almas, que seguramente no conducía a ninguna parte.

En mitad de la travesía, hicieron alto en un pueblucho perdido, detrás de una cañada, atravesada por un río correntoso y cuyas aguas hicieron enmudecer a las jovencitas, que no habían visto tanta profundidad desde que se subieron al barco. Un primo lejano del padre hacía dinero en estas latitudes y era la parada obligatoria, por si alguno de los hijos del pariente decidía desposarse con una de ellas.

Entraron como atracciones de feria, por el camino polvoriento y angosto. Siguieron más allá del pueblo por otros cuarenta kilómetros, hasta bien entrada la noche, cuando avistaron pequeñas luces y escucharon los ladridos de lo que parecía una gran jauría. Fueron recibidas fríamente, sin intercambio de palabras. Simplemente un lugar para dormir, agua para su aseo personal y buenas noches. La mañana siguiente, el desayuno fue motivo de lágrimas y recuerdos de la patria lejana. Espléndidos kuchenes y panes hechos por los dueños de casa, prueba irrefutable que todo era posible, incluso en estas soledades.  Simplemente había que trabajar para ello, mañana, tarde y noche, como sólo el pueblo alemán era capaz de hacerlo.

Franz Gebauer les miró con interés y consultó cuál de ellas era la mayor. Margarite se puso de pié y recitó su nombre y su edad, tal como su padre le había instruido, generando un revuelo en la mesa, donde otros tres jóvenes compartían con la familia. Franz le miró nuevamente y guardó silencio. Nadie consultó nada más y siguieron hablando sólo los mayores. Para la tarde,  Margarite ya estaba prometida en matrimonio, sin haber intercambiado una sílaba con el pomposo pretendiente, que había ofrecido dos vaquillas y tres quintales de trigo para celebrar la unión lo más pronto posible.

Margarite tuvo entonces una conversación con su madre, acerca de los deberes de las esposas y de cómo someterse a los deseos del marido sin chistar. De la importancia de procrear tantos hijos como Dios le enviara, conservar su idioma a toda costa y trabajar como bruta para acrecentar la hacienda familiar. No se concebía el amor como un sentimiento romántico, sino práctico. El mero referente a la procreación hizo que Margarite temblara a la vista futura de ser poseída por este Franz gigante, de manos coloradas de lechero, llenas de grietas y pliegues, con sus labios escasos y sus pelos amarillos, que olía a jabón de lejía por todas partes. Sufrió una fiebre repentina y todos pensaron que el fantasma del escorbuto se había alojado en ella y aparecía justo ahora. Paños fríos y jugos de limón le hicieron reblandecer su estómago, sus huesos y su conciencia pero no fueron suficientes para curar este violento ataque de negación contra la realidad aplastante que le esperaba. Miraba a Franz desde la ventana de su lecho de enferma y le repugnaba su sola imagen. Sus padres se mostraron inflexibles y decididos. Ella comprendió que no era posible ninguna razón y armándose de valor alimentado por su miedo, decidió ser proscrita de su familia antes que esclava de este sujeto cruel y con el mismo carisma de un buey.

Escapó la noche antes de la celebración del matrimonio. Armó un atadito con sus pertenencias y corrió por el camino. Su vida dependía de ello. Podía sentir los pasos de los mastines, ver las caras de sus padres condenándola, pero nada le importó. Alcanzó de pronto una pequeña caravana. María Isabel Rubilar le consultó de dónde era, en un correcto alemán. Margarite se apuró en contar su historia, pero su acento del sur era tan marcado y su excitación tan viva que María Isabel no entendió nada más que esta pobre mujer estaba aterrada y que alguien debía ayudarle. La llevó al internado, donde trabajaba. Las monjas suizas lograron calmarle y finalmente, comprender su historia. Con profunda piedad, le dieron alojo en la Comunidad y pronto Margarite consiguió un puesto en el pequeño hospital.

Ambas mujeres se hicieron amigas, cómplices en esta fatalidad, mientras la primera epidemia de tos convulsiva hacía su aparición. Margarite curó a nacionales, aborígenes, alemanes y cuanto ser viviente llegó, trabajando sin descanso. Temía ser reconocida y usaba la cofia de rigor bien pegada a su frente. No fue suficiente, sin embargo, para evitar que Alamiro Del Palmar, primo hermano de Constantino, le echara el ojo un buen día y a fuerza de insistencia, mucha mímica y un encanto innato, la hiciera su mujer. Este chileno bruto, pero simpático, había conquistado su corazón. Tres hijos vendrían al mundo. Dos epidemias más de tos convulsiva atacarían al poblado. Margarite no pudo sobrevivir la última. Dejó a sus hijos abandonados y se llevó el secreto de María Isabel consigo. El recuerdo moró perdido entre las telas de un ropero, hasta que fue encontrado en un sueño y por accidente, ochenta años después.

Esteban Santa María

Gran Tienda Aquitania, le ha sonado siempre como un nombre a recordar. De más allá de este pueblucho olvidado se acercan tímidos los lugareños a preguntar por cortes de tela de diferentes tipos y clases. Desde osnaburgos hasta sedas. De todo hay. De todo se vende. Las grandes piezas se apilan en la pared de madera oscura, dispuesta especialmente para ello, donde se mezclan los colores, como en un popurrí surrelista.

Esteban había visto a su Europa original modificada en su esencia por todos los cambios drásticos y extremos que se han suscitado en este loco siglo diecinueve que comienza. Hubiera querido que todo haya permanecido igual, pero era inexorable este sino. Se decidió a viajar hasta este confín, donde ahora es respetado y escuchado, es parte de la comunidad entera y puede mandar a todos al demonio, si le place, porque puede y porque es un don.

La tienda ha ido lentamente dando frutos, como lento ha ido avanzando este pueblo perdido en mitad de la nada, en este país extraño, misceláneo y complejo, donde el que más se esfuerza termina sin nada y el que más arteramente procede llega al final de la partida. Es como ese juego extraño y enredado en el que participó en aquel puerto lejano, al final del globo, donde llegó, como primera parada de su viaje, apostando lo que no tenía y llenándose las manos con el dinero de aquellos que cazaban indios patagones o zorros por igual  suma y se divertían mostrando sus pelos pegados a sus rifles.

Por una partida de truco, como se enteró Esteban se llamaba el famoso juego, arribó a este pueblo abandonado, con la carga de telas que pertenecían a otro hombre, que se tomaba la cabeza a dos manos porque no era posible que este desarrapado le hubiese quitado el fruto de su inversión por saber blufear mejor que él.

Avanzó el joven español, en un viaje de antología, por bosques infinitos, hasta llegar al pueblo de sus sueños, con el río verdoso y eterno, a su frente la cañada y el antiguo fuerte español justo ante sus ojos. Había visto esta premonición mientras dormía y no se atrevió a tentar al destino, dejando la carga en algún otro lado, o simplemente rematándola al mejor postor.

Siempre habían sido comerciantes en su familia, por lo que no le iba a costar gran trabajo establecer un negocio. Pero su naturaleza transhumante le gritaba que no debía permanecer por largo tiempo en este lugar. Esto de las telas era nuevo para él, pero mientras iba viajando, iba inspeccionando cada corte, cada tipo y de alguna manera mágica iba entendiendo el valor, la constitución y el alma de cada una de ellas.  Así como los campesinos se comunicaban con sus bestias, él llegó a comunicarse con sus telas. La necesidad tiene cara de hereje, repetía, mientras examinaba cada pieza y parecía que la pieza le entendía y le aceptaba plenamente.

Atravesó el puentecito patético que juró reconstruir algún día, porque el pánico macabro de su cruce le provocó un pavor que jamás logró superar, y se instaló en el Hotel Unión. Qué nombre más pomposo para una posadita de campo, miserable y exigua, pensó en cuanto entró, pero cambió su idea rápidamente cuando Eugenia, la hija de los dueños, le ofreció algo de beber. Atrás había quedado su esposa y sus tres hijos, perdidos en la gran ciudad de su tierra natal. Con estas comunicaciones tan rudimentarias no había sabido de ellos en meses,  que luego se transformarían en años. La vista del lugar le pareció perfecta, la vista de Eugenia mucho más. Cuando se entrevistó con don Alfonso, el recién electo regidor y le consultó por la posibilidad de un arriendo decente para establecer su comercio, se asombró de lo bien que fue tratado, a todas luces un caballero, dijo el hombre, cuando terminó de servirse el tercer vino y le indicó lugares, nombres, valores y todo lo necesario para poder triunfar ampliamente. Por supuesto estaba cordialmente invitado a quedarse en el Hotel por el tiempo que estimase pertinente y él tomó este ofrecimiento al pié de la letra. Al cabo de tres meses de juergas ininterrumpidas, mientras lograba poner en marcha su tienda, se enteró de las conexiones de poder en el pueblo, de cómo había funcionado esta historia desde el principio de los tiempos y de la fantástica cantidad de posibilidades que  habían en este río revuelto constantemente por las pasiones, las mezquindades y la naturaleza humana.

Le agradaba profundamente la vista de su negocio, en aquella casa gigantesca que rentó por casi nada, aunque tuvo que invertir buenos pesos para reparar los pisos, que estaban hechos una miseria, pero la madera de calidad abundaba en este lugar y su fama de gentil caballero, que le causaba tanta gracia como las reverencias que le hacían las putas en el bulín de don Nicanor, de donde se convirtió rápidamente en cliente distinguido. Ellas juraban que él iba a malgastar su dinero pagándoles por sus favores, pero, no, señor, él no pagaba por placeres que un hombre puede obtener de gratis. Le costaba trabajo entender cómo esta manga de campesinos brutos eran capaces de gastarse fortunas con estas mujeres que les extraían hasta la médula.

Esteban se ganó un lugar de prestigio rápidamente y era consultado sobre diferentes asuntos en el pueblo. Era testigo presencial también de los acontecimientos y trataba de adelantarse a los hechos. Sabía que su buena suerte en el truco no podía ser eterna, sin embargo, se hacía buen amigo de sus escasos amigos y mantenía muy buenas relaciones con todos. Mostraba su particular sentido del humor en fiestas y reuniones, contaba chistes de grueso calibre en la casa de Nicanor y se daba por convidado a la reunión del Círculo Español que se celebraba cada tres meses en la capital de la provincia, donde todos los dones ibéricos se quitaban sus máscaras, asumían sus humildes orígenes, tomaban vino en botas, hacían palmas con el flamenco, escupían en el suelo, comían todos del mismo perol con guiso de conejo y se morían de la risa de ser considerados ciudadanos íntegros en esta sociedad tan torcida y falsa, que ellos habían inventado, en los albores de los tiempos de la conquista.  Eran muchos como ellos, de distintas nacionalidades, quienes entraban por las ventanas de este país y a la vuelta de los años, eran considerados aristócratas y señores. Esteban se deleitaba de todo ello, sentía que era su oportunidad de tener el éxito con el que jamás se iba a topar en su tierra. Se recordaba de su mujer y sus hijos y en cuanto tuvo ganancias, les mandaba dinero mensualmente. Nunca recibió una nota de vuelta.

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