Tuco

A las siete, ya andaba en pie. Rolando roncaba desde las tres de la mañana y no me había dejado dormir, pero estaba acostumbrada. Siempre era lo mismo. Cuando Tuco peleaba, él se acostaba tarde, se quedaba dormido en un santiamén y resoplaba como una locomotora.

Estaba por abrir la librería. El olor del papel, del piso encerado, de los caramelos y las galletas que compraban las niñitas del colegio, eran los aromas de mi evasión. Rolando entraba de vez en cuando a contar la recaudación y se quedaba mirando el periódico, comentando las noticias con su voz cascada e interrumpiendo a la clientela con esa tos nauseabunda que le brotaba del pecho.

Tuco estaba en el patio. Se paseaba a todo lo ancho y cantaba de vez en cuando. Se sabía el preferido y aunque sus plumas mostraban los estragos de la noche anterior, sus pasos cortos y altivos tenían la arrogancia y la finura de los gallos de pelea. Tal vez por eso Rolando lo adoraba. Tenía todo lo que a él le faltaba.

Ambos eran los últimos. Tuco, exponente de un linaje que se remontaba a las cruzas entre mapuchones y el «combatiente español», como le llamaron a las aves llegadas bajo el brazo de aquellos más humildes, que vinieron a probar suerte a esta latitud y se quedaron. De ahi salió. Castellano y colorado, animal de buenas patas, rápido y de resistencia excepcional, comía más que su propio peso de carne magra y apretada, que costaba días ablandar en la olla, para obtener un caldo extrañamente sabroso. Tal era la disposición final de los capones, una vez que había llegado el final de sus días. 

Rolando era la mezcla de generaciones de  prácticas endogámicas, como muchos otros en el pueblo, que de ese modo cuidaban el nombre, la familia y la fortuna. Hipnotizado por el cacareo y las plumas, por las apuestas que subían hasta el cielo, la clandestinidad, el calor y el color de las galleras; por la doctrina santa de proteger a la progenie, reproducida con esmero y a costa de cantidades exorbitantes de dinero, que no provenían de las apuestas y que, para cuando Tuco estaba en la palestra, ni siquiera venían de su bolsillo. Él seguía en este empeño, seguía en esta guerra, que se había convertido en obsesión. Seguía alentando a la pequeña criatura a representar su rabia, su desazón y su orgullo en el ruedo polvoriento que estaba detrás de la casa.

No causaba más que trabajos. En la librería de poco me servía. Espantaba a la clientela con sus comentarios, con la rudeza de sus modales, especialmente cuando llegaban los Flandes y los Ampuero a buscar sus ganancias de la pelea anterior. Rolando vaciaba los cajones con furia y esa tos que le acompañó hasta el último día de su vida, se hacía insoportable y no le dejaba articular palabra. No hacía caso a las súplicas de mis ojos. Todo se lo llevaba la gallera. Tuco y sus parientes estaban consumiendo mi casa por completo y aunque traté de entusiasmarme en la crianza, calentando pollitos de dos semanas en los bolsillos de mi delantal, sacaba la cuenta y simplemente no nos daba para vivir.

Cien veces había visto la escena. El llanto del gallero. La desazón del que perdía. El entusiasmo sin precedentes de aquellos que ganaban. La que nunca vi fue la de un gallo, por más herido que estuviera, que no siguiera peleando hasta el final, porque ese era su propósito. Para eso había nacido y era así como debía morir. Ese honor le confería a los ojos de Rolando una mística especial, una reverencia ciega y una cierta envidia. Él era incapaz de asumir ese sacrificio y solapadamente vivía de mi esfuerzo, desde antes que se perdiera lo que había quedado de la herencia de su padre, dilapidada en apuestas, gallos, ruedos y otras vainas que no quiero recordar.

Tuco camina con parsimonia por el patio. Ha picoteado los rosales y las hortensias. Ha rascado con sus uñas afiladas cada árbol frutal que he podido salvar y se encamina a su gallinero. Descansará ese día y los siguientes, mientras Rolando planea otra velada. Esta vez si que nos va bien, me alienta decidido y bufa al hombre que viene a cobrar los caramelos. Después del almuerzo, me envalentono y decido poner punto final a la locura. Cojo el hacha y me dirijo a la gallera. Miro a los ojos a Tuco y en voz alta, le pido perdón.

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Luz de Luna

El cuarto recogido, las sábanas abiertas. Me acerco a la ventana para bajar la persiana y encuentro un resplandor que exuda luz tamizada, un pedazo de luna de otoño. Me siento en el alfeizar, hechizada. La esfera reluciente se alza e ilumina las azoteas. Tomo el cuaderno y te escribo una vez más.

He descubierto la adicción de estas cartas que te escribo, desde la vez primera y hasta hoy, veinte años después. Jamás he recibido una respuesta. Estamos viejos y acabados, pero aún este sentimiento caliente y pegajoso se me atraviesa entre pecho y espalda cada vez que pienso en ti. El mismo mal de amor que avasalló a Angela Vicario por diecisiete años y que, como a mí, la hizo escribir como demente, sin tener una certeza de qué hacía y por quién, sin llegar a conocer a ciencia cierta quién era el objeto de sus desvelos; me tiene al borde de este alfeizar, en esta noche de luna, nombrándote, una vez más, todas las razones por las que deberías amarme tanto como yo a ti.

Este ejercicio epistolar empezó la mañana brumosa que te vi, premunido de una vela blanca, en el día de tu confirmación. Entré a la iglesia a hurtadillas, sólo para ver tu saco gris perla avanzar por la nave principal, reluciente como un ángel, portando la luz que iba a expiar tus pecados. Me extasié con tu silueta, con el brillo crepuscular de tus ojos. Esa misma tarde, te escribí la primera de treinta y siete cartas que nunca envié y que luego condensé en una sola de quince pliegos, atados dramáticamente con una cinta color rojo, porque rojo bombeaba mi corazón. La dejé entre los rododendros de tu jardín y desconozco, como desconozco muchos aspectos de tu vida, si recogiste el pobre rollo, ensopado por la inusual bruma de noviembre.

No se me ha ocurrido renunciar, porque no he visto signos de disgusto en tu mirar, en las tres ocasiones en que  nos hemos convertido en uno. Ni siquiera has mencionado mis cartas, pero sé que has acusado recibo de ellas. Recuerdo con precisión enfermiza cada uno de esos encuentros torrentosos, como si las aguas de esa pasión se desbordaran luego en mis memorias, manteniéndote conmigo, aún después que la calentura ha hecho abandono de la cama, la misma siempre, aquella donde me has quitado mi doncellez y mi cordura.

En muchas noches de luna, como hoy, cansada de bogar en este ríoarriba, me burlo de mi propia insanidad y lleno las páginas con frases dispares, crueles, frías, grises, porque gris se pone mi corazón al perder la perspectiva de la posibilidad que llegues algún día, con tus alforjas de cuero sobado, tus botines de bucanero y la sonrisa aún torcida, para decirme que aquí estás. Que has leído todo, que has entendido todo y que vienes a poner una pausa definitiva a este sufrir.

Me he despertado cien veces con la certeza plena que duermes a mi lado. Escucho tu respirar, siento tu presencia y cuando me convenzo que no estás, te escribo, intentando vaciar toda la podredumbre del desamor y del abandono. De tus faltas en mis días. De mi desdicha y mi soledad. De las huellas de tu paso por mi cuerpo. De tus besos amargados por la ausencia y de este unto espeso que embadurna siempre mi corazón, cuando ya te has ido. Porque de partida y sólo partida está construido este amor.

El cuarto recogido, las sábanas abiertas. Me acerco a la ventana para bajar la persiana y encuentro un resplandor que exuda luz tamizada, un pedazo de luna de otoño. Miro con cuidado, froto mis ojos. Están las alforjas de cuero sobado en medio de la calle, relucen tus botines de bucanero y con la sonrisa aún torcida, me dices que aquí estás. Veinte años después, como Bayardo San Román, viejo y casi calvo, con mis cartas en tus manos, aquí estás.

N de la R: Gracias a la generosidad de nuestra amiga Concha Huerta, quien, gentilmente, me ha cedido las primeras líneas con que empieza esta historia, que se negaba a dejarme en paz  y que por días infinitos no lograba hacerla despegar; por ella y por la magia de sus palabras, estos personajes, por fin, han podido ver esta bella luz de luna.

Amor Disperso

Ahora llueve. Las flores de los cerezos se remojan una a una. El peso del agua las hará caer. Una primavera muy rara, ¿sabes?. Quería contarte que ayer hicimos empanadas. Montañas de carne picada, docenas de huevos duros, kilos de harina con agua y levadura, la olla negra para freír y sin tus manos que nos guíen. Ayer freímos y el perfume untoso del aceite se estabilizó en lo alto de la cocina, como las nubes de lluvia se agolpan, ahora, arriba del techo.

Te extraño como de costumbre y soy la única que te ha recordado en las palabras. Las otras hacen como si nunca hubieras existido. Leo en mi libro los estragos que hace la memoria y los estropicios que hace la falta de ella. Reflexiono lentamente, como lentamente me despojo de mi camisa, aún empapada del olor de la fritura.

Rememoro tus frases, busco en mi recuerdos las técnicas que te llevaste para siempre y de pronto caigo en cuenta que tu presencia se ha disgregado. Antes te sentía sólida, entera, contemplando nuestro empeño, evaluando nuestros esfuerzos, como si nunca te hubieras ido. Hilvanando lentamente los detalles de nuestro accionar, supervisando con tu parca sabiduría y tus sutiles comentarios una actividad que urje por hacerse tradición. Eso espero yo y sé que estarías contenta de esa realidad. No por orgullo, ni por vanidad, sino porque en esos menesteres sencillos forjaste una vida. Una vida que nos enseñaste, a cada una. Siento que soy sólo yo la que te recuerda.

Te veo disgregada, insisto, como si por efectos de tu amor y voluntad, hubieras dividido tu propio ser para darnos a cada una de nosotras, una parte de ti. Chela estornuda como tú. Tus manos están calcadas en las de mamá. Tus pasos cortos y apurados los tiene Cecilia.  A mí creo que me ha tocado tu manía del orden, de la no quietud; de la organización estructurada y limpia, ese modo tan tuyo con el que construiste tu vida. Si hubiera sido distinto, si hubiera sido de otra forma, tal vez hoy día no te agradecería tanto con mi memoria porfiada, que se niega a olvidarte.

Sigue lloviendo y no sólo las flores de los cerezos van a ser abatidas con este chaparrón. Pero eso no es lo más importante. A pesar de toda la lluvia, tú sigues entre nosotras. Te siento, por partes iguales, en cada una. Aunque no te nombren, aunque no quieran recordarte. Te haces presente con un guiño de tus ojos verdes. Yo te veo. Yo te siento aún, ¿sabes?. Los estragos que hace la memoria son infinitamente menores que los estropicios que hace la falta de ella.

El Tata

Recuerdo la expresión de tu cara Cholita cuando te avisaron que el Tata había muerto. No pediste muchos detalles porque yo estaba presente. Registraste nerviosa tu cartera y me pediste que fuera a buscar a mamá. Seguro para deshacerte de mis ojitos inquisidores y mis manos nerviosas que recogieron los papeles que se habían caído, mientras sacabas dinero de tu bolso.

Quedé a la deriva, preguntándome quién rayos era realmente el Tata y por qué no habían lágrimas en tus ojos cuando te anunciaron la fatalidad. Yo lo había visto una sola vez en mi vida. Sus ojos amarillentos y su piel blanca, curtida por tanto verano a la intemperie, pasado a chicha con harina tostada, achispado todavia por la borrachera de la noche anterior. Su barba roja como el sol de ese invierno, que descongelaba lento todo, afuera de su rancha destartalada, vestigio último de la apoteósica fortuna que alguna vez tuvo su familia. Así me habían contado que era la cosa, pero mucho después del funeral, al que acudiste sin emoción, me contaste la verdadera historia.

El Tata era tu primo hermano. Eso yo ya lo sabía Cholita, pero te encargaste de hacérmelo notar. Primo hermano en la salud y en la enfermedad, como rezaba el curita en los matrimonios, al que fuiste porque ya te llevaba el tren y para no contravenir la decisión de tu tío Alamiro, quien te amenazó con las penas del infierno si no le aceptabas al gallardo mocetón, al mejor de sus hijos, al más capaz, al más borracho y al más mujeriego de todos ellos. El matrimonio anduvo como las reverendas desde el primer día, cuando el novio, con la boca caliente por la humilde mistela de la boda, se mandó a cambiar con sus hermanos, a la casa de putas de la vieja Amelia, detrás de la línea del tren, a quince kilómetros de su casa.

Partimos mal, dijiste con mucha dignidad, pero la palabra ya estaba empeñada, la libreta estaba impresa y no quedaba nada más que hacer que lo que habías hecho desde que tu madre abandonó este mundo; trabajar. Hizo el favor de curar las pestes y nadie la había curado a ella, me decías y se te grabó a fuego el recuerdo de su muerte. El Tata era un bruto que no entendía de esas cosas, sólo le bastaba con que la suegra estaba bien muerta, así no tenía quién le pusiera las peras a cuatro por sus constantes escapadas. Eso tú no me lo dijiste nunca, pero yo lo entiendo ahora, después de que han pasado los años y conozco un poco más a las personas.

Mamá nació un día en que el verano aún no se retiraba de los campos y esa sola emoción llenó tu vida por completo. Eso lo sé Cholita, no hace falta que me lo digas. Se nota en tu mirar, incluso hoy, después de cincuenta años de ese día. Limpias una lágrima porfiada que se escapa de tus ojos cansados y acaricio tus manos suavecitas. Te quiero mucho, atino a decirte, para darte algo de conformidad. Imagino que los recuerdos aciagos inundan ahora tu mente, pero no quieres decir nada. Has sido fuerte como una roca, incansable y determinada. Así has sido Cholita. Si quieres caliento el agua para que nos tomemos un té de manzanilla, digo. Tal vez se te alegra el corazón. Asientes con la cabeza y enjugas tus ojos una vez más.

No hace mucho, juntando los recuerdos y las dudas, los chismes y los acontecimientos, caí en cuenta que el Tata no se había muerto porque el Señor lo había querido acoger en su reino, sino que lo despacharon unos coterráneos que le dieron más de la cuenta. El día que te contaron la noticia, la tía Juana llevaba un escapulario de la Vírgen de Pompeya. Te pidió plata para comprar la urna, porque el Tata no tenía un veinte en sus bolsillos, vaciados completamente antes de que le cosieran las puñaladas y le desinflaran los chichones. Lo botó el caballo, le dijiste a mamá, pero si algo tenía el Tata a su haber, era la fidelidad de su manco. Por años en la familia, los caballos habían sido más importantes que las propias mujeres. Se podía morir un hijo, pero no un corcel. Eso sí que no. Era motivo de desgracia, de atrinque duro a los mozos de las cuadras y de llanto contenido en las borracheras, cuando la lengua se tornaba floja y las manos menos diestras en arrojar los naipes a la mesa. Eso no me lo dijiste nunca, Cholita. Eso lo contaba mamá, cuando añoraba sus tardes de verano, cabalgando su yegua favorita. La más mansita para la niña, decía su abuelo Alamiro. Sí, el mismo que te obligó a casarte con el Tata. Todo lo tengo en mi memoria, como si yo misma lo hubiera vivido.

Te pregunto si sabes que al Tata lo asesinaron y asientes. Ya lo sabías de antes y nunca quisiste decir nada. Te lo confirmó Martín, un día que llegó con un atado de menta y una pierna de cordero. Tú ya sabías todo lo que él te contó. La querida del Tata, la india, como la llamó Martín, causó desgracias desde que entró a la casa por la puerta de adelante. Nunca debiste irte Cholita, dijo con pena. Mi hermano estaría vivo todavía.  Negaste con la cabeza el recuerdo y la posibilidad y ahora me miras fijamente al decir: nunca te cases con un hombre flojo, es la peor desgracia.

Fue el Tata una desgracia, me pregunto y analizo lentamente cada recuerdo, cada frase, cada inflexión de tu voz. ¿Quieres otra taza de manzanilla, Cholita? te digo para no enfrentarme con la verdad. A veces es mejor pasarla por alto, hacer como lo hiciste tú, evadirte, cansarte trabajando, no pensar en nada y llegar así al final del día. Dormir en noches sin sueños. Eso nada más es lo que queda, cuando los recuerdos se hacen patentes y molestosos. Aferrarte a los buenos y masticar lentamente los otros. Lo sé, porque los tengo en mi memoria, como si yo misma los hubiera vivido.

Fotografía gentileza de Nicholas Woolworth http://www.facebook.com/home.php?#!/pages/The-Art-of-Nicholas-River-Woolworth/396176770902?ref=ts

El Cachorro de Hombre

Apagó de un soplido, resignado pero firme, los dos cirios que velaban el ataúd de sus padres. Había sido una tragedia, decían todos y no se cansaban de acariciar sus cabellos y de besar sus mejillas. El pequeño estaba conmovido, pero una mezcla espesa y gruesa le taponaba los pensamientos, le impedía llorar y le daba a sus acciones un dejo automático y distante. Todos le miraban. Incluso sus dos hermanas, con los ojos arrasados por las lágrimas. Ellas se habían negado a comer, se habían negado a moverse de las sillas ubicadas al frente de los cajones de madera apenas cepillada, que contenían los cuerpos sin vida y se mantenían como cautivas en un sueño recurrente, que no las dejaba volver a este mundo. Los asistentes al sepelio depositaban ofrendas de dinero en sus faldas, como si fueran míticas imágenes consagradas al sufrir, ofrendas que ellas dejaban caer al suelo, exánimes sus manos, con una conciencia de conformidad tan abismante que parecían espectros, condenadas a una existencia de dolor.

Todos se habían dado cuenta de ello y sentían una profunda pena. Los pañuelos eran insuficientes para enjugar tantas lágrimas y aunque las visitas se había ido retirando con cuidado y con respeto, la casa entera era un total despelote, sólo el pequeño había tomado conciencia de la inmeditez de la vida y deambulaba prendiendo luces, armando camas, cortando panes, poniendo leños en la lumbre, cerrando las cortinas, estrechando manos piadosas que le daban un sentido pésame y recogiendo con suma discresión las monedas y los billetes que caían de las manos sin fuerza de sus hermanas. Algo le martillaba por dentro, algo que fue capaz de romper esa costra dura en la que se había convertido su corazón y que le gritaba, le estremecía, le abofeteaba con furia en una sola consigna: hay que seguir viviendo. Esto no se termina aquí. Esto era apenas el comienzo.

Escuchó esa sentencia por días, después de que todo se hubo decantado y el dinero se hubo terminado. Después que sus hermanas se recobraron del sopor y empezaron a probar una libertad que nunca antes había saboreado. Desaparecían de la casa, volvían días después y no les preocupaba en lo más mínimo el estado general del que alguna vez habían llamado hogar. Él era el único que trataba de mantener todo como estaba, pero sus suaves y tiernas espaldas eran demasiado pequeñas para una empresa como esta.

Todo se fue perdiendo, los cubiertos, los platos de porcelana, la ollas y los sartenes, los muebles del gran comedor, todo fue desapareciendo como si estuviera siendo succionado por una fuerza misteriosa que se los tragaba en los momentos en que nadie estaba en la casa. El chico estaba perplejo, desorientado, se sentía parte de un naufragio que había acontecido sin previo aviso, ajustando las jarcias de un barco que se hundía irremediablemente. Estaba solo, acosado por el miedo, la soledad y el frío. Sus hermanas… brillaban por su ausencia.

La maestra se dio cuenta de sus faltas y trató de hacer algo al respecto. Averiguó con sus compañeros dónde vivía y fue a verle. El bultito sentado frente a la lumbre apagada, le conmovió más de lo que hubiera esperado. Se arrodilló junto a él, le secó las lágrimas saladas, limpió su carita sucia y le tomó de la mano, lo invitaba esa noche a su hogar, a un plato de sopa caliente, a una bañera con agua limpia y a una cama, para honrar los recuerdos de lo que alguna vez el chico consideró como hogar y que se empecinaba en mantener a flote, aún en esas condiciones.

Al día siguiente le acompañó al Ayuntamiento. Intentó explicar su historia al alcalde, pero el chico abogó por sí mismo. Quería estudiar, dijo con la voz de un titán, quería ser un hombre de bien, tener una familia, un trabajo decente y un lugar donde llegar, a estirar sus piernas cansadas, después de la jornada laboral. En sus hermanas ya no podía confiar ni contar. Habían decidido vivir sus vidas de una manera absurda de acuerdo a su párvulo entendimiento. Él quería cuidarlas a ellas, eran parte de su familia.  Ellas no querían ser cuidadas por nadie, sentenció.

El chico tomó asiento y respiró contraído. El alcalde y la maestra se quedaron de una pieza. El hombre llamó a su secretaria y al oído le entregó una instrucción. Les pidió que esperaran en la antesala, donde los viejos asientos de cuero color café perfumaban todo el cuarto. Estrechó la mano mínima y flaca del pequeño y enjugó una lágrima. Llegó a su casa para el almuerzo y fue ahi donde me contó esta historia. El pequeño cachorro de hombre, como lo bautizó con emoción, se había ganado su apoyo incondicional.  El ayuntamiento le proveería de una pensión, que se decidió llamar beca, para no ofender el alma valiente de este pequeño y la maestra sería la encargada de proveer casa, comida y abrigo. Lo que quedaba de su vivienda sería adquirida por el pueblo, a un precio justo y razonable, dinero que luego sería depositado en una cuenta a nombre del chico, para que pudiese retirarla cuando fuera mayor de edad.  Estaba emocionado, lo recuerdo bien. Tenía la silueta del niño dibujada en su mente.  Sus palabras, su valor lo conmovían. Ahora, dijo, antes de soltar el llanto, ese niño podrá iniciar su camino en esta vida. Ahora, podrá hacerlo con confianza y sin temor, dijo en tono de discurso. Tiritó su voz en la última palabra y tuve que alcanzarle un paño de cocina. El pequeño Cachorro de Hombre ahora estaba a salvo. Mezcla de emoción y alegría eran esas lágrimas. Yo lo sabía de antemano, pero no dije nada para no arruinar el momento.

Los Vecinos

Don Bartolo ha muerto, dijo la señora Elena, con su voz de fumadora empedernida, arrastrando sus zapatos taco aguja por el parquet del living comedor. Ha muerto el pobre hombre y nadie lo ha ido a acompañar a su sepelio, insistió, prendiendo un cigarrillo de aquellos con el filtro color oro, que costaba un mundo encontrar en el comercio del pueblo.

Don Ernesto la miró circunspecto y no le dijo nada. Le acercó la lumbre y siguió leyendo la página social del diario.  Al cabo de dos vueltas del periódico, encendió un cigarrillo también y le indicó que mandaría a publicar un aviso en el obituario, en nombre de la familia, por el deceso de aquel vecino suyo por cuarenta años, juez del pueblo, que tuvo a bien partir al otro mundo exactamente cómo había vivido, en silencio y discretamente, tal como sus pasos por la cuadra, como sus vueltas a casa las noches de los viernes, después de jugar crap, borracho, perdido en el tiempo y el espacio, cantando bajito corridos mexicanos y haciendo callar al perro San Bernardo que cuidaba la entrada de la casa, el que invariablemente le babeaba la camisa y los zapatos y lo hacía caer de bruces en la alfombra del recibidor. Incluso ese porrazo era imperceptible para todos y sólo se le veía salir la mañana del sábado, magullado, a comprar una Coca Cola y una tira de aspirinas para componer esa «alergia pertinaz que le había aparecido de un día para otro y apenas le dejaba respirar», que otros más prácticos llamaban simplemente resaca.

Que tenga un muy buen día le decía a don Ernesto, alejándose a paso cansino, adolorido en cuerpo y alma por la feroz borrachera de la noche anterior. Él le inclinaba la cabeza alegremente y echaba a andar su auto, un Buick colorado de 1975 y se reía, porque mientras don Bartolo se  jugaba las cuotas de las pensiones alimenticias, las multas de tránsito y los diversos tributos que el público cancelaba en su juzgado y que él recibía como garante; don Ernesto le hacía los honores a la esposa, cansada de un hombre que apenas se notaba, de discursos sobre jurisprudencia a las horas más inapropiadas, de sacar la caca del perro San Bernardo y aburrida finalmente de aquel viejo cojudo que le había tocado por marido. Era mucho más divertido el vecino, con sus chistes gruesos y su voz pastosa, sus regalos de mal gusto y comprados a la ligera, su pasión desesperada y su charla amena. Eso era mejor que morir de abulia con las largas peroratas del juez de la comuna.

Vivían constantemente en la inopia y toda la cuadra lo sabía, como se sabían las maromas de don Ernesto entrando por la puerta de la cocina, silbando como un criado, con las manos en los bolsillos, cargando una pastilla de jabón de tocador o una caluga de champú para la esposa, porque, muchas veces, hasta eso escaseaba en la casa de don Bartolo, acogotado con las deudas, intentando achicar las múltiples apropiaciones indebidas con su propio sueldo, para no ser cogido in fraganti y expuesto al escarnio y la expulsión del colegio de abogados. Eso no lo hubiera soportado jamás, mientras su mujer se acercaba humillada al almacén de la esquina a pedir fiado huevos y tallarines, para poder hacer el almuerzo.

Don Ernesto pagaba esas cuentas, a través de los emisarios más diversos. Ahora que miraba la nota necrológica con su nombre completo y el de la señora Elena, se rió calladamente, recordando las veces que el perro San Bernardo le lamió los zapatos y le mordisqueó el cinturón mientras él tomaba una copa de jerez comprado con su propia plata. Encendió un cigarrillo y siguió hojeando el diario.

La señora Elena retiró el cenicero y miró por la ventana. Reclamó airadamente que las persianas estaban sucias y miró a don Ernesto que seguía riéndose de sus antiguas andanzas con la esposa del juez. La señora Elena encendió uno de sus cigarrillos con filtro dorado y con toda la calma que pudo tener jamás le indicó,  no te rías tanto Ernesto que de aquí te veía cuando cruzabas la calle a ver a la mujer de don Bartolo. De aquí mismo veía cómo salías abrochándote los zapatos y encendiendo un cigarrillo que aspirabas a dos bocanadas en la entrada de la casa, porque ellos nunca fumaron. De aquí te vi tantas veces, que me cansé de mirarte. El pobre don Bartolo no tenía la menor idea que yo sabía y me conversaba amargamente de las desaveniencias con su esposa. Vaya usted y dígale, me rogaba.  Hasta que un día me cansé de que le vieran las canillas y lo convidé a tomarse un trago conmigo. De aquí mismo observamos todo.  Y de aquí mismo nos fuimos a la cama. No te rías tanto Ernesto, que uno nunca sabe las vueltas que tiene esta vida. Si hasta en tu auto nos paseamos y nunca te enteraste.

Aurelia

Probé el patarashca la primera vez que vi a Aurelia. No recuerdo cómo iba vestida, pero sí recuerdo claramente su voz.  Su voz maravillosa. Esa misma voz que escucho ahora tintineando en mis oídos, en esta celda lóbrega, en esta hora aciaga, donde espero para ser colgado, por ostentar un nombre que nunca fue mío. Ni los asesinatos ni las expropiaciones. Ni las violaciones ni los robos. Qué ironía. Sólo este detalle se me escapó de la manos. Como se escapó de mis manos, también, ese sentimiento caliente y dulce que me provocó Aurelia, desde que la vi, en el mercado, con su mantilla de alpaca y la sombrilla cubriéndole su tez siempre blanca, siempre libre de mancha, siempre hermosa, siempre Aurelia. Iba depositando con cuidado exquisito vegetales y especias en aquella cesta de juncos secos. Desde ese primer día, su presencia olió  para mí como a sudado, un nombre más castizo para el patarashca, plato preparado con un trozo de pescado blanco, salteado con lo mejor que esta tierra misteriosa produce. Culantro y ají panca, chicha de jora, sal de mar y ajos. Todo mezclado, todo hervido, todo revuelto en la misma cacerola humeante de la vida, tal como lo estuvimos Aurelia y yo.

Su condición de casada nunca me importó. Creo que ya lo he dicho en esta memoria. Sólo su voz y sus caderas. Su risa musical. El olor de su piel era como el del mar, por eso el sabor del sudado me trae inmediatamente su memoria. Instruí a mis sirvientas que lo preparan mañana, tarde y noche. Estaba obsesionado con ella. Mientras más oro hacía, más me acercaba a Aurelia, mientras más cerca la tenía, más abundaban los espinazos y cabezas de pescado en el traspatio de mi casa.

Aquel caserón de grandes corredores, donde según contaban mis encomendados, había vivido el menor de los Pizarro, enterrando en el jardín fastuoso varios enemigos que silenció con su espada, era el hogar de la señora Aurelia de la Rivera y Godoy. Fue ahí donde yo mismo dejé malherido a su esposo, una noche sin luna, cuando la mala suerte nos hizo enfrentarnos cara a cara, al lado del estanque, a la vera del jardín. Mi acero toledano le quitó el respiro de una vez. No sufrió. Pobre infeliz, dijo Aurelia y me miró con deseo. Eso tenía ella. Deseo, deseo y más deseo. Cada poro de su piel era de un calor intoxicante y en las alturas de la ciudad elegida de los incas, me hacía perder el sentido, una y otra vez.

En mis viajes a Cartagena, trataba de borrar su recuerdo de mi mente, pero no lo conseguía. El bamboleo del barco, el sonido de las velas, el rechinar de las duelas, incluso los cabos de mesana flameando, me hacían recordarla. Estaba bien jodido, estaba bien embrujado y tal vez por eso pasé por alto tantas veces el detalle menor, pero no menos importante de mi nombre. Muñiz me dijo siempre que debía cuidar bien mis pasos, no dejar huella. El fraile se me presentó en sueños una noche, cuando acababa de llegar de vuelta al Cuzco y me indicó que mi suerte estaba echada. Que me alejara de esa mujer que me gobernaba el pensamiento y que me hacía gastar oro como si estuviera en guerra. Me reí del desgraciado en el mismo sueño y al levantarme y refrescar mi cabeza de la fiebre del verano macho que nos cubría de sopor, miré en la lejanía. Recordé sus palabras, sus advertencias. Agradecí sinceramente que me haya enseñado a leer y escribir, que me haya instruido en las maquinaciones de los de la Asunción, para llegar hasta este punto,  pero no iba a aceptar que se metiera en mis pantalones y en mi bolsa, aunque parte de ella él había ayudado a llenar. ¡No, señor!. Yo ya era un don muy principal. Un ciudadano ilustre de esta tierra mágica y maldita que se llamaba Cuzco. Era don Joaquín Ruiz de Santa Cruz, amo de la única flota de comercio con el célebre puerto de Cartagena. Amigo personal del Virrey. Favorecido especial de Su Majestad. No me vengas fraile con cuentos de aparecidos ni con avisos demoniacos de fines de mundo. Todo era mío. Todo era gracias a mí.

Mandé, entonces, al discípulo del pintor del Virrey a hacer un retrato de mi persona. Ensorberbiado como estaba, era la máxima expresión de mi poderío. Iba a enseñarle al cura. Fue entonces cuando empecé a hablar conmigo mismo y fue entonces cuando Aurelia me rechazó, por primera vez, de su cama, porque había llegado con olor a pescado. La patarashca se me había metido por los poros y era signo inequívoco de mi éxito. Era.

Dos semanas después de aquello, todo habrá cambiado mi Aurelia. Llegaré aquí, sin mis botas de fino cuero y sin mi gola de seda. Aquí, a esta celda maldita. Apuntándote mis pensamientos en este trozo inmundo de papel, mientras escucho al tamboril redoblar tras mi sentencia. Te veré allí, hermosa mía. Colgarás luego mi retrato en tu salón, porque allí está todo lo que soy. Allí está la verdad. La única verdad.

Invierno

«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.

La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz  te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.

¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.

Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…

La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña  como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.

El Gato

Se ahogaba en un paroxismo de tos que parecía desgarrar su garganta. Porfiaba por hablar porque era la última oportunidad que tal vez tendría, antes de despacharse al otro mundo. Por eso debí acercarme con cuidado y tomar nota de sus palabras. Así lo había pedido años antes, cuando yo aún era un chico.

Ya me había hablado del gato alguna vez y de cómo la fascinación por el pequeño y escurridizo animal le había llevado a cometer ese estropicio, que le helaba la sangre y le descomponía el estómago. Lo que nunca me había acabado de decir era en qué había consistido tanta desgracia y cómo había llegado hasta ese punto. Aquí iba, a tropezones, literalmente a toses, como el viejo bulldozer del vecino.

El gato me miraba divertido, me dijo, y me llevaba siempre por caminos que yo ni sospechaba que existían. Esa tarde de verano, cuando yo contaba con once años, no fue distinta y terminamos más allá de los límites de las tierras de don Tancredo. Más allá.  Mucho más. Tosió con esfuerzo y un espumarajo sangriento cayó por sus labios que estaban abiertos, como los de un pez fuera del río.

Allí estaban, continuó, mi madre y Juan de Dios, haciendo como los perros, en mitad del sembrado, muy cerca del granero de don Baucha. Sus caras no he podido olvidarlas. La expresión salvaje de Juan de Dios penetrando a su propia madre no he podido olvidarla. El gato se alejó y desde dentro del granero, pegó un maullido. Espera hijo que no respiro, dijo, secándose la sangre de la boca de nuevo, con uno de los pañuelos bordados de mamá. Me acerqué al lado del animal, prosiguió, y te juro por Dios que él me dió la idea. Hizo una pausa, trató de acomodar el aire escaso que entraba a sus pulmones y continuó. Muy meloso, el gato se acariciaba el flanco con la herramienta. Vi sus ojos refulgentes y deseé estar soñando. Nada. Siguió en ese placer hasta que pude ver la misma expresión que tenían los de Juan de Dios. No vacilé. Avancé los trancos necesarios con el utensilio en vilo y lo dejé caer sobre el lomo de mi hermano. Mi madre chilló de terror y sin darme cuenta cómo, la atravesé también a ella con la horqueta. Su piel estaba sudada. Su sexo al aire. Me repugnó. Ambos me repugnaron.

Don Baucha me recogió, sin hacer preguntas y salimos a andar por los caminos, escapando de los cuerpos que habían quedado en el sembrado. El veterano me enseñó muchos trucos de arriero y nunca hizo un comentario de lo sucedido. Estoy muy agradecido de él. Luego, un día, llegué a este lugar, hice esta casa y aquí estoy, dictándote mi última voluntad, como lo habíamos acordado…  Yo miré por la ventana y mientras el sol se iba asomando, pude ver claramente que las montañas eran una sola masa blanca y compacta, como de crema. Así lo había querido mi viejo también y boqueó por última vez. Le cerré los ojos con mis manos llenas de tinta. Nunca se enteró de que yo no había aprendido a escribir.

Ahora, tenía que ir corriendo a la casa de Díaz para que quedara todo en orden. El cuento del gato y el resto de esa candonga me los guardaré no más. ¿Para qué agrandar los problemas?. Los muertos, muertos están.

Eleodoro Díaz Carrasco

Tuvo que interrumpirlo de su labor. Así pasaba siempre y aunque a veces era incómodo, había que hacerle frente al deber. Eleodoro Díaz Carrasco era el único, en el poblado, que llevaba el registro escrito de todo suceso de importancia.  Matrimonios, nacimientos, inscripción de terrenos, deslindes, herencias, defunciones. Todo era cuidadosamente apuntado en aquellos libros con tapas de cuero, de hojas gruesas y amarillas. Con los dedos ateridos en invierno, muchas veces con sangre de cordero en las uñas o restos de tierra de la huerta, don Eleodoro se hacía el tiempo y la paciencia para llevar este registro que era un honor y una obligación.

Esta vez no era algo distinto y Lindana, su mujer, había partido a la carrera a buscarlo, para que no se perdiera un minuto en la transcripción de los sucesos. Don Camilo Vargas Coliqueo, natural de Lautaro, había llegado siguiendo los caminos, hasta que ya no los hubo; entonces se dejó llevar por su instinto y su deseo de aventura y llegó al valle de California. Juntó como pudo sus animales, armó como todos, al principio, una rancha con cuatro tablas, para luego convertirla en una casa con varias habitaciones y corredor y cuando ya tenía suficientes hijos como para designarlos con todos los dedos de sus manos, una costilla rota le perforó el pulmón. Con esfuerzo y determinación, había logrado llegar hasta su cama para fallecer. Camilo José, su hijo mayor, traía de memoria recitada la voluntad del hombre y la hora exacta del deceso. Después de dictarle a don Eleodoro, se dirigiría a la casa de don Nicolás, para pedir prestadas las herramientas y hacer la urna donde iba a descansar su padre.

Don Eleodoro tomó cuidadoso apunte de todo. Por una carilla y media se extendía la regada voluntad de don Camilo. Agradeció a Camilo José por el esfuerzo y la sinceridad. Apuntó en la sección destinada a las defunciones la hora  y fecha del deceso y le dió un apretón de manos en señal de pésame. Ya pasaría por su casa a acompañar a la familia en el velatorio, prometió.

Se regresó al corral y miró sus dedos chuecos. Las yemas le punzaban por el esfuerzo supremo de dibujar letra a letra cada palabra. Un dolor en las coyunturas, imaginario, le inmovilizaba las extremidades por un rato, siempre después de haber tomado la pluma y plasmado los registros del día en los libros. El viejo cura y sus varillazos en las manos le habían hecho desertar de la escuela cuando aún no cumplía nueve años. El fantasma del ojo, esa temida cartilla del silabario, le persiguió por años, hasta que creyó haberla burlado entre las soledades de la cordillera, entre las noches bajo las estrellas, tomando mate espeso, abrigado por las pierneras de cordero y las mantas de castilla. Pensó sentar cabeza en este valle, al lado del río Encuentro, al poniente del Hito 16, aunque la nieve lo recibió apenas asomó con su cabalgadura. No le importó. Tendría muchos hijos, una casa grande y una cocina abrigada. Habían varios como él, con el mismo empeño, con el mismo sueño.

Su única distinción entre los otros era que había pisado la escuela, sabía tomar un lápiz y reconocía todas las letras del alfabeto. En medio de la precariedad de las circunstancias, en medio de la vastedad del paisaje, Eleodoro Díaz Carrasco era un erudito. La comunidad le rogó humildemente que tuviera a bien escribir los sucesos acontecidos,  porque la memoria se perdía tan de prisa, como cambiaban la nubes en el cielo. Muchos recordaban antiguos escamoteos de dinero, animales, oro y tierras y la sensación impotente de no tener nada con qué demostrar la propiedad. Ahora, en esta nueva colonia, en este nuevo comienzo, todo iba a ser distinto. Era por eso que don Eleodoro se esforzaba tanto y no dejaba de encargar o comprar por sí mismo, las veces que bajaba al pueblo, un libro de tapas de cuero duro, para no quedarse corto de papel.

Esa tarde, después de que Camilo José cumpliera con su deber de informar para la posteridad, de la muerte y última voluntad de su padre, apareció la hija mayor de doña Marina Rosales Casanova. Traía dos noticias, una que su madre había dado a luz al séptimo hijo de la familia, un varoncito robusto que iba a tener por nombre Bernabé y que un caballero del norte, familiar por algún lado de su padre, andaba tomando fotografías de los habitantes del Alto Palena. Por ser don Eleodoro una persona tan principal, el hombre pedía, con todo respeto, un minuto de su tiempo para llevar a cabo esta misión.

Se alborotaron los niños mientras Lindana los vestía con sus ropas de domingo. Don Eleodoro frotó sus manos con aceite tibio de gallina para pasar el dolor imaginario de las coyunturas y trató de olvidar el fantasma del ojo, esperando con paciencia que apareciera el caballero. Había cazuela de pava en la estufa y un cuarto de chancho asándose en la cocina a fogón, para agasajar al convidado.  Se sentó la familia todos juntos y miraron fíjamente, tal como el hombre les indicó. Don Eleodoro vio al ojo en el lente de la cámara y no sonrió.

N de la R: Eleodoro Díaz Carrasco será investido, años más tarde, por el Presidente Ibáñez, representado por el Intendente Marchant, como Juez de Distrito, por su aporte en la organización de la vida civil de los pobladores. Los documentos escritos por don Eleodoro sirvieron como pruebas irrefutables de la colonización chilena en la zona de Palena.
Esta historia fue inspirada por el libro publicado por Bernardita Hurtado Low, «Alto Palena», recopilación de fotografías de la época de la colonización y que tiene la virtud de crear uno de los primeros registros gráficos de la historia de esta parte tan alejada y tan valiosa de mi país. La instántanea que decora esta entrada, es de la familia de don Eleodoro.

Colombas

Bruno había sido tan caballero como la costumbre lo indicaba.  Por más que la gente ensalzara su accionar, él no se dejaba tentar por la vanidad. Había actuado en consecuencia. Era el mayor de los ocho hermanos y la herencia de sus padres era su responsabilidad. Esa era la razón por la que, sin mayor comentario, aceptó la llegada de sus dos hermanas.

La gente las llamaba solteronas, porque habían cruzado, ambas, la barrera cruel de los treinta años, sin haber encontrado marido que las mantuviera y que las hubiera alejado, convenientemente, del triste destino de ser allegadas en la casa del hermano, a merced de la voluntad de la cuñada, confinadas en un triste cuarto del tercer piso, sin poder de decisión, sin mayor expectativa, sin más esperanza de vida.

Francisca y Elena aceptaron su destino, como las flores aceptaban ser separadas de la planta y puestas en sendos floreros a media luz, bajo las miradas intrusas de los sobrinos, las libidinosas de los sirvientes y las solapadas de los amigos. Bruno había sido muy amable con ellas. Disfrutaban de un cuarto propio, con ventanas que daban a la calle, con el sol reflejando en el espejo de cuerpo entero que cada una tenía en su dormitorio, que les mostraba inexorable el paso despiadado del tiempo.

Leían a media mañana, después del desayuno, servido por la empleada, planeado por la cuñada, alborotado por los niños y por algún visitante que llegaba a ver al hermano. Disfrutaban de la misma forma a Rilke y Becker y sus mejillas se colmaban de carmín al imaginar los besos que inflamaban la pasión de los autores. Esa pasión y esos besos que estaban tan lejos de ellas como la luz de la luna, que curiosamente nunca entraba en ninguno de sus dos cuartos. Decía la criada mapuche que si la luna chocaba en esos espejos tan grandes, era capaz de eliminarlas a ambas de la faz de la tierra. Elena esperaba a veces ese destino. Francisca negaba con la cabeza y se sumergía en el jardín de lilas, imaginando una vida paralela, distinta, feliz.

Bruno era un hombre gentil, pero tenía la cabeza más hueca de todos los hermanos. Gobernado por el juego y por las ansias de ser un señor, perdía a manos llenas en las empresas más descabelladas que hubieran llegado a sus oídos, ya sea por bravatas de borrachos, por artículos colmados de exageración en los diarios o la simple chispa loca de su iniciativa. Cada cosa que otros presumían iba a ser un éxito rotundo, él la ponía en práctica sin demora. El agua de rosas, embotellada para las señoritas de París, no aguantaba ni tres días por la deficiente manipulación de su fórmula y terminaba como una melcocha verde y con olor a muerto. Corderos de la Patagonia, esquilados a contrapelo para suplir las necesidades de lana en la vieja Gran Bretaña, saltaban por la borda de los barcos, enloquecidos con la agitación del estrecho; vacunos cruzados con bestias del Brasil para dar de comer a las colonias del Congo Belga, muertos de congelación en su primer invierno y así, infinidad de locuras, una tras otra, sin sentido, sin medida y sin ganancias. Grandes empresas, decía él, para grandes hombres. Elena movía la cabeza y se mordía los labios con furia. Las ideas eran muy buenas, pero todo lo demás estaba equivocado. Se hubiera hecho millonario de seguir los atinados consejos de su hermana, dueña de un sentido común extraordinario, pero ella era una solterona, especie de leprosa, incapaz de echarle el guante a un hombre, lerda, sosa, estúpida incluso, destinada a su habitación y a vivir de su caridad, tal como Francisca y su cabeza llena de pajaritos.

Pajaritos que veía acercarse todos los días, hasta que cayó en cuenta que eran palomas. Magníficas palomas se cagaban cada mañana en sus techos de tejas de cobre y no entendía cuál era el propósito de su llegada. Las observó con detenimiento, mientras escuchaba la última idea de su buen amigo Alfonso. Si te gustan tanto las carreras de caballos, ¿por qué no ponemos un aras?

Francisca llenó la primera esquela, con su letra serpenteante y dudosa. Elena llenó la segunda, con precisión y mano firme. Cuando la paloma trajo de vuelta la misiva, el corazón se les llenó de dicha. Eran correspondidas. Un milagro, una quimera, un imposible estaba sucediendo. Tres o cuatro veces en el día, la alegres solteronas se daban maña para trepar al techo y recibir a aquella ave que les traía la felicidad envuelta en sus patas.

Habían conocido a los caballeros allí mismo, hermanos ambos y cuando llegó la primera nota, tuvieron que sumergir sus caras en agua fría para pasar el calorcito impúdico que les inflaba las venas. Estaba todo de su lado. Soltero uno y viudo el otro, las misivas iban y venían al vuelo de las palomas. La alegría las invadía por completo y hasta la criada mapuche tuvo que reconocer que era mucho más agradable verlas a ellas que a su patrona.

Bruno y Alfonso compraron el semental más vetusto del Club. Esperaban tener un aras de renombre en menos de un año, sin considerar a la madre naturaleza ni las leyes de la genética y las probabilidades. Orgullosos se paseaban por la ciudad, contando las ganancias que aún no estaban ni cerca de obtener, pero esa tarde el cuidador les dió una mala noticia, el animal boqueaba como un pez fuera del agua, mientras el pecho se le había hinchado al doble de su tamaño. El veterinario hizo un diagnóstico aciago, no le quedaba mucho a este viejo ejemplar. Bruno investigó con furia cómo se había contagiado con la enfermedad de New Castle. Echó al cuidador, acusándolo de traidor, echó al jardinero, acusándolo de envenenador y cuando el día despuntó con fuerza, al sol lo tapó la silueta de una paloma, que dificultosamente se posó en el techo. Subió con Alfonso y vieron un regadero de ellas, con la misma sintomatología del caballo, mientras sus hermanas les ponían miguitas de pan en sus picos y gotas de agua, registrando una por una a ver cuál tenía la misiva de ese día.

La Última Frontera

Mientras era golpeado por veinte oficiales de la patrulla fronteriza, en San Diego, California, Anastasio Hernández Rojas, inmigrante indocumentado, recordó los veinticinco años que llevaba en territorio de Estados Unidos. Recordó con fastidiosa precisión la alberca de miss Elizabeth, sus sobrinos regordetes y los fantásticos lonches que se zampaban cada domingo, mientras él se deslomaba cortando el pasto en el calor estival, pensando en su patria y en su madre, tratando de entender qué carajo hablaban estos gringos y agradeciendo humilde, siempre humilde, la propina que la miss le daba con su español chapuceado «no saber qué hacer sin ti Ani». Claro, porque había sido la miss en persona quien había pagado al Coyote por un jardinero y una mucama, como quien compra en el mercado un kilo de carne y tres naranjas. ¡La condenada!, pero aqui estaba y con lo que ganaba en la semana podía pagar su cuarto, su comida y mandar buenos pesos a su madrecita querida, que se moría de desolación entre el polvo de la mina y el calor del verano en el lejano San Luis de Potosí. No hay agua limpia para los pobres, decía ella en cada llamada y le escuchaba su lengua pastosa arrastrar las palabras al otro lado del teléfono, mientras él se tragaba tres cervezas heladas al hilo y pensaba sin cesar en la alberca de la miss Elizabeth, siempre rebozante y limpiecita.

Cuando la miss se casó con el gringo ese, mister Edward, todo se fue al carajo. Él trajo su propia servidumbre, vestidos de negro riguroso incluso con el calor atosigante de agosto, despidiéndolos a él y a la mucama. Ahí mismito empezó a jugar a las escondidas. La miss lo dejó sin papeles, pero bien recomendado y una recomendación llevó a la otra. Después de ser plomero, pintor, jardinero de medio tiempo, carpintero de casas de perros y muñecas, se convirtió en el señor de las albercas del barrio, siempre con la cara bien tapada por su sombrero de tela gringa, sus mangas abajo y sus movimientos copiados de los zambos. Nadie dudaba que era un mestizo negro, ciudadano legal de la ciudad a la que él había entrado esquivando agujeros de coyotes de a de veras, tragando arena y tierra amarilla, el corazón apretujado entre su saco con cuatro camisas, dos pantalones y el escapulario de la Vírgen de Guadalupe. Viaja liviano, le aconsejaron antes de partir. Viaja liviano, que se arranca mejor de la migra sin tanto equipaje que cargar. Nada más tu alma, le dijeron, nada más tu alma.

La dueña de la mansión, al final de la calle, le habló una vez de las fronteras y de su profundo descontento con todo lo que pasaba. Le consultó si pensaba que era un suicidio cruzar a este lado del río Grande y Anastasio, con la misma humildad que mostró en cada uno de sus trabajos, dijo en un inglés dificultoso y con ritmo de mariachi que qué le iban a hacer si acá estaba la chamba, acá estaba la lana y que muchos como la miss, su primera patrona, hacían vista gorda a la migra, las fronteras y los papeles y que aquí estaba, bendito sea Dios, todavía con fuerzas para seguir.

Los oficiales le aplicaron descargas eléctricas que nublaron todos sus recuerdos. Mientras perdía el conocimiento, vio la cara de sus cinco hijos, escuchó su nombre tres veces y luego no supo más. En el hospital decretaron la muerte cerebral a consecuencia de los golpes. La oficina de la patrulla fronteriza informó que los veinte oficiales respondieron a una agresión. ¡Hacen falta veinte gringos para terminar con un mexicano!, dijo el Coyote esa noche, doblando el diario y arengando a su cargamento. Órale pues, que no hay tantos policías esta noche.

N de la R: Esta historia fue inspirada por un microrrelato de nuestro amigo común Minicarver, quien tuvo la gentileza de permitirme escuchar a este personaje y contar, a la manera de Historias Ciertas, este momento que se repite más o menos igual, todos los días, en la frontera de USA con México.

La Hija del Pintor

Todo pasó muy rápido y tan suavemente. De un día para otro, este visitante se hizo permanente y cuando le comunicaron dichosos que iban a casarse, ella se dio cuenta que no había tomado en cuenta nada de lo que le había dicho don Bartolomé. La gata se le enroscó coqueta entre sus piernas, mientras, por primera vez en mucho tiempo, sintió el abatimiento en sus huesos. Nada de esto estaba planeado. Ella quería algo distinto. Las clases de francés se habían ido al demonio por la sonrisa franca y las manos vacías de este joven desconocido, que ahora venía a declarar, tan fresco, que se casaba con la única hija que tenía, aquella que le había costado sangre, sudor y lágrimas mantener a su lado y aunque le recordaba un pasado infame y sin sentido, era la niña de sus ojos, su único corazón. Ahora, se iba con este que no tenía donde echar sus huesos, ni una cama, ni una casa, ni un buen trabajo. ¡La jodienda, carajo!. Era como una maldición.

Así me contaba mi abuela de la penosa tarde cuando se enteró que mi madre se casaba con papá. Era tan difícil esperar algo de este joven, un pintor de brocha gorda, hijo del rigor, que no había terminado la enseñanza superior y que seguro era un bruto intransigente, como habían muchos en esos tiempos tórridos de la nación, pero el hombre era amable, con una voluntad infranqueable, sabio desde la cuna, con un  corazón grande y generoso, que muchas veces tuvo que amarrar con los cabos de la cordura, para no dejarse llevar por artimañas y falsos desconsuelos. Laborioso y feliz. Ese era realmente el pintor.

Creció entremedio de siete hermanos, a pié pelado, entre la lluvia y la escarcha de los inviernos pobres de su niñez, entre los caballos y los aperos del viejo carretón del padre, entre el jardín luminoso y la huerta fecunda de su madre, entre gritos de niños, juegos de pelota, caminatas en el campo, boga en el río y luz y sombra en los atardeceres del estío. Heredero de una existencia vulgar, se rebeló a ella y empezó a estudiar. Lo hizo mientras pudo y nunca dejó de lado la lectura, incluso mientras se encaramaba, con la agilidad de un trapecista, a los techos más obtusos que el diseño alemán de la región, en su opulencia, pudo concebir. Incluso ahi sacaba el periódico del día y le robaba minutos a su jornada, para enterarse del acontecer nacional.

Así era papá. Teñido con pequeños puntos de pintura, el olor de su piel tenía de sudor, alquitrán, solventes y cueros de cordero y le recuerdo avanzando por la cocina de dos zancadas para lavarse sus manos cansadas, que tenían aún energía para tomar pinceles y ayudar con los trabajos de la escuela, armándose de paciencia incluso pasada la medianoche, con los llantos y las súplicas de «ya basta papá, que no quiero saber cuánto es 8*7»

Libros. Siempre dijo libros. Nunca dijo nada más que libros y en la adolescencia desbocada se extrañaba el abrazo oportuno, el «te quiero hija» o la explicación intransigente, con el imperativo categórico acostumbrado en el crecer de la generación. Así no era el pintor. Descubría en cada color una visión nueva, una tonalidad distinta. Pintaba escuchando música clásica, en la vieja radio a pilas, mientras se quebraba la cabeza tratando de entender cuatro alocadas hijas, mantener el presupuesto familiar y el equilibrio arriba del tejado.

Yo era la peor de todas y entre discusiones dramáticas, extrañaba un padre como dictaba la norma, no este ser etéreo y distante que olía a solventes y trabajo, que no se comunicaba y que no daba ninguna respuesta concisa, sólo tenía a bien alcanzar un texto y decir como quien le hablaba al aire, búscalo por ti misma. Con la vida aprendí el valor de ese silencio. El sacrificio intrínsico de aceptar primero para sí y luego para su prole que él no tenía todas las respuestas, que no tenía toda la sabiduría y menos aún,  que no tenía todos los colores para pintar de primavera nuestros inviernos grises.

Esta que está aquí es producto de esos colores. Escasos tal vez, pero luminosos y sinceros. Brillantes y constantes. Esta que está aquí decidió, producto de la humildad y la sabiduría del pintor, que llegó con su sonrisa y sus manos vacías, llenar el mundo entero de palabras como estas:  Te quiero mucho papá.

Ofrendas

Caminó por todas partes hasta que las encontró. Las llevó a casa. Nadie vio cuando llegaron. Las dejó descansar, toda la noche, en la vieja palangana de loza, suspendidas en el agua fresca y rociadas por la luz de luna, que entraba intrusa y luminosa, a través de la ventana. Amanecieron vivas, brillantes y coloridas. Ella las roció de nuevo, esta vez con agua y con sus manos, para proteger los delicados pétalos. Envolvió sus tallos con papel periódico, las cargó en sus brazos y antes de que el sol del mediodía las marchitase a ambas, se dirigió a paso vivo al cementerio, al otro lado del pueblo.

La caminata era exhaustiva. El pavimento estaba roto en muchas de las veinte cuadras que debía cruzar y el ramo de crisantemos le impedía ver por dónde iba. Debía pasar a ciegas en las esquinas, rogando que los automóviles la vieran, porque ella sólo podía escucharlos. Hacía esta caminata cada mes, lloviera o tronase, con la escarcha de las mañanas de invierno o con el atosigante calor del verano. Todos los meses. Sin faltar ninguno. Excepto aquella vez en que su hermana, al borde de la muerte por constipación, le rogó cuidara de su familia en lo que hiciera falta, mientras la Vírgen del Carmen tenía a bien hacerle el milagro de su sanación. Sólo entonces dejó en manos de aquel pintorcillo que intentaba robarle el corazón a su hija, la tarea de visitar la tumba de su madre y depositar, en el triste jarrón de barro, el ramo de crisantemos que tanto le gustaban.

La promesa había caído en sus hombros y si se remontaba a la génesis de ella, no había tal. La niñita de trenzas rubias no entendía porqué todos lloraban alrededor de la cama de su madre, quien, con su acento de Colonia, le rogaba entre resuellos que no olvidara su nombre ni su idioma, que no olvidara cuidar a su hermanito, que se empinaba apenas al borde de la cama y que miraba encantado los grandes cirios que velaban a la moribunda. Ese recuerdo le acompañaría toda la vida y la movería mes a mes para urgar en todo el pueblo, hasta encontrar el ramo de las flores preferidas de su madre. Tampoco recordaba quién le dijo que era así. Sólo lo sabía. Sólo lo sabía y las buscaba con ahínco, prisionera de un compromiso que cayó en una espalda tan joven y tan inocente.

Al llegar al cementerio, saludó al panteonero. El hombre se limpió las manos con sus pantalones y le estrecha la suya con cariño. La acompañó, con una suave charla, a través de sus dominios, hasta dejarla al lado de la tumba que había venido a visitar. La miró nuevamente. Le ofreció su ayuda en lo que se le pudiera ofrecer y se retiró silencioso, dejándola cumplir su cometido con libertad. Ella miró la lápida de madera y leyó en voz baja el nombre de su madre. Acomodó el jarroncito. Buscó agua en un tarro de latón. Depositó con sumo esmero los crisantemos. Uno por uno. Volvió a acomodar el jarrón. Limpió los restos de hojas muertas y las hierbas que salían porfiadas entremedio de la tierra. Miró la lápida nuevamente. Era el mediodía. Rezó una oración en silencio y de memoria. No habían más recuerdos de la madre, excepto aquella escena en el dormitorio. Los cirios. El hermanito. Las mujeres de la familia en un llanto plañidero. Los rosarios negros. La cinta apretada en su pelo. El funeral. Esta lápida sencilla con el nombre inscrito en letras góticas.

El panteonero la sacó de su ensoñación. Vino alguien a dejarle flores a su madre. No dejó nombre ni tarjeta. Aquí están, dijo. Depositó en sus brazos otro ramo de crisantemos. Le sonrió.  Ofreció un humilde tarro de conservas, que él mismo hundió en el espacio de tierra que había quedado en la sepultura. Lo llenaron con agua. Ella colocó las flores. Él comentó lo hermoso que se veía. Escucharon el río, en la cañada, detrás del cementerio. Escucharon los pájaros. Vieron las nubes. Ella miró la hora en el reloj que había sido de su padre. Se despidieron, con un apretón de manos. Elija la vereda del frente, señora, dijo el panteonero al final. Váyase por la sombrita, que a esta hora pica fuerte el sol. La veo en tres semanas más.

El Bote

Lo había visto desde siempre. Cada ida y venida, cada subida y bajada, cada carrera, cada vuelta por la pasarela, resbalosa a causa de la lluvia; crujiente bajo el sol. Lo había visto solo, soportando las inclemencias del tiempo, los mosquitos, el barro verdoso, el croar de las ranas. Todo. Solo.

Se aproximó con lentitud esta vez, deseoso de romper la distancia. Voces imaginarias le indicaban como salvar a este prisionero de la ciénaga espesa en la que se había convertido esa parte del canal. Estaba todo en su cabeza, la velocidad del zarpe, el ángulo de la quilla, la distancia de la aventura, la felicidad de liberar a este vetusto cautivo de su triste destino. Se aproximó otro poco. Crujió la tabla bajo sus pies. Sintió un aire tibio rozándole el pedacito de espalda que no cubría su camisa. Miró con pánico. No hubo más ruido. El bote se meció despacio y los gorgoritos del agua desaparecieron de a poco.

N de la R: Queridos amigos, este es el primero de una serie de ejercicios, que corresponden a un taller de literatura en el que empecé a participar no hace mucho. Los tópicos serán siempre distintos y este primero está basado en una selección de imagenes y la inspiración que provocaba una de ellas, esta en particular corresponde a Caleta Tortel, en la provincia de Capitán Prat, en la Región de Aisén. Les agradezco su atención.

Para Elizabeth

Cuando colgaste, me quedó la sensación de que nunca podríamos vernos. Aún tenía tu voz en mis oídos. Es de las pocas cosas que me arrepiento, no haber viajado a visitarte cuando pude hacerlo. Ahora, ya es tarde.

Confío en tu buen juicio y en tu inmenso corazón, porque sé muy bien que está cargado del mismo amor que llena el mío. Disfruto tus palabras y quisiera que la distancia no nos separara tanto, que la línea del teléfono nos aproximara lentamente, para poder abrazarte, para poder preguntarte por qué. Me sumerjo en tu voz y trato de imaginar un pasado feliz. Aquel a quien amo vibra de emoción con esos recuerdos y siento profundamente que es el hijo de tu corazón.

Me mencionas que vienen regalos para nosotros, pero creo que el mejor regalo sería gozar de tu compañía, leer libros juntas, escuchar tus historias, compartir pasajes de tu vida y hacer interminables listas con lo que el tiempo nos ha dado y que ha sido de provecho y vale la pena enumerar. Estoy aquí para cuidar al que más quieres, aunque no sea un buen sustituto de tu cariño. El tiempo y las estaciones nos han dado diferentes perspectivas de la vida. Quisiera tu consejo amable, tus recetas, tus libros de cuentos, tus recuerdos, tu paciencia infinita, tu voz tranquilizadora y dulce. Escucharte decir que todo está en su sitio, que nada está perdido, que la medida del amor es sólo eso y no vale de nada si no existe ese algo a medir. Quisiera tantas cosas y sólo me queda conformarme con tu voz en el teléfono.

Recorto esta historia lentamente y planeo hacértela llegar. Espero que alguien tenga  a bien leértela y que ese alguien te pueda dar un abrazo. El mismo que te mando hoy día, cuando esta delgada conexión ya se ha ido.

 

En el Correo

Cuando María Isabel iba al correo, esperaba con ansias sus revistas y libros, y por alguna razón extraña, siempre esperaba algo más. La viuda de Uribe lo sabía, le conocía cada pestañeo, cada suspiro, cada ademán y le acompañaba, en silencio, en su sentir, cuando la veía, nerviosa, abrir los paquetes certificados y no encontrar nada más que lo había ordenado. Conocía su historia como la de todos en el pueblo, pero si algo distinguía a la viuda de Uribe era su discreción, requisito indispensable para trabajar en este puesto, entremedio de las rumas de cartas que llegaban día a día, en los sacos de lona roja, marcados con la insignia del correo, que ella repartía diligente en las casillas y en las manos de aquellos que llegaban con el semblante pálido, las manos enrojecidas y la mirada cabizbaja, preguntando en voz baja si había alguna correspondencia para ellos. Recibía en sus brazos, dotados de fuerza que hacía juego con su corpulento volumen, los paquetes envueltos en papel manila, cubiertos de estampillas y sellos, que venían de todas partes del país y que, con el arribo de los alemanes, llegaban de todo el mundo.

Tanto desearon María Isabel y la viuda de Uribe que algo sucediera, que al final, pasó. Una tarde de invierno, cuando el correo se había retrasado porque los caminos estaban intransitables, a causa de un aguacero que amenazaba con partir el cielo, esperó la joven en la oficinita y sin poner atención a la clásica cantinela de la viuda, redactó algunas líneas para el encargado de educación de la provincia, en su calidad de educadora del internado de las monjas suizas y no reparó en las botas sucias y el olor a tabaco que inundaba la pequeña habitación, hasta que estuvo casi por derribarla de su asiento. Miró molesta y se puso de pié.

El aroma del cigarro se erguía como un nubarrón, amenazante. Luego que la exhalación se disipó, pudo ver la cara de este hombre impertinente y rudo que casi la tumba porque no la había visto. «Constantino Del Palmar, tanto gusto» fue lo único que él atinó a decir, quitándose su sombrero de fieltro empapado. Su cabellos rojos en desorden y sus pequeños rulos saltando como resortes de fantasía, le hicieron olvidar su malestar. La mano gigante, que estrujó la suya, estaba sudada o tal vez ensopada por el temporal y quedó un rato más largo de lo prudente pegada a la de ella. Se miraron a los ojos y se congelaron en ese segundo. Sus labios dulces y perfectos, su cuello de cisne, pensó él. Su pecho gigante y sus cabellos, pensó ella mientras aspiraba con todos sus sentidos. El olor que emanaba de su ser era salvaje y primitivo, algo que la turbada maestra jamás pudo olvidar y siempre buscó en los tiempos venideros. No atinó a decir su nombre y él se despidió apurado, trastabillando por sus espuelas enredadas. La miró con dulzura y vergüenza, se disculpó y volvió a tomar su mano. Una gota de agua resbaló del ala de su sombrero y cayó en los labios de María Isabel. Apartaron sus miradas y él se retiró de la oficina.

Ella se quedó prisionera de sus ensoñaciones, enrojecida de pies a cabeza por una ola incontenible de sopor y se dejó caer en el asiento nuevamente. Sus papeles estaban regados en el suelo. Él no había reparado en ellos y les aplastó con sus botas embarradas. María Isabel los recogió y un sentimiento de profundo desconcierto le embargó y no la abandonaría por semanas. La viuda de Uribe vió toda la escena detrás del mesón, mientras simulaba llenar la planilla del correo certificado y no dudó un segundo en designar a aquellos dos como víctimas innegables de la maldición del amor. Ese mismo que la había llevado a ella a abandonar su carrera en la ópera y venirse a enterrar a este pueblo perdido, detrás del pequeño Romualdo Uribe, empleado, desde que tenía memoria, de la oficina del correo.  Le habló a María Isabel para romper el encantamiento, pero no acusó recibo hasta un largo rato después. El aguacero había amainado y se dirigió caminando de vuelta al internado. Cuando Margarite, su compañera de cuarto, le consultó qué era lo que la había puesto así, ella sólo atinó a decir: Constantino Del Palmar.

Silencio

Da vuelta la cara. Se acomoda el suéter y avanza. Un silencio sideral, seco, sordo, frío, estático se queda entre ellos. Es la manera de herir. Es la única forma de evitar una confrontación que podría ser definitiva. Es el único recurso válido cuando la rabia es incontrolable, cuando las palabras cortan como cuchilladas y cuando el dolor anega el corazón de pena y de lágrimas.

Silencio. Recurso aprendido desde siempre, cuando la madre cerraba la puerta de los sonidos por semanas, en una ley del hielo que no capitulaba jamás, mientras pasaban los días sin dar muestras de notar la existencia del que había cometido el agravio. Así pasaba la vida y el remordimiento se hacía más amargo, más duro de masticar, más inapelable, hasta concluir con una mezcla de conformidad y cierta madurez en el alma de que lo hecho, hecho estaba y que nada se podría cambiar en el tiempo pasado, sólo la vida daba otra oportunidad de otro tiempo, uno nuevo, distinto. Uno diferente.

Silencio en las confrontaciones. Silencio en los hechos cotidianos que merecían un debate sincero. Silencio y nada más. Vasto, claro, definitivo, monumental. Sólo los ojos hablaban, sólo las emociones se escapaban porfiadas a través de ellos. Sólo los ojos y nada más. Como mudos testigos de un cambio de proporciones en el espíritu herido, sólo los ojos adivinaban la pena, sólo los ojos dimensionaban la rabia, sólo los ojos. 

Silencio y nada más. Eso se escucha en la casa. Eso y los pasos contenidos, los quehaceres mundanos y el silencio, pesado, cruel, sectario, aplastante. Se irá algún día, bajará la guardia en algún momento y no se lamentará por lo que pudo haber dicho, con el rigor de las máquinas de guerra, sino que guardará la herida en el corazón, la curará en las noches de luna y un día de risas sinceras, desaparecerá.

Día de San Valentín

Llovía en el desierto, sin que lo pudiéramos creer. La suave cortina de agua se convirtió en un chaparrón agresivo, pero largamente anhelado. Nos miramos a los ojos, mientras el agua golpeaba el parabrisas y los suaves perfumes de la tierra emergían lentamente.

Habíamos tomado la decisión sin meditarlo demasiado. Un vacío inmenso en mi corazón me trastornaba. Mis manos lo ansiaban, mis brazos lo ansiaban y cuando lo vi supe que era así. Allí estaba, envuelto y perfumado, el más hermoso regalo en ese San Valentín.

Mi hija recién nacida había perecido en la mesa de operaciones tres meses antes. Creí morir. Creí que no existía un dolor más tremendo que este dolor, este espacio abierto en mí como una cuchillada. Lloraba a cada instante, sentía que me secaba por dentro. No te vayas, me dijiste, estamos juntos. Estamos unidos y debemos superarlo. Yo sé como podemos superarlo. Por primera vez, desde nuestro matrimonio, me sentí intensamente unida a ti. Te di las gracias. Besaste mis ojos llorosos e hinchados y no dijiste nada más.

Le ví entonces. No quise enterarme de detalles que sólo hubieran entorpecido las cosas. No quise saber de nada. Sólo su presencia de recién nacido inundando todo. Su olor palpitante, la suavidad de su piel, sus pequeñas manos, sus ojos abiertos en la sabiduría del mundo. Tan pequeño y tan importante. Me inundé de dicha.

Entre mis brazos, acunándote, cantándote antiguas canciones que aprendí en mi infancia, sintiendo tu calorcito, mi corazón se rebalsó de amor, como el camino por donde volvíamos a casa se rebalsaba de lluvia. Una lluvia que curó la sed de la tierra, como tú curaste mi sed de entregar este amor. No te parí, es cierto, pero llegaste a mi vida por mi propia voluntad. Eres el hijo de mi corazón.

No pude parar de besarte en semanas, incluso en las noches mientras dormías. Sentía que florecía por dentro como había florecido el desierto. Eres el hijo que no vino de mi cuerpo pero sí de mi corazón, lo he repetido desde entonces y cada San Valentín celebramos tu segundo cumpleaños. Eres el hijo del amor, de un amor que creí perder una tarde lejana en un hospital. El mismo hospital donde tú estabas, esperándome supongo, porque nadie te había esperado más que yo. Mientras escribo estas líneas, siento tu olor de recién nacido de nuevo y rememoro ese día como si fuera hoy mismo. Miro por mi ventana y un hermoso campo de flores cubre hasta donde alcanzan mis ojos  Sólo falta el arcoiris, que vimos ese día con tu padre, de vuelta a casa, cuando ya eras parte de nuestra familia.

Entre las Nubes

«El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande». *

Tuve que interrumpir mi lectura, mientras el sol me pegaba de frente y la magia de los acontecimientos me despertaba con la imagen nítida y colorida de los globos aerostáticos elevándose lentamente en la planicie, en el camino a Lucerna, coincidiendo magistralmente, como si todo estuviera ya planeado.

Miré con detención, mientras los globos seguían subiendo. En sus carlingas de mimbre se refugiaban pequeñas personas. Veía parejas en la plenitud de su amor, eligiendo este viaje para contraer matrimonio. Era la moda este año, en un verano plácido y soleado. Lo mejor de la región.

Ibamos a celebrar nuestro décimo tercer aniversario. La complicidad rebelde de los primeros años había cedido a un apacible estado de adivinación, donde con sólo ver los gestos del otro, podíamos predecir incluso el tiempo y la temperatura de nuestros corazones. Habíamos dejado atrás las conjeturas respecto a la felicidad y nos habíamos conformado con una especie de calma chicha que no tenía nada de despreciable y a veces sabía igual.

Acostumbrados, más que otra cosa, a las manías de cada uno, se hacía suave el surcar esta vida elegida y construida por ambos. Los vientos de las pasiones primeras se habían suavizado a medida que avanzaba nuestra existencia. No recordaba las borrascas iniciales y sí saboreaba con pena el anhelo del primer amor. Me faltó el aire en este punto y me miraste como con descuido. Ya conocías mis estados de ánimo, variables como era el viento en esta época del año. 

Escuchaste mis razones sin mucho entusiasmo, mientras contemplabas curioso otro globo que acababa de despegar. Recorriste con cuidado el libro que estaba por terminar y sonreíste. Siempre te pones melancólica cuando lees García Márquez dijiste, y me plantaste un beso sonoro en la frente, mientras tomabas el texto y lo arrojabas al asiento de atrás. 

Sólo ustedes, los de esta tierra, pueden ser tan descariñados y ausentes, argumenté buscando un alegato que realmente no quería. Seguiste conduciendo por la carretera, mientras avanzaba la mañana. Masticaba el amargo sabor de la no respuesta, pero me conocías bien. Entre los campos se levantaba la polvareda del verano, anunciando una cosecha abundante. Siempre tu alma ha sido la de un campesino, por eso me has tenido tanta paciencia, suspiré con pena, tratando de alcanzar mi libro.

Recordé la primera vez que te vi. El sol iluminando tu chaqueta color lúcuma, en un verano perdido, en un tiempo tan anterior a este. Soplaba el viento ese día, lo recuerdo bien, porque un remolino de tierra te alcanzó, mientras volvías a tu auto y me miraste perdido en la ventolera. Pensé no alcanzarte nunca, pero aquí estábamos, trece años después de entonces y me sentía desgraciada al constatar que ya no era lo mismo.

La esencia del amor no era más que eso, pude comprobar a la vuelta de los años y cuando todo se me venía en contra. Era difícil ser inmigrante en mi propio hogar. Ver tus muecas de desaprobación cada vez que equivocaba los tiempos verbales o terminaba hablando algo tristemente fuera de contexto, en un idioma completamente ajeno. Me refugié en los libros con porfía y aceptaste que las cosas eran de ese modo. Creo que nunca habías dejado de amarme. Yo no estaba segura si aún podría usar esa frase con propiedad.

Paraste de pronto y diste la vuelta en U. Sin pensarlo siquiera, estábamos en la planicie de los globos. Bajaste corriendo, mientras el viento agitaba tus cabellos. Cogí mis lentes de sol y me bajé entre sorprendida, molesta y fascinada. Me subiste en tus brazos a la carlinga y acto seguido el sonido de la flama de gas era lo único que nos acompañaba. Te miré fijamente. Busqué con desesperación al que había visto entre la ventolera, en un lugar tan distante, en un tiempo tan anterior. Ahí estaba. Riendo francamente, apartando sus cabellos con el mismo ademán de entonces.  Ahí estaba. Conmigo. Entre las nubes. Arrojaste con un gesto teatral mi libro por la borda y me abrazaste. El sol nos iluminaba. El viaje por un cielo tan azul nos encandiló la mente. Creo que no habíamos gozado tanto con un aniversario. Guardé los minutos celosamente en mi memoria. Sin mirar, asentiste con tu cabeza. Tú hacías lo mismo.

* De «El Amor en los Tiempos del Cólera», Gabriel García Márquez.

 

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