La puerta de calle era detenida con un fierro, para no cerrarse con la brisa de la tarde. En la ventana, las cortinas apenas tapaban las plantas de porotos y sus flores naranjas que llenaban la huerta de color. El pasillo era frío y crujían las tablas del piso. La entrada de la habitación permanecía despejada. El olor de las flores inundaba todo. Las sillas, en un círculo irregular, esperaban a las señoras que llegaban piadosas y creyentes a rezar la novena del rosario de la Rosa Mística.
Una tarde, antes del anochecer, dos semanas antes, se arrastró un papel de roneo debajo de nuestra puerta. Yo tenía siete años. Junté las letras en palabras sueltas, pero no logré entender el sentido de la nota. Debemos prepararnos, dijo mi padre. Recuerdo que caminaron juntos con una dama que apareció al día siguiente, portando una medalla de la Virgen. Eligieron la habitación y ella le estrechó con sus dos manos la diestra. El Señor lo va a colmar de bendiciones, dijo de último, pero yo creo que él no esperaba nada de eso. No podía cerrarle la puerta en la cara a la Vírgen peregrina, dijo mi abue la mañana siguiente. Su visita era un gran honor .
Prepararon la habitación. Colgaron cortinas limpias y las ataron con gruesos trozos de perlón. El mueble de madera, que estuvo siempre guardado en esa pieza, sin ningún propósito ni destino, fue desempolvado con atención y mi padre fijó una repisa que le cruzaba justo en el medio. Ahí pensaba poner a la Vírgen, pero cuando vió la imagen, en los brazos de tres vetustas señoras, entendió que no iba a ser posible su decoración. La ubicaron con primor sobre la cubierta, protegida por unos paños tejidos en frivolité y la repisa que tanto ahínco le costó, desapareció entre los ramos gigantescos de calas, peonías, hortensias y rosas.
Las damas que entraron a la habitación, olían todas a flores. Con sus vestidos de primavera y sus rosarios de cuentas negras, se veían festivas, pero solemnes. Todas son viudas, masculló mi abuela a la pasada. No habían niños ni hombres que compartieran los rezos ni la letanía. Los cantos sonaban planos y había una con un tono altisonante que hacía vibrar los vidrios de las ventanas. Mi padre trató de ajustarlos con masilla la mañana siguiente, pero la voz de la fiel devota de la Vírgen de la Rosa Mística era más poderosa.
Nosotros permanecimos ocultas, entre la escala de madera y la pared del fondo de la habitación, respirando las flores, escuchando los cantos, sin entrar. Al cabo de dos días, ya nos sabíamos de memoria toda la ceremonia y sabíamos bien de quién eran las voces, quién se adelantaba en las oraciones y quién definitivamente desafinaba estrepitosamente en cada himno. Lo que más nos hipnotizaba era el sonido de las cuentas de los rosarios, que en un lejano clac, clac, sonaban todas al unísono, espantando el tedio e incluso a algún abejorro perdido que entraba intoxicado por el aroma de las flores, deteniéndose un segundo en la cabeza de la misma Vírgen y desapareciendo como por encanto, sin hacer el menor ruido. Lo que jamás desapareció fueron las joyas y los rosarios que colgaban de aquellas manos piadosas. Al principio, creímos que eran de fantasía, pero mi abuela, al sorprendernos una mañana investigando los recovecos de la imagen, nos explicó la historia del ícono y la responsabilidad de la familia por cuidar la integridad de la Vírgen. Miraron nuevamente nuestros ojos asombrados, calculando la riqueza infinita que quedaba al descampado, holgando de los brazos de la estatua, una vez que la novena se terminaba y la habitación quedaba en calma.
Miles de planes y complots llegaron a nuestra afiebrada mente infantil, personificados en la heroica labor de protectoras per secula de la imagen, tan graciosamente instalada en nuestro hogar. Imaginábamos que las joyas se multiplicaban por las noches, haciendo más y más fastuosa la carga o que todo se lo llevaban, cuenta tras cuenta, los insectos que llegaban entremedio de las flores. Todo era fantástico entonces y prestábamos mayor atención a la jornada, que empezaba justo cuando el sol de la tarde se iba alejando.
El penúltimo día de las oraciones, apareció una dama que no había venido nunca antes. Portaba un ramo exagerado y pestilente, que dejó con torpeza sobre la cubierta del mueble que soportaba la estatua de la Vírgen. Como no había traído ni siquiera un frasco de conservas para depositar su ofrenda, tuvo que yacer de lado, dejando caer todo el polen pegajoso, tapando la mitad de la imagen. Desconfiamos y nos hicimos presentes. La señora que guiaba la oración se enterneció a nuestra vista. Las manos escurriendo jugo de manzanas, las rodillas peladas y las caras expectantes, aspirando el penetrante aroma de las flores. Nos quedamos ahí, observando a la recién llegada hasta que terminó el rosario. Nos regalaron estampitas de la Vírgen y un beso colorado que quedó dibujado en nuestras mejillas. Luego, la mañana siguiente, se llevaron la imagen, las flores, los paños de frivolité y nuestra labor se vió truncada para siempre. Nunca supimos más de la Vírgen peregrina ni volvimos a ver su imagen en otra casa ni del barrio ni de ningún otro lugar. Todavía hoy pienso que se la llevaron por culpa de la señora del ramo pestilente, que no supo respetar la solemnidad de todo el homenaje. Quién sabe.