Gaspar

Su padre trabajaba como barbero y había llegado de Bavaria. Su acento era confuso y la construcción de sus frases era extraña, pero su corazón salvaje conquistó el frágil y delicado de su madre y, un día de otoño, decidieron vivir sus vidas juntos.

Gaspar llegó después. Un hermoso niño, gigante y delicado. El nombre se le ocurrió a ella, antes que su padre pudiera decir nada. Como los reyes magos, el pequeño era el regalo perfecto para curar su vida anterior. Lo que significó para el padre poco importó, sólo la alegría que inundaba los sentidos de su madre, sólo las esperanzas infinitas y los sueños abiertos al horizonte. Eso era todo lo que a ella le importaba.

Los deberes de su trabajo le mantenían mucho tiempo fuera del hogar. Su labor de enfermera le conminaba a curar el dolor y al que sufría. Llegaba cansada y sin ánimo de nada. Era todo un desorden y un caos. Todos parecían invadir su espacio, urgaban en sus papeles y todo se volvía un despelote. Los amigos del padre llegaban, de tarde en tarde, a jugar cartas, mirar el partido y tomar cerveza, hasta no poder ponerse de pie. Nada tenían que ver con las lecciones de chelo y el vino de cavas seleccionadas que ella se preciaba de tener.

Entre lo dulce y lo amargo, lo divino y lo profano, Gaspar fue creciendo. Buscando aquí y allá pedazos de una familia que nunca logró entender cómo se mantenía unida. Trataba de satisfacer a todos, pero nadie le satisfacía a él. Pronto, empezó a notar cierta tensión en los diálogos de sus padres, que terminaban en horrendas discusiones que le hacían ocultar su cabeza debajo de las almohadas y llorar de rabia y frustración, sin entender muy bien por qué.

A la vuelta de los años, ellos finalmente se separaron y la tensión dentro del hogar se redujo a su mínima expresión. Sólo Gaspar actuaba como un troglodita de vez en cuando, con su grupo de amigos de la escuela. Entraban por las ventanas de la cocina, aunque él tenía sus propias llaves, se colaban al sótano y bebían latas de cerveza que llenaban con toda clase de secreciones inmundas que repugnaban hasta la médula a su madre.

Así se fue llenando de amistades torcidas y que creyó sinceras, en su búsqueda de un espacio común. Primero, los vecinos drogadictos, luego sus compañeros de color, portando armas;  luego, pequeños traficantes y para terminar, la figura siniestra de Rick.

Su madre no reparó en ninguna de estas advertencias, hasta que fue llamada por la policía para recoger a su hijo en la estación, profundamente intoxicado con heroína y  barbitúricos, acusado de violación de morada y escapar en un vehículo robado.

En el viaje de vuelta, preguntó  a sí misma, insistentemente, porqué, si le había dado lo mejor, si había sido siempre indulgente y consentidora, si había invertido tanto dinero en su educación, en la casa que disfrutaban y en haberse separado de su padre, que a esta altura de su vida, consideraba cruel y desaliñado.

Intentó nuevamente todo desde el inicio, hablar con Gaspar, darle acceso a cosas excelentes, viajes y aventuras. Tal vez el niño estaba aburrido, tal vez no sabía qué quería. Pagó por cursos y planes de rehabilitación en los mejores establecimientos de la ciudad. Trabajaba horas eternas, haciendo tiempo extra para costear todo. Pagó por viajes en busca de sanación, pero cada vez que reparaba en su hijo, le parecía un extraño, parecía que jamás había parido a esta criatura o al menos no sabía en dónde había sido transmutado a este ser.

Las llamadas y mensajes de Rick parecían inquietarle y calmarle al mismo tiempo. Sus regalos raros pertubaban a la madre y  llenaban a Gaspar de falsa alegría  y orgullo. Exhibía fascinado sus tatuajes, la moto Harley Davidson, el reloj de oro y los incontables billetes que manejaba en sus bolsillos. 

Los confusos recovecos en los que Gaspar había convertido su verdad, le perseguían y, para deshacerse de ellos, frente a su madre, inventaba más y más mentiras. Lucía desvalido a veces, pálido en las mañanas, sin ánimo y sin vida. Para el mediodía, gozaba nuevamente de energía y desaparecía sin dejar rastro, para volver al amanecer. Su madre estaba ciega y insensible pero su camisa manchada de sangre dio la alerta. El revólver debajo de su almohada, le confesó la verdad.

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