Kigali. Los Recuerdos

En el revoltijo que era su escritorio descubrió las huellas del paso de Sofía. Descubrió que había leído, antes de partir, los apuntes sobre su estadía en Kigali y sintió pena. Pena de si mismo, de su propia suficiencia. De su notoria falta de visión. De la disolución innevitable de la familia que había defendido con tanto ahínco. No sabía para dónde ni cómo. La sensación de perder el rumbo le molestaba y a la vez le fascinaba. Era la única razón por la que había mantenido su relación con ella.

Kigali siempre le había sabido a lo mismo.  A pérdida. Perderse entre las aldeas, entre los cuarteles militares. Perderse en angostas callejuelas, buscando algo que no sabía qué era. Vagaba intoxicado por las escenas, por los contrastes, por las posibilidades. Era libre y jamás había logrado reconocer esa sensación como un sentimiento sensato. Hablaba con su padre entonces, con la misma confianza con que hablaba hoy. Pero el padre de aquellos años, no era el mismo de ahora. La partida de Sofía había sido un golpe duro para el viejo. Sumado a su nuevo divorcio y a la certeza clara que tenía cáncer. No, no había sido un buen momento. Rafael se sentía vagando nuevamente en Kigali. Aspirando el polvo de las calles, los olores saturados con la sangre de las víctimas. El miedo. Sí, el olor del miedo.

Intentó llamar a Sofía, pero fue directo a su buzón de voz. Dejó un mensaje. No supo bien qué decir y ahora que lo analizaba, le sonaba metálico. Tal vez por eso Sofía se había ido. Ordenó con pereza su escritorio, en un ejercicio que practicaba siempre antes de tomar grandes decisiones. Archivó las fotografías y entremedio de unos papeles con frases sueltas, vio la carta de su hija.

Ella estaba en la peluquería. Los recuerdos de la tarde con Rafael le dibujaban una sonrisa coqueta. Parecía el gato que se había comido al ratoncillo, dijo la manicurista. En ese lugar, adoraban a Michael, que iba con frecuencia a hacerse las uñas y recortarse el cabello. Su acento gringo era motivo de risas nerviosas de las chicas del salón. Sus bromas y sus fantásticas propinas, hacían que todas lo esperaran como a Santa Claus. Ella estaba saturada del guión. Siempre lo mismo. El tipo simpático, adorable, divertido, el siempre sonriente. Sentía pena por la imagen que Michael  había construido para si. Distaba mucho de la verdad. Aquella verdad pesada y amarga que ella conocía tan bien. De pronto, arqueó la cejas y un mohín de rabia se le dibujó en el rostro. ¿Por qué estaba rodeada de cobardes?

Rafael leyó una vez más la carta de Sofía. Era la quinta vez. El papelito, escrito con su letra de niña de colegio descansaba sobre la mesa, mientras él analizaba lentamente las palabras. Entendió que no había nada más que hacer. Al llegar a ese punto, una sombra cruzó el umbral de su despacho. Era la madre de Sofía. Le recriminó lentamente cada una de sus faltas. Le explicó pausadamente sus sentimientos. Quería de vuelta a su hija. Sufría lo insufrible. No había dormido en días y esperaba literalmente pegada al teléfono que la niña diera alguna señal de vida. Dijo al final, antes de soltar las lágrimas, que era todo culpa suya. Sus constantes viajes. Había cambiado y lo seguía haciendo. Limpió sus ojos con un pañuelo de papel y cerró la puerta por fuera.

Fabiola la llamó para ir a tomar un trago. Acababa de llegar de París, en su quinto viaje e intento por quedar embarazada. Esperaba con ansias y profunda ilusión, al principio. Ahora, lo hacía sólo por cumplir con Carlos, su compañero de toda la vida. Ella estaba impecable. Se sentaron en la barra y ordenaron dos Manhattan. ¿Cómo no? dijo ella. Antes de tomar el primer sorbo fueron juntas al baño y aspiraron una línea. Rieron como en sus tiempos del colegio y volvieron a la barra. Fabiola sentía que su razón de ser era sólo un mero trámite hasta quedar embarazada.  No se sentía segura si era eso lo que quería y confesaba por primera vez y en voz alta que podía vivir bien sin ser madre. Ella recordó su último encuentro con Rafael. Sus caricias, sus obscenidades, su sudor, sus abrazos y cayó en cuenta de un detalle que iba a cambiar todo.

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Kigali. El Comienzo

Siempre se había preciado de ser empático y un agradecido de la vida. De mirar en los ojos de sus hijos y sentirse plenamente feliz. Nada podía empañar ese sentimiento. Cuando pensaba en ello, su rostro se iluminaba con una sonrisa amplia, dulce, completa. La misma que dibujaba Sofía, su hija mayor, en los soles arriba de las casitas de papel del jardín de niños. Era el invierno de 1993.

El General Romeo Dellaire apareció en televisión con su uniforme color caki, contando la cantidad de brazos por un lado y de cadáveres por el otro que habían dejado las tropas de los Interahamwe. Por primera vez, una matanza tan atroz era mostrada al mundo de la manera suscinta y aséptica de la televisión por cable. Algo dentro de Rafael se removió. Algo que aún hoy no podía explicar con claridad. Ni siquiera a ella era capaz de decirle qué había sido.

Buscó con frenesí sus apuntes de la universidad y su título. Liquidó en un dos por tres el depósito a plazo que tenia reservado para las próximas vacaciones en Miami y compró un pasaje a Africa. Su padre lo miró perplejo cuando fue a despedirse y terminó de entender que no conocía a su hijo. Aún pensaba que era el niñito temeroso que recogía todos los sábados para ir al parque de diversiones. Los momentos compartidos a medias, por media familia. La separación de sus padres siempre afectó a Rafael más de lo que se atrevía a declarar. Eso lo sabía ella después de muchas veces que le escuchó la firme determinación de no separarse, por ningún motivo o circunstancia. De declarar que «no le haría lo mismo a sus hijos».  Era siempre la piedra de tope. La causa de sus conflictos. Lo que la empujaba a sumergirse en aquellos Manhattan. Ahora eran los Manhattan, pero siempre había bebido. Mucho.

Rafael llegó a Kigali, con la esperanza tonta de encontrarse con el General Dellaire, pero el conflicto había pasado la cresta de la ola de los medios. Habían otras cosas que atrapaban la atención de los televidentes. Otras cosas más importantes. Más fáciles de explicar, enunciaría él en su primer reportaje. Aquel que le costó dos resmas de papel escribir. Había perdido la práctica, diría más adelante, pero la verdad es que estaba extasiado por el morbo. Intoxicado con los colores y las complejidades del continente. Paralizado de terror por las incursiones armadas que se escuchaban cada noche. Los soldados que quedaban dando vueltas, le aconsejaron con paciencia que abandonara el lugar. Que llamara a su medio de comunicación para que lo evacuaran. No había tal medio. Estuvo escondido en un cuartel, atemorizado, por dos días pero no era del tipo «héroe». Tomó sus cosas y partió.

El resto lo terminó en El Cairo. Siempre había querido ir y la distancia, el cambio de paisaje y de cultura le dieron el ángulo preciso para terminar la historia.  No estaba muy seguro a quién se la había escrito y los fax que intercambiaba con su padre no le daban claridad de la razón. Extraña a sus hijos más que nada otro. No sentía el desarraigo absurdo del que hablaban todos los que conocía y que habían estado lejos. Estaba a gusto. Se sentía raramente feliz. El vallet le comentó que no había visto a otro periodista de su país en al menos seis años. Eso le dio la clave y mientras escuchaba en la televisión que el genocidio de Ruanda fue financiado, por lo menos en parte, con el dinero sacado de programas de ayuda internacionales, decidió darle un giro a su historia. Modificó lo necesario y se la envió a su hermano. Los cheques por los derechos no tardaron en ser depositados en su cuenta.  Llamó a su esposa. Habló con sus hijos. Llamó a su padre. Pagó el hotel, compró souvenirs;  algo que se le haría una costumbre, empacó y regresó. Nunca vería un machete de la misma manera. Nunca sentiría nada de la misma manera. Ya no era el mundo de la misma manera. Se lo comentó a ella tiempo después, cuando la conoció y sintió que sus piernas le temblaban. Cuando la miró con deseo y vio replicada esa mirada en los suyos. Lo mismo. Como si se conocieran desde antes.