Luz de Luna

El cuarto recogido, las sábanas abiertas. Me acerco a la ventana para bajar la persiana y encuentro un resplandor que exuda luz tamizada, un pedazo de luna de otoño. Me siento en el alfeizar, hechizada. La esfera reluciente se alza e ilumina las azoteas. Tomo el cuaderno y te escribo una vez más.

He descubierto la adicción de estas cartas que te escribo, desde la vez primera y hasta hoy, veinte años después. Jamás he recibido una respuesta. Estamos viejos y acabados, pero aún este sentimiento caliente y pegajoso se me atraviesa entre pecho y espalda cada vez que pienso en ti. El mismo mal de amor que avasalló a Angela Vicario por diecisiete años y que, como a mí, la hizo escribir como demente, sin tener una certeza de qué hacía y por quién, sin llegar a conocer a ciencia cierta quién era el objeto de sus desvelos; me tiene al borde de este alfeizar, en esta noche de luna, nombrándote, una vez más, todas las razones por las que deberías amarme tanto como yo a ti.

Este ejercicio epistolar empezó la mañana brumosa que te vi, premunido de una vela blanca, en el día de tu confirmación. Entré a la iglesia a hurtadillas, sólo para ver tu saco gris perla avanzar por la nave principal, reluciente como un ángel, portando la luz que iba a expiar tus pecados. Me extasié con tu silueta, con el brillo crepuscular de tus ojos. Esa misma tarde, te escribí la primera de treinta y siete cartas que nunca envié y que luego condensé en una sola de quince pliegos, atados dramáticamente con una cinta color rojo, porque rojo bombeaba mi corazón. La dejé entre los rododendros de tu jardín y desconozco, como desconozco muchos aspectos de tu vida, si recogiste el pobre rollo, ensopado por la inusual bruma de noviembre.

No se me ha ocurrido renunciar, porque no he visto signos de disgusto en tu mirar, en las tres ocasiones en que  nos hemos convertido en uno. Ni siquiera has mencionado mis cartas, pero sé que has acusado recibo de ellas. Recuerdo con precisión enfermiza cada uno de esos encuentros torrentosos, como si las aguas de esa pasión se desbordaran luego en mis memorias, manteniéndote conmigo, aún después que la calentura ha hecho abandono de la cama, la misma siempre, aquella donde me has quitado mi doncellez y mi cordura.

En muchas noches de luna, como hoy, cansada de bogar en este ríoarriba, me burlo de mi propia insanidad y lleno las páginas con frases dispares, crueles, frías, grises, porque gris se pone mi corazón al perder la perspectiva de la posibilidad que llegues algún día, con tus alforjas de cuero sobado, tus botines de bucanero y la sonrisa aún torcida, para decirme que aquí estás. Que has leído todo, que has entendido todo y que vienes a poner una pausa definitiva a este sufrir.

Me he despertado cien veces con la certeza plena que duermes a mi lado. Escucho tu respirar, siento tu presencia y cuando me convenzo que no estás, te escribo, intentando vaciar toda la podredumbre del desamor y del abandono. De tus faltas en mis días. De mi desdicha y mi soledad. De las huellas de tu paso por mi cuerpo. De tus besos amargados por la ausencia y de este unto espeso que embadurna siempre mi corazón, cuando ya te has ido. Porque de partida y sólo partida está construido este amor.

El cuarto recogido, las sábanas abiertas. Me acerco a la ventana para bajar la persiana y encuentro un resplandor que exuda luz tamizada, un pedazo de luna de otoño. Miro con cuidado, froto mis ojos. Están las alforjas de cuero sobado en medio de la calle, relucen tus botines de bucanero y con la sonrisa aún torcida, me dices que aquí estás. Veinte años después, como Bayardo San Román, viejo y casi calvo, con mis cartas en tus manos, aquí estás.

N de la R: Gracias a la generosidad de nuestra amiga Concha Huerta, quien, gentilmente, me ha cedido las primeras líneas con que empieza esta historia, que se negaba a dejarme en paz  y que por días infinitos no lograba hacerla despegar; por ella y por la magia de sus palabras, estos personajes, por fin, han podido ver esta bella luz de luna.
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En Busca de la Médica

Aladín y Bautista ensillaron sus caballos. Hacía frío esa mañana de septiembre, pero era imprescindible hacer el viaje. La neumonía no estaba dejando a nadie en pié. Ardían las lámparas de aceite en las cocinas, crepitaba el fuego en las estufas, pero la enfermedad no se iba. Esto tenía que ser un mal de ojo, empezó a susurrar la población. Primero, en la casa de doña Binda, donde se había despachado a un recién nacido y la bisabuela de la familia; luego, donde los padres de Aladín y así se fue extendiendo, como el fuego en las rastras del verano.

Ensilla tu caballo hombre, dijo doña Clementina, acercándose montada en el manco que pertenecía a don Tomás, su marido, atacado por la fiebre hacía doce días con sus noches. Yo también voy con ustedes. Los hombres la miraron sorprendidos, pero no quisieron chillar nada. Bien conocido era el carácter de la doña, de armas tomar, de voz fuerte y ronca, un marimacho decían todos. Esquilaba como el mejor, montaba como todo un arriero y llevaba las riendas del campo ella solita. Don Tomás estaba para puro hacer los honores y los chiquillos reían todos, en las grandes fogatas en medio de la Trapananda, cuando el ganado descansaba y los hombres contaban historias inverosímiles al ritmo sordo del mate amargo, traspasado de boca en boca, como los recuerdos. Allí se burlaban, entre otras cosas, de la voz de infante de don Tomás y de su sexo descomunal. Sus manos de niña y su barba de carnero. Un engendro de la natura ese matrimonio, comentaban todos. Era doña Clementina la que se calzaba las pierneras de chiporro para rodear a los corderos en la señalada. Incluso estando embarazada, se vestía con los ponchos de lana y los calzones abombachados y desde lejos se veía, con sus espaldas cuadradas, sus caderas angostas, sus manos callosas y duras y su pelo amarrado en un moño apretado en lo alto de su nuca. Muchos decían que la habían visto afeitarse el bigote a la luz de la luna llena, para que no le creciera tan duro y tan pronto. Ahora ella y no don Tomás iba a salir a recorrer los caminos para encontrar a la médica.

Mañke Amuillang había salido corriendo de la escuela de los curitas franciscanos para no volver nunca más. María Millán le llamaron el día de su bautismo, en el nombre del padre y del hijo y eso definitivamente rompió la armonía con los espíritus de la tierra y el cielo. Ella había sido consagrada a la sanación, era la mujer cóndor, la inquebrantable, al servicio de su comunidad. María Millán no eran palabras muy claras para el entendimiento de los dioses y mientras no logró sacarse ese mote, no pudo ejercer sus poderes de sanadora. Se le olvidaron porfiadamente todos los emplastos, los cocimientos y los rezos, las supersticiones, los lamentos y las canciones. No podía tocar el kultrún como era debido y se le llenó la mente de niebla. Cuando, por fin, abandonó la misión, una tarde de escarcha en que la luna apuntaba perfecta hacia el firmamento, todo volvió a su memoria, tal como en primavera, la nieve retrocedía para dejar paso al verdor de los campos y a las flores.

Doña Clementina sabía dónde encontrarla. Era probablemente la única que lo sabía. La comunicación entre estas dos mujeres tan dispares había sido un milagro y una constante durante estos últimos quince años. Clementina conoció a Mañke Amuillang en su primer viaje a la Trapananda, cuando Tomás aún no se casaba como Dios mandaba con ella y andaban al lomo de los caballos día y noche, arreando vacas por los montes, en la cerrazón. La médica estaba en cuclillas pariendo una criatura y con sus mismos dientes cortó el cordón umbilical. A lo lejos se veía su choza, otros tres pequeños y un sujeto adusto y de piel oscura que mascaba algo parecido a tabaco.  Clementina se asombró de la visceralidad del acto de parir y se dirigió más que todo a conocerla. Compartieron un trago de agua y una mordida de charqui y esa sola conexión les hizo ser amigas en esta inmensidad, en estas condiciones y cuando arreciaba la tormenta. Clementina parió a su primer hijo en estas lejanías asistida por ella, sin miedo y sin dolor. Siempre me encontrarás, le dijo Mañke Amuillang, en una promesa silente. Siempre.

A la vuelta de la montaña, dijo el viejo arriero que iba escupiendo sus dientes. A la vueltecita está la ruca, pero yo no la he visto ni de subida ni ahora, masculló cansado. Doña Clementina chicoteó su caballo y Aladín y Bautista tuvieron que sujetarse sus sombreros para no perderlos en la carrera, detrás de la mujerona.  Allí estaba Mañke Amuillang, justo donde la había dejado, atizando el fuego, volteando unos ajíes cacho de cabra en una canasta de mimbre y limpiando los mocos de una criatura que no tenía más de dos años. Se saludaron con una venia y un apretón de manos, compartieron el mate amargo y mientras conversaban los hombres afuera, ellas, entremedio del humo del fogón, se contaron los secretos de estos últimos cuatro años.

Mañke Amuillang dio a doña Clementina los emplastos que necesitaba para curar a don Tomás. Le regaló hojas de canelo para hacer una lavativa en toda la casa y eliminar el humor de la enfermedad y le recomendó hacer lo mismo en todas las casas de alrededor. Fregar los pisos y las ventanas, por donde pasaban los espíritus perniciosos dijo, en su español cantado, masticando algo que no se podía identificar. Prometió visitarlos en una luna más. Ahora no era propicio.

Al salir, miró a Aladín de arriba a abajo y le dijo lentamente, usted no llega de vuelta. ¿Por qué doña María? dijo sin darse cuenta. Mañke Amuillang maldijo en su idioma nunca escrito y siempre repetido y se quedó en un taimado mutismo hasta que aclaró: Mañke Amuillang es mi nombre y usted no llega porque es un bruto, sentenció roja de ira. Doña Clementina tuvo que tirar por cuarenta kilómetros el caballo y el cuerpo del pobre hombre. Antes de emprender la vuelta a casa, resbaló por una pendiente y se desnucó. Cuando la médica fue al poblado, la luna siguiente, dio el pésame a la familia de Aladín y al mirarlos a todos a la cara entendió la brutalidad en la que estaban sumidos. No dijo nada más.

La Mujer del Comandante

desierto

Anoche se desveló. No hubo caso que pudiera conciliar el sueño. Los sonidos del cuartel le pusieron los nervios de punta, como nunca antes. El cambio de guardia se hizo eterno y los pasos de los botines de los soldados le recordaron por alguna razón a la lluvia. El cielo se abrió de un golpe, entregando toda su luz, mientras ella aún recorría en bata la sala, buscando perturbada algo que no sabía qué era.

Estoy al borde de la locura, dijo. Esta vida me está matando. Miró hacia atrás en retrospectiva y recordó la hermosa boda, su traje blanco como la nieve y la apostura sin parangón del gallardo Teniente. Era como un príncipe encantado, los botones de su guerrera de gala brillaban como las luces de la catedral donde contrajeron matrimonio. La guardia de sables, a la salida, le pareció excesiva pero emotiva y el traslado de los enseres de su nuevo hogar, en los grandes camiones del glorioso ejército, le pareció una bendición.

Cuando llegaron a este puesto en mitad de las montañas y la luna, ella tenía todas sus esperanzas intactas, pero los días fueron pasando y la rutina le fue aplastando, hora tras hora, día a día. El Teniente subía de grado como la espuma, aumentando su orgullo y el bienestar de la familia. Crecían los hijos en este espacio confinado, mezclándose sólo con otros de su misma condición, mientras ella sentía que se iba marchitando lento, en la aridez del panorama. Sólo las actividades del alto mando le daban alguna razón, sólo las tareas escolares mantenían su mente activa y caprichosa. Intentaba ser la que siempre quiso, pero las vicisitudes de la carrera militar le cerraban las puertas una tras otra y en su cara.

Se movía apenas por la ciudad, portando la identificación característica, por si era detenida por la policía por haberse pasado una luz roja, sin miedo, pero con profunda inquietud. Las órdenes impartidas por su marido, ahora Comandante de la guarnición, retumbaban en sus oídos todas las noches, como si el pavor que provocaba en sus subalternos se trasladara por las paredes y el aire  directo a su alma. Sólo cuando partían de campaña respiraba con más soltura. Toda la dotación abandonaba el regimiento y los oficiales iban a la ofensiva conduciendo sus jeep camuflados con los colores del desierto. Detrás avanzaba la tropa, delgados jovencitos con voces aún en desarrollo, cargando pesadas mochilas llenas de pertrechos, cantando el himno del ejército, adentrándose en el paisaje para jugar a la guerra por unas semanas.

Entonces, el lugar se veía distinto, más abierto, menos feroz, más humano, pero la paranoia de la soldadesca, por estar justo en la frontera, hacía afianzar las estaciones de guardia al llegar el crepúsculo. Siempre las noches eran tan difíciles. Se escuchaban ruidos macabros, voces extraviadas y los cuentos de los antiguos mineros llegaban de alguna forma a sus oídos.  El joven edecán que quedaba a su orden hablaba  de fantasmas y perdidos que vagaban en estas latitudes, buscando redención, agua y vida. No se asuste señora que no hacen nada, decía, pero ella sabía claramente que los espíritus no perdonaban tan fácil. Su madre había perdido la razón antes de que ella se casara y acudió a la boda sedada. Hablaba con los santos y los fantasmas, comunicando nuevas y panoramas espectaculares que ellos le susurraban a cada momento, después de su incursión prohibida con la tabla ouija. Fue asi que perdió completamente la chaveta y empezó a vivir en ese mundo paralelo al que ella se rehusó siempre a entrar, pero sentía que ahora le arrastraba lentamente, desde la soledad del desierto, viajando a través del viento, hasta llegar a su ventana.

La tropa estaba en pleno ejercicio. Detonaban las granadas y avanzaban todos cuerpo a tierra, entre el polvo color naranja y el humo blanquecino. El Comandante admiraba orgulloso la formación táctica de los soldados. Sonreía complacido. Nada más que su propia suficiencia le importaba. Esa era la maldición del grado. Lo sabía y le gustaba. Lo saboreaba cada vez, en cada ascenso. Ahora estaba en la cima de la colina y del poder, fascinado con su propia vanidad. 

El sargento ordenó avanzar, cargando la munición y en grupos de seis, para alcanzar el objetivo. El sol estaba saliendo, apenas despuntaba la aurora. Corrieron enardecidos por su propio miedo, colina arriba, pero la silueta en la cumbre les hizo retroceder. El camisón blanco de la mujer del Comandante estaba tirado en el suelo y su cuerpo desnudo se balanceaba con el viento en el borde del acantilado. Estaba intacto. Se veía serena. Sonreía. Le había dicho al edecán que saldría un momento y que no se preocupara. Sólo la volvió a ver envuelta en una carpa de campaña, con puñados de tierra anaranjada entre sus manos. La tabla ouija encontrada debajo de su cama, marcaba en si.