Su nombre y su destino cambiaron ese día. El fraile se arrellanó contra la roca y se dispuso a escuchar. Ya sabía los detalles desde antes, pero no estaba de más la confesión de un alma martirizada, cuando el arrepentimiento es claro. O al menos eso quería creer.
Joaquín había dado tumbos en su vida. El abandono y la desesperación fueron moneda corriente en los días de su infancia y hasta los quince años. Se hizo hombre demasiado pronto. Perdió la inocencia demasiado pronto. Creció siendo parte de la tripulación de muchos barcos, sin embargo no era el mar su destino. De alguna forma, siempre lo supo y cada vez que zarpaba tenía la certeza que había un lugar en tierra firme a donde él pertenecía. Veía en sueños un promontorio de verde eterno, árboles ordenados en líneas sin final y su caballo andaluz. Los otros tripulantes reían de sus delirios y nunca dejaron de hacer chanzas a su costa. Pensaban que estaba demente, como muchos que perdían el juicio por tanta inmensidad, por mecerse al viento sin control alguno sobre sus destinos, tal como aquellas tablas que, de vez en cuando, veían flotando, en los atardeceres del océano.
A los quince años, su vida dio un vuelco impensado. En el puerto de Madeira descansaban los hombres, hablando de las fantásticas aventuras de un galeón en Port Royal y de cómo los ingleses estaban escamoteando cada vez las inmensas fortunas que venían de América. Fue la primera vez que oyó hablar de ese lugar. Pronto, sus oídos estaban llenos de nombres de puertos más allá de esta frontera, de relatos pavorosos y de esperanzas ciegas y estúpidas de un gran tesoro debajo de sus pies. Muchos de los hombres con los que había crecido, creyeron francamente en esas historias y desertaron para unirse a otras tripulaciones con destino a la mítica América. Quedó solo, con un par de negros congoleses que nadie tomaba en cuenta, una criatura tatuada que nadie sabía de donde había venido, pero era el mejor buceador en toda la costa europea y el viejo Lucifer, que había ganado su mote por gritar, en las noches del escorbuto, el nombre del demonio hasta perder el habla. Sólo ellos y el capitán, que no lograba reponerse de su borrachera, por más evidente que se hacía el lío en el que estaban. Ordenó revisar en cada taberna, en cada garito inmundo y en cada muelle buscando desgraciados que estuvieran tanto o más borrachos que él y subirlos en vilo a la nave. El color paduzco de su piel había sido siempre un signo de su avidez por la bebida y su característica más marcada, cuando se emborrachaba, eran sus órdenes sin ton ni son, como los delirios en su cabeza. Sin embargo, se jactaba de tener la mejor perra suerte de todos los puertos del mundo y debía tener razón, porque con ese revoltillo que llevaba al caos más absoluto, nunca habían zozobrado, pero el destino, esta vez, estaba a favor de Joaquín. Lo sentía en las cosquillas de su estómago y lo confirmó cuando el capitán, a punta de palabrotas, le puso detrás del timón. No vayas a hacer un estropicio, desgraciado, le susurró con su aliento a vinagre y se marchó a dormir. El capitán bebió y durmió el resto del viaje y fue asi como Joaquín se convirtió en contramaestre.
Por tres años siguió con esta tripulación de caricatura hasta que en las aguas de Cabo de Buena Esperanza el capitán finalmente dejó de existir. El olor a ron rancio de su cuerpo sumado al sopor de la jornada, terminaron por colapsar a todos los hombres. Se produjo una desbandada y el barco fue abandonado. Joaquín se unió a una tripulación que volvía a España y fue entonces que se enteró de los detalles del reino de los incas.
Fue allí donde vendí mi alma al diablo, fraile. Decidí no seguir navegando. Tenía callos tan grandes en las manos y mi piel tan curtida, que parecía carne de caballo reseca por el sol. No quería más drizas ni velas, ni obenques ni cabrestantes, ni nada de esa mierda. No más cuentos de monstruos marinos ni de sirenas que le quitaban a uno las bolas y la lengua. Estaba harto. Decidí hacer fortuna en América, como todos los bastardos que se subían a las naves, hechizados por los lingotes de oro que alucinaban en sus mentes. Decidí viajar en ese barco y aquí estamos.
Lo maté fraile, porque era lo que tenía que hacer. No podía soportar seguir en el mar. Se negó a darme el permiso, amenazó con amarrarme a la cofa, porque no habían buenos tripulantes en esas inmensidades, rezongó y le maté. Lo ahorqué y moriré en la horca, lo sé, pero no podía hacer algo distinto. Tomé su nombre. Fue fácil. El escriba me debía veinte favores y no le costó nada alterar la bitácora de viaje. Por eso, en el manifiesto, soy otro. ¿Cuántos leen, fraile? Tú me has enseñado y supongo que es algo bueno, pero dime ¿cuántos? ¿Cuál era la maldita diferencia, si la nave la comandaba yo? El hombre era un inútil, un señorito sin aptitudes y yo le maté.
¿Sabes, fraile? no me arrepiento de nada. Voy a ser un Señor. Tendré más oro que todos los bastardos juntos que tripulan todos los barcos de la flota. Ya lo verás. No me mires con esa cara que no me arrepiento y sé que es lo que esperabas. Sígueme contando de los de la Asunción, que eso sí me importa.