Día de los Muertos

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De pronto el cielo empezó a cubrirse de nubes inmensas, grises, algodonadas. El aire se hizo de hielo y un viento del noroeste barrió con las flores del magnolio.

Estaba en el balcón, como había sido mi costumbre desde que llegamos a este pueblo. La única diferencia es que ahora acariciaba con esmero mi vientre, rogándote que no hicieras ni un movimiento. Rogando ver los ojos azules de Esteban entre la muchedumbre. Rogando que todo este sopor melancólico tuviera un final, como cuando se despierta de un sueño y rogando que los homenajes al finado don Lico dejaran a mi marido ocupado hasta bien entrada la madrugada.

La luz se fue de pronto y comenzó a llover como si fuera Julio. Lo que más me había costado al llegar a este fin de mundo había sido caer en cuenta que las estaciones iban al revés. Que cuando en mi tierra estaban cosechando los melocotones, aquí enterraban a los niños por epidemias de escarlatina, tos convulsiva y tifus.

Me pesaba el vientre y me pesaba la cabeza con el golpeteo de la lluvia. Imaginaba sin descanso los besos de Esteban, mientras doblaba, apurada, la carta que mi empleada le llevaba ese día, escondida en la canasta de la basura. Ella me miraba con piedad, tomaba mi mano temblorosa y me contaba una vez más que ese día de los Muertos nadie hacía ninguna algarabía en sus casas. Se guardaba el más respetuoso silencio. Nadie echaba palabrotas, ni se faltaba al nombre del Señor. Se recogían las flores más primorosas y se partía en romería a los humildes cementerios, a darle compañía a los que ya habían partido. Me había descrito mucha veces el pasaje donde iban a parar los niños. Pequeños ataúdes con crespones blancos, rosas y celestes. El llanto histérico de las madres, el dolor, el dolor y el dolor.

Esta tierra estaba marcada por ese sentimiento. Lo habíamos comentado con Esteban, cuando empezamos a pasear juntos por la alameda. Cuando tomaba casto mis manos enguantadas y yo podía sumergirme en la tibieza de sus ojos. Esteban. Miro por la ventana como arrecia el aguacero y siento que nuestro hijo se acomoda en silencio, para no causar ningún problema. Ha sido un niño maravilloso, desde que tomé consciencia de su existir. Siento que no me cabe en el pecho tanto amor, como no cabe en el alma la dicha de verte cada mañana, cuando abres tu tienda y me dedicas una larga contemplación.

Nadie le falta el nombre al Señor, dijo mi empleada y se me quedó su frase en la memoria, mientras seguía de lejos la pompa fúnebre de don Lico. La viuda y sus hijos pequeños avanzaban detrás de la carroza, pagada con los rastrojos de su fortuna. Iban lento. Sabían que cuando el hombre ya estuviera en su lugar en el cementerio, una nube de acreedores les caería encima, como enjambre de langostas.

Ahora llovía a cántaros. Tal como la tarde que empezó nuestra historia. Cuando entramos apurados, quitándonos la ropa… una señora como yo no debe hablar de esas cosas; como tampoco debería estar encinta de quien no es su marido.

El cortejo avanzaba a paso cansino, hasta que los perdí de vista. Don Lico va a tener un lugar a este lado, donde sus deudos puedan ir a acompañarle. Donde puedan dejar un ramo de flores y rezar un Padrenuestro con sentimiento. Mis muertos están muy lejos; como están los tuyos, Esteban. La muerte nos obsesionaba. Nos sigue las pisadas muy de cerca, dijiste un día. No teníamos dónde llorar a los que nos habían dejado. Estaban lejos, al otro lado de este mar inmenso que nos había hecho replantear nuestra existencia. Nuestros muertos yacía abandonados. En un cementerio sin lápida ni nombre. Sin nadie que junte las letras de un Padrenuestro…

Tuve que cerrar de golpe los postigos. El viento azotó los suaves pétalos de mis magnolias y las arrancó de golpe. Vi como la fuente se fue llenando de ellas, como la lluvia causaba estropicios en la quietud de sus aguas. Se abrieron las nubes de pronto, en un último y agónico suspiro del día que ya se iba.

Pensé en ti, papá y tu lápida sin nombre. Henry la dejó de esa manera, para castigar tu suicidio. Tu falta de valor para enfrentar las deudas que te había dejado el exceso de confianza. Pensé en la joven viuda de don Lico. Ella le daba la mano a lo incierto. Este último despunte de luz seguro no le traería ninguna conformidad. Largos eran los días que le quedaban por delante. Dolorosa era la afrenta de pagar “las deudas de un caballero”

Se iría en silencio y con recato. Eso yo ya lo sabía. Dejaría sin mirar atrás, el fantasma de un marido que la había sumido en el escarnio y la burla, pero al menos había tenido a bien morirse cuando aún les quedaba algo. Su borrachera y la golondrina que anidaba en el techo de la farmacia hicieron el favor de despacharlo.

Al irse, renunciaba a tener a dónde rezar. A dónde buscar consuelo y respuesta a las preguntas que acompañan a los que se han ido de repente. Ella lo iba a hacer por su propia voluntad. Yo, había sido arrastrada por una promesa en el lecho de muerte y por el pavor de una vida en la pobreza o el claustro.

Ahora, mi consuelo estaba justo aquí, en mi vientre. Iba a afrontar lo que fuera necesario para tenerte a mi lado. Renunciaría a mis recuerdos, mis muertos, mis fantasmas. A eso y a todo lo que fuera. Eres mi fuerza vital. Mantener la frente en alto se me hace indispensable y me crea el hábito del valor. Camino nuevamente por el corredor. Aspiro el olor que dejó el aguacero. Cierro los ojos y pienso que nadie encenderá una vela por el descanso del alma de mi padre, y en su nombre, en el nombre de mi tranquilidad y de la luz maravillosa que siento en mi interior, busco los cerillos, desbocada, antes de que muera la última luz de este día.

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Detrás del Escenario

Jovita me ha recriminado siempre que le doy muchas vueltas al asunto y que nada va a cambiar si lo cuento. Que es mejor olvidarlo, no seguir elucubrando posibilidades, pero lo que yo ví no fue ninguna posibilidad, sino todo lo contrario. Hoy, con este sol del desierto, a miles de kilómetros de allá y cuando ha pasado más de un año, me doy cuenta claramente que así fue.

Madame Edith se puso mal apenas iniciamos nuestra primera gira. Vieja maldita, no le dijo nada a don Martínez y él gastó lo que no tenía en boticarios, tratando de curar a su máxima estrella, convencido que era la precariedad en la que viajábamos, la delicadeza de la dama, la inclemencia del medio ambiente, todo menos que la mujer ya venía enferma y tal vez por eso la habían echado de la otra compañía.

Ella alegó airadamente contra el hombrecito que se unió a la caravana antes de llegar al pueblo donde pasó la fatalidad, pero siempre era así. Llegamos en la noche y nos instalamos en el mismo teatro. Un español de cigarrillo en la boca, con un extraño parecido al chico que recogimos, nos recibió fascinado y el Regidor nos indicó que podíamos quedarnos el tiempo que quisiéramos. Guardo todavía el cartel que mandaron a imprimir por nuestra función. El pueblo era bucólico, la gente sencilla. Las monjitas tenían un hospital y fue ahí que le dijeron a la Madame que no tenía vuelta, pero me estoy precipitando, como siempre lo hago. Es por eso que Jovita se molesta y maldice mis arrebatos. 

Compramos algunas cosas para la compañía con los escasos pesos que nos habían quedado. Fuimos con la Meche y Tomasito a la pulpería de los franceses. Tuve que sentarme en el mesón  para indicarle al dependiente lo que necesitábamos. Estaba acostumbrada a las caras de sorpresa, pero no estaba acostumbrada a ver a una dama tan hermosa como aquella que se paseaba por el balcón de la casa de enfrente, donde había un gigantesco árbol de magnolias. Nos dijeron por lo bajo que era la esposa del dueño y que estaba encerrada de por vida. Tomasito pagó la cuenta, aguantando las rechiflas de los empleados, que se mofaron de su forma felina de andar. El dueño estaba en la caja y su acento extranjero me hizo recordar los chapuceos de Madame Edith. 

Volvimos al teatro y creo que fue Tomasito el que lo comentó. La Madame se puso incómoda y escupió con más fuerza que de costumbre. Salió a tomar aire, dijo y no volvió hasta bien entrada la tarde. Estábamos a punto de empezar la función.

El pueblo entero estaba revuelto. Recuerdo claramente el carro del manicero y su sonrisa buena, cuando me pidió disculpas por el error de corretearme como a los niños. El Regidor estaba en la puerta de entrada, dando la bienvenida a todo el mundo. La noche estaba fría, lo recuerdo por el vaho que salía de las bocas de los transeúntes. Creo que volví a ver al chico que llegó con nosotros, rondando por la plaza, pero no estoy segura.

La urgencia que antecede a la puesta en escena es un ritual que hasta el día de hoy me fascina. Los minutos previos, el nerviosismo histérico, el cambio de las personalidades y del vestuario, los olvidos, los alegatos, los silencios porfiados de los que entran en situación. Las abluciones de Sergio Rodríguez, tratando de sacarse el olor a aguardiente. Meche. Sí, Meche. Aún estaba con nosotros.

La obra anduvo fenomenal y la ovación no se hizo esperar. Dos veces salió la humilde comparsa a recibir el aplauso sincero de esta gente que jamás había presenciado una pieza teatral. Dos veces. El olor a naftalina de los trajes se mimetizaba perfecto con las burdas colonias de las mujeres, con el aroma a cuero viejo de los asientos, con el lejano olor a eucaliptus que venía de la rivera del río. El olor a eucaliptus aún me trae el recuerdo de esa noche.

Los disparos se escucharon como uno solo. Por segundos infinitos no hubo más ruido en el ambiente. Sólo un olor a eucaliptus y luego, Dios, luego, ese terrible alarido. El hombrón tan recio, de cabellos color cobre lloraba como un niño, apretujando el cuerpo de la mujer que, sonriente, le tomó la mano durante toda la función. Los recordaba claramente, porque irradiaban felicidad. Ella estaba tirada en la calle, muerta. Nadie se explicaba por qué.

Guardamos nuestros bártulos y comimos algo en silencio, mientras las calles se fueron vaciando y se llenaron de silencio. Lamentamos los acontecimientos y lentamente, nos fuimos retirando. Regresé detrás del escenario a buscar mis notas y a empacar el vestuario. La noche estaba muy fría. Aún tenía en mis oídos los gritos y el llanto del pobre hombre. Miré por la rendija de la puerta del único camerino del teatro y pude ver a la Madame fumando un cigarrillo, discutiendo con aquel hombre de abrigo negro, que apoyaba contra su pierna una carabina.

Al día siguiente, abandonamos el pueblo. Antes, salí a dar la última vuelta. La mujer que vendía verduras al lado de la glorieta comentaba que habían encontrado el cuerpo sin vida de un joven extranjero, con una escopeta a su lado, en la rivera del río. Era el chico que trajimos en la caravana. El que se bajó antes de llegar al puente. Estaba segura. Me topé con Madame Edith en la esquina. Venía del hospital de las monjitas. Me miró con odio y acercó su dedo huesudo a la boca, en esa señal de silencio tan macabra, que a todos nos daba miedo.

Nacimiento

Modigliani pendía de la pared y le miraba con los ojos idos. Era la pintura más cara que existía a la redonda, pero nadie lo sabía, ni siquiera ella. Alguien la tomó después y se la llevó lejos, de vuelta, cruzando el mar, este mar inconmensurable que se escapaba ahora de su interior. El olor era penetrante y la mancha blanquecina que quedó en la alfombra, iba a ser confundida con lluvia.

Ese día había hecho calor. Mucho calor. Era pleno verano y quedaba poco de las magnolias. Las manzanas que otrora habían llenado el ático con su olor, estaban esperándole en grandes canastas, en la cocina. Después que Henry se fue, sólo eso cambió. Siguió viendo en secreto a Esteban y logró deshacerse lentamente del pavor de una vida bajo la sombra del terror. La culpa, sin embargo, ensombrecía todo, incluso su profundo amor por la criatura, que acababa de anunciar que iba a venir al mundo.

Se paseó lentamente, acortando los pasos, tratando de no pensar en nada, pero las voces del pasado vinieron en ráfagas imparables, como el aire caliente que entraba por el gran ventanal. Parecía que las puertas del infierno estaban abiertas y todo se secaba con el álito del día que moría a pausas y en dramáticos naranjas, oro y bermellón en el cielo. Estaba agotada, pero siguió caminando, sin una razón clara, sin un motivo. Arrastraba los pies sobre la alfombra y secaba el sudor con su mano izquierda, mientras con la derecha acariciaba su panza en movimientos circulares y ascendentes. Trató de pensar, pero no pudo. Trató de zafarse del dolor, pero cada latigazo era peor que el anterior, sólo caminar le calmaba en parte.

Recordó el carruaje donde viajaba aquella tarde desde Saint Etienne a Paris y cómo ese joven galante, montado en su caballo negro, les detuvo, le hizo descender y le preguntó si quería ser su esposa. Recordó el viaje de locura cruzando en mar, de Calais a Valparaíso y de ahí en carreta hasta esta villa, en mitad de la nada. Sintió nuevamente el olor de la semilla de los tilos de la Alameda, en el otoño pasado, cuando su vida cambió para siempre. Recordó el olor del tabaco, el sabor del jerez, la sal de su piel, la lluvia golpeando con fuerza el tejado y la gotas resbalando lentamente por la ventana del dormitorio de Esteban, después de que hicieron el amor. No existió otra pasión más grande en su vida que la que iba con su nombre.

La criatura se movió, gozando de un espacio y libertad desconocido hasta entonces y este simple ejercicio hizo que Marie se retorciera de dolor. Iba a necesitar un médico, pero el único que existía estaba a veinte kilómetros de distancia, saboreando una sopa de pollo tibia y ensalada de maíz, lechugas y avellanas. Trató de llamar a alguien, pero en los setecientos metros cuadrados de la casa, no había nadie más que ella.

Siguió caminando por el pasillo, como lo había hecho durante estos últimos siete años, como una fiera enjaulada, como un ángel caído, como un alma en pena, como un espíritu enamorado, aterrorizada, oprimida y ahora doblándose de dolor por este milagro impensado en su vida. Trató de concentrarse en un recuerdo y con su mente llamar a Esteban, pero él estaba muy lejos de allí. Cayó en cuenta que, tal como le decía su empleada todos los días, los hombres no servían para nada más que para darle a uno trabajos y preocupaciones. Jamás resuelven nada doñita y cuando uno les necesita, nunca están. Sonrió, pero la mueca de dolor pudo más y se quedó en su cara.

Recordó, de pronto, las voces de la lavandera y de la chica que ayudaba a hacer la limpieza, hablaban de Amelia, la matrona de la casa de putas y de sus dotes como partera, de cómo procedía ayudada con hierbas y emplastos, cómo terminaba con embarazos sin dejar rastros ni quejas, cómo bajaba fiebres y curaba pringaduras con dos rezos y una cataplasma, además de una oración a la Vírgen María, que también es mujer y sabe de dolores y desventuras. «Amelia», le sonaba el nombre. Trató de recordar y en un chispazo de inspiración, la voz de Esteban se le vino a la cabeza:  lo que necesites, si estás en peligro o requieres de ayuda, puedes confiar en ella, tienes mi palabra que nada te pasará.

Se las arregló para llegar hasta su puerta, jadeando de dolor, pegada la ropa de sudor y cada vez más cerca del momento de dar a luz. Golpeó su puerta con pudor, con esperanza y con desesperación. Miró sus manos grandes de campesina, coloradas y de dedos gruesos. Auscultó en lo profundo de sus ojos marrones y vio una bondad descomunal en ellos. La miró fijamente y su imagen entera quedó grabada en la memoria. Cuando el dolor la sobrepasó y cayó en cuenta que no sería capaz de seguir en esta vida, le pidió sencillamente a Amelia que se hiciera cargo del pequeño, le rogó que les dejara un minuto a solas, antes de partir y exhalando un suspiro débil, besó a la criatura con todo el amor que nunca iba a poder darle. Su cuerpo quedó plasmado en el jergón inmundo que estaba más cerca de la puerta por donde ella entró y ante la vista de este cuadro desgarrador, Amelia tomó al niño y, de rodillas,  pidió perdón.