Meche

Se están destiñendo las flores de papel y el viudo Martínez bota sangre por boca y nariz. No había visto algo así en mi vida y mi pobre niña que llora y llora como si el mundo se le fuera a terminar hoy mismo. Se ha hecho siempre la valiente, pero a esta bruta no la convencen tan fácil. La he visto sufrir por el viejo, sentir celos desmedidos cuando se acerca al camerino de doña Edith y me he preguntado todas las noches si esta no será una relación antinatura. Esas cosas pasan, lo vi muchas veces en San Pedro, la caleta de pescadores donde me crié, a mucha honra.

Todos en esta compañía mienten sobre sus orígenes. Todos han sido príncipes. Já! Yo no soy tan estúpida y conozco a un pobre apenas lo veo. Las ansias por comer. El acomodo en cualquier sitio. Las manos rotas. Los dientes picados. Si hasta la Madame, que tantas ínfulas se da, ha sido pobre como rata toda su vida. A mí no me engaña ni por un segundo. Esta bruta que está aquí, no lo es tanto.

Angélica, mi niña, es distinta. En todo sentido. Su corazón noble es algo que yo estoy segura Dios le regaló en compensación de su problema. Porque así actúa el Señor y uno no siempre le entiende a la primera. Ahora, llora con dolor por este que ha sido un padre para ella. No como aquellos malnacidos que la escondieron por años en el ático de la casona,  hasta que decidió escapar, la tarde que la comparsa pasó por ese camino. No hace mucho me dijo mi niña que su idea era ser una atracción de circo, por eso se les acercó. Los bastardos que la tenían enclaustrada le repetían una y otra vez que era una vergüenza para la familia. Una vergüenza. Vergüenza debieron haber tenido ellos de tratar de esa manera a su propia sangre. Sangre que la Meche reconoció enseguida.

Por eso mi niña le tuvo tanto cariño. Meche no dijo nada cuando mintió con total descaro, diciendo que la habían abandonado días atrás. Todavía se podía ver la casa patronal desde la vera del camino. Podrían haberla devuelto, pero la Meche se calló enseguida porque ella tenía algunas cuentas pendientes por esas latitudes. Siempre se me ha antojado que la pobrecita tenía los cascos harto livianos. Yo no la conocí, pero he escuchado sus historias. Contorsionista como la mujer del viudo. Quién sabe qué porquerías hacía en la cama de los hombres. Si no paraba un segundo. No dejaba quieto a nadie. El calor de su vientre era más poderoso que su misma razón. Dios y la Santísima Vírgen la tengan en su gloria. Lo que hizo no tiene perdón, por eso terminó como terminó y encima le causó tanto dolor a mi pobrecilla. Tanto dolor.

Meche había estado postergando el momento. Eso le causó más complicaciones que las que pudo manejar. Tal vez, en su mente, algo la hizo pensar con calma su accionar. Tal vez la semblanza de mi niña le había ablandado el corazón. Habían sido incontables los abortos que se había practicado ella misma, premunida de su cocimiento infalible. Raices de borraja, perejil y orégano, hervidas en agua de canelo con seis granos de mostaza, manzanilla para calmar los nervios y una moneda de cobre que apretar con los dientes, por si subía la fiebre o el dolor se hacía irresistible. Esa era la receta que le permitía seguir holgando sobre los hombres, sin mayor complicación. Incluso dice mi niña que a los siameses les hizo el favor, en un acto de piedad, según explicó. No se podía ir por la vida sin haber desaguado la pija al menos una vez, sonreía divertida.

Esta vez, entre tanta postergación, el tiempo la venció y cuando destapó la ollita para hervir el cocimiento, ya era muy tarde. La criatura se resistió a abandonar su cuerpo y por primera vez en su vida, Meche tuvo miedo. La vida se le presentó desnuda frente de ella y el panorama no le gustó. Eso me lo contó mi niña Angélica. Yo no sé cómo habrá sido, porque no la conocí.

Fueron juntas donde una comadrona, que le hizo el trabajo la misma tarde y le entregó envuelto en un saco de arpillera, a la criatura ya muerta. La mujer no se hacía cargo de esas cosas, dijo, no fuera a ser que alguien la descubriera y se jodiera su negocio. Estaban cerca de Santa Juana, eso lo sé, porque se lo he escuchado a todos en la comparsa, cuando hablan de Meche.  Guardó sus calzones ensangrentados en una pequeña maleta, envolvió más al pobre bultito y dijo que iría por un poco de aire. Mi niña quiso seguirla, como iban juntas para todos lados, pero Meche la alejó de un manotón. El resto ya todos lo saben. La mañana siguiente, su cuerpo ondulaba sobre las aguas del estero, ensopado por la lluvia de toda la noche, con el pelo suelto, el camisón sin botones y los ojos lívidos, sin una muestra de dolor. No habían rastros de violencia y a nadie le importó un mango el cuerpo muerto de una ex contorsionista, actriz sin mucho talento. Allí estaba, decía mi niña, flotando como una hoja, sobre la superficie marrón.

Angélica me contó que don Martínez encontró a la criatura, más tarde, entre unos pastos, a la otra orilla del estero. Era un primor de bebé, pero tenía la misma condición que había hecho a los bastardos encerrar a mi niña por nueve años, en ese ático inmundo. Ese fue un error del viudo. No debió jamás haberle dicho nada respecto a eso. Mi niña seguiría siendo feliz. Yo creo que se culpó de la muerte de Meche. Estoy segura que cree que lo de ella es una desgracia que se pega. Ahora que la veo con detención es tan frágil e indefensa. Le cuelgan sus piecitos al lado de la cama del don. Creo que este tampoco es lugar para ella. Si tan bruta no soy. Menos si se muere el viudo.

– Jovita-  me llama.  – No me mires con esa cara de pena y ayúdame. Se nos tiene que ocurrir qué hacer.

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El Tata

Recuerdo la expresión de tu cara Cholita cuando te avisaron que el Tata había muerto. No pediste muchos detalles porque yo estaba presente. Registraste nerviosa tu cartera y me pediste que fuera a buscar a mamá. Seguro para deshacerte de mis ojitos inquisidores y mis manos nerviosas que recogieron los papeles que se habían caído, mientras sacabas dinero de tu bolso.

Quedé a la deriva, preguntándome quién rayos era realmente el Tata y por qué no habían lágrimas en tus ojos cuando te anunciaron la fatalidad. Yo lo había visto una sola vez en mi vida. Sus ojos amarillentos y su piel blanca, curtida por tanto verano a la intemperie, pasado a chicha con harina tostada, achispado todavia por la borrachera de la noche anterior. Su barba roja como el sol de ese invierno, que descongelaba lento todo, afuera de su rancha destartalada, vestigio último de la apoteósica fortuna que alguna vez tuvo su familia. Así me habían contado que era la cosa, pero mucho después del funeral, al que acudiste sin emoción, me contaste la verdadera historia.

El Tata era tu primo hermano. Eso yo ya lo sabía Cholita, pero te encargaste de hacérmelo notar. Primo hermano en la salud y en la enfermedad, como rezaba el curita en los matrimonios, al que fuiste porque ya te llevaba el tren y para no contravenir la decisión de tu tío Alamiro, quien te amenazó con las penas del infierno si no le aceptabas al gallardo mocetón, al mejor de sus hijos, al más capaz, al más borracho y al más mujeriego de todos ellos. El matrimonio anduvo como las reverendas desde el primer día, cuando el novio, con la boca caliente por la humilde mistela de la boda, se mandó a cambiar con sus hermanos, a la casa de putas de la vieja Amelia, detrás de la línea del tren, a quince kilómetros de su casa.

Partimos mal, dijiste con mucha dignidad, pero la palabra ya estaba empeñada, la libreta estaba impresa y no quedaba nada más que hacer que lo que habías hecho desde que tu madre abandonó este mundo; trabajar. Hizo el favor de curar las pestes y nadie la había curado a ella, me decías y se te grabó a fuego el recuerdo de su muerte. El Tata era un bruto que no entendía de esas cosas, sólo le bastaba con que la suegra estaba bien muerta, así no tenía quién le pusiera las peras a cuatro por sus constantes escapadas. Eso tú no me lo dijiste nunca, pero yo lo entiendo ahora, después de que han pasado los años y conozco un poco más a las personas.

Mamá nació un día en que el verano aún no se retiraba de los campos y esa sola emoción llenó tu vida por completo. Eso lo sé Cholita, no hace falta que me lo digas. Se nota en tu mirar, incluso hoy, después de cincuenta años de ese día. Limpias una lágrima porfiada que se escapa de tus ojos cansados y acaricio tus manos suavecitas. Te quiero mucho, atino a decirte, para darte algo de conformidad. Imagino que los recuerdos aciagos inundan ahora tu mente, pero no quieres decir nada. Has sido fuerte como una roca, incansable y determinada. Así has sido Cholita. Si quieres caliento el agua para que nos tomemos un té de manzanilla, digo. Tal vez se te alegra el corazón. Asientes con la cabeza y enjugas tus ojos una vez más.

No hace mucho, juntando los recuerdos y las dudas, los chismes y los acontecimientos, caí en cuenta que el Tata no se había muerto porque el Señor lo había querido acoger en su reino, sino que lo despacharon unos coterráneos que le dieron más de la cuenta. El día que te contaron la noticia, la tía Juana llevaba un escapulario de la Vírgen de Pompeya. Te pidió plata para comprar la urna, porque el Tata no tenía un veinte en sus bolsillos, vaciados completamente antes de que le cosieran las puñaladas y le desinflaran los chichones. Lo botó el caballo, le dijiste a mamá, pero si algo tenía el Tata a su haber, era la fidelidad de su manco. Por años en la familia, los caballos habían sido más importantes que las propias mujeres. Se podía morir un hijo, pero no un corcel. Eso sí que no. Era motivo de desgracia, de atrinque duro a los mozos de las cuadras y de llanto contenido en las borracheras, cuando la lengua se tornaba floja y las manos menos diestras en arrojar los naipes a la mesa. Eso no me lo dijiste nunca, Cholita. Eso lo contaba mamá, cuando añoraba sus tardes de verano, cabalgando su yegua favorita. La más mansita para la niña, decía su abuelo Alamiro. Sí, el mismo que te obligó a casarte con el Tata. Todo lo tengo en mi memoria, como si yo misma lo hubiera vivido.

Te pregunto si sabes que al Tata lo asesinaron y asientes. Ya lo sabías de antes y nunca quisiste decir nada. Te lo confirmó Martín, un día que llegó con un atado de menta y una pierna de cordero. Tú ya sabías todo lo que él te contó. La querida del Tata, la india, como la llamó Martín, causó desgracias desde que entró a la casa por la puerta de adelante. Nunca debiste irte Cholita, dijo con pena. Mi hermano estaría vivo todavía.  Negaste con la cabeza el recuerdo y la posibilidad y ahora me miras fijamente al decir: nunca te cases con un hombre flojo, es la peor desgracia.

Fue el Tata una desgracia, me pregunto y analizo lentamente cada recuerdo, cada frase, cada inflexión de tu voz. ¿Quieres otra taza de manzanilla, Cholita? te digo para no enfrentarme con la verdad. A veces es mejor pasarla por alto, hacer como lo hiciste tú, evadirte, cansarte trabajando, no pensar en nada y llegar así al final del día. Dormir en noches sin sueños. Eso nada más es lo que queda, cuando los recuerdos se hacen patentes y molestosos. Aferrarte a los buenos y masticar lentamente los otros. Lo sé, porque los tengo en mi memoria, como si yo misma los hubiera vivido.

Fotografía gentileza de Nicholas Woolworth http://www.facebook.com/home.php?#!/pages/The-Art-of-Nicholas-River-Woolworth/396176770902?ref=ts