El Arquitecto de la Última Morada

Esta es la penúltima carretillada de material. Se limpia las manos y decidido, agarra la pala, mientras va sacando a cucharadas, como un chef surrealista, esta mezcla gris y granito que cae espesa y suave sobre la estructura que está por terminar.

Cuando era niño, la vista de este lugar le perturbaba. El ángel que decoraba el gran mausoleo de las monjitas, le parecía un joven congelado en su propia desolación, mirando a quién sabe dónde, oteando un horizonte que no podía seguir, provisto de alas que no podía usar. El dolor y las lágrimas perseguían su día a día. Siempre se acercaban personas con los ojos colorados, presas de una tristeza de difícil descripción, aunque también habían algunas que le asignaban el trabajo con frialdad y sin motivación, cumpliendo un tedioso deber que nadie más se habría tomado la molestia de asumir.

Las caras de dolor se le marcaban en sus recuerdos, mientras trabajaba, transportando el material por los angostos pasillos del recinto, poniendo cuidado en no trastabillar con el pavimento irregular, que se levantaba por todos lados. El rumor del riachuelo le daba un leve sonido a este espacio, mientras los pájaros cantaban apenas, manteniendo el respeto por aquellos que ya se habían ido.

Conocía el lugar como la palma de su mano. Conocía cada recoveco, cada ubicación. Muchos de  ellos habían sido personas distinguidas que él había mirado  desde lejos. Ahora, estaban cada uno en su lugarcito, con sus nombres impresos en lápidas de mármol y bronce, esperando  la llegada del verano para recibir sus flores frescas. Algunos eran olvidados. Muchos estaban ahí desde antes que él naciera, encerrados en estos espacios cada vez más grises, sus nombres borrados por el tiempo y las estaciones. Sabía que siempre llegaban a pedir su trabajo con premura y atención. Muy pocos eran los que preveían la inminencia de la muerte y se preparaban con antelación. Muy pocos encaraban este hecho innegable. Muy pocos.

Trabajaba con ahínco, en las heladas mañanas del otoño y en las calurosas tardes del verano. Siempre  había algo. Siempre la hermana Muerte alcanzaba a alguien de súbito y él tenía que apretar el paso y enfrentarla. No podía atrasar la última morada. No podían haber errores de cálculo ni fatigas en el material. Todo debía ser hecho con la precisión de un relojero. Con la ternura de una madre. Con la fuerza de un titán.

El ángel del mausoleo de las monjitas todavía está vigilante, como ha estado los últimos treinta años. Tal vez lo hayan puesto ahi, piensa, para espantar a aquellos que curiosean las tumbas de la religiosas, averiguando si tienen pelo debajo de sus cofias. ¡Qué gente más nefasta aquella que se mete, a hurtadillas, a manosear los nichos perdidos o echar mano de anillas de bronce, para venderlas como burdo botín!. Su trabajo entonces, luce arruinado. Su empeño se ve frustrado y reparar, ¿cómo poder reparar?. Si el daño está ya hecho, el desastre no tiene vuelta. No había derecho. No, no había derecho, cuando este lugar es sacro, cuando las tumbas son santas. ¿No hay Dios en el cielo?, piensa mientras empuja la carretilla de vuelta a la montaña de mortero que ya tiene preparado. La señora a quien le construye esta sepultura, está grave en el hospital, es posible que se adelante su llegada, piensa. Bufa con fatiga cuando levanta la mezcla palada tras palada. Refresca su cara y mira, con ternura, la matita de geranios que se niega a morir. Antes de irse, le regará como es su costumbre. Ya no recuerda quién era el dueño de esa lápida. Fue arrancada de golpe una noche de juerga. Antes no pasaban esas cosas, concluye, mientras levanta por enésima vez sus mangas y pone manos a la obra.

cementerio

 

Anuncio publicitario