Promesas

velas

Acababan de encender las velas.  Afuera, la ventolera amenazaba con llevárselo todo. Se acomodaron, una frente a la otra, en sus sillas mecedoras y en silencio, enhebraron las agujas. El viento silbaba molestoso y entraba una ráfaga mínima por algún lugar, haciendo tiritar la flama. María Isabel atizó el fuego, cerró a medias el tiraje y se dispuso a seguir en este ejercicio que les había llevado semanas.

Pequeños cuadrados de tela se iban juntando, como partes de un mosaico, que iba armando un nuevo mundo de color. La aguja subía y bajaba arrastrando el hilo a cada puntada, produciendo un sonido seco, apretando la tela a su paso, asegurando el pequeño parche y dándole la forma de un abanico.

Habían decidido llevar a cabo esa labor cuando Margarite se dió cuenta de la cantidad de tela de colores que tenía olvidada, detrás del internado. Laboriosa como era, lavó cada retazo y fue seleccionando los más vivos, en la intención de armar algo de provecho. De pronto, recordó la técnica aprendida en su tierra natal y le comentó a María Isabel de su idea. Ambas convinieron en trabajar juntas. Era una diversión para las largas noches de invierno, mientras la lluvia azotaba los caminos y las luces se encendían a las cuatro de la tarde. Nada quedaba a salvo de la oscuridad invernal. Se habían esforzado por mantener la diversión leyendo o contando historias, porque les parecía inconcebible irse a la cama tan temprano y cuando empezaron esta colcha, se dieron cuenta que sería la solución para liberarse del tedio y anticipar la primavera con sus hermosos colores.

Las velas empezaron a escasear desde el inicio y juntas elaboraron varias, perfumadas con hojas de finas hierbas y granos de café, en un arranque de inspiración que les llegó por accidente. En la cera cayeron hojas de menta, una tarde,  por descuido. Frente a la desgracia, decidieron no malgastar el material y confeccionarlas de todas maneras. Cuando las encendieron, el perfume de la menta embargaba todo el lugar. Probaron luego con varias hierbas y sonreían en complicidad, cada vez que encendían una, mientras lentamente la colcha se iba haciendo más grande, más colorida, más abrigadora, más de ellas.

Cada puntada albergaba un secreto, un comentario, la anécdota del día. Los amores y sueños de ambas iban quedando prisioneros entre los parches de colores, con la esperanza de hacerse realidad. Las risas contenidas, las penas, los sinsabores, la comidilla del pueblo, las aventuras del internado. Todo estaba ahi, puntada tras puntada, en el diseño que iba creciendo sin haberselo propuesto, sólo de la mano de su inventiva. Las finas hebras de hilo arrastraban en el borde ya terminado de la colcha y cuando faltaba menos de la mitad, ambas se miraron con tristeza. Acordaron que aquella que contrajera matrimonio primero se llevaría la prenda, sin embargo, Margarite propuso partirla en dos pedazos, quedándose cada una con su parte, para recordar a la otra.

Cuando María Isabel anunció que se iba a casar con ese gigante bruto y pelirrojo que le había colmado el corazón de ternura y amor, lloraron ambas de felicidad. Margarite estaba también comprometida. Esa noche, probaron unos traguitos de mistela y contaron los pormenores de sus noviazgos. Esa noche, también prometieron no romper nunca esta hermosa fraternidad y en caso de necesidad, hacerse cargo de la familia de la otra. Juraron también, conservar sus secretos intactos y atesorar este invierno frío y lluvioso como el final de sus vidas de solteras, como el tiempo más fructífero de su complicidad y el sello de su profunda amistad.

Los compromisos matrimoniales de ambas se materializaron casi al mismo tiempo y la prenda quedó rezagada a un segundo plano, intacta y sin cortar. La primavera dió paso a un verano acalorado y provechoso. La vida era perfecta para ambas.

Margarite decidió más tarde, añadir un refuerzo de seda a los bordes de la colcha, una vez que la encontró entre sus baúles, con sus pertenencias de soltera. La llegada de un nuevo invierno fue tan inesperado como la noche de los hechos tenebrosos que cambiarían para siempre las vidas de todos. Ella fue la única que no asistió a la presentación. Su embarazo era de cuidado y no quiso poner en riesgo la criatura. Ese día, ordenando algunas cosas de su nuevo hogar, se topó con las velas que habían sobrado de las tardes de costura y se decidió a reiniciar la labor, a la luz de estas mismas velas, para cumplir con la promesa que se habían hecho entonces. Recordó vivamente a su amiga, su sonrisa, sus tribulaciones, su aroma a agua de Colonia, su total arrobamiento con el que ahora era su marido. Su perfecta y merecida felicidad.

El gallo empezó a cantar. La gata entró por quién sabe dónde y se refugió entre sus piernas, apretando la colcha con sus garras. Se pinchó el dedo índice y la sangre empezó a brotar con fuerza excesiva. Se sintió profundamente atemorizada. Su cara se tornó de color escarlata y un frío polar le recorrió la espalda. El gallo seguía cantando y eso le llenó aún más de pavor. Estaba oscuro hacía rato. Cuando se enteró de los hechos, un río de llanto inundó sus ojos. No podía parar. Trató, pero no fue capaz. Apagó cada vela con sus lágrimas y guardó la colcha de vuelta en el baúl, junto con todos los secretos que habían compartido, junto con la promesa que se habían hecho.

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