Nacimiento

Modigliani pendía de la pared y le miraba con los ojos idos. Era la pintura más cara que existía a la redonda, pero nadie lo sabía, ni siquiera ella. Alguien la tomó después y se la llevó lejos, de vuelta, cruzando el mar, este mar inconmensurable que se escapaba ahora de su interior. El olor era penetrante y la mancha blanquecina que quedó en la alfombra, iba a ser confundida con lluvia.

Ese día había hecho calor. Mucho calor. Era pleno verano y quedaba poco de las magnolias. Las manzanas que otrora habían llenado el ático con su olor, estaban esperándole en grandes canastas, en la cocina. Después que Henry se fue, sólo eso cambió. Siguió viendo en secreto a Esteban y logró deshacerse lentamente del pavor de una vida bajo la sombra del terror. La culpa, sin embargo, ensombrecía todo, incluso su profundo amor por la criatura, que acababa de anunciar que iba a venir al mundo.

Se paseó lentamente, acortando los pasos, tratando de no pensar en nada, pero las voces del pasado vinieron en ráfagas imparables, como el aire caliente que entraba por el gran ventanal. Parecía que las puertas del infierno estaban abiertas y todo se secaba con el álito del día que moría a pausas y en dramáticos naranjas, oro y bermellón en el cielo. Estaba agotada, pero siguió caminando, sin una razón clara, sin un motivo. Arrastraba los pies sobre la alfombra y secaba el sudor con su mano izquierda, mientras con la derecha acariciaba su panza en movimientos circulares y ascendentes. Trató de pensar, pero no pudo. Trató de zafarse del dolor, pero cada latigazo era peor que el anterior, sólo caminar le calmaba en parte.

Recordó el carruaje donde viajaba aquella tarde desde Saint Etienne a Paris y cómo ese joven galante, montado en su caballo negro, les detuvo, le hizo descender y le preguntó si quería ser su esposa. Recordó el viaje de locura cruzando en mar, de Calais a Valparaíso y de ahí en carreta hasta esta villa, en mitad de la nada. Sintió nuevamente el olor de la semilla de los tilos de la Alameda, en el otoño pasado, cuando su vida cambió para siempre. Recordó el olor del tabaco, el sabor del jerez, la sal de su piel, la lluvia golpeando con fuerza el tejado y la gotas resbalando lentamente por la ventana del dormitorio de Esteban, después de que hicieron el amor. No existió otra pasión más grande en su vida que la que iba con su nombre.

La criatura se movió, gozando de un espacio y libertad desconocido hasta entonces y este simple ejercicio hizo que Marie se retorciera de dolor. Iba a necesitar un médico, pero el único que existía estaba a veinte kilómetros de distancia, saboreando una sopa de pollo tibia y ensalada de maíz, lechugas y avellanas. Trató de llamar a alguien, pero en los setecientos metros cuadrados de la casa, no había nadie más que ella.

Siguió caminando por el pasillo, como lo había hecho durante estos últimos siete años, como una fiera enjaulada, como un ángel caído, como un alma en pena, como un espíritu enamorado, aterrorizada, oprimida y ahora doblándose de dolor por este milagro impensado en su vida. Trató de concentrarse en un recuerdo y con su mente llamar a Esteban, pero él estaba muy lejos de allí. Cayó en cuenta que, tal como le decía su empleada todos los días, los hombres no servían para nada más que para darle a uno trabajos y preocupaciones. Jamás resuelven nada doñita y cuando uno les necesita, nunca están. Sonrió, pero la mueca de dolor pudo más y se quedó en su cara.

Recordó, de pronto, las voces de la lavandera y de la chica que ayudaba a hacer la limpieza, hablaban de Amelia, la matrona de la casa de putas y de sus dotes como partera, de cómo procedía ayudada con hierbas y emplastos, cómo terminaba con embarazos sin dejar rastros ni quejas, cómo bajaba fiebres y curaba pringaduras con dos rezos y una cataplasma, además de una oración a la Vírgen María, que también es mujer y sabe de dolores y desventuras. «Amelia», le sonaba el nombre. Trató de recordar y en un chispazo de inspiración, la voz de Esteban se le vino a la cabeza:  lo que necesites, si estás en peligro o requieres de ayuda, puedes confiar en ella, tienes mi palabra que nada te pasará.

Se las arregló para llegar hasta su puerta, jadeando de dolor, pegada la ropa de sudor y cada vez más cerca del momento de dar a luz. Golpeó su puerta con pudor, con esperanza y con desesperación. Miró sus manos grandes de campesina, coloradas y de dedos gruesos. Auscultó en lo profundo de sus ojos marrones y vio una bondad descomunal en ellos. La miró fijamente y su imagen entera quedó grabada en la memoria. Cuando el dolor la sobrepasó y cayó en cuenta que no sería capaz de seguir en esta vida, le pidió sencillamente a Amelia que se hiciera cargo del pequeño, le rogó que les dejara un minuto a solas, antes de partir y exhalando un suspiro débil, besó a la criatura con todo el amor que nunca iba a poder darle. Su cuerpo quedó plasmado en el jergón inmundo que estaba más cerca de la puerta por donde ella entró y ante la vista de este cuadro desgarrador, Amelia tomó al niño y, de rodillas,  pidió perdón.

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