Siempre está tan oscuro aquí, piensa moviendo contra el sentido de las agujas del reloj la pequeña tranquilla de madera que contiene la puertita, alguna vez pintada de verde oscuro. El olor a encierro y humedad se cuela por entre las rendijas y una vez adentro, escarba nerviosa, en los anaqueles, los tarros de grueso latón que esconden sus provisiones.
Hace frío y el viento entra por debajo de la gran casa de madera, que cruje, herida de muerte en el gran terremoto, que le hizo descender a su mínimo nivel y estabilizarse en esa posición para no sucumbir al embate de los elementos. Se llena de gris en gris el cielo y la puerta de la despensa amenaza con cerrarse de un golpe, empujada por una ráfaga insolente que ha entrado por quién sabe dónde. Aún no encuentra el kilo de arroz que había dejado protegido en la gran lata de galletas. Maldice la falta de luz, pero cae en cuenta de un cabo de vela que permanece en la esquina superior de la despensa. Rebusca los fósforos en los bolsillos de su delantal y aproxima la llamita para iluminar el espacio. Al frente, los escalones se topan casi con su nariz. Un clavo oxidado sostiene un espumador viejo y el antiguo colador de café. La bolsa con el papel periódico se ajusta a su pequeño universo, ataviada por las telas de arañas que, espesas por el polvo que cae de la paredes roídas por las termitas, le dan un aspecto irreal, cansado, triste.
El breve espacio de la despensa le pinta un toque cansado a su semblante, que busca ahora con desesperación el kilo de arroz entre sus recovecos. Da una vuelta sobre si misma y en los anaqueles, reconoce aquel envase de metal que ahora ha recordado, contiene lo que busca. Lo había cambiado de lugar, como era su costumbre, como tantas cosas en la vida habían cambiado de lugar por decisiones propias y ajenas. Debajo de esa repisa, la vieja caja de cartón decorada como un tablero de ajedrez, guarda celosa las tacitas de porcelana, vestigio último de la riqueza que alguna vez hubo en su vida. Antes, habían sido los guantes de terciopelo, pero a fuerza de proteger sus manos del carbón para la lumbre, ya no quedaba nada de ellos. Sólo las tacitas se asoman molestosas para recordarle antiguas glorias que se congelaban en sus recuerdos más preciados. Fastuosos bailes ataviada con vestidos de organdí y zapatos de fino charol ; bandejas de plaqué con manjares de los que ya no recordaba su sabor. Sólo las tacitas tenían la facultad de llevarle de golpe a ese minuto, donde todo parecía perfecto y ordenado. Donde no había nada más para pensar, nada más que soñar y bailar. Bailar y soñar.