Me confieso un poco dispersa esta mañana, te advierto, pero parece que no haces razón de mis palabras. Revuelves el caldo denso con ese cucharón largo de madera que encontramos en Bolsón. El vaho va subiendo más rápido de lo que yo esperaba y el aroma dulce de la cebada caliente me envuelve en sus humores.
Me hablas de tus viajes. De los eternos días de buceo en Cozumel y te imagino con la puesta del sol a tu espalda, tu añejo pintado y el reloj marcando la presión atmosférica. Me hablas de los tesoros mayas; de Nuestra Señora de Atocha, mientras sigues revolviendo con devoción. Poco importan las salpicaduras en el piso. Ahora envuelves cuidadosamente el lúpulo en una venda blanca y lo depositas en la mezcla humeante. Tomas la temperatura. Tomas la hora. Tomamos un vaso de cerveza, bien fría, bien rubia, bien espesa, bien amada, bien hecha por ti.
Me declaro adicta a este placer y sorbo lentamente. Veo los amaneceres tuyos en el Caribe. Veo las montañas de los mayas, veo tantas cosas, a la luz de este elixir dorado y frío que cruza mi garganta. Escucho tus historias de marinos y las burbujas se van haciendo parte en este relato fascinante, como si yo también buceara. Veo tu empeño traducido en el aroma dulce y pegajoso de este caldo. Te imagino otra vez con el sol a tu espalda, siempre contra el horizonte, en este viaje que no ha terminado todavía.
Revuelves otra vez. Atizas la llama de la lumbre y esperas, con la paciencia de los barcos viejos en el fondo del mar, mientras el sol del Caribe los va despercudiendo cada día, a la espera de que alguien los encuentre, para que tengan a bien contar su historia. Miro a contraluz mi vaso espumante, me entra a la nariz el polvillo picante del lúpulo y te escucho. Consultas tu libro por si has pasado por alto algún detalle de importancia, pero más que todo porque te regocijas en el placer de la cocción. Enfriamos ahora, me dices. Dejo de lado mi copa y juntos nos ponemos manos a la obra. El sol del mediodía de este lado del mundo entra de lleno en la habitación. Colamos con cuidado y confiamos en nuestros tiempos. Bebemos un sorbo de la mezcla caliente, intentado adivinar el sabor futuro de la alquimia y del trabajo, proyectando el resultado final, que no veremos este día ni el siguiente. Es un proceso en el que hay que saber esperar, dices con certeza y me sonríes.
Me cuentas de los tesoros mayas otra vez, me hablas de miles de viajes y aventuras. Te escucho aún un poco dispersa, todavía un poco perdida. Este sol inusual para la época nos hechiza, nos alucina, nos da ánimos. Este sol se vierte lentamente en la mezcla ancestral que hemos preparado y creo que la tiñe con sus rayos, la hierve con su fuerza y la deja en nuestros labios, junto con el amargor del lúpulo y los suaves toques tostados de la cebada.
Me confieso dispersa, sin remedio, pero ya no importa. Miro el paisaje, levanto mi copa. Veo tu sonrisa. Cerramos las tinajas, limpiamos la habitación. Me tomas de la mano, es hora de otra historia, de otro viaje, de este tesoro bonito que tenemos y que encontramos por accidente, tanto tiempo atrás.