Era el detalle final. Estaba todo preparado. No faltaba nada. Eso le hizo respirar aliviado, como hace mucho no lo hacía.
Había tomado siempre la vida con ligereza y aceptado su buena estrella como una garantía de esperanza y felicidad, en ese orden. En este punto de su vida, con setenta y cinco años, no quedaba mucho más que hacer, excepto lo que ya había hecho. Miraba en retrospectiva, viajes y amistades, amores diversos, familia y negocios. Todo junto formaba lentamente la palabra vida.
Aún estaba en buena forma. Las vitaminas, los tratamientos de desintoxicación, el trote, la alimentación saludable y su tercera esposa eran los artífices de su inmejorable condición. Inmejorable, pero no imbatible. Le retumbaban en sus oídos las palabras del oncólogo como el martilleo de la fábrica de avíos, que quedaba justo frente a su casa, en el pueblo de su infancia.
Avanzó por la ciudad, mirando con especial atención las dunas y el océano. Siempre le habían intrigado, pero les había pasado por alto cada mañana, en los últimos diez años que llevaba establecido en la ciudad. Sus ocupaciones, su vida entera le negaban, pensaba, la vista en otra dirección que no fuera la de sus negocios. Era un hombre ocupado, devoto de su empresa, forjada con sus propias manos, con el largo etcétera de la epopeya tantas veces referida y tan pocas veces probada. Él era una prueba, pero honestamente le importaba muy poco pavonearse de eso a estas alturas. Ya no le importaba. En un tiempo anterior, sólo la mención de su historia le provocaba un cosquilleo en la espalda y un apronte en su lengua para iniciar el relato, con lujo de detalles y sobre todo sin olvidar mencionar su buena suerte, comentando orgulloso de que sólo eso le había salvado de la quiebra varias veces, «contra todo pronóstico».
Le gustaba esa frase y la usaba a menudo, pero entendía perfectamente que contra esto no había buen pronóstico y no había nada más que hacer, sólo preparar este último viaje de manera pausada y secreta. No quería herir a nadie, no quería preocupar a nadie. La verdad era que no se acostumbraba a la idea y quería que nadie supiera.
Empezó con los detalles más tediosos de la repartija de sus bienes. Recordaba las palabras de su padre, cuando, en el lecho de muerte dio precisas instrucciones de lo que debían hacer con los cuatro enseres que sobrevivieron de su enfermedad. No quiero que se saquen los ojos como buitres desalmados, dijo, por una taza y dos tenedores. Es la peor afrenta a la memoria de su madre; procedan como les he indicado y que no se hable más del asunto. Esa era la sangre fría que hoy debía tener. En su situación era, sin embargo, mucho más sencillo. La minuta redactada por el abogado estaba a su disposición para las correcciones que quisiera. Era más fácil tachar un papel que tachar a un pariente, sonrió el profesional, divertido, cuando le dejó el documento en su escritorio y juntos disfrutaron el primer brandy de la mañana.
Eso fue fácil. Su voluntad en un documento notarial expresado clara y sintéticamente. Era una sensación poderosa, nueva, única. Sus deberes en el directorio estaban terminados de esta manera. Un fideicomiso administraría hasta el minuto de su deceso. Sonaba muy profesional y distante. Era como debía ser, se consoló, mientras miraba las dunas y el mar, nuevamente, con fijación, en el camino de vuelta a su hogar.
La decisión más compleja, sin embargo, era la que concernía con su funeral. Detestaba francamente los velatorios y los largos discursos de amigos, parientes y vecinos hablando la misma mierda una y otra vez. Cremar sus restos era algo que siempre le había seducido, pero la sola idea de que sus familiares dispusieran sus cenizas en un reloj de arena, como les había sucedido a las de un cercano, le erizaba los pelos. Se imaginaba en largas idas y venidas en un tiempo sin final, a merced de que alguien quisiera o no dejarle descansar. Era horroroso y dantesco. Debía pensar en eso con más calma.
Miró las dunas y el mar, en este soleado día de verano y le pareció que cada minuto invertido en esta tierra valía. Recordaba las palabras de su segunda esposa, cuando le preguntó si había hecho feliz a alguien y se había sido feliz. Pudo completar ambas respuestas con propiedad y vio su hermosa sonrisa dibujada en el océano. Paró el coche y se quitó los zapatos. Caminó lentamente primero y con vigor, luego. Estaba decidido a no perder un segundo. Sabía que tenía menos de tres meses, así que no estaba dispuesto a perderse nada. Tenía ya trazado su itinerario y no iba a cambiarlo de ningún modo.