Chinita

Antes de terminar de abotonar su camisa, Pedro Torres Apaza acaricia la estampita de la Virgen de Andacollo y agradece en silencio el favor concedido. Luego, guarda con cuidado la imagen en su bolsillo, se pone el saco, se cala el sombrero, le da un beso de despedida a la mujer que ha tenido a bien recibirlo en su cama, esa noche y se marcha, en silencio y en secreto, como los zorros. Al día siguiente, recordará con profunda gratitud los muslos tibios, la boca jugosa y las caricias perdidas en la complicidad de la noche, entre el frío y el polvo del desierto.

La Chinita lo protege en sus andanzas. Lo tiene claro desde que tiene uso de razón. La Chinita les pertenece y ellos a la Chinita. En la delgada cuerda que separa los tiempos, un recuerdo que no es suyo se hace presente cada vez que habla de la imagen de la Virgen. Aquella que estuvo perdida por años y que nadie sabe cómo apareció. Nadie excepto ellos. Todos ellos. La familia de Pedro Torres Apaza se pierde, en una culebra interminable que atraviesa las épocas, hasta llegar al momento exacto del descubrimiento de la santa. Los sueños extraviados se percuden entre el polvo del desierto y la madera de la que está hecha la imagen,  los de Pedro Torres Apaza están todos ligados a la Chinita. Él le pertenece y ella a él, en una simbiosis translúcida que nadie más se explica.

El cobre que brota de sus bolsillos no es más que otro milagro de la Virgen, así como el hecho innegable de que Pedro es el último varón de su familia. Recibe este hecho con profunda aceptación. Todo se termina, caballero, ha dicho en incontables ocasiones, mientras le recriminan su vida errante y un futuro sin la gloria del legado de los hijos. Todo se termina, afirma siempre, cuando la pasión ha cedido al descanso sosegado de la noche en la pampa. No te preocupes, chinita, le dice a la que comparte la cama con este visitante silencioso, amante delicado y caballero que no tiene nada que ver con los esposos mineros, con el olor de sus sobacos y de sus bocas. Nada tiene que ver con ellos este hombre de ojos del color de los montes, la piel sin cicatriz y sin mancha. Sus manos nudosas y delicadas. Su voz enunciando los suaves parlamentos de los personajes que interpreta en el teatro de la Oficina. Está allí para ella. Dime qué quieres escuchar, chinita, pide Pedro Torres Apaza, seguro de su poder hipnótico, pero humilde en esta audiencia privada, donde no está solo con esta moza que arriesga su cuello por la noche de pasión con el actor de teatro, sino que también estás tú mi Chinita santa, cuidándome como lo has hecho siempre. Me postro de rodillas ante ti, mi Santita querida, para que me protejas, para que me des la fuerza y la razón, y para que a este pampino bruto no se le vaya a ocurrir llegar antes de que se termine el turno.

Abotonará su camisa con el suave ademán que mueve sus dedos perfectos. Inclinará su cabeza ante la estampa de la Virgen y partirá sin prisa, a perderse entremedio de la noche. Hay cosas del desierto que asustan hasta a los más corajudos. Pedro Torres Apaza camina con seguridad y sin miedo, arrastrando el sino cruel de ser el último varón de su familia. El último. Esas cosas las acepta con sabiduría, porque son los favores concedidos por la Virgen los que cuentan. El resto no importa mucho. Hay que ser humildes, caballero, porque todo se termina. El talento, las luces, la memoria. No, la memoria  queda mi Chinita, para recordar que te debo tanto.

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Sobre el Escenario

Las manecillas se mueven sin parar, mientras mi corazón bombea apurado, entre rabioso y triste. Ha sido demasiado.

Madame Edith tenía que haber dicho estas cosas mucho antes. Todo hubiera sido distinto. Me quedaban las preguntas y un sinfin de misterios que sin duda nos iban a seguir persiguiendo, incluso en este findemundo. Faltaban veinte minutos para que levantáramos el telón. Pedro regresa y me pregunta por lo bajo qué hacemos.

Me nulifico. Tiemblo y el tic tac toma posesión de mi cabeza. Pedro Torres Apaza insiste, respetuosamente, apretando entre sus manos la estampita de la Virgen de Andacollo. No logro armar una frase coherente para organizar a los actores. Escucho la voz del viudo. Escucho la voz de Meche. Escucho incluso la voz de mi madre. Y el tic tac aplastante, macabro, definitivo. La Madame duerme en un sueño etílico, plano e indoloro. Miro el cuarto nuevamente y mis ojos se detienen frente al espejo. Me acerco y observo mi semblante. Los ojos hinchados, mis manos pequeñas. Los cientos de mejunges y pinturas en cajitas de lata que tiene la vieja. Recuerdo los zapatos que me regaló Tomasito.

Pedro, haz tu parte y no digas nada a nadie, le ordeno. No-le-digas-nada-a-nadie, insisto. Estoy por allá en cinco minutos. Él se aleja y a gritos busco a Jovita. Me encaramo en la silla de terciopelo carcomido y me miro al espejo una vez más.

Se abre el telón y los aplausos son apenas perceptibles. Sólo las toses y los escupitajos. El llanto de un par de bebés, seguramente con hambre y sed. El rechinar de las tablas del escenario. El olor a cuero viejo y polvo. El día ha sido caluroso, como siempre y la espesa pátina de calor humano sube hasta el techo del teatro. Maucho, nuestro tramoya, dice que se puede cortar con un cuchillo carnicero el hedor en las alturas. Exagera, como siempre que dice algo.

Pedro aparece en escena y las mujeres le dedican miradas de amor incondicional. Él sabe de este éxito porque en las noches gélidas del desierto, se las arregla para colarse en cuartos ajenos y, con la suavidad de su voz y sus manos, lograr que incluso las féminas más pudorosas le abran sus muslos, generosas. Pedro siempre agradece por el favor concedido, con la caballerosidad que lo caracteriza. El recuerdo de las noches de placer que le da a las mujeres de otros, se lo lleva la pampa, como todo lo demás.

Declama su parlamento. Se pasea en el escenario con propiedad. Suenan las tablas, chillan las roldanas que sostienen el telón, en el calor de la tarde. El polvo se percibe con una lluvia fina. Afuera, el viento empieza lentamente a formar remolinos. Mi corazón palpita, amenazando con salirse por mi boca. Mis manos transpiran. Avanzo a pasos cortos, encaramada en estas plataformas gigantes que Tomasito me dejó, más que todo, como una humorada. Su rostro había cambiado aquella última vez que le vi, antes que llegáramos a esta oficina. Estaba radiante. Vestido de mujer, con un par de senos impresionantes y sin pelos.  Me contó acelerado que haberse unido a esa compañía de kathoey era lo mejor que le había pasado en toda la vida y que Kim, un malayo diminuto, le había ayudado a ser lo que era ahora. Todos podemos, decía inspirado. Todos.

Si miro mi pecho con atención, veo como salta mi corazón. Trato de concentrarme, pero no puedo. Jovita me ha dicho que don Martínez ya está mejor. Padre, esto lo hago sólo por ti, medito, intentando tranquilizar mi mente. El aire se cuela rancio. Las tablas rechinan. El traje de seda arrastra en el suelo. Salen de escena Pedro y Nicanor. Es mi turno.

Me paralizo y mi voz no sale. Todo ha fallado, pienso en ráfagas de segundo. Estoy aterrada. No puedo. Camino un paso y la luz del farol que Maucho gobierna con precisión, me cae encima. No hay nada más que esa luz. La audiencia desaparece, el olor, el polvo. Ni el viento se escucha más. Avanzo otro paso hasta la marca en el suelo y por arte de esa magia que tantas veces predicó la Madame y que otras tantas buscó el viudo, estoy aquí y soy la estrella de esta compañía.

El aplauso me aturde y al mismo tiempo me despierta del encanto. Cae el telón y me dirijo con dificultad a mi lugar tras bambalinas. Una bruma fría está cayendo lentamente afuera. Pedro me mira exaltado. NO LO PUEDO CREER, me dice con sus ojos inmensos, con un entusiasmo que no le había visto antes. Todos se me acercan con cuidado, comentando por lo bajo mi actuación, como si yo no estuviera presente. Jovita toma mis manos, todavía embetunadas con los mejunjes de la  Madame. No puede parar de apretarlas. El viudo se limpia una lágrima porfiada y me hace una venia. En la esquina más oscura, al lado del camerino, veo una sombra flaca y desgarbada. El brillo de los ojos azul índigo me dice todo. Al día siguiente, no logramos encontrar a doña Edith. Una semana más tarde, Pedro Torres Apaza, volviendo de una de sus visitas de amores furtivos, verá algo en el desierto que se parecerá mucho a la mano engarfiada de la vieja, saliendo de la arena, elevando un remolino de tierra.