Colombas

Bruno había sido tan caballero como la costumbre lo indicaba.  Por más que la gente ensalzara su accionar, él no se dejaba tentar por la vanidad. Había actuado en consecuencia. Era el mayor de los ocho hermanos y la herencia de sus padres era su responsabilidad. Esa era la razón por la que, sin mayor comentario, aceptó la llegada de sus dos hermanas.

La gente las llamaba solteronas, porque habían cruzado, ambas, la barrera cruel de los treinta años, sin haber encontrado marido que las mantuviera y que las hubiera alejado, convenientemente, del triste destino de ser allegadas en la casa del hermano, a merced de la voluntad de la cuñada, confinadas en un triste cuarto del tercer piso, sin poder de decisión, sin mayor expectativa, sin más esperanza de vida.

Francisca y Elena aceptaron su destino, como las flores aceptaban ser separadas de la planta y puestas en sendos floreros a media luz, bajo las miradas intrusas de los sobrinos, las libidinosas de los sirvientes y las solapadas de los amigos. Bruno había sido muy amable con ellas. Disfrutaban de un cuarto propio, con ventanas que daban a la calle, con el sol reflejando en el espejo de cuerpo entero que cada una tenía en su dormitorio, que les mostraba inexorable el paso despiadado del tiempo.

Leían a media mañana, después del desayuno, servido por la empleada, planeado por la cuñada, alborotado por los niños y por algún visitante que llegaba a ver al hermano. Disfrutaban de la misma forma a Rilke y Becker y sus mejillas se colmaban de carmín al imaginar los besos que inflamaban la pasión de los autores. Esa pasión y esos besos que estaban tan lejos de ellas como la luz de la luna, que curiosamente nunca entraba en ninguno de sus dos cuartos. Decía la criada mapuche que si la luna chocaba en esos espejos tan grandes, era capaz de eliminarlas a ambas de la faz de la tierra. Elena esperaba a veces ese destino. Francisca negaba con la cabeza y se sumergía en el jardín de lilas, imaginando una vida paralela, distinta, feliz.

Bruno era un hombre gentil, pero tenía la cabeza más hueca de todos los hermanos. Gobernado por el juego y por las ansias de ser un señor, perdía a manos llenas en las empresas más descabelladas que hubieran llegado a sus oídos, ya sea por bravatas de borrachos, por artículos colmados de exageración en los diarios o la simple chispa loca de su iniciativa. Cada cosa que otros presumían iba a ser un éxito rotundo, él la ponía en práctica sin demora. El agua de rosas, embotellada para las señoritas de París, no aguantaba ni tres días por la deficiente manipulación de su fórmula y terminaba como una melcocha verde y con olor a muerto. Corderos de la Patagonia, esquilados a contrapelo para suplir las necesidades de lana en la vieja Gran Bretaña, saltaban por la borda de los barcos, enloquecidos con la agitación del estrecho; vacunos cruzados con bestias del Brasil para dar de comer a las colonias del Congo Belga, muertos de congelación en su primer invierno y así, infinidad de locuras, una tras otra, sin sentido, sin medida y sin ganancias. Grandes empresas, decía él, para grandes hombres. Elena movía la cabeza y se mordía los labios con furia. Las ideas eran muy buenas, pero todo lo demás estaba equivocado. Se hubiera hecho millonario de seguir los atinados consejos de su hermana, dueña de un sentido común extraordinario, pero ella era una solterona, especie de leprosa, incapaz de echarle el guante a un hombre, lerda, sosa, estúpida incluso, destinada a su habitación y a vivir de su caridad, tal como Francisca y su cabeza llena de pajaritos.

Pajaritos que veía acercarse todos los días, hasta que cayó en cuenta que eran palomas. Magníficas palomas se cagaban cada mañana en sus techos de tejas de cobre y no entendía cuál era el propósito de su llegada. Las observó con detenimiento, mientras escuchaba la última idea de su buen amigo Alfonso. Si te gustan tanto las carreras de caballos, ¿por qué no ponemos un aras?

Francisca llenó la primera esquela, con su letra serpenteante y dudosa. Elena llenó la segunda, con precisión y mano firme. Cuando la paloma trajo de vuelta la misiva, el corazón se les llenó de dicha. Eran correspondidas. Un milagro, una quimera, un imposible estaba sucediendo. Tres o cuatro veces en el día, la alegres solteronas se daban maña para trepar al techo y recibir a aquella ave que les traía la felicidad envuelta en sus patas.

Habían conocido a los caballeros allí mismo, hermanos ambos y cuando llegó la primera nota, tuvieron que sumergir sus caras en agua fría para pasar el calorcito impúdico que les inflaba las venas. Estaba todo de su lado. Soltero uno y viudo el otro, las misivas iban y venían al vuelo de las palomas. La alegría las invadía por completo y hasta la criada mapuche tuvo que reconocer que era mucho más agradable verlas a ellas que a su patrona.

Bruno y Alfonso compraron el semental más vetusto del Club. Esperaban tener un aras de renombre en menos de un año, sin considerar a la madre naturaleza ni las leyes de la genética y las probabilidades. Orgullosos se paseaban por la ciudad, contando las ganancias que aún no estaban ni cerca de obtener, pero esa tarde el cuidador les dió una mala noticia, el animal boqueaba como un pez fuera del agua, mientras el pecho se le había hinchado al doble de su tamaño. El veterinario hizo un diagnóstico aciago, no le quedaba mucho a este viejo ejemplar. Bruno investigó con furia cómo se había contagiado con la enfermedad de New Castle. Echó al cuidador, acusándolo de traidor, echó al jardinero, acusándolo de envenenador y cuando el día despuntó con fuerza, al sol lo tapó la silueta de una paloma, que dificultosamente se posó en el techo. Subió con Alfonso y vieron un regadero de ellas, con la misma sintomatología del caballo, mientras sus hermanas les ponían miguitas de pan en sus picos y gotas de agua, registrando una por una a ver cuál tenía la misiva de ese día.

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Expedición al Estrecho

Mi nombre es José María y soy de Gijón. Fui criado en un hospicio y a los quince años me hice a la mar. El hidalgo me pidió que le acompañe en esta expedición, porque soy el único que sabe leer y escribir. Él dice que puede, pero yo sé que miente, como sé que miente cuando dice que sabe dónde estamos.

Llevamos meses en este viaje de locura y no hemos visto nada que brille excepto las estrellas del firmamento, en las noches de luna llena. Si no encontramos oro en esta empresa, vamos a contar con varios problemas. Los hombres no duermen por los ruidos que vienen de la playa y alucinan ninfas desnudas saliendo relucientes de los troncos que flotan, en medio del mar. En el día, todos andan como sonámbulos cometiendo disparates.

Mi misión es llevar el registro del barco y dibujar las cartas de navegación y veo que hemos dado tumbos. No hemos encontrado nada y todo lo que nos contaron los indios, antes de zarpar, han sido un montón de mentiras. El paisaje es vasto y desolado, de un verde eterno y húmedo que nos chala los pensamientos y no deja que el hidalgo proceda como debiera. Rehúsa ir a tierra por  miedo a los fuegos que vemos en las noches. Navegamos por extraños fiordos, donde parece que todo se hubiera desmembrado, producto de alguna hechicería. Es tierra de árboles, laurel, ciprés y arrayán y otras muchas pasturas que son vistas en nuestra España y la hierba como avena. Alucinamos.

Salimos de un pequeño puerto y seguimos nuestro viaje y llegamos en el día de Nuestra Señora de la Concepción, el nueve de diciembre del año de mil quinientos cincuenta y tres. Arribamos al estrecho de Magallanes y estuvimos allí dos días. Cuando aclaró el cielo, se vio la boca del estrecho que tiene tres leguas de ancho, dos isletas pequeñas en medio y al lado del norte tiene unos farellones que parecen velas. A la banda del sur, tiene una isla a manera de campana, y así le hemos llamado. Es monte y se ve poblada. Anoto todos estos detalles cuidadosomente en mis libros y confecciono las cartas como me ha encomendado el hidalgo.

En una isla, antes de tocar esta región, vimos unos ranchos pequeños y al parecer eran de gente pobre, sus casas cubiertas con cortezas de árboles y con cueros  de animales. Hallamos una canoa hecha de tres tablas muy bien cosida, de veinticuatro o veinticinco pies y por las costuras tenían echado un betún que ellos hacen. Avanzan desnudos, untados los cuerpos de aceite de lobos marinos y trasquilados. Toda la costa de la banda del sur es monte  con grandes y altos peñascos. Está en altura de cincuenta y un grado y medio. Voy tomando los datos que me dan las estrellas.  Nos volvemos locos. Un accidente acontece en nuestra nave. No hay oro, murmuramos. Salimos a recorrer los montes a pié. Buscamos agua y comida. Buscamos espíritus y paisajes habitados. Sólo mar y vastedad. Sólo costas peladas y vientos que nos razgan los vestidos. El hidalgo dice que sabe dónde estamos. Yo sé que miente.

Esa noche, en las fogatas, los indios se tiñen de rojo y emiten sonidos de locura. Les vemos avanzar por la playa en danzas. Crecen sus cuerpos como por arte de magia.  Las pisadas que avistamos la mañana siguiente nos quitan definitivamente la razón. Patagones, les llamamos. Sus cuerpos, marcados en la arena, ahuyentan nuestro valor. Le pedimos al hidalgo que volvamos. Me pide en privado que lea mi crónica con calma y que le muestre los mapas que he ido dibujando. Se ve sereno, pero yo sé que finge. Está tan asustado como nosotros. Don Pedro le ha solicitado esta empresa y no sabemos si él aún existe, acosado como estaba por los otros salvajes de más al norte. Su Majestad ha de premiar nuestro esfuerzo, dice para componer el ánimo de la tripulación, pero nadie hace razón de sus palabras.

Otra noche de locura. Más gritos en la vastedad de este universo. Todo verde y desolado, ni los pájaros parecen vivos. Sólo el mar azota nuestro buque, llevándose nuestro sueño. Les vemos de nuevo, protegidos por tintas de colores, desnudos los hombres, mostrando sus sexos a los cuatro vientos. Son gigantes, bárbaros, eternos, poderosos. Se llevan nuestras voces. Patagones les hemos llamado.  En esta inmensidad donde los fuegos no se apagan nunca, donde don Hernando decidió decir Pacífico al oceáno, no hemos encontrado la paz. Patagones, les llamamos. Son bestias, son hombres, son seres mágicos y malditos, destinados a vivir en estas soledades. Sus huellas nos alteran. Sus colores nos llenan el alma de pavor.

Anoto todo con cuidado en mi diario. Las monjas del hospicio siempre me aconsejaron llevar un diario. Anota bien, hijo querido, que nunca vas a saber quién puede beneficiarse de tus recuerdos. El hidalgo don Francisco me pide que no lleve registro de nuestras visiones, pero yo no le hago caso. Él mismo comenta las suyas a la tripulación de cubierta. Patagones, les llama con certeza. Tierra de todos ellos. Nunca hemos de llegar a conquistarla, dice de pronto una mañana. Patagonia es la frontera de este reino de locura, sostiene afiebrado. Perderá sus dientes en el viaje de vuelta. Mostrará mis notas a don Pedro y él me premiará con dos mercedes de tierra. Todo lo que he visto, no he de contárselo nunca a nadie.  

Puerto Eden