Los Vecinos

Don Bartolo ha muerto, dijo la señora Elena, con su voz de fumadora empedernida, arrastrando sus zapatos taco aguja por el parquet del living comedor. Ha muerto el pobre hombre y nadie lo ha ido a acompañar a su sepelio, insistió, prendiendo un cigarrillo de aquellos con el filtro color oro, que costaba un mundo encontrar en el comercio del pueblo.

Don Ernesto la miró circunspecto y no le dijo nada. Le acercó la lumbre y siguió leyendo la página social del diario.  Al cabo de dos vueltas del periódico, encendió un cigarrillo también y le indicó que mandaría a publicar un aviso en el obituario, en nombre de la familia, por el deceso de aquel vecino suyo por cuarenta años, juez del pueblo, que tuvo a bien partir al otro mundo exactamente cómo había vivido, en silencio y discretamente, tal como sus pasos por la cuadra, como sus vueltas a casa las noches de los viernes, después de jugar crap, borracho, perdido en el tiempo y el espacio, cantando bajito corridos mexicanos y haciendo callar al perro San Bernardo que cuidaba la entrada de la casa, el que invariablemente le babeaba la camisa y los zapatos y lo hacía caer de bruces en la alfombra del recibidor. Incluso ese porrazo era imperceptible para todos y sólo se le veía salir la mañana del sábado, magullado, a comprar una Coca Cola y una tira de aspirinas para componer esa «alergia pertinaz que le había aparecido de un día para otro y apenas le dejaba respirar», que otros más prácticos llamaban simplemente resaca.

Que tenga un muy buen día le decía a don Ernesto, alejándose a paso cansino, adolorido en cuerpo y alma por la feroz borrachera de la noche anterior. Él le inclinaba la cabeza alegremente y echaba a andar su auto, un Buick colorado de 1975 y se reía, porque mientras don Bartolo se  jugaba las cuotas de las pensiones alimenticias, las multas de tránsito y los diversos tributos que el público cancelaba en su juzgado y que él recibía como garante; don Ernesto le hacía los honores a la esposa, cansada de un hombre que apenas se notaba, de discursos sobre jurisprudencia a las horas más inapropiadas, de sacar la caca del perro San Bernardo y aburrida finalmente de aquel viejo cojudo que le había tocado por marido. Era mucho más divertido el vecino, con sus chistes gruesos y su voz pastosa, sus regalos de mal gusto y comprados a la ligera, su pasión desesperada y su charla amena. Eso era mejor que morir de abulia con las largas peroratas del juez de la comuna.

Vivían constantemente en la inopia y toda la cuadra lo sabía, como se sabían las maromas de don Ernesto entrando por la puerta de la cocina, silbando como un criado, con las manos en los bolsillos, cargando una pastilla de jabón de tocador o una caluga de champú para la esposa, porque, muchas veces, hasta eso escaseaba en la casa de don Bartolo, acogotado con las deudas, intentando achicar las múltiples apropiaciones indebidas con su propio sueldo, para no ser cogido in fraganti y expuesto al escarnio y la expulsión del colegio de abogados. Eso no lo hubiera soportado jamás, mientras su mujer se acercaba humillada al almacén de la esquina a pedir fiado huevos y tallarines, para poder hacer el almuerzo.

Don Ernesto pagaba esas cuentas, a través de los emisarios más diversos. Ahora que miraba la nota necrológica con su nombre completo y el de la señora Elena, se rió calladamente, recordando las veces que el perro San Bernardo le lamió los zapatos y le mordisqueó el cinturón mientras él tomaba una copa de jerez comprado con su propia plata. Encendió un cigarrillo y siguió hojeando el diario.

La señora Elena retiró el cenicero y miró por la ventana. Reclamó airadamente que las persianas estaban sucias y miró a don Ernesto que seguía riéndose de sus antiguas andanzas con la esposa del juez. La señora Elena encendió uno de sus cigarrillos con filtro dorado y con toda la calma que pudo tener jamás le indicó,  no te rías tanto Ernesto que de aquí te veía cuando cruzabas la calle a ver a la mujer de don Bartolo. De aquí mismo veía cómo salías abrochándote los zapatos y encendiendo un cigarrillo que aspirabas a dos bocanadas en la entrada de la casa, porque ellos nunca fumaron. De aquí te vi tantas veces, que me cansé de mirarte. El pobre don Bartolo no tenía la menor idea que yo sabía y me conversaba amargamente de las desaveniencias con su esposa. Vaya usted y dígale, me rogaba.  Hasta que un día me cansé de que le vieran las canillas y lo convidé a tomarse un trago conmigo. De aquí mismo observamos todo.  Y de aquí mismo nos fuimos a la cama. No te rías tanto Ernesto, que uno nunca sabe las vueltas que tiene esta vida. Si hasta en tu auto nos paseamos y nunca te enteraste.

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De Vuelta

Miró el calendario, buscando la fase de la luna y cayó en cuenta que ya se habían cumplido diez días. Decidió ir a la panadería, por primera vez, en diez días. Cruzó a pié el puente que le separaba del centro de la ciudad, mientras la mañana iba iluminando el panorama y los locatarios del mercado se iban arrimando a sus puestos. Escuchó a lo lejos sus voces y miró instintivamente su reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Godofredo ya estaría en pié a esa hora, esperando que llegue su periódico para leer los hechos del día de ayer.

Entró a la panadería con premura y ordenó medio kilo de hallullas y seis mediaslunas de masa de hojaldre, sus favoritas, para tomar desayuno a gusto. Pidió también leche y mantequilla y recordó las quejas de su hijo mayor, que le criticaba comprar tan caro en estos comercios pequeños, pero ella se nulificaba en el supermercado. Los altoparlantes, las góndolas, los cambios de temperatura entre el pasillo de los lácteos y la sección de delicatessen. El gentío. Los niños gritando en pataletas monumentales. Las mujercitas rezongando, sin decoro. Una locura. Godofredo la había acompañado algunas veces, pero luego se aburrió, como se había aburrido de todo. La flota de barcos, la empresa conservera, la casa en la playa, las acciones de la compañía ballenera y tantas miles de insanas decisiones que invariablemente acabaron de un modo bastante inesperado, muy cerca de la quiebra, pero él, como un trapecista, ansiaba sorprender a su público con una caída falsa y en el segundo final, volvía al alambre, levantaba sus brazos victorioso y todo se solucionaba. Así era Godofredo, pensó. Inestable, intespestivo, disperso, distante, a veces; un mar de sabiduría que nunca supo cómo poner al servicio de sus hijos de una manera menos fría y dramática. Así era y así había sido desde que le conoció, con su chaqueta de paño tweed y sus lentes redondos, de brazos dorados, aquel día de campo, tantos años atrás.

El dependiente le entregó la bolsa con la compra y ella consultó su reloj nuevamente. Tenía apuro y apretujó el vuelto en su pequeña cartera. Salió de la panadería y se dirigió al mercado. El ruido de los vendedores, los olores de las verduras le daban bríos. Escogió cilantro, perejil, ciboulletes y orégano, compró medio kilo de manzanas y cuatro peras amarillas y jugosas. Godofredo adora las peras pensó en un segundo, para entristecerse al siguiente.

Revisó su reloj por tercera vez y se desplazó a paso vivo a la carnicería, detrás del mercado. Seleccionó carne de res y tres perniles de pollo.  Acomodó todo rapidamente en la bolsita de rafia que tenía escondida en su bolsillo y presurosa, cruzó el puente nuevamente, de vuelta a casa.

Hacía diez días que Godofredo había muerto y su espíritu aún rondaba la casa, llamándola en sueños, mostrándole en segundos de santificada iluminación dónde había dejado el periódico de hace tres semanas, que buscaron con tanto ahínco, por el reportaje a uno de sus barcos; las pantuflas de verano y los delicados pañuelos de seda que habían sido de su madre. Dónde habían quedado los pijamas de franela que no aparecieron por ninguna parte cuando se fue al hospital, a fallecer sin causa alguna, tal vez por su propio aburrimiento de la vida, que ya no le deparaba nada, decía él, mientras liaba cigarrillos de tabaco negro, que le producían una tos tuberculosa y maloliente, inundando la casa entera. Aún entonces ella le entregó su devoción, cambiando los ceniceros cada tres segundos, hirviendo semillas de eucalipto y tilo para purificar el aire y darle paz a sus pensamientos; divirtiéndose en comentarle hechos imaginarios de su parentela, para que él pudiese  discursear sobre moral y costumbres, con su parsimonia de maestro, sus ademanes de actor teatral, sus comentarios incendiarios contra la iglesia y los curas y su inevitable sarcasmo.

Diez días exactos, murmuró cuando puso la llave en el cerrojo. Recordó que Godofredo jamás había usado llave y que a las horas más imprudentes ella debía ir a abrirle la puerta. Ahora, ya no hacía falta la copia de la llave, que se había perdido perpetuamente entre los bolsillos de sus chaquetas de paño, como no había hecho falta su premura en la compra de esa mañana. Calentó el agua a fuego bajo, mientras preparaba la mesita con esmero. Las servilletas de tela, los platos de porcelana inglesa, los cubiertos de plata que Godofredo había encontrado en uno de los muchos barcos que restauró, todo dispuesto como a él le gustaba. Untó con mermelada de mosqueta una de sus medialunas, mientras el café con leche se iba enfriando lentamente, como a ella le gustaba. Miró con cariño y con tristeza la cocina que había compartido por cuarenta y cinco años con este hombre singular y de ojos arrebatadores. Estaba a punto de desplomarse de dolor, pero habían pasado ya diez días. Su nieta le había comentado que si empezaba a comer como de costumbre, iba a vivir mucho tiempo. Se sirvió otra taza de café con leche, mientras enrollaba la servilleta del plato que hubiera sido para él. La sujetó con una anilla de bronce labrada en Alemania y respiró tranquila. Miró debajo del lavaplatos y ahí encontró la otra, perdida por meses, brillando suavemente para ser encontrada. Godofredo hubiera soltado una carcajada.