Alma de Mineral

María del Carmen Maluenda se despertó con el ruido del bus que venía a buscar a su esposo, Alberto, para el turno de ese día. Se había ofrecido voluntario. El sobretiempo se pagaba bien y ellos necesitaban el dinero. María estaba embarazada de su tercer hijo.

Preparó el desayuno con tranquilidad y miró, como todos los días, las fotos ajadas por el tiempo y los traslados.  Allí estaba su madre, en algunas estaba la abuela y en una sola instantánea, frágil y estropeada, figuraba sin sonreír, sin expresión alguna, rígida, su bisabuela, tomando con firmeza la mano de Juan, el hijo menor, que se había salvado, sin tener mayor conciencia, de las terribles condiciones de las minas del carbón. Todas ellas había sido mujeres, hijas y madres de mineros. Todas y cada una de ellas. Una larga descendencia de mujeres curtidas por la cruel faena de la mina, tanto o más que los hombres; acostumbradas al sudor del marido, a la falta de medios, al frío, a ver esos cuerpos amados heridos, teñidos por el mineral, curados por la acción de los elementos. Destruidos, asustados, hambrientos, resignados.

María del Carmen había escuchado desde siempre las voces de sus antepasados, atados con cadenas a las entrañas de la tierra y a los recuerdos de la familia. Tenía en su memoria la historia de las acciones acontecidas desde los primeros pirquineros, pasando por las condiciones infrahumanas de la explotación del carbón, donde Luciana, su bisabuela, había sido protagonista. Siempre reclamando por el trato indigno, siempre llevando la cuenta de los días de trabajo del marido en la punta de los dedos y de cuántos cajones de carbón extraía en la quincena. Era la que más pataleaba por los descuentos injustificados que hacían aún más exigua la triste retribución a sus bestiales esfuerzos. Las humillaciones que pasó estaban tatuadas en sus recuerdos y en los de su familia. Los hijos que perdió estaban prendidos en su corazón, como partes de un escapulario que colgaba de sus brazos, cansados de tanto amasar pan con chicharrones para sobrevivir en el pueblo donde fueron a parar, cuando fueron expulsados del campamento. Su hijo Lorenzo, mocetón de dieciséis años, ocho trabajando, cuatro manteniendo a la familia por sí solo, se había negado a seguir arrastrando el carrito donde iba el ingeniero en jefe, por los rieles enlodados de la mina y aunque la paliza fue brutal, no se amilanó. Se parapetó detrás de un pilar esperando los golpes, pero el capataz lo echó. A él y a toda la familia. Como era la costumbre. Con lo puesto, hijita, había dicho siempre Luciana, en un cántico desolador. Con lo puesto y con tres chiquillos al hombro. Todo por alegar un trato justo. Todo por querer ser personas humanas.

Historias como esa abundaban, recordaba María del Carmen, mientras seguía en la televisión el programa de farándula. Tenía control en el hospital ese día. Su embarazo no andaba del todo bien. Con treinta y cuatro años y viviendo siempre en los campamentos, su cuerpo se había resentido tanto como el de su marido, por la altitud, el agua cargada de los mismos minerales que los hombres arrancaban de la tierra y más que todo por la soledad. Apagó el televisor. Se dispuso a hacer sus quehaceres.

La vecina golpeó su puerta con imprudencia y con terror. ¡¡María, María, están atrapados!! Ha habido un derrumbe. Su corazón se congeló. Una niebla espesa, como la que cubría los amaneceres helados de invierno, en el campamento donde había vivido antes, la invadió por completo. Un derrumbe. Había escuchado esa sentencia, desde pequeña, como la peor de sus pesadillas. Un derrumbe, gritaban las mujeres en la cuadra. Un derrumbe, gemían todas las mujeres de su familia, adentro de su alma. Un derrumbe. Escuchó claramente los fantasmas de todos sus antepasados, que habían quedado incrustados en la tierra, prisioneros en la misma urgencia que los había impulsado a seguir horadando la montaña.

Se dirigieron juntas al pié de la mina. En el camino otras treinta mujeres se unieron. María del Carmen miraba sin expresión al resto y acariciaba su panza, sumida en un trance silente y lejano, como si fueran sus entrañas las que ahora contenían al esposo y a todos los de aquel turno, que nadie sabía si seguían estando con vida.

Una de las mujeres tenía una biblia y leyó en voz alta Él no dijo no seréis víctimas de las tempestades, no pasaréis penurias, no pasaréis enfermedades, sino que dijo no seréis vencidos por ellas. María del Carmen escuchó con atención y despertó de su encantamiento. Regresó a su casa a la carrera. Encargó sus hijos a la vecina, que como una gallina clueca, había recibido a todos los chiquillos de la cuadra. Llenó un termo con agua caliente y se echó al hombro dos frazadas. Se despidió de su casa, cerrando la puerta con llave y se unió a las otras mujeres, que hermanadas en esta angustia insondable, habían decidido hacer vigilia en la entrada de la mina. Al ver a otras ya reunidas, supo que ese era su lugar y supo lo que tenía que hacer. Ahora eran las cuidadoras de la esperanza, como lo habían sido las de su familia, desde tiempos inmemoriales. No podían flaquear.

N de la R: En estos momentos, treinta y tres mineros están atrapados en las entrañas de la Mina San José, en la localidad de Copiapó, que el día jueves pasado sufrió un derrumbe de proporciones. Mis sentimientos de solidaridad con estas mujeres incólumes que se han mantenido con la esperanza en alto, en medio de un angustioso clima, esperando que este rescate llegue a buen término y salgan con vidas sus esposos, sus compañeros, los padres de sus hijos.
Mi agradecimiento profundo también a los grupos de rescate que no han parado, desde que se declaró el accidente.
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Polillas en el Desierto

Berta del Tránsito hacía la fila frente a la pequeña ventanilla, para recoger su papeleta de atención. Adelante de ella habían unas quince y a su espalda otras tantas más. Viejas, jóvenes, rucias, coloradas, altas, bajas, gorditas y delgadas. Un amplio espectro de mujeres que, por distintas situaciones, había decidido llegar hasta ese lugar.

Mejillones ya era puerto en el tiempo de la Guerra del Pacífico y quedó callado, después del conflicto, mirando al océano, esperando a un amor, como decía la canción que le hizo fama y apiñadito contra el malecón, como los moluscos que le daban su nombre, fijos a las rocas que marcaban el tiempo transcurrido, con el mar enfrente y el desierto detrás.

Ellas aparecieron de pronto, como los colores en el paisaje, después de la camanchaca. Asi fueron llegando en grupos, bajando de los buses colorinches que arribaban a la ciudad. Algunas llegaron solas y de la nada, como los espectros que poblaban el desierto y se allegaban cada tanto a la plaza del pueblo y al edificio de la Capitanía de Puerto.

Los avisos de cerveza fría se multiplicaron, cuando aparecieron los trabajadores del nuevo puerto y de la termoeléctrica, como se  multiplicaron los lupanales donde ellas hacían su agosto, cosechando propinas jugosas y enfermedades venéreas.

Berta del Tránsito detestaba este examen más que nada en el mundo. Podía tolerar a un pirquinero hediondo y polvoriento tratando de meter el sexo entre sus piernas, pero a la enfermera introduciendo el instrumento frío en sus concavidades, mientras le recitaba en mono tono las mismas preguntas de todos los meses y acto seguido la recriminaba por haberse hecho puta, era más de lo que podía soportar. En su primer examen, apenas llegada,  no le importó mandarla al mismo cuerno, porque le pareció una insolencia que se metiera así en su vida, si cada uno vive su destino y qué mierda le parecía tan asqueante, si sabía que a la enfermera se la tiraban los doctores, en las noches cuando el frío amenazaba con congelar el desierto entero, así que no me hables de castidad ni de buenas maneras, porque le prestas tus presas gratis a los mismos que después vienen donde mí y me pagan buenos pesos por las mismas cochinadas, bufó en la cara de la otra que, calladamente, le revocó la tarjeta.  A ver si te va a gustar tirarte a los presos en la comisaría, puta loca, le dijo con una sonrisa de triunfo, mientras la mandaba cascando de vuelta al 13, la taberna donde trabajaba. Debió volver otro día, con la cola entre las piernas y rogarle que le entregara la certificación, porque sin ella el cafiche le retenía las propinas, por si le pasaban una multa por su causa y Berta del Tránsito tenía un hijo que alimentar.

Se tuvo que morder la lengua mientras aguantaba con entereza los embates de la enfermera y su candonga, las mismas palabras, las mismas frases puestas en el mismo orden. Suspirando, se daba ánimos, si total es un ratito, ya estamos casi listas. Una vez terminado todo, se sacudió la blusa antes de volvérsela a poner y se guardó su tarjeta entre las botas, que iban a permanecer más tiempo cerca de su piel que ninguna otra cosa.

Su piel blanca, altamente cotizada en esta latitud y su determinación la habían llevado a este oficio, amén de las recomendaciones encubiertas de la tía Sonia, antigua militante en este ejército de sacrificadas servidoras de la patria, como rezaba la película de Pantaleón, que escuchó apenas, en el viaje interminable desde su hogar, en las afueras de la capital, hasta esta playa gigante y calurosa, enclavada en  mitad de la nada,  donde el reflejo del mar golpeaba los ojos y la valentía de la gente le provocaba sentimientos encontrados, pero a la hora de ubicarse en la puerta del 13, todo eso cambiaba y se volvía de risas falsas y palabras del más grueso calibre, proferidas con furia y con velocidad, para que no te lleve el desierto cabrita, le había dicho un minero una noche, en medio de una borrachera, que no te lleve el desierto porque no vuelves más.

Perdida en la noche, Berta del Tránsito, ahora convertida en Yesenia, fuma un poco de pasta base para mantenerse despierta y atenta, mientras sostiene un vaso plástico con los restos de una cerveza. En la acera del frente, su compañera Topacio es acosada por un cliente que no la deja ni a sol ni sombra. Se escuchan los improperios, pero el hombre no da tregua. A veces se enamoran tanto de una estos mal paridos que no dejan trabajar tranquila, piensa, mientras tose por la pasta y el frío de la noche. De pronto, Topacio cae al suelo y ella mira como el hilo de sangre va manchando el breve vestido blanco de su amiga. Queda muda e inmóvil. Ve la arena dorada y el mísero cementerio de la ciudad. Observa el estero que baña la casa de sus padres y escucha el viento colándose entre los campos de trigo, allí donde nació su hijo. Escucha la música del interior del 13 apenas y sólo le llega la brisa del mar, espabilándola. 

Otra puta muerta, dice el policía cuando llega a constatar el crimen. La tercera esta semana y siguen llegando.  Usted, ¿ha visto algo? Yesenia convertida en Berta del Tránsito se enrolla como un quirquincho y con la misma sumisión que enfrentó a la enfermera, dice bajito no mi Cabo, no vi nada, acabo de salir a tomar aire.